TREINTA Y TRES

Cruzo la sala a gatas en dirección a Susan y a la niña. El calor sobre nuestras cabezas es intenso, y el humo, denso y ominoso. Susan y Amanda están conmocionadas, pero ilesas. Los tres gateamos hacia Jessica, que se halla a tres metros de distancia. Tiene los ojos abiertos y respira trabajosamente. Por la nariz y la boca le sale una sanguinolenta espuma. Mira a Amanda, sonríe, y en sus ojos aparece el gélido brillo de la muerte.

La arrastro hacia la escalera bajo el techo de humo. Susan nos sigue, de rodillas, y luego intenta restañar la sangre de las heridas, alternando esto con intentos de reanimación boca a boca. Mientras hace esto último, se limpia la sangre de sus propios labios con el dorso de la mano. Amanda sigue agarrada al brazo de su madre. Nuestro intento de reanimar a Jessica es inútil. Yo me doy cuenta desde el principio, y creo que Susan también. Pero no podemos dejar de hacerlo, aunque sólo sea por la niña.

Transcurren casi diez minutos antes de que alguien abra una puerta en la parte trasera. La corriente de aire comienza a sacar el humo de la oscura caverna.

La música continúa sonando, ensordecedora, las luces estroboscópicas siguen iluminando el humo como los relámpagos en un huracán. Cuando los policías mexicanos entran en el local, nos vigilan a punta de pistola mientras nos registran en busca de armas, y luego nos sacan rápidamente del edificio mientras ellos continúan su búsqueda. A mí me corresponde la ingrata tarea de arrancar a Amanda de junto al cuerpo sin vida de su madre.

Mientras subo la escalera con la niña, pierdo de vista a Susan por un instante. Cuando me vuelvo a mirar, ella está de nuevo de rodillas, como si hubiera tropezado con uno de los cuerpos, el humeante cadáver de uno de los pistoleros. Susan se aparta de él como si le produjera repulsión, y luego huye escaleras arriba, como tratando de escapar de una pesadilla.

Los disparos del exterior fueron hechos por la policía judicial mexicana que, como la caballería, llegó en el último momento. Con los policías hay otros dos rostros familiares: los agentes que Murphy me presentó aquel día en el restaurante de San Diego: Jack y Bob.

Mientras nos hallamos fuera del local, viendo cómo el humo sale de la discoteca y cómo se forma una multitud tras el precinto policial, es Jack quien me dice que llevaban varios días tras las huellas de Ontaveroz. Lo habían seguido hasta Cabo, y le iban pisando los talones cuando en la discoteca se formó la bola de fuego alimentada por el éter.

El agente me señala con el dedo, me dice que lo siga, y yo lo hago, hasta una fila de figuras cubiertas con mantas que hay en el suelo, junto al muro del patio.

El agente que se hace llamar Bob se inclina y retira la manta de uno de los cuerpos tendidos sobre el suelo. El muerto yace boca arriba, con los brazos a los costados.

– Le presento a Esteban Ontaveroz -dice Bob-. Junto con dos de sus matones. Sin contar a los dos que asó usted en la discoteca.

Uno de los cuerpos cubiertos con mantas que hay en el suelo es el de Jessica Hale.

Llegan los bomberos, que apagan las últimas llamas, unas vigas chamuscadas situadas sobre la puerta principal, donde el calor de la explosión hizo arder la madera.

Las autoridades mexicanas ya nos han interrogado a Susan y a mí. Nosotros no mencionamos para nada nuestro plan de secuestrar a la niña. Hemos dicho que sólo tratábamos de localizarla. Los mexicanos parecen darse por satisfechos. Susan saca del bolso la copia certificada de la orden de custodia. Con eso, con sus credenciales y con las palabras en nuestro favor que dicen los agentes de la DEA, las autoridades nos dejan libres bajo la custodia del cónsul norteamericano. Para la policía mexicana, aunque dos de sus agentes han muerto, el incidente constituye todo un éxito de la ley y el orden. Han dado muerte a uno de los capos de la droga más buscados de su país. Sin duda, la prensa mexicana celebrará la hazaña debidamente.

Cinco horas más tarde nos hallamos de nuevo en San Diego, llevando con nosotros a Amanda. Mary nos recibe en el aeropuerto y la escena que se produce ablandaría hasta el más duro de los corazones.


Martes por la mañana. Vuelvo a hallarme en el tribunal. Jonah sigue hospitalizado, aunque está muchísimo más animado y parece en vías de recuperación. Con el regreso de Amanda, ahora mi cliente tiene algo por lo que vivir. La pequeña lo ha visitado dos veces en el hospital, y ayer él ya se incorporó por primera vez en la cama.

Jonah ha confirmado lo que farfulló segundos antes de sufrir el colapso en el tribunal: que había arrojado por la borda la pistola de Jeffers meses antes de la muerte de Suade. Dice que se libró de ella porque no quería tenerla ni a bordo ni en su domicilio. Amanda recibía constantemente a amigas en la casa, y Jonah había comenzado a preocuparse por un posible accidente. Los niños y su curiosidad.

Hoy, Harry y yo vamos a dar el primer paso hacia la finalización de la pesadilla del juicio. Efectuamos una presentación de prueba.

Ryan está furioso, y afirma que ni la prueba ni el testigo nunca fueron mencionados por la defensa.

Pero Peltro admite la prueba, basándose en su anterior decisión de que si a mí me era posible demostrar alguna conexión con Ontaveroz, podría utilizarlo en mi defensa. La presentación de prueba es un trámite que puede realizarse sin que el acusado se halle presente. Durante todo este tiempo, Peltro mantiene aislados a los jurados, secuestrados en un hotel por la noche, y confinados en la sala del jurado durante el día. No se sabe durante cuánto tiempo podrá seguir esta incomunicación.

El juez rae pregunta por la salud de Jonah. Le contesto que no sé nada, que tendré que hablar con sus médicos.

Ryan tiene un serio problema. Se trata de las pruebas referentes a los acontecimientos de Cabo. Si bien Jessica está muerta, no cabe duda de que Ontaveroz la acechaba. La DEA no va a permitir que ninguno de sus dos agentes secretos testifique. Pero nos han facilitado a un policía mexicano, miembro de una unidad especial, un intocable de la policía judicial mexicana que lleva más de dos años persiguiendo a Ontaveroz con tenaz insistencia.

El teniente Ernesto López Sántez es un veterano que lleva dieciocho años combatiendo en la guerra de México contra las drogas. Es un hombre alto y delgado, de rostro alargado, cabello negro como el azabache e intensos ojos oscuros. Habla muy de prisa, en español, mientras el intérprete lucha por ir traduciendo sus palabras. Finalmente, López decide que su inglés, aunque no es perfecto, puede servir mejor a nuestros propósitos.

– ¿Dónde aprendió usted inglés, teniente?

– En la escuela. En Jalisco.

El propósito de la presentación de prueba es determinar si la defensa puede aportar pruebas de que Ontaveroz tuvo tanto el móvil como la oportunidad de matar a Suade.

– ¿Puede usted decirnos dónde se hallaba la noche del sábado, 18, es decir, hace tres días?

– Señoría -dice Ryan-, eso es irrelevante.

– Eso es justamente lo que tenemos que decidir -dice Peltro-. Adelante -le indica a López con un gesto que continúe.

– Estaba en Cabo San Lucas.

– ¿Por motivos profesionales?

– Sí.

– ¿Puede contarle al tribunal qué sucedió aquella noche?

– Hubo un tiroteo en un restaurante en el que murieron varios narcotraficantes. Y dos miembros de la policía.

– ¿Puede usted decirnos cuántos asaltantes, cuántos criminales, había allí aquella noche?

– Sí. Cinco. Quizá más.

– ¿Cinco de ellos murieron?

– Sí. Exacto.

– ¿Identificó usted a uno de los que murieron como Esteban José Ontaveroz?

– Sí.

– ¿Estaba Ontaveroz buscado por la policía mexicana?

– Oh, sí. Sí. Ontaveroz era un fugitivo.

– Si le muestro una fotografía de ese hombre, de Esteban Ontaveroz, ¿le será a usted posible reconocerlo?

– Tal vez.

En el podio, frente a mí, tengo una carpeta. En su interior hay varias copias de la misma foto, hechas hace sólo unas horas. Entrego dos de ellas al alguacil, una para el testigo y una para el juez, y luego le tiendo una a Ryan, que inmediatamente

– ¿Había usted visto esta foto anteriormente?

– No.

– En ella aparecen varias personas. Le ruego que se concentre en el hombre con chaqueta oscura que hay al fondo. El del bigote.

– ¿De dónde ha sacado esta foto? -me pregunta López.

Hago caso omiso de la pregunta.

– ¿Reconoce a ese hombre?

– Sí. -López alza las cejas.

– ¿Puede usted decirle al tribunal de quién se trata?

– De Esteban Ontaveroz.

– ¿Está usted seguro?

– Sí.

– Señoría -me he vuelto hacia Peltro-, tenemos un testigo que declarará que esa foto fue tomada en el muelle de Spanish Landing, aquí en San Diego, en la mañana del día en que Zolanda Suade fue asesinada.

El amigo borracho de Jonah, el que llevaba la cámara y quería hacer una última foto con el pez, había tomado la que quizá fuese la fotografía más importante de la vida de Jonah. Yo la había visto cuando las copias llegaron a casa de Mary dos días después del arresto de Jonah. La policía las había requisado como demostración de la existencia del pez aguja, y fueron presentadas como pruebas. Pero yo no establecí la relación hasta que vi los cadáveres alineados en el patio de la discoteca. Pedí ver el cuerpo de Ontaveroz. Quería ver al hombre que había acosado a mi cliente y había matado a Joaquín Murphy.

Sólo establecí la relación cuando regresé a San Diego y miré la foto con una lupa. Ontaveroz estaba, sin duda, siguiendo a Jonah, con la esperanza de que Jessica apareciese.

– Además… -Reparto las otras copias de la foto; éstas no están ampliadas, de forma que todo el fotograma es visible-. Señoría, puede usted ver al acusado, Jonah Hale, posando junto al pez aguja, cuya sangre ya ha sido presentada como prueba por la fiscalía. Disponemos de peritos fotógrafos que pueden testificar que Ontaveroz no se hallaba a más de tres metros del pez aguja cuando se tomó esta instantánea, y que la única forma de salir de ese muelle era pasando junto al pez, que ocupaba casi todo el ancho del embarcadero.

– La defensa está sacando conclusiones sin base -dice Ryan-. ¿Aparece Ontaveroz manchado de sangre en esa foto? -pregunta al tribunal, pero no obtiene respuesta.

Sea o no esto suficiente para que la sangre llegase al coche del mexicano, Ryan tiene ahora un problema. Hemos situado a Ontaveroz cerca de las pruebas materiales. Se trata de una explicación para lo aparentemente inexplicable, lo cual es base sobrada para una duda razonable.

Los periodistas de la primera fila se afanan sobre sus cuadernos, tomando notas febrilmente.

Pero yo aún no he terminado. Existe otra prueba, aparentemente gratuita, con la que yo, hace una semana, ni siquiera habría soñado.

– Teniente López, ¿tuvieron usted o sus hombres oportunidad de registrar a los asaltantes muertos de Cabo San Lucas?

Él asiente con la cabeza.

– Sí.

– ¿Y qué encontraron?

– Armas. Drogas. Sobre todo, cocaína.

– Haciendo referencia específica a uno de los pistoleros muertos que estaban en la discoteca, ¿encontraron ustedes algo más, aparte de las armas y las drogas?

– Encontramos un cigarro -dice López.

En la sala de audiencias se produce un perceptible rumor de anticipación.

– ¿Lleva usted consigo ese cigarro en estos momentos? -le pregunto.

– Sí. -Echa mano al bolsillo interior de su chaqueta, y cuando la saca, sostiene en ella un pequeño cilindro de metal plateado, el mismo tipo de envase que contenía el cigarro que John Brower entregó a la policía.

– Señoría, disponemos de un testigo, un experto, que está dispuesto a declarar que el cigarro de ese tubo es un Montecristo A, y que el sello del cilindro se halla intacto. Ese cigarro es idéntico a la colilla que se encontró en el lugar en que fue asesinada Zolanda Suade.

Ahora el rumor en la sala se convierte en un rugido.

– Señoría. Señoría -Ryan trata de conseguir la atención del juez-, exigimos la oportunidad de someter a examen ese cigarro.

Conmoción en la sala, un tumulto de voces. Peltro golpea con la maza. Mira al testigo. Debido al ruido, tengo que leer los labios del juez para comprender lo que dice.

– ¿Encontró esto en poder del pistolero muerto de Cabo?

Creo que esto es lo que Peltro ha dicho, y el testigo asiente con la cabeza.

No estoy seguro de si la taquígrafa del tribunal ha tomado nota de eso, pero no tiene importancia.

– Quiero hablar con el fiscal y el defensor en mi despacho -dice Peltro-. Se suspende la vista.


– Señoría, la defensa no puede explicar cómo llegó la sangre de ese pez al automóvil. -Ryan se refiere al vehículo del mexicano-. ¿Se ha encontrado el coche?

– No necesitamos el coche -le digo-. ¿Qué desea usted? ¿Una foto de Ontaveroz disparando contra Suade?

– Apuesto a que usted me la conseguiría en menos de una hora -dice Ryan.

– ¿Pone usted en tela de juicio la autenticidad de la foto? -Peltro mira a Ryan.

Mi colega se enfrenta a un problema: la fiscalía ya ha presentado como prueba y como parte de sus tesis la foto del pez aguja colgado de la grúa en el muelle. La figura que aparece resaltada en la ampliación es claramente visible en la foto original.

– No -dice Ryan-. Pero sigue sin haber pruebas de que el hombre se hubiera manchado de sangre.

– Uno no podía caminar por ese muelle sin terminar manchado de sangre -le digo al juez.

Peltro alza las dos manos, una moción para que tanto Ryan como yo nos callemos.

– Nos enfrentamos a un problema -dice-. El acusado, al menos de momento, no puede seguir con el juicio. La pregunta es cuánto tiempo debemos esperar. -Peltro quiere dejar de lado el asunto de las pruebas para concentrarse en consideraciones más prácticas.

Ryan comienza a darse cuenta de cuál es su situación. Las tesis de la fiscalía han quedado arruinadas. Peltro no es partidario de retener indefinidamente al jurado, y está buscando alguna solución intermedia.

– Aunque acepte su teoría acerca de la sangre -dice Peltro mirando a Ryan-, ¿qué me dice del cigarro?

– Queremos analizar ese cigarro -responde Ryan, e inmediatamente se da cuenta de que no debería haberlo dicho.

– El maldito cigarro se halla en el interior de un cilindro precintado -dice Peltro. Tiene el cigarro sobre el escritorio, en el centro de la gran carpeta cubierta con un papel secante verde, donde todos podemos verlo-. ¿De veras cree usted que puede no ser de la misma marca?

Enfrentado a tal escepticismo, Ryan no encuentra nada que decir.

– Puede usted analizar el cigarro -prosigue el juez-, pero desde ahora le digo que, a no ser que me muestre usted pruebas concluyentes en sentido contrario, voy a admitir esto como prueba. -Señala con un dedo el cigarro que tiene ante sí-. En cuanto a la foto, ésta ya forma parte de las pruebas.

Sentado en un sillón frente al escritorio de Peltro, yo sonrío. Si me fuera posible hacerlo, en estos momentos cogería el cigarro entregado por López y me lo fumaría.

– A no ser, claro -sigue Peltro-, que desee usted que yo declare juicio nulo. -Le está ofreciendo a Ryan una alternativa, algo que le permita salvar la cara.

Yo, que no esperaba esto, rae enderezo en el sillón.

– Respecto a usted… -Ahora Peltro me mira a mí-. Su cliente no puede seguir soportando la tensión de este juicio, así que no me venga con pamplinas acerca de la necesidad de limpiar su buen nombre. A no ser que hayan cambiado las leyes desde que yo asistí a la facultad, no se puede difamar a los muertos, y su cliente sin duda morirá si usted se empeña en prolongar lo que para él es evidentemente un suplicio.

Yo no digo ni palabra, pero vuelvo a arrellanarme en el sillón. Algo me dice que el juez tiene razón. Si el juicio sigue adelante, a mí, probablemente, me será posible hacer picadillo a Ryan, pero puede que Jonah no viva para ver el final del juicio.

Mañana los periódicos se ocuparán profusamente de esto: el incidente en México, otra violenta batalla a tiros con los capos del narcotráfico. Sólo que en esta ocasión la cosa estará relacionada con San Diego, con el asesinato de Zolanda Suade. Las tesis de la fiscalía han rodado por los suelos, y Ryan es consciente de ello.

– Si el juicio se declara nulo -dice-, la razón que se aduzca debe ser la incapacidad del acusado para seguir adelante. -Ryan ya se ha hecho a la idea, y ahora lo que busca es cobertura política. De este modo, Jonah no puede demandarlo, y él dispone de una buena explicación que darle a la prensa. Él no ha perdido el caso, sino que, en vista de las pruebas, ha decidido no volver a iniciarlo.

Peltro está de acuerdo. Me mira. Yo preferiría un sobreseimiento, pero al juez no le es posible hacer eso y yo me doy cuenta de ello.

– Entonces, todos de acuerdo -dice Peltro-. Salgamos, y que esto conste en acta.

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