DIECISIETE

– No te he hecho demasiadas preguntas acerca de lo que sucede -dice Susan-. Sé que estás ocupado. Pero también que está ocurriendo algo de lo que tú no me cuentas nada.

Esta mañana estamos tomando café, bagels y un poco de fruta.

Extendidos ante mí sobre la mesa de la cocina, tengo varios papeles de trabajo. Intento eludir las preguntas que adivino que se aproximan.

– Base tierra llamando a Paul -dice ella.

Me siento obligado a levantar la cabeza.

– ¿Humm?

– Sé que estás ocupado.

– Lo siento. -Amontono los papeles y los dejo sobre la mesa, boca abajo.

– Siempre estás ocupado -dice ella.

– Ya lo sé. Cuando esto termine, dispondremos de más tiempo. Te lo prometo.

– Cuéntale eso a tu hija -dice Susan.

– ¿Le ocurre algo malo a Sarah?

– Nada, salvo por el hecho de que lleva casi un mes viviendo aquí y no sabe por qué. Ni yo tampoco.

– Lamento las molestias.

– No es ninguna molestia; pero algo va mal, ¿verdad?

– ¿Sarah lo ha preguntado?

– No con palabras. Tú vienes por aquí. Te quedas a dormir unas cuantas noches a la semana. El resto del tiempo desapareces. Apenas te vemos. La niña comienza a preguntarse dónde está realmente su hogar.

– Lo sé. Te has portado de maravilla.

– No es que me importe -dice Susan-. Simplemente, me gustaría saber qué sucede.

Por un momento, temo que ella sospeche que estoy viendo a otra mujer.

– Simplemente estoy agobiado de trabajo. Quemando la vela por los dos cabos.

– Has tenido otros casos, pero nunca te habías portado así.

Me lleno los pulmones de aire, bebo un sorbo de café, cojo un bagel y me dispongo a partirlo. Ella adelanta la mano para impedírmelo. No más distracciones. Sus ojos me taladran como dos rayos láser.

Vuelvo a dejar el bagel en la panera.

– El día que te llamé para pedirte que te quedaras con Sarah.

– Sí.

– La noche anterior, unos individuos me siguieron en un coche. No estoy seguro de quiénes eran. Pero tengo razones para pensar que, al menos de momento, es preferible que Sarah se quede aquí.

– ¿Se trata de gente peligrosa?

– Lo ignoro, pero, como me paso fuera gran parte del tiempo, no puedo correr el riesgo de dejar a Sarah en la casa.

– ¿Son los mismos que allanaron tu bufete?

– No estoy seguro, pero es posible.

– ¿Por qué no me dijiste nada?

– No quería preocuparte.

Le he hablado a Susan un par de veces de Ontaveroz, pero sólo como una vaga teoría para la defensa. Ahora le cuento el resto de la historia. Ella me escucha sin quitarme ojo mientras yo le doy todos los detalles.

– Si saben dónde está mi bufete, probablemente también saben dónde vivo. Por eso no quería que Sarah se quedase en casa.

Ella se queda mirando al vacío, con una inquieta expresión en el rostro.

– Comprendo. -Creo adivinar lo que piensa.

– He sido sumamente cuidadoso al venir aquí -le digo-. Tomo un taxi desde el bufete hasta el departamento del sheriff del centro de la ciudad. Supongo que, si me están siguiendo, no es muy probable que me sigan hasta el interior de la comisaría. Allí hay un detective. No es exactamente un amigo, pero vino al bufete a la mañana siguiente del allanamiento. Él me permite usar la puerta posterior para salir. Harry me recoge en un lugar situado a dos manzanas de la comisaría. Me trae hasta aquí, y luego, a la mañana siguiente, me recoge y me lleva a la oficina.

– Me dijiste que tenías el coche en el taller.

– Una mentira blanca -le digo-. Lena está aparcado frente a la casa. Se ha pasado allí una semana. Probablemente, a estas alturas ya se habrá quedado sin batería. Esta tarde voy a alquilar un coche, un vehículo que ellos no reconozcan, y lo mantendré alejado del bufete y de la casa.

– ¿Crees que todavía te siguen?

– No lo sé. Si lo hacen, deben de haberse vuelto más cuidadosos, porque no los he visto.

– ¿Le hablaste a ese detective amigo tuyo de Ontaveroz?

– No es amigo mío. Es el hombre que arrestó a Jonah. Pero sí, le hablé de él. Aunque dudo que eso aparezca en alguno de sus informes. De ser así, estará cuidadosamente disimulado en el texto. Los policías no quieren ser llamados a testificar y verse obligados a admitir que están investigando al tal Ontaveroz porque éste me seguía, ni porque sospechan que fue uno de los que allanaron mi oficina. Eso daría crédito a nuestra teoría sobre Suade. O mucho me equivoco, o ellos creen que ése es el motivo de que yo les hablase del tipo mexicano. Ardides de abogado. Obligarlos a introducir a Ontaveroz en sus informes y luego utilizar eso durante el juicio.

– Y, naturalmente, tú no eres tan zorro.

– De veras que no. ¿Me crees capaz de tomarme tantas molestias para venir hasta aquí? ¿De dejar a Lena languideciendo frente a la casa y tomar un taxi?

– Conociendo tu coche, es una posibilidad -dice ella-. Pero sé que estás diciendo la verdad, porque no le harías algo así a Sarah.

«¿Crees que Ontaveroz mató realmente a Suade?

– Desde luego, es posible. Más verosímil que la posibilidad de que Jonah lo hiciera. Ontaveroz tiene un largo historial delictivo. Si lo que dijeron los agentes con los que hablé en el restaurante es cierto, ese hombre ya ha matado con anterioridad.

– ¿Sabes algo de esos agentes federales?

Niego con la cabeza.

– Se han esfumado. Llamé a Murphy. Le insistí en que tratara de encontrarlos. No ha conseguido nada. Dice que eso es muy propio de ellos. Desaparecen durante meses. Según Murph, probablemente están en una misión secreta en algún lugar de México.

– Y mientras tanto, ese tal Ontaveroz busca a la hija de Jonah -dice Susan.

– Y es probable que encuentre a su nieta -añado.

– No creerás que le haría daño a la pequeña, ¿verdad?

– No creo que le preocupe demasiado quién se interponga en su camino. Por eso, pensando en Sarah, he tomado tantas precauciones. Por la noche no duermo nada bien.

– ¿Y no le has dicho nada a Jonah?

– ¿Cómo voy a hacerlo? El viejo se encuentra encerrado, y está a punto de volverse loco. No puedo empeorar su situación. Ojos que no ven…

– Tarde o temprano, Jonah tendrá que enterarse de tu teoría para su defensa. No querrás que cuando tú menciones de pasada al narcotraficante mexicano que quiere matar a su hija él se quede boquiabierto en el banquillo de los acusados.

– Puede que el tribunal me resuelva ese problema -le digo-. Puede que el juez ni siquiera me permita mencionar el nombre de ese narcotraficante a no ser que presente testigos o documentos oficiales que relacionen a Jessica con Ontaveroz.

Susan contempla la taza de café, que se está enfriando lentamente sobre la mesa.

– Una cosa es segura. Hasta que este asunto haya terminado, no vas a volver a tu casa.

– Me quedaría sin ropa interior en seguida.

– Pues deja de usarla. Al menos seguirías vivo. Además, encuentro atractivos a los hombres que no llevan ropa interior.

– Sí, pero tú eres una depravada -le digo.

Ella se echa a reír.

– ¿Nunca has soñado con alejarte de todo e irte a una isla desierta?

– Es mi obsesión constante.

– La mía también -dice Susan-. Y últimamente, los deseos se han hecho más fuertes. El martes por la mañana tengo una reunión con el Consejo de Supervisores. Una sesión ejecutiva.

Eso significa que será a puerta cerrada, lejos de los periodistas y del público.

– La prensa aún no se ha enterado. El consejo afirma que se trata de una cuestión personal.

Permanezco en silencio, contemplándola desde el otro extremo de la mesa. Cabello oscuro y corto, vivaces ojos latinos, un rostro como el de Isabella Rossellini. Aparte de sus dos hijas, lo único que le preocupa a Susan en este mundo es su trabajo, y ahora éste se halla en peligro.

– Espero que la cosa no tenga relación con lo de la pistola de Suade -digo.

Ella niega enfáticamente con la cabeza.

– No directamente -dice-. Dicen que existía un informe interno que contenía pruebas de que algunos de mis detectives utilizaban tácticas inadecuadas al interrogar a los niños. Que en algunos casos hemos ocultado tal informe para evitar que cayera en manos de los abogados de la defensa.

La miro fijamente.

– No había ningún informe -dice ella-. En otras circunstancias me hubieran echado una mano. La oficina del fiscal no habría permitido que me atosigaran. Pero creo que saben de dónde salió la información acerca de la pistola de Suade.

– Yo no les dije nada.

– Lo sé. Fue un proceso de eliminación. Y supongo que Brower lo averiguó. Él se da cuenta de que me ha traicionado. Ese hombre no es ningún estúpido. Sabe que no hay alternativa: o él acaba conmigo, o yo acabo con él.

– ¿Has probado a hablar con él?

– ¿De qué? Cuando se produce un caso de deslealtad en un pequeño departamento, no hay nada de lo que hablar. Él lo sabe. Para el señor Brower, sólo hay dos caminos: o asciende, o se larga.

– ¿Crees que intenta conseguir tu puesto? -No me extrañaría nada.

– Lamento haberte colocado en esta situación.

– No fuiste tú -dice ella-. La suerte quedó echada hace mucho tiempo.

La miro, esperando una explicación, pero ella se limita a menear la cabeza y se levanta de la mesa. No quiere añadir nada. No hay nada de lo que hablar.

– ¿Qué vas a hacer respecto a la nieta de Jonah? -pregunta.

– ¿Qué puedo hacer? Seguiré tratando de encontrarla. Murphy la sigue buscando.

– ¿Crees que conseguirá alguna pista?

– Tal vez por medio de los dos agentes federales. Ellos están buscando a Jessica. Saben que está amenazada por Ontaveroz. Espero que eso conduzca a algo. Mientras tanto, tengo que ocuparme de un caso. Lo cual nos lleva a otra cosa. ¿Qué sabes acerca de Brad Davidson, el juez presidente?

– Querrás decir el ex juez presidente. Fue destituido el viernes pasado.

Esto me sorprende, y Susan se da cuenta de ello por mi expresión cuando se vuelve de nuevo hacia la mesa.

– ¿No te habías enterado?

Niego con la cabeza.

– Lo anunciarán públicamente el lunes -sigue ella-. Los jueces efectuaron una votación secreta, a puerta cerrada, de forma que pudieran decirle que todos ellos lo habían apoyado. Por lo que me han dicho, técnicamente él dimitirá. Seguirá en la carrera judicial, aunque no se sabe por cuánto tiempo. Lo que es indudable es que en las próximas elecciones encontrará una fuerte oposición por parte de alguien de la oficina del fiscal, sin duda. No es posible meter al condado en un pleito de veinte millones de dólares y salir de rositas. -Susan habla como una mujer que está a punto de pasar por la misma experiencia-. Davidson podría haberse librado de las consecuencias de no ser por las repercusiones públicas de la muerte de Suade, que han resucitado el asunto.

– Pero la demanda murió con ella.

– Ya, pero la controversia no.

– ¿Qué sabes acerca de Davidson, el hombre?

Durante unos momentos, Susan reflexiona en silencio sobre la cuestión. Luego vuelve a sentarse a la mesa frente a mí.

– Es un ex marine. Creo que sigue en la reserva. El típico individuo difícil. Su familia era disfuncional. La mujer era una especie de excéntrica. El hijo se cambiaba el color del cabello un día sí y otro no: naranja, rosa, púrpura. Estaba metido en la contracultura. Como puedes imaginar, eso no le sentaba nada bien al padre, aunque probablemente fue él quien lo provocó. La cosa colocó al muchacho en un atolladero. Se vio atrapado entre el padre y la madre cuando ellos se separaron. Se pasaba los fines de semana con el padre, que lo sometía a una disciplina casi militar, y luego volvía con mamá, que no hacía sino mimarlo. El padre le hacía cortarse el pelo teñido siempre que surgía la oportunidad.

– Parece una pesadilla.

– Para un muchacho de catorce años, no pudo ser sino eso.

– Esa acción que emprendieron los jueces. ¿Existen sospechas de que Davidson pudo estar implicado?

– ¿En el asesinato de Suade?

Asiento con la cabeza.

Ella menea la cabeza. Lo ignora.

– Tratándose de jueces, ¿quién puede saber lo que piensan? -dice Susan-. El típico clan secreto. Nunca dicen nada expresamente, pero en sus cabezas hay un millón de opiniones contrapuestas. Y Davidson violó la principal de las normas. Creó controversia en la judicatura. Pero… ¿a qué vienen tantas preguntas sobre Davidson, si el que te interesa es Ontaveroz?

– Es algo que sucede en la práctica de la ley penal -digo-. Uno nunca desecha una buena teoría alternativa.


Como ocurre con el abismo que separa a los ricos de los pobres, en este condado, los casos criminales se juzgan al otro lado de la línea divisoria, a través del puente situado en el cuarto piso del anticuado edificio de los tribunales penales. En este estado, al igual que en muchos otros, el aumento de la criminalidad se utiliza invariablemente para justificar el aumento del presupuesto dedicado a la justicia, aunque siempre parece que el dinero, cuando llega, se dedica a otros fines.

La Sala de Justicia del condado se reserva para los casos civiles, abogados con calcetines de seda con sus excelentes carteras llenas de documentos, y clientes corporativos con elegantísimos trajes. Hay hasta escaleras mecánicas para subir a los pisos altos.

Aquí hay vitrales de colores con los escudos de varios estados, algo que se descubrió en un sótano del condado hace unos años, cuando se inició la construcción. Las ventanas se instalaron en lo alto de las escaleras mecánicas de los cuatro primeros pisos. Están montadas en marcos de madera labrada y rodeadas de viejas fotos de jueces del condado, algunos de ellos con cuellos duros, desaparecidos hace ya tiempo, no sólo de los tribunales, sino también de este mundo.

Esta mañana tengo la sensación de que voy a visitar a una de esas reliquias vivientes.

En el exterior de la oficina de Davidson hay una acumulación de muebles. Un sofá de cuero bloquea uno de los extremos del pasillo por un lado, mientras dos sillones de oficina amontonados uno sobre otro rematan el laberinto por el otro lado. Paso no sin dificultad por entre los muebles y, más allá de la puerta, al fondo del pasillo, veo una mesa, sobre la cual hay dos archivadores redondos, papeleras de madera de teca y cajas de cartón sin tapa que contienen todo tipo de objetos personales, entre ellos una maza de juez. También hay un montón de diplomas y títulos enmarcados, que, sin duda, hace poco colgaban de una pared.

La puerta está entreabierta. En el panel de cristal deslustrado de la parte alta hay escrito con letras doradas «juez presidente». Debajo, las letras «idson» están siendo eliminadas del cristal mediante una rasqueta por un operario que viste mono blanco.

Asomo la cabeza por la puerta. No hay nadie sentado al escritorio del ujier, así que miro al tipo que se halla al otro lado de la puerta.

– ¿Está el juez?

El operario no responde, pero señala con la cabeza hacia los despachos situados más allá del escritorio del ujier.

Como nadie me lo impide, sigo mi camino. Escucho una voz y voy en su dirección. Cuando rodeo el escritorio del ujier, advierto que la puerta del despacho del juez está abierta. Me detengo ante ella y miro hacia el interior.

Un hombre alto, de cabello corto y canoso, cuya cabeza sobresale bastante del alto respaldo del sillón ejecutivo, está sentado de espaldas a mí, hablando por teléfono.

– Jim, atiende, no le echo la culpa a nadie. Sí, ya lo sé, ya lo sé. No hay necesidad de dar explicaciones. Hicieron lo que tenían que hacer. Y agradezco tu llamada. De veras. Sí, tenemos que reunirnos para tomar una copa… Esta noche estoy ocupado… Cuando las cosas se calmen…

Detrás de él, una caja de cartón semillena de pertenencias personales es lo único que hay sobre el desnudo tablero de la mesa. Sobre un pequeño pedestal hay una pelota de béisbol firmada. Las toscas letras trazadas sobre la blanca pelota dan la sensación de que ésta fue firmada por un niño.

La estancia parece vacía, desnuda, inhóspita.

– No lo sé a ciencia cierta. Supuestamente me lo dirán esta tarde. Creo que me destinarán al Departamento Catorce. Pero probablemente sea un destino temporal. Lo que sucederá luego, lo ignoro.

No quiero dar la sensación de que estoy escuchando a escondidas, así que golpeo en la entornada puerta con los nudillos.

Él hace girar el sillón para mirarme. Finas cejas grises, mejillas sumidas, y un rostro alargado, puntuado por un finísimo bigote. El gran Santini, sólo que más alto y enjuto. Es un rostro con carácter, severo. Davidson alza una mano, como para indicarme que aguarde un momento.

– Jim, escucha, tengo que dejarte. Acaba de entrar alguien. No, de veras, no es necesario hablar con nadie. Pero me alegro de que hayas llamado. Y saluda a Joyce de mi parte. Cuídate. -Cuelga, y centra su atención en mí-. ¿Qué desea?

– Lamento molestarlo. Su ujier no estaba fuera. El hombre de la puerta me dijo que se hallaba usted aquí.

– Digamos que en estos momentos estoy entre ujieres -dice él-. Su cara me suena. Creo haberlo visto por los juzgados.

– Me llamo Paul Madriani, defensor penal. Soy nuevo en la ciudad. Antes vivía más al norte.

– ¿En qué parte del norte?

– En Capital City.

– Yo participé en bastantes juicios que se celebraron allí -dice él-. No se quede ahí. Pase. Le ofrecería un sillón, pero los dos están en el corredor, junto con el sofá.

– Ya los he visto.

– Por lo general, estas cosas no suceden hasta la época de elecciones. -Está rebuscando en el interior de uno de los cajones del escritorio, hasta que alza la vista y advierte mi expresión inquisitiva-. Las sillas musicales. Nadie quiere quedarse con muebles en el pasillo cuando la melodía se interrumpe. Me van a trasladar a uno de los cuartuchos de abajo. Lo harán en cuanto encuentren uno lo bastante pequeño y mal iluminado. -Mira su reloj-. Los de la mudanza tenían que estar aquí a las diez. Se están retrasando. Tengo la sensación de que, con el nuevo régimen, todo se va a retrasar.

– No quiero entretenerlo. Sólo he venido a presentarle mis respetos.

– La semana pasada, eso podría haberle servido para algo -dice-. En el día de hoy, no soy más que uno de los zánganos.

– Son los zánganos los que juzgan los casos.

– Un abogado diplomático -dice él-. Llegará usted lejos.

Comienza a revolver uno de los cajones del otro lado del escritorio. Una grapadora, una pequeña bandeja de plástico con clips y lápices. Con gran cuidado, para que no se caiga nada, introduce todo ello en la caja de cartón.

– ¿Le importa que siga trabajando mientras hablamos? -pregunta-. Quiero salir de este despacho antes del mediodía. No quiero que el nuevo ocupante me encuentre aquí. La juez Mosher. ¿La conoce?

– Pues no, no he tenido el placer.

– Podría usted quedarse por aquí para besarle el anillo. Yo se la presentaría, pero no estoy seguro de que eso fuera un favor.

– En realidad, con quien deseaba hablar era con usted.

Él frunce el ceño.

– Represento a Jonah Hale.

Davidson no dice nada y me mira con cara de póquer, pero por su mirada me doy cuenta de que en los engranajes de su cerebro se ha producido un cambio.

– Así que se encarga usted del asesinato de Suade -dice-. Me habían comentado que eran dos abogados.

– Mi socio y yo.

– ¿Por qué desea hablar conmigo?

Trato de abordar la cuestión lo más delicadamente posible.

– Ya sabe usted que, cuando un abogado se encarga de un caso, tiene que investigar los hechos y reunir información.

– ¿Qué clase de información? -Deja de trajinar con el cajón por un momento y me mira fijamente.

– Tengo entendido que es usted uno de los pocos miembros del juzgado que conoció a Zolanda Suade personalmente.

Él no dice nada. Se limita a mirarme fijamente, con una torcida sonrisa bajo el finísimo bigote.

– ¿Se refiere usted a que la mandé encarcelar?

– Sí, a eso me refiero.

– Debe usted aprender a ser más directo -dice Davidson-. No tengo nada que comentar acerca de Zolanda Suade. Por si no lo sabía, existe un litigio pendiente.

– Tengo entendido que Suade ayudó a su esposa a desaparecer junto con su hijo.

Él me mira con desconcierto, como un animal al escuchar un sonido extraño.

– Estoy siendo directo -le digo.

Davidson se levanta del sillón para ver si fuera, en el pasillo, hay alguien como, por ejemplo, una taquígrafa tomando notas, o su sucesora con un magnetófono. Luego cierra lentamente la puerta.

Se acerca a un palmo de mí, y luego me levanta la solapa de la chaqueta. Comprendo: trata de averiguar si llevo un micrófono oculto.

Tranquilizado, retrocede unos centímetros, me estudia por un segundo, tratando de discernir si puede hablar o no. Al final se deja dominar por el rencor.

– Puede usted hablar con cualquiera que me conozca. Le dirán que tengo bastantes defectos: arrogancia, mal carácter e impaciencia. Pero entre mis fallos no figura la hipocresía. No derramé ni una lágrima cuando mataron a Suade. Esa mujer era un caso patológico. Sentía un absoluto desprecio por la ley y por todo lo relacionado con ella. Consideraba que ella misma era la ley: juez, jurado y alcaide. Y si su cliente la mató, le hizo al mundo un inmenso favor. Y eso es todo lo que tengo que comentar acerca de ese tema, y si se lo repite usted a alguien, negaré haberlo dicho.

– Parece que la conocía usted bien.

Nuestras miradas se cruzan.

– Preferiría no haberla conocido -dice, y luego me da la espalda y vuelve detrás del escritorio.

Llaman a la puerta. Instantes después, ésta se abre y entra un tipo con mono empujando una plataforma rodante para el transporte de muebles.

Cruzo el despacho, apartándome de en medio. Davidson llega junto a su sillón y, al volverse, me sorprende mirando el objeto que hay en un exhibidor de madera colgado de la pared.

– Es un trofeo conmemorativo -dice-. Una automática del cuarenta y cinco. Un regalo de mis agentes cuando abandoné el cuerpo. Y, por si se lo está preguntando, el calibre no es el adecuado.

– Ya me he dado cuenta. -Sin duda, Davidson advierte la decepción que refleja mi voz.

Dos encargados de la mudanza están recogiendo cajas y amontonándolas en la plataforma rodante, mudos testigos de una conversación incomprensible.

– Encantado de conocerlo. -Me dirijo hacia la puerta, y ya casi estoy en ella cuando él vuelve a hablar.

– Por cierto -dice-. No quiero que pierda usted el tiempo. Aquella noche, yo tenía que hablar en una reunión de abogados del condado de Orange. -Se refiere al día en que Suade fue asesinada-. Salí del tribunal temprano, a media tarde, para anticiparme a la hora punta, y alguien fue conmigo en el coche. Un ayudante del fiscal del distrito. -Arquea las cejas al decir esto-. Stan Chased. Quizá desee usted confirmarlo con él.

– Estoy seguro de que no será necesario.

Davidson me ha dicho lo que yo quería saber. Está cabreado, tiene mal genio, le sobran los motivos, y posee lo que parece ser una coartada de titanio.

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