VEINTIOCHO

– Esto no me gusta. -Rahm Karashi es un médico residente de la universidad. Trabaja en el hospital del condado seis días a la semana. Esta mañana, sus visitas incluyen la cárcel del condado, lo cual incluye a su vez tomarle a Jonah las constantes vitales, la presión y el pulso, antes de que salga para el juzgado. También le controla la medicación.

En estos momentos, Jonah está acostado en el camastro de una celda de detención, esperando a la furgoneta que lo llevará al juzgado. Tiene en el brazo un manguito de los que se usan para tomar la presión sanguínea.

El doctor Karashi está sentado en el taburete con ruedas que él mismo ha llevado a la celda. Prueba de nuevo. Pega el diafragma del estetoscopio a la parte interior del codo derecho de Jonah. El médico está haciendo girar lentamente la válvula de presión unida al manguito. Escucha unos momentos y luego menea la cabeza. Es la tercera vez que le toma la presión desde que Harry y yo hemos llegado. Intenta averiguar si la hipertensión está motivada por. los nervios que le produce la perspectiva de pasar otro día en el juzgado. Quizá la presión descienda. Pero no lo hace.

– Estoy bien -dice Jonah-. No es más que el estrés. Siempre tengo la tensión alta cuando sé que van a tomármela. -Me mira, como si yo fuera a enfadarme si el juicio se demorase por motivos de salud. En estos momentos, y según van las cosas, una demora sería una bendición.

El médico retira el estetoscopio del brazo de Jonah.

– Relájese unos instantes -dice, y luego golpea la puerta para llamar al guardia, y nos hace seña a Harry y a mí para que salgamos con él.

En cuanto la sólida puerta de la celda se cierra a nuestras espaldas, Karashi dice:

– No me gusta. No me gusta nada. A estas alturas, la medicación ya debería haber hecho efecto. Lleva una semana con ella. ¿Están ustedes seguros de que se la toma? A veces, cuando están deprimidos, los pacientes no lo hacen.

– Lo único que sé es lo que me dicen. Las enfermeras aseguran que se la toma todas las noches antes de acostarse.

– Esto no va nada bien. -El doctor Karashi mira el gráfico de tensión sanguínea que tiene entre las manos-. La tensión está cada vez más alta.

– ¿Hasta qué punto es grave esto? -pregunta Harry. Aparte de que le preocupa la salud de Jonah, Harry quiere saber si interrumpirán el juicio.

– Si quieren mi opinión, considero que es lo bastante grave como para hospitalizar al paciente. Al menos, para tenerlo en observación.

– Eso supondría, como mínimo, la suspensión del juicio -sonríe Harry.

– Naturalmente, tendré que hablar con el médico supervisor del hospital del condado -dice Karashi-. Recomendaré que él informe al tribunal.

– ¿Cree que debemos llamar al médico personal del señor Hale? -pregunto.

– Eso sería una buena idea. Aunque, naturalmente, la fiscalía querrá usar sus propios médicos.

– ¿Usted no lo es?

– No -sonríe Karashi-. Querrán que intervenga alguno de los médicos de mayor categoría. Probablemente desearán que lo examine el jefe de cardiología del hospital del condado.

El doctor Karashi quiere decir que Ryan querrá a alguien que se preste a dar un diagnóstico favorable para él. Lleva en la profesión tiempo suficiente para conocer las reglas del juego. Lo último que Ryan desea en estos momentos es a un acusado que se encuentra demasiado enfermo para continuar, después de que nosotros hayamos visto todas las pruebas y oído a los testigos de cargo. La peor pesadilla de Ryan en estos momentos es que el juicio sea declarado nulo.

– Deberían hacerle un electrocardiograma -dice Karashi.

– ¿Cuándo?

– No puedo decirle al tribunal que la vida del paciente corre peligro -dice-. Pero yo recomendaría que se hiciera mañana por la tarde. A veces, los viernes, la vista se suspende temprano.

Le doy las gracias. Karashi vuelve a guardar el estetoscopio en la pequeña bolsa negra.

– Si pueden ustedes reducirle el estrés, les recomendaría que lo hiciesen

– ¿Y cómo quiere que lo hagamos? -pregunta Harry.

Karashi lo mira, se encoge de hombros y no contesta.

Le damos las gracias, y él se retira.

Puedo ver a Jonah a través del pequeño cuadrado de acrílico de dos centímetros y medio de grosor que hay en la puerta de la celda. Ahora está sentado en el camastro. Parece veinte años mayor que el hombre que entró en mi bufete hace sólo unos meses para hablarme de Amanda y de su madre.

– ¿De qué servirá todo lo que hagamos por él, si Jonah muere antes de que acabe el juicio? -dice Harry-. Quizá deberíamos hablar con el juez.

– No nos servirá de nada si no nos respalda una sólida recomendación médica. Llamemos a su médico personal esta misma tarde, cuando salgamos del tribunal.


Lo que Ryan nos tiene preparado para esta mañana no es algo que posiblemente pueda reducir el estrés, ni el de Jonah ni el mío.

Susan vuelve a ocupar el banquillo de los testigos, y Ryan está de nuevo frente a ella.

Anoche llamé a casa de Susan para hablar con Sarah. Cuando Susan contestó al teléfono se produjo un momento de incomodidad.

– No podemos hablar -le dije.

– Ya lo sé. No, hasta que yo termine de prestar testimonio -dijo ella. Conocía las normas, quizá porque Ryan ya la había puesto sobre aviso.

No me fue posible detectar amargura ni enfado en su voz, sino simplemente un deje de resignación.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– Te llamo desde casa.

Ella no dijo nada, pero comprendí que lo que viene sucediendo le parecía una necedad. Tengo la impresión de que han pasado siglos desde la noche en que los mexicanos me siguieron al salir de la cárcel. Inspeccioné la calle frente a mi casa varias veces, la recorrí de arriba abajo. A estas alturas me siento casi demasiado cansado para preocuparme. No vi ningún vehículo sospechoso, ninguna cabeza silueteada sobre el respaldo de los asientos. Traté de imaginar el aspecto que tendría Cíclope con las luces apagadas: una vieja limusina Mercedes. Llegué a la conclusión de que no había moros en la costa, así que estacioné el coche, no en la rampa de acceso, sino en el interior del garaje.

Entré en casa y llamé a Susan. Hablé con Sarah, le di las buenas noches. Ella parecía confusa, muy reservada, como si Susan la estuviera oyendo. Quiso saber si todo iba bien, preguntándose por qué ella estaba en casa de Susan y yo en la nuestra. Me preguntó si me había peleado con Susan. Ella no ha ido nunca al tribunal, y Susan y yo hemos procurado no hablar de nuestras preocupaciones delante de ella. Pero los niños son muy perspicaces. Advierten la tensión en una relación, como las vibraciones que preceden a un terremoto.

Le dije que no se preocupase, que todo iría bien. Que era simplemente una cuestión de trabajo, algo de lo que yo debía ocuparme. No estoy seguro de que Sarah quedase convencida. Yo mismo no lo estoy.

Ryan está ante el podio, moviendo las manos.

– Posteriormente, ese mismo día, señora McKay… Me refiero al 17 de abril. ¿Se enteró usted de que la policía había encontrado el cadáver de la señora Suade en el lugar en que trabajaba?

Hoy Susan parece más calmada. Lleva un traje pantalón de color gris oscuro. Ha tenido oportunidad de consultar con la almohada y de apercibirse para cualquier cosa que Ryan le tenga preparada. Su competitividad natural está entrando en acción.

– Me enteré de que había muerto -dice Susan-. No creo que me dijeran dónde habían encontrado su cuerpo. Al menos, no me lo dijeron por teléfono.

– Bien. -Ryan acepta su palabra.

Parado ante el podio, el fiscal mira su cuaderno de notas, pendiente de no olvidarse de ninguna pregunta. Alza la vista hacia Susan, en el banquillo.

– ¿Quién le comunicó la muerte de Zolanda Suade?

– Según recuerdo, el señor Brower me llamó y me dijo que había oído la noticia por el receptor de radio que lleva en el coche, y que capta las emisiones de la policía.

– ¿Sabe usted por qué motivo la llamó?

– No. -Concisa y al grano.

– A lo que voy es a que esa noticia no tenía por qué atañer a su departamento, ¿no?

– No.

– ¿Sería apropiado decir que el señor Brower la llamó debido a las amenazas de muerte que aquel mismo día había proferido el señor Hale en presencia de usted?

– Es posible.

– O sea que al señor Brower le pareció que la noticia era significativa.

– Protesto. Pregunta especulativa.

– Admitida la protesta.

– ¿Mencionó su investigador las amenazas del señor Hale cuando la llamó a usted por teléfono para comunicarle la muerte de la señora Suade?

– Es posible. No lo recuerdo.

– Aparte de por esas amenazas, del hecho de que ustedes dos las habían oído, ¿se le ocurre alguna otra razón por la que el señor Brower la hubiese llamado para informarla del asesinato de la señora Suade?

– No creo que en aquel momento dijera que se trataba de un asesinato -dice Susan.

– De acuerdo. Digamos que simplemente le dijo que había muerto. ¿Se le ocurre alguna razón, amenazas aparte, para que él la llamase?

Susan recapacita unos momentos y al fin niega con la cabeza.

– Tiene usted que hablar para que sus palabras consten en acta -dice el fiscal.

– No.

– ¿Qué hizo usted inmediatamente después de recibir esa llamada telefónica del señor Brower?

– Le pedí que fuera a la oficina.

– ¿Qué hora era?

– No lo recuerdo.

– ¿No fue al final de la jornada laboral?

– Probablemente fue a media tarde. No recuerdo la hora exacta.

– ¿Le sorprendería que le dijese que, según los registros del teléfono móvil del señor Brower, la llamada se efectuó pasadas las seis de la tarde?

– Es posible que fuera a esa hora.

– Pero usted, pese a todo, le pidió que fuera a la oficina. ¿Por qué?

– Quería enterarme de lo que sabía. De lo que había oído.

– ¿Acerca de la muerte de Zolanda Suade?

– Sí.

– Podría habérselo preguntado por teléfono, ¿no le parece?

– Me estaba hablando por una línea móvil abierta -responde Susan con rapidez. Aparentemente, ya había pensado en ello-. Se trataba de un asunto oficial de la policía. Una información que el señor Brower había oído en las bandas radiofónicas policiales. No me pareció apropiado hablar de ello por teléfono.

– Comprendo -sonríe Ryan-. Pero no era nada relacionado con su departamento, ¿verdad? -Ryan sabe con toda precisión adónde quiere ir a parar con todo esto. Tanto Susan como Brower eran testigos presenciales no de un asesinato, sino de las amenazas de muerte pronunciadas en mi oficina. ¿Por qué iba a querer Susan hablar con Brower, el otro testigo, a no ser que por su cabeza rondaran intenciones torcidas?

– Sólo deseaba conseguir información -dice Susan.

– ¿Por simple curiosidad?

– Aparte de todo, estaba la cuestión de la nieta desaparecida del señor Hale. Eso sí era asunto de nuestro departamento.

– O sea que usted pensó que, de algún modo, el asunto de la desaparición de la nieta del señor Hale estaba relacionado con la muerte de Zolanda Suade, ¿no?

– No estaba segura.

– Comprendo -asiente Ryan-. Pero deseaba averiguarlo.

– Sí.

– ¿Por eso fue el investigador Brower a la oficina? -De pronto, ya no es el señor Brower, sino el investigador Brower, revestido con el manto de la ley.

– Sí, fue a la oficina.

– O sea que el investigador Brower no acostumbraba a declinar las peticiones de sus jefes, aunque éstas no se produjeran en horas de trabajo, ¿no?

– Era un investigador profesional. -Sin darse cuenta, Susan utiliza el tiempo pasado.

– Habla usted como si ya no lo fuera -dice Ryan.

– Brower es… -Susan se interrumpe-. Es un investigador profesional.

– De hecho, es un agente de la ley, ¿no es cierto?

– Sí.

– Ése es el motivo de que llevara en su coche una radio que podía captar la frecuencia de la policía, ¿verdad?

– Sí.

– Y cuando el investigador Brower llegó a la oficina, ¿de qué hablaron ustedes?

– Me contó lo que había escuchado por la emisora policial.

– ¿Qué, exactamente?

– No gran cosa, aparte del hecho de que habían encontrado el cadáver de la señora Suade y que la policía estaba investigando.

– ¿Le preguntó usted algo en particular?

Susan reflexiona un momento.

– Tal vez le preguntase si sabía cómo había sucedido la cosa.

Ryan alza una ceja.

– Cómo había muerto la señora Suade -aclara Susan.

– Comprendo. ¿Y el investigador Brower tenía esa información?

– Según recuerdo, hizo alusión a que la policía había dicho que habían disparado contra ella. Que para cuando acudieron los paramédicos, la señora Suade ya había muerto.

– ¿Le dijo en qué lugar había sucedido?

– Creo que me dijo que fue en la oficina de la señora Suade.

– ¿O sea que, a fin de cuentas, él sí le dijo dónde se había encontrado el cadáver? -Ryan se abalanza con esta pregunta como si antes Susan hubiera tratado de deformar la verdad de lo que sabía.

– Me lo contó cuando llegó a la oficina -dice Susan-. Fue entonces cuando me habló del lugar. No creo que me lo mencionase por teléfono.

– ¿Qué hizo usted a continuación?

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que si se fue a casa después de la reunión en su oficina con el investigador Brower. ¿Se marchó a su casa?

– No. -El momento de la verdad. Susan sabía que esto se avecinaba.

– ¿Adónde se dirigió?

– Fui al cineplex del centro comercial South Area.

– ¿A ver una película?

– No.

– Entonces, ¿a qué fue al cineplex?

– A ver al señor Madriani.

– ¡Ah! ¿Sabía el señor Madriani que usted iba a reunirse con él durante la película?

– No. Él estaba allí con su hija.

– ¿Cómo supo usted que el señor Madriani estaba allí, si él no se lo dijo?

– Llamé a su bufete y hablé con su socio.

– ¿Se refiere al señor Hinds?

– Exacto. Y él me dijo que el señor Madriani había ido al cineplex a ver una película.

– ¿Con su hija?

– En efecto.

– Y si no quería usted ver la película, ¿por qué fue al cineplex?

– Quería contarle lo sucedido.

– Comprendo. ¿Lo de Zolanda Suade? ¿Lo del asesinato?

– Sí. -Susan no vuelve a entrar en si en aquellos momentos sabía o no que se trataba de un asesinato.

– ¿Fue usted al cineplex sola? -Ryan ya conoce la respuesta. Brower ha sido interrogado a conciencia.

– Fui hasta el centro comercial sola en mi coche. -Susan trata de eludir el tema.

– ¿Se reunió usted allí con alguien, aparte del señor Madriani? -pregunta Ryan.

– Con el señor Brower -dice ella.

Ryan enarca exageradamente las cejas y mira al jurado.

– ¿Hizo usted que el señor Brower la esperase en el cineplex?

En vez de responder inmediatamente, Susan se llena los pulmones de aire.

– Me pareció preferible que el señor Madriani escuchase directamente de labios del señor Brower los detalles de lo que sabíamos, ya que fue él quien escuchó la información por la emisora de la policía.

– A ver si lo entiendo bien -dice Ryan-. Usted fue al cineplex para ver al señor Madriani, y le pidió al señor Brower que se reuniera allí con usted con el fin de darle información al señor Madriani acerca de la muerte de Zolanda Suade. ¿Es así?

– Bueno, él había estado hablando con Suade aquella mañana.

– ¿Quién? -pregunta Ryan.

– El señor Madriani.

– ¿Pensaba usted que él había tenido algo que ver con la muerte de la señora Suade?

– ¡No! -Susan casi se levanta del asiento.

Ahora Ryan me está mirando a mí, y el jurado sigue su mirada.

– Entonces, ¿qué tenía que ver todo esto con el señor Madriani?

Susan no responde, y Ryan aprovecha para machacar el clavo.

– Bien, no hablemos acerca de lo que la impulsó a ir allí -dice-. Hablemos de lo que hizo usted a continuación. ¿Encontró al señor Madriani en el cineplex?

– Sí.

– ¿Y qué le dijo?

– Le comuniqué la muerte de la señora Suade. Lo poco que yo sabía.

– ¿E hizo usted que el señor Brower hablara con él?

– Sí, creo que sí.

– ¿Lo hizo usted ir hasta allí, pero no recuerda si lo hizo hablar con el señor Madriani? Para eso estaban ustedes en el cineplex, ¿no es cierto?

– Sí, creo que el señor Brower habló con él.

Ryan sonríe.

– ¿Y qué sucedió a continuación?

– Estuvimos hablando durante unos momentos -dice ella.

– ¿Y…?

– Y luego me llevé a Sarah Madriani. Entré en el cine, terminé de ver la película con ella, y luego me la llevé a mi casa.

– ¿Adónde fue el señor Madriani?

– A la oficina de la señora Suade.

– ¿Al lugar en que se encontraba su cadáver?

– No sabía si el cadáver seguía allí.

– Claro. ¿El señor Madriani fue allí solo? ¿Que usted sepa? -No.

– ¿Quién lo acompañó?

– El señor Brower.

Ryan hace una pausa valorativa, simulando sorpresa.

– ¿El señor Brower? ¿Quién propuso que el señor Brower acompañara al señor Madriani?

– No lo recuerdo.

– ¿No sería usted misma?

– Es posible.

Ryan sonríe al jurado. Las evasivas de Susan no la están haciendo quedar nada bien.

– ¿Y en qué coche fueron a la escena del crimen? -pregunta Ryan.

– En el del señor Brower.

– ¿En su coche oficial? ¿El que tiene matrícula del condado?

– Sí.

– ¿Por qué usaron ese coche?

– No lo sé.

– ¿No sería para poder atravesar el cordón policial?

– No lo sé.

– A ver si lo entiendo bien -dice Ryan-. Al enterarse del asesinato, usted le pidió al investigador Brower que fuera a la oficina. Llamó usted al socio del señor Madriani para averiguar dónde se hallaba éste, cosa que usted ignoraba. Fue usted al cineplex para hablar con el señor Madriani, y le dijo al señor Brower que la esperase allí. Y luego le pidió al señor Brower que llevara al señor Madriani hasta la escena del crimen en su coche oficial. ¿Por qué hizo usted todo esto?

– No lo sé.

– ¿No lo sabe? ¿De veras no lo sabe?

En la primera fila, los lápices comienzan a echar humo, deslizándose velozmente sobre el papel. Yo no puedo hacer nada por evitar que Ryan destroce a Susan con sus preguntas.

– Aquel mismo día, usted había oído al señor Hale proferir amenazas contra la víctima en el bufete del señor Madriani. Usted sabía que el señor Madriani era el abogado del señor Hale, ¿no es así?

– Sí.

– Y, sin embargo, no le pareció a usted inadecuado pedirle a un agente de la ley, a uno de sus propios empleados, que llevase al señor Madriani al otro lado del precinto policial en el lugar en que se estaba procediendo a una investigación policial, una investigación en la que usted sabía que el cliente del señor Madriani podría estar implicado. ¿Fue así o no?

– Protesto. -De nuevo estoy de pie.

– Formule de nuevo la pregunta -dice Peltro.

La cosa es tanto más perjudicial debido a que resulta evidente que el objetivo de Susan era ayudar a un amigo. Puedo protestar por la inferencia de que de algún modo ella sabía que Jonah era culpable, pero el mensaje para el jurado es claro. ¿Por qué si no Susan iba a hacer todo lo que hizo?

– ¿No pensó usted que sus acciones podían resultar inapropiadas?

– No, no lo pensé -dice ella.

– No lo pensó. -Ryan no lo dice como pregunta, sino como una afirmación categórica. Asiente con la cabeza, se vuelve hacia el jurado, pasea hasta donde le permite el podio y prosigue-: Concentrémonos ahora en los sucesos que ocurrieron después del 17 de abril. En algún momento, con posterioridad a los acontecimientos de la noche de los hechos, ¿se enteró usted de que aquella noche el investigador Brower y el señor Madriani habían examinado ciertas pruebas físicas en la escena del crimen?

– Sí.

– ¿Puede usted explicarle al jurado cómo se enteró?

– El señor Brower me lo dijo.

– ¿Qué le dijo?

– Que uno de los investigadores que se hallaban en el lugar de los hechos le mostró una bala…

– ¿Bala? ¿Se refiere usted a un casquillo?

– Sí.

– ¿Qué más?

– Unas colillas de cigarrillos que se habían encontrado en la escena del crimen.

– ¿Qué más?

– Un cigarro parcialmente fumado.

Ryan la interrumpe con el índice derecho alzado, como una pistola a punto de disparar.

– ¿Y recuerda usted que en la mañana del 17 de abril, en la reunión que tuvo lugar en el bufete del señor Madriani, el acusado, Jonah Hale, ofreció cigarros a todos los presentes?

– Sí.

– ¿Y cómo se enteró usted de lo del cigarro que se había encontrado en la escena del crimen?

– El señor Brower me dijo que lo había visto.

– ¿Y qué más le dijo acerca del cigarro?

– Protesto. Testimonio de oídas.

– Se admite la protesta.

Ryan trata de esclarecer si Brower había encontrado el cigarro parecido al que Jonah le había regalado aquel mismo día por la mañana.

– ¿Recuerda usted si el señor Hale le ofreció un cigarro al investigador Brower durante la reunión que tuvo lugar en el bufete del señor Madriani el día 17?

– Creo que sí lo hizo.

¿Cree que sí lo hizo? -Ryan comienza a impacientarse.

– Sí, le dio un cigarro -dice Susan.

– ¿Y alguna vez habló usted con el señor Brower acerca de ese cigarro, el que el señor Hale le había dado al señor Brower, después de descubrir que en la escena del crimen se había encontrado un cigarro similar?

Susan me mira.

– Debo protestar, señoría. El fiscal da por supuestos hechos de los que no hay constancia.

– Señoría, tenemos un testimonio pericial acerca de los cigarros.

– Pero no sabemos que, en su momento, la testigo supiera que los dos cigarros eran similares.

– Voy a desestimar la protesta -dice Peltro.

– ¿Alguna vez habló usted con el señor Brower acerca del cigarro que recibió del señor Hale?

– Tuvimos una conversación -dice Susan.

– ¿Una conversación, señora McKay? ¿No es más cierto que le ordenó al investigador Brower que le entregase a usted el cigarro, y que él le dijo que ya lo había puesto en manos de la policía? ¿No se enfadó usted con él por eso?

– Yo era su supervisora -dice Susan-. Antes de implicarse en el asunto, el señor Brower debió haberme avisado de lo que se proponía hacer.

– ¿Por qué? Usted ya ha testificado que el asunto no entraba en la jurisdicción de su departamento. Se trataba de un caso de homicidio. ¿Para qué quería usted el cigarro, señora McKay?

Susan no contesta, y Ryan sigue machacando:

– ¿Fue porque le apetecía a usted fumarse un purito?

Dos de los jurados ríen en alto.

– ¿Fue entonces cuando usted transfirió otras responsabilidades al investigador Brower? -pregunta Ryan-. A usted le pareció bien que llevase al señor Madriani a la escena del crimen, pero no le pareció igual de bien que entregara una prueba a la policía. ¿Es así?

Susan mira ahora a Ryan con ojos llameantes.

La inferencia es tremendamente perniciosa: aliada con la defensa, deseaba destruir una prueba. Susan no tiene respuesta para eso.

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