VEINTIDÓS

– ¿Se puede saber en qué pensabas? -Susan está junto a la mesa de la cocina, de pie, mirándome por encima del periódico de la mañana.

Yo estoy en albornoz, con una taza de café ante mí. Falta una hora para que me vaya al juzgado.

– Pensaba en defender a mi cliente -le digo.

– Estoy agobiada por los auditores, mi departamento se halla atestado de investigadores, y tú le das a Brower una pistola para que juegue a la ruleta rusa con mi cabeza -dice ella.

– ¿A qué te refieres?

– A que en una sesión a puertas abiertas del tribunal le preguntases si sabe algo de escándalos en el condado. ¿En qué estabas pensando?

– Lo expuse con gran cautela. Brower sabía de qué estaba hablando yo. Dejé bien claro que me refería al comunicado de prensa de Suade.

– Sí, tú te referías a eso, pero… ¿y si a él se le hubiese ocurrido hablar de otra cosa?

– ¿De qué otra cosa?

– De la investigación que está teniendo lugar en nuestro departamento.

– ¿Por qué iba a haber hablado de eso?

– Para ponerme en evidencia -dice ella-. Por si no te habías dado cuenta, el señor Brower y yo no estamos exactamente a partir un piñón. Hay quien dice que él desea mi puesto. ¿Qué le hubiera costado empezar a hacer acusaciones absurdas? Decir que yo había destruido documentos de mi oficina. La prensa estaba allí. La taquígrafa del tribunal estaba tomando nota de todo.

– Brower no hizo nada de eso.

– Pero no fue gracias a ti.

– Estás exagerando -le digo, aunque lo cierto es que cuando le hice las preguntas a Brower estaba corriendo un riesgo calculado.

– ¿Sabías que yo figuro en la lista de testigos de Ryan? -me pregunta Susan.

– Vi tu nombre. Pero en esa lista estás tú y la mitad de los habitantes del estado. Eso no significa que vaya a llamarte a testificar. Casi espero que también me cite a mí.

Ella me mira, sorprendida. Le digo que estaba bromeando. Peltro jamás lo permitiría. El proceso sería declarado nulo en un abrir y cerrar de ojos.

– Pero yo sí estoy en la lista -dice ella-. ¿Por qué no me lo dijiste?

Estoy preguntándome cómo lo habrá averiguado Susan.

– Porque no quería que te preocupases. Bastantes problemas tienes ya.

– Y ahora, además, tengo éste. -Dobla el periódico y lo deja bruscamente sobre la mesa-. ¿Y si me cita a testificar? ¿Qué hago en ese caso?

– Te sientas en el banquillo y testificas. ¿Qué puedes decirle?

– Lo que oí en tu bufete aquella mañana con Jonah.

– Brower ya lo ha dicho. El daño está hecho.

– ¿Y si Ryan me pregunta cómo averigüé lo de la pistola de Suade? Brower sabe que yo te di la información.

– Yo no me preocuparía por eso. Le dices que te hiciste con la información por casualidad. Nosotros dos nos conocemos. Tú, simplemente, me lo comentaste.

– Así de simple. ¿No crees que él se preguntará cómo conseguí esa información?

– Le dices que a uno de tus investigadores le dio por husmear. La noticia del caso había aparecido en los informativos. Él se tropezó con la información y te lo comentó.

Eso no acaba con sus temores.

– No te citará -le digo-. ¿Qué ganaría con ello? Si trata de meterse en nuestra relación, yo lo pararé en seco. Peltro no le permitirá entrar en ese tema. Es irrelevante, perjudicial.

– Desde luego, para mí es perjudicial. -Se refiere a lo de nuestra relación-. Ojalá no te hubiese dado la información acerca de la pistola.

– ¿Por qué? ¿Para que condenaran a Jonah?

Ella me mira, no dice nada, pero sus ojos denotan las emociones que la embargan.

No he tenido tiempo de leer el periódico, pero parto de la base de que no hay en él ningún comentario acerca de la pregunta de Ryan, la sugerencia de que alguien presionó a Brower para que no entregase el cigarro a la policía. Si hubiera leído algo a ese respecto, ahora Susan estaría hecha un basilisco.

– ¿Cómo nos metimos en esto? -dice.

Me levanto de la silla y voy a colocarme detrás de Susan. Ella sigue frente a la mesa, con las palmas de las manos sobre el tablero.

– Escucha, estás sometida a muchas presiones. -Le froto los hombros con las manos, masajeándole los músculos como si éstos fueran masa de pan-. Cuando todo esto termine, haremos un viaje. Quizá al sur, a Baja California. Nos tumbaremos al sol y nos relajaremos. Las niñas podrán nadar. Necesitamos un descanso. Todos nosotros. No podemos seguir así.

Ella suspira profundamente.

– Sí.

Noto que parte de la tensión abandona su cuerpo.

– Mientras tanto -dice-, tendré que seguir defendiéndome de los tiburones del consejo de supervisores.


Un tipo llamado Jerome Hurly, un excéntrico que pronuncia su nombre de pila con una O mayúscula en el centro, es el propietario de una tabaquería del centro de la ciudad, y resulta ser el que abastece a Jonah de buenos cigarros. El tipo dirige una sonrisa a Jonah cuando se sienta en el estrado.

Jonah lo saluda con la mano antes de que yo pueda impedírselo.

Ryan despacha rápidamente los preliminares, la identidad del testigo, el nombre de su tienda, el hecho de que tiene el local desde hace treinta años.

– ¿Conoce usted al acusado, Jonah Hale?

– Sí, claro. Es un buen cliente.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

El testigo reflexiona un momento.

– Hará unos tres meses.

– ¿Y dónde lo vio?

– En mi tienda. Vino a comprar cigarros -dice Hurly.

– ¿Había hecho eso anteriormente? Lo de comprar cigarros.

– Sí, claro.

– ¿Cuántas veces?

– No lo sé. ¿Usted qué cree? -Hurly mira a Jonah, como si realmente pretendiese que él lo ayude a responder-. Ocho o diez veces, ¿no cree?

Harry le da a Jonah con la rodilla por debajo de la mesa y el viejo no responde y se mantiene inexpresivo.

– Supongo que ocho o diez veces -repite Hurly.

– ¿Qué clase de cigarros le compraba?

– Bueno, el señor Hale tiene muy buen gusto. Cigarros de primera.

– ¿Caros? -pregunta Ryan.

– Desde luego.

Ryan se dirige al carrito de las pruebas. Rebusca parsimoniosamente en él y finalmente regresa con dos pequeñas bolsas de papel marrón.

– ¿Me permite acercarme al testigo, señoría?

Peltro hace un ademán de asentimiento.

– Señor Hurly, le voy a enseñar un cigarro y a preguntarle si reconoce la marca.

Hurly abre la bolsa que Ryan le ha entregado y mira en el interior.

– Me sería más fácil si lo saco -dice.

Ni Ryan ni yo nos oponemos.

Hurly hace girar el puro entre los dedos, lo huele, lo examina a la luz y asiente con la cabeza.

– Montecristo A -dice. También podría haberlo dicho con sólo mirar el cilindro metálico que contenía el habano y que todavía está en la bolsa.

– ¿Alguna vez le vendió ese tipo de cigarro, un Montecristo A, al acusado, Jonah Hale?

– Pues sí. Él generalmente los compraba por cajas, pero a veces también los compraba sueltos, en pequeños cilindros como éste -dice Hurly.

– ¿Se trata de un cigarro caro? -pregunta Ryan.

– Una caja de veinticinco le costaría a usted novecientos dólares fuera de Estados Unidos -dice Hurly-, pero… Bueno, aquí cuestan un poco más.

– ¿A qué se debe eso?

– A que pertenecen a mi reserva privada -dice Hurly-. Son difíciles de conseguir.

– ¿No es cierto, señor Hurly, que esos cigarros se cultivan y fabrican en Cuba, y que según las especificaciones del embargo a Cuba es ilegal comprarlos o venderlos en este país?

– De eso no estoy seguro -dice él-. Muchos mayoristas dicen que los cigarros proceden de Cuba. Pero la mayoría de ellos son cultivados y fabricados en este país. Algunos, en la República Dominicana.

– Pero el que le vendió este cigarro en particular le dijo que estaba hecho en Cuba, ¿no?

– Los mayoristas de cigarros dicen muchas cosas que yo no siempre creo. La mitad de las cigarrerías de la ciudad dicen que tienen puros cubanos en la trastienda. No siempre es cierto.

– Pero a usted le dijeron que éstos estaban hechos en Cuba, ¿no?

– Eso me dijeron.

– ¿Por eso son tan caros?

– Bueno, se trata de un cigarro excelente -dice Hurly. Está mirando a Jonah, atrapado entre los cuernos de un dilema que tiene el fraude al consumidor en un pitón y a los agentes federales de aduanas en el otro. Sin duda, estos últimos no tardarán en ir a examinar las existencias privadas de Hurly en su trastienda, si es que antes él no ha enterrado o quemado sus cigarros de contrabando.

– ¿Cuántos de sus clientes compran esa clase de cigarro?

– Oh. -Hurly reflexiona unos momentos-. ¿Se refiere usted a cigarros sueltos, o a cajas?

– Comencemos por los cigarros sueltos.

– Vendo unos cuantos cada mes.

– ¿Qué entiende por «unos cuantos»?

– Tres o cuatro.

– ¿Siempre se los vende a las mismas personas?

– A clientes habituales -dice Hurly.

– ¿Cuántos son esos clientes?

– Dos. Tres, incluyendo al señor Hale.

– ¿Cuántos de esos clientes los compran por cajas?

– Oh. Sólo el señor Hale.

– ¿Él es el único que los compra en cantidad?

– Sí.

– ¿Sabe si otras tiendas de la zona venden también esta marca de cigarros?

– No lo creo -dice él-. No, que yo sepa. Para tener surtido de algo así hace falta disponer de un cierto tipo de clientela.

– No lo dudo -dice Ryan-. ¿Diría usted que este cigarro, el Montecristo A, es un producto raro?

– Bueno, es un puro excelente, desde luego.

– No me refiero a eso. Quiero decir que si es raro en el sentido de que no es algo que se encuentre en cualquier parte.

– Sí, desde luego. Más allá de Los Ángeles existen pocos sitios en los que los vendan. Naturalmente, yo sólo lo he oído rumorean Una tienda de Brentwood los vende a celebridades.

– Aparte del acusado y de sus otros dos clientes, los que los compran sueltos, nadie más en la zona fuma estos cigarros, ¿no es así?

– Protesto: la respuesta sólo puede ser una suposición.

– Se admite la protesta.

– Nadie más se los ha comprado a usted, ¿no es así?

– Sí

– Y, que usted sepa, ninguna otra tienda de la zona los vende, ¿no?

– En efecto.

A continuación, Ryan me sorprende.

– No tengo más preguntas para este testigo -dice. En ningún momento ha sacado lo que hay en la otra bolsa de pruebas, el puro fumado y aplastado procedente del lugar de los hechos.

Harry quiere decirme algo al oído, pero le hago seña de que se calle.

– Señor Madriani, su testigo -dice Peltro.

– Sólo unas pocas preguntas, señoría.

«Señor Hurly… ¿Tuvo usted oportunidad de ver otro cigarro, parcialmente fumado y apagado…?

– Protesto -dice Ryan-. Se sale de lo que la fiscalía preguntó. Si la defensa desea citar al testigo, puede hacerlo cuando exponga sus alegatos.

– No tengo más preguntas -digo al tribunal.

– El testigo puede retirarse.

Vuelvo a sentarme. Harry me mira y, susurrándome al oído, pregunta:

– ¿Tú qué crees? Tal vez no pudo reconocer el otro cigarro. O quizá dijo algo que a Ryan no le gustó.

No estoy seguro y meneo la cabeza. Lo más probable es que se trate de algo peor.

Diez minutos más tarde nos enteramos de que, efectivamente, se trata de algo peor. Ryan tarda todo ese tiempo en presentar por sus credenciales al siguiente testigo.

Lyman Bowler es un biólogo botánico, profesor en una universidad del sur, autor de un tratado sobre el tabaco y, según Ryan, también es uno de los expertos en cigarros más destacados del país.

Se trata de un hombre alto y delgado, de aspecto señorial y que habla con un acento que no parece del sur. Sospecho que debe de proceder de alguna parte del noreste.

Ryan ya ha colocado las dos bolsas de pruebas frente al testigo.

– Doctor Bowler, voy a pedirle que mire los dos cigarros que hay en estas bolsas y me diga si ha tenido oportunidad de examinar muestras de ellos antes de hoy.

El testigo los mira, inspecciona las marcas, no de los cigarros, sino de las bolsas que los contienen.

– Sí. Hay un sello del laboratorio en la bolsa, y he visto fotos que se corresponden con los dos cigarros en cuestión.

– ¿Sólo fotos?

– No. También recibimos muestras del tabaco.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace cosa de un mes -dice Bowler-. Mi departamento recibió muestras de ambos cigarros.

– ¿Efectuó usted algún informe por escrito con referencia a ese examen o a sus conclusiones?

– No.

Ryan no pregunta por qué, pero la respuesta es clara: porque el fiscal no quería tener entre sus pruebas un informe que se vería obligado a incluir en la lista de las mismas. Gracias a eso, ahora nos saca una considerable ventaja.

– ¿Y qué clase de exámenes realizó usted? -pregunta Ryan.

– Coloqué las muestras en un portaobjetos y las examiné mediante un estereomicroscopio. Estudié tanto muestras del tabaco de la envoltura como del tabaco del relleno de cada uno de los dos cigarros. Ése fue el material que me fue enviado.

– Para que el jurado lo entienda -dice Ryan-. Existen dos clases de tabaco, el de dentro y el de fuera, ¿no?

– Sí. El de dentro suele ser una mezcla de varios tipos distintos de tabaco. El envoltorio es lo que el nombre da a entender, una hoja de tabaco que se cultiva específicamente para utilizarla como envoltura externa de los cigarros.

– Después de examinar las muestras, ¿le fue posible llegar a algunas conclusiones?

– Sí.

– ¿Y qué conclusiones fueron ésas?

– En cuanto a la procedencia del tabaco, averigüé que tanto el relleno como el envoltorio de los cigarros fue cultivado en el exterior de Estados Unidos. Muy probablemente, en Cuba.

– ¿Y cómo llegó a dicha conclusión?

– Mediante un proceso de eliminación. Para comprenderlo tenemos que retrotraernos a la subida al poder de Castro en el país. A comienzos de los años sesenta, cuando Castro estaba consolidando su autoridad, una de las cosas que hizo fue confiscar todas las plantaciones. Muchos de los propietarios huyeron del país. Algunos se llevaron con ellos semillas de tabaco cubano. Unos cuantos vinieron a Estados Unidos. Otros fueron a Honduras. Otros, a la República Dominicana. Se asentaron en estos lugares y comenzaron a cultivar, utilizando semillas cubanas.

– O sea que lo que nos está diciendo es que el tabaco de las muestras que le envié podía proceder de semillas cubanas.

– El tabaco de todas las muestras es, sin duda, de origen cubano. Pero no creo que sea de lo que acostumbra a llamarse «semilla cubana». Desde luego, no fue cultivado en Estados Unidos.

– ¿Cómo sabe usted eso?

– En el tabaco de las muestras no hay ni rastro de moho blue smut. El blue smut es un moho de la hoja muy común en Estados Unidos. Llega procedente de México todos los años, y contamina las cosechas de tabaco nacional. Se encuentran rastros de él en casi cualquier cigarro hecho con tabaco cultivado en este país. Pero no se sabe que tal clase de moho exista en Cuba.

– ¿Puede usted decirnos algo, doctor? Aparte del hecho de que el tabaco de ambos cigarros fue cultivado fuera de Estados Unidos, ¿existían otros puntos de similitud entre las muestras tomadas del cigarro completo y sin fumar de una bolsa, y las del cigarro a medio fumar y aplastado que hay en la otra?

– Sí, claro. Las muestras del envoltorio de uno y otro son sumamente peculiares. Tienen una composición oleaginosa que sólo se da en las hojas de envolver cultivadas en Cuba. En ninguna otra parte son así: ni en la República Dominicana, ni en Honduras. Decididamente, las hojas del envoltorio de ambas muestras fueron cultivadas en Cuba.

– ¿Y diría usted que se trata del mismo tipo de envoltorio?

– Se trata del mismo tipo genérico de hoja, sí.

– ¿Y eso es algo habitual, algo que un fabricante trate normalmente de obtener? ¿Uniformidad en los envoltorios?

– Desde luego.

– Doctor Bowler, tras examinar las muestras que le enviamos, o los propios cigarros, ¿logró usted formarse una opinión basada en datos científicos acerca de si los dos cigarros en cuestión proceden del mismo fabricante y son de la misma marca?

– Sí. En mi opinión, lo son. La misma marca.

– ¿Y se atrevería usted a decir de qué marca se trata?

– Creo que sí. No por las muestras, sino por los propios cigarros. La peculiar forma de torpedo, la textura oleaginosa de la hoja de envoltorio, particularmente en el cigarro sin fumar, pero también en los otros restos…

– ¿Se refiere usted a la colilla de cigarro? ¿La que fue hallada en el lugar de los hechos?

– Sí. Yo diría que son de la misma marca. Cigarros de primera. Quizá los mejores del mundo. No me cabe la menor duda de que son Montecristo A. Los dos.

Загрузка...