Santa Dian, mártir

AÑO 24

De la persecución. Narrado por Adán Uno


Queridos amigos, queridos compañeros fieles: El Jardín del Edén en el Tejado ya sólo florece en nuestro recuerdo. En este plano terrenal ya sólo hay desolación: un lago o un desierto, en función de la lluvia. ¡Cuánto ha cambiado nuestra situación desde nuestros antiguos días de verdura y ensalada! ¡Qué encogidas y menguadas están nuestras filas! Nos han llevado de un refugio a otro, nos acosan y nos persiguen. Algunos antiguos amigos han renunciado a nuestro credo, otros han presentado falso testimonio contra nosotros. Otros han elegido el extremismo y la violencia, y han sido asesinados en el curso de redadas llevadas a cabo contra ellos. Recordamos en este sentido a nuestra antigua y querida hija, Bernice. Pongamos luz a su alrededor.

Algunos han sido mutilados y arrojados en solares vacíos para sembrar el pánico entre nosotros. Aun hay otros que han desaparecido, secuestrados de sus lugares de refugio para desvanecerse en las prisiones de los poderes exfernales, privados de juicio, imposibilitados incluso de conocer los nombres de sus acusadores. Puede que sus mentes ya hayan sido destruidas mediante drogas y tortura, puede que sus cuerpos se hayan fundido en basuróleo. Leyes injustas nos impiden conocer el paradero de estos compañeros Jardineros. Sólo podemos esperar que mueran en fe inquebrantable.


Hoy es el Día de Santa Dian, consagrado a la empatía entre las especies. En esta jornada invocamos a san Jerónimo de Estridón de los Leones, san Robert Burns de los Ratones y san Christopher Smart de los Gatos; san Farley Mowat de los Lobos y también Ijwan al-Safa y sus Cartas a los Animales. Y por encima de todos, a santa Dian Fossey, que dio su vida mientras defendía a los gorilas de la explotación despiadada. Ella trabajó por un Reino Apacible, en el cual se respetara toda vida; sin embargo, las fuerzas malignas se combinaron para destruirla a ella y a sus educados compañeros primates. Su asesinato fue terrible; e igualmente horribles los rumores maliciosos que se divulgaron sobre ella, tanto durante su vida como después de ésta. Porque los poderes exfernales matan en palabra y en obra.

Santa Dian personifica un ideal que hemos de atesorar: amor y cuidado por todas las demás criaturas. Creía que éstas merecían la misma ternura que mostraríamos a nuestros queridos amigos y parientes, y en ello es para nosotros un modelo reverenciado. Santa Dian está enterrada entre sus amigos gorilas, en la montaña que trataba de proteger.

Como muchos mártires, santa Dian no vivió para ver el cumplimiento de sus labores. Al menos se salvó de saber que la especie por la que dio su vida ya no existe. Como muchas otras, ha sido barrida de la faz del planeta de Dios.

¿Qué tiene nuestra propia especie que nos deja tan vulnerables al impulso de la violencia? ¿Por qué somos tan adictos al derramamiento de sangre? Siempre que nos veamos tentados a enorgullecemos y a sentirnos superiores a los otros animales, deberíamos reflexionar sobre nuestra propia historia brutal.

Aliviaos en la idea de que esta historia pronto será barrida por el Diluvio Seco. No quedará nada del mundo exfernal salvo madera en descomposición y trozos de metal oxidado; y por encima de ellos treparán el kudzu y otras enredaderas; y las aves y los animales anidarán en ellos, como se nos cuenta en las Palabras Humanas de Dios: «Serán dejados juntamente a merced de las aves rapaces de los montes y de las bestias de la tierra; pasarán allí el verano las rapaces y toda bestia terrestre allí invernará.» Porque todas las obras de los hombres serán como palabras escritas en el agua.


Cuando nos agachamos juntos en esta bodega oscura, hablando en voz baja detrás de ventanas oscurecidas -preocupados por si hubiera infiltrados o hubiera cerca dispositivos de escucha o ciberinsectos-, cuando los vengativos funcionarios de Corpsegur podrían estar ahora mismo corriendo hacia nosotros, necesitaremos más que nunca de nuestra resolución. Recemos por que el espíritu de santa Dian nos inspire y nos ayude a mantenernos firmes en el momento del juicio. No temáis, dice ese espíritu, ni aunque ocurra lo peor: porque nos cobijamos bajo las alas de un Espíritu mayor.

Una hora antes del amanecer, hemos de salir de este lugar oculto, solos o en grupos de dos o de tres. Guardad silencio entonces, amigos; sed invisibles; fundíos con vuestras propias sombras. Y con la Gracia prevaleceremos.

Ahora, no podemos cantar por temor a que nos oigan, pero:

Susurremos.


Hoy alabamos a santa Dian

Hoy alabamos a santa Dian,

su sangre derramó por la vida;

aunque su fe quiso interponer,

mataron a otra especie.

Por las colinas llenas de niebla,

siguió las bandadas de gorilas

y logró que en su amor confiaran

y que tomaran su mano.

Los fuertes y tímidos gigantes

ella agarró con manos valientes;

los protegió con grandes desvelos

para salvarlos del daño.

Amiga y pariente para ellos,

en torno a ella se divertían;

mas llegaron de noche asesinos

y allí mismo la mataron.

¡Eran muchas las manos violentas!

Muy pocos hay como tú, Dian.

Cuando una especie muere en la tierra,

también morimos un poco.

En las colinas llenas la niebla,

que habitaban tímidos gorilas,

sigue vagando tu dulce espíritu,

vigilante para siempre.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

55

Ren

Año 25


Creas tu propio mundo con tu actitud interna, decían los Jardineros. Y yo no quería crear el mundo exterior: el mundo de los muertos y los moribundos. Así que cantaba viejos himnos de los Jardineros, sobre todo los alegres. O bailaba. O escuchaba las canciones en mi Sea/H/Ear Candy, aunque no podía evitar pensar que ya no habría música nueva.

Decid los nombres, nos pedía Adán Uno. Y entonábamos esas listas de animales: diplodocus, pterosauros y brontosaurios; trilobites, nautilus, ictiosaurio, ornitorrinco, mastodonte, dodo, alca gigante, dragón de Komodo. Veía todos los nombres, tan claro como páginas. Adán Uno explicaba que recitar los nombres era una forma de mantener vivos a esos animales. Así que los dije.

Dije también otros nombres. Adán Uno, Nuala, Zeb. Shackie, Croze y Oates. Y Glenn, simplemente no podía imaginar que alguien tan listo estuviera muerto.

Y Jimmy, a pesar de lo que había hecho.

Y Amanda.

Repetí esos nombres una y otra vez, para mantenerlos vivos.

Luego pensé en lo que había susurrado Mordis, al final. Tu nombre, había dicho. Tenía que ser importante.


Conté la comida que me quedaba. Para cuatro semanas, tres semanas, dos. Tachaba el tiempo con mi perfilador de cejas. Si comía menos, duraría más. Pero si Amanda no venía pronto, me encontraría muerta. No podía imaginarlo.

Glenn solía decir que la razón por la que no puedes realmente imaginarte muerta era porque en cuanto decías «Estaré muerta», usabas la primera persona, así que aún estabas viva en la frase. Y así es como la gente entendía la idea de la inmortalidad del alma, como una consecuencia de la gramática. Y lo mismo ocurría con Dios, porque en cuanto había un tiempo pasado, tenía que haber un pasado antes del pasado, y seguías yendo hacia atrás hasta que llegabas al no lo sé, y eso era Dios. Es lo que no conoces, lo oscuro, lo oculto, la otra cara de lo visible, y todo porque tenemos gramática, y la gramática sería imposible sin el gen FoxP2; de manera que Dios es una mutación cerebral, y ese gen es el mismo que necesitan los pájaros para cantar. Así que la música está incorporada, explicó Glenn: está tejida en nuestro ser. Sería muy duro amputarla, porque es parte esencial de nosotros, como el agua.

Yo dije, ¿en ese caso Dios también está tejido en nuestro ser? Y dijo que quizá sí, pero que eso no nos había hecho ningún bien.

Su explicación de Dios era muy diferente de la explicación de los Jardineros. Decía que «Dios es un espíritu» no tenía sentido, porque no podías medir un espíritu. También decía, «usa tu ordenador de carne» cuando quería decir «usa tu mente». Esa idea me resultaba repulsiva: detestaba la idea de que mi cabeza estuviera llena de carne.


No dejaba de pensar que podía oír a la gente caminando en torno al edificio, pero cuando examinaba las habitaciones no veía a nadie moviéndose. Al menos el módulo solar seguía funcionando.

Conté otra vez la comida. Quedaba para cinco días, como mucho.

56

Primero localicé a Amanda como una sombra en la videopantalla. Se acercó con precaución al Nido de Víboras, pegada a la pared: las luces aún estaban encendidas, así que no iba a tientas en la oscuridad. La música todavía atronaba y una vez que miró alrededor para cerciorarse de que el lugar estaba vacío, pasó detrás del escenario y la apagó.

– ¿Ren? -la oí decir.

Luego desapareció de la pantalla. Tras una pausa, el micrófono de la videocámara recogió sus pisadas suaves, luego la vi. Y ella me vio. Yo estaba llorando de alivio, tanto que no podía hablar.

– Hola -dijo-. Hay un tipo muerto justo delante de la puerta. Es asqueroso. Ahora vuelvo.

Se refería a Mordis: no se lo habían llevado. Después me contó que lo metió en una cortina de ducha, lo arrastró por el vestíbulo y lo metió en un ascensor, lo que quedaba de él. Las ratas se habían dado un festín, dijo, no sólo en el Scales sino en cualquier sitio mínimamente urbano. Amanda se había puesto los guantes del integral de biofilm de alguien antes de tocarlo; aunque era valiente, Amanda no corría riesgos estúpidos.

Al cabo de un rato volvió a aparecer en mi pantalla.

– Bueno -dijo-, aquí estoy. Para de llorar, Ren.

– Pensaba que no ibas a llegar nunca -logré decir.

– Eso es lo mismo que pensaba yo -dijo-. Bueno, ¿cómo se abre la puerta?

– No tengo el código -dije.

Le expliqué lo de Mordis, le dije que era el único que conocía los números del Cuarto Pringoso.

– ¿Nunca te lo dijo?

– Decía que para qué teníamos que conocer los códigos. Los cambiaba a diario, no quería que se filtraran porque podían entrar locos. Sólo quería protegernos.

Estaba esforzándome para no caer en el pánico: allí estaba Amanda en la puerta, pero ¿y si no podía hacer nada?

– ¿Alguna pista? -dijo.

– Dijo algo sobre mi nombre -dije-. Justo antes de que, antes de que ellos lo… Quizás era eso lo que quería decir.

Amanda lo intentó.

– No -dijo ella-. Bueno, pues. Quizás es tu cumpleaños. ¿Mes y día? ¿Año?

La oí marcando números, blasfemando en voz baja. Después de lo que me pareció mucho tiempo, oí el sonido de la cerradura. La puerta se abrió y allí estaba Amanda, justo delante de mí.

– Oh, Amanda -dije.

Amanda estaba bronceada, con la ropa hecha jirones y mugrienta, pero era real. Estiré los brazos, pero ella retrocedió y se alejó.

– Era un código simple de A es igual a uno -dijo ella-. Era tu nombre, al fin y al cabo. Brenda, sólo que al revés. No me toques, podría tener gérmenes. He de ducharme.

Mientras Amanda se duchaba, aguanté la puerta abierta con una silla, porque no quería que se cerrara de golpe y nos dejara encerradas dentro. El aire de fuera del Cuarto Pringoso olía fatal en comparación con el aire filtrado que había estado respirando: carne podrida, y también humo y productos químicos quemados, porque había habido incendios y nadie para apagarlos. Tuve suerte de que no se hubiera prendido fuego en el Scales y se hubiera quemado conmigo dentro.

Después de que Amanda se duchara, yo también lo hice, así estaría tan limpia como ella. Luego nos pusimos vestidos verdes del Scales que Mordis guardaba para sus mejores chicas y nos sentamos a comernos unas Joltbar de la mininevera y unos ChickieNobs al microondas, y nos bebimos unas cervezas que encontramos en el piso de abajo, y nos contamos las historias de por qué aún estábamos vivas.

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Toby. Santa Karen Silkwood

Año 25


Toby se despierta de repente, con la sangre zumbándole en la cabeza: katush, katush, katush. Sabe al momento que algo ha cambiado en su espacio. Alguien está compartiendo su oxígeno.

Respira, se dice. Muévete como si nadaras. No huelas a miedo.

Levanta la sábana rosa, la separa de su cuerpo húmedo lo más despacio que puede, se incorpora, mira con cuidado a su alrededor. Nada grande, no en este cubículo: no hay sitio. Entonces lo ve. Es sólo una abeja. Una abeja melífera, andando por el alféizar.

Una abeja en la casa significa un visitante, decía Pilar; y si la abeja muere, la visita no será buena. No he de matarla, piensa Toby. La coge con cuidado en una servilleta rosa.

– Envía un mensaje -le dice-. Cuéntales a los del mundo espiritual: «Por favor, enviad ayuda pronto.» Superstición, lo sabe; sin embargo, se siente extrañamente animada. Aunque quizá la abeja es una de las transgénicas que soltaron después de que el virus acabara con las abejas naturales; o quizás incluso una ciberespía que vaga sin que quede nadie para controlarla. En cuyo caso será una mala mensajera.

Se guarda la servilleta en el bolsillo del mono: llevará la abeja al tejado, la soltará allí, la vigilará en su encargo final para los muertos. Sin embargo, al colgarse el rifle al hombro por la correa debió de aplastar el bolsillo, porque cuando desenvuelve la servilleta la abeja no parece viva. Agita la tela por encima de la barandilla, esperando que la abeja vuele. La abeja se mueve en el aire, pero más como una semilla que como un insecto: la visita no será buena.

Toby camina hasta el lado del tejado que da al huerto. Mira. Sin duda, la mala visita ya se ha producido: los cerdos han vuelto. Se han colado por debajo de la valla y han arrasado con todo. Seguramente no ha sido tanto un frenesí por alimentarse como un acto de venganza deliberada. La tierra está surcada y pisoteada: lo que no se hayan comido lo han destrozado.

Si fuera llorona, habría llorado. Se levanta los prismáticos, examina el prado. Al principio no los ve, pero luego localiza dos cabezas rosa grisáceo. No, tres. No, cinco, levantándose sobre las flores herbosas. Ojos de mirada intensa, uno por cerdo: la están mirando de soslayo. Han estado observándola: es como si quisieran ser testigos de su consternación. Además, están fuera de alcance: si les dispara desperdiciará las balas. No descartaría que lo supieran.

– ¡Cerdos asquerosos! -les grita-. ¡Caras de cerdo!

Por supuesto, para ellos no son insultos.


¿Ahora qué? Su abastecimiento de verdura deshidratada es escasa: casi se le han terminado las bayas de goji y la chía, su proteína vegetal se ha acabado. Contaba con el huerto para todo eso. Lo peor de todo, se le han acabado las grasas: ya se ha acabado la última Manteca Corporal de Aguacate y Trigo. Hay grasas en las Joltbar -aún le quedan algunas-, pero no le durarán mucho. Sin lípidos tu organismo se come la grasa corporal y luego los músculos, y el cerebro es pura grasa y el corazón es un músculo. Te conviertes en un bucle de retroalimentación y luego te desmayas.

Tendrá que recurrir a la recolección. Salir al prado, al bosque: encontrar proteínas y lípidos. Ahora el verraco estará pútrido, no puede comerse eso. Podría dispararle a un conejo verde, quizá; pero no, es un compañero mamífero y ella no está dispuesta a esa clase de carnicería. Larvas y huevos de hormiga, o larvas de cualquier clase, para empezar.

¿Era eso lo que los cerdos quieren que haga? Que salga de sus murallas defensivas, a campo abierto, para que puedan saltar sobre ella, derribarla y destriparla. Un picnic al estilo de los cerdos. Tenía una idea aproximada de lo que podría parecer. Los Jardineros no eran remilgados respecto a describir los hábitos de las diversas criaturas de Dios: estremecerse por eso sería hipócrita. A Zeb le gustaba decir que nadie viene a este mundo con un cuchillo, un tenedor y una sartén. Ni un mantel. Y si comemos cerdos, ¿por qué no van a poder comernos ellos a nosotros? Si nos encuentran tirados.

No tenía sentido tratar de reparar el huerto. Los cerdos simplemente esperarían hasta que hubiera algo que valiera la pena destrozar, y entonces lo destrozarían. Quizá debería construir un huerto en el tejado, como los viejos huertos de los Jardineros: de este modo nunca tendría que salir del edificio principal. Pero tendría que subir cubos de tierra por todas aquellas escaleras. Luego estaba el problema del riego en las temporadas secas y del drenaje en las temporadas húmedas: sin los elaborados sistemas de los Jardineros, la tarea sería imposible.

Los cerdos están vigilándola por encima de las margaritas. Tienen un aire festivo. ¿Están gruñendo a modo de escarnio? Ciertamente había gruñidos, y algunos chillidos juveniles, como los que se escuchaban cuando cerraban los bares de topless de la Alcantarilla.

– ¡Capullos! -les grita.

Gritar la hace sentirse mejor. Al menos está hablando con alguien que no es ella misma.

58

Ren

Año 25


Lo peor, dijo Amanda, eran las tormentas de arena; un par de veces pensó que iba a morir, porque los relámpagos cayeron muy cerca. Pero entonces birló una esterilla de goma de la ferretería de un centro comercial para agazaparse en ella, y después de eso se sintió más segura.

Había evitado a la gente lo más posible. Abandonó el coche solar al norte de Nueva York, porque las autopistas estaban bloqueadas con trozos de metal. Se habían producido algunos choques espectaculares: los conductores habían empezado a disolverse dentro de sus automóviles.

– Loción de manos de sangre -dijo Amanda.

Había alrededor de un millón de buitres. A alguna gente le habría entrado el pánico con ellos, pero no a Amanda. Había trabajado con buitres en sus obras artísticas.

– Esa autopista era la mayor escultura de buitres que se podía imaginar -dijo.

Lamentó no tener una cámara.

Después de abandonar el coche solar había caminado durante un rato y luego había birlado otro vehículo solar; una moto esta vez, porque era más fácil pasar entre la maraña metálica. Cuando tenía duda se mantenía en las periferias urbanas, o si no en los bosques. Un par de veces le había ido de un pelo, porque a otras personas se les había ocurrido lo mismo: casi había tropezado con un par de cadáveres. Suerte que no los había llegado a tocar.

Había visto gente viva. Un par de personas también la habían visto a ella, pero para entonces todo el mundo sabía que ese virus era ultracontagioso, así que se mantuvieron alejados de ella. Algunos estaban en las fases finales, vagando como zombis; o ya habían caído, doblados sobre sí mismos como trapos.

Durmió encima de garajes siempre que pudo, o dentro de edificios abandonados, pero nunca en el piso principal. De lo contrario, en árboles: los que tenían horquetas robustas. Era incómodo pero te acostumbrabas, y era mejor estar sobre el nivel del suelo, porque había algunos animales extraños. Cerdos enormes, esos híbridos de leones y corderos, perros salvajes al acecho: una jauría casi la había arrinconado. En cualquier caso estaba más a salvo de los zombis en los árboles: no te gustaría que un coágulo con piernas cayera sobre ti en la oscuridad.

Lo que estaba contando era espantoso, pero reímos mucho esa noche. Supongo que deberíamos haber estado llorando y lamentándonos, pero yo ya había hecho eso, y además ¿de qué servía? Adán Uno decía que siempre teníamos que ver el lado positivo, y el lado positivo era que todavía estábamos vivas.

No hablamos de nadie que conociéramos.

No quería dormir en el Cuarto Pringoso, porque ya había pasado suficiente tiempo allí dentro, y tampoco podíamos usar mi vieja habitación porque el cadáver de Starlite aún estaba allí. Al final elegimos una de las habitaciones de clientes, la que tenía la cama gigante y la colcha de satén verde y el techo de plumas. Esa habitación parecía elegante si no pensabas demasiado en para qué se había usado.

La última vez que había visto a Jimmy había sido en esa habitación. Por suerte, Amanda era como una goma: borró ese recuerdo anterior. Me hizo sentir más segura.


Dormimos dentro a la mañana siguiente. Cuando nos levantamos nos pusimos nuestros delantales verdes y fuimos a la cocina del Scales, donde preparaban los snacks. Metimos en el microondas un poco de pan de soja que sacamos del congelador principal y tomamos eso para desayunar, con un Happicuppa instantáneo.

– ¿No pensaste que tenía que estar muerta? -pregunté a Amanda-. ¿Y que tal vez no deberías molestarte en venir hasta aquí?

– Sabía que no estabas muerta -dijo Amanda-. Tienes una sensación cuando alguien está muerto. Alguien a quien conoces realmente bien. ¿No te parece?

No estaba segura de eso, así que sólo dije: «Gracias de todos modos.» Siempre que le dabas las gracias por algo, Amanda simulaba no oírte; o si no decía, ya me lo pagarás. Eso es lo que dijo esta vez. Quería que todo fuera un intercambio comercial, porque dar algo a cambio de nada era demasiado blando.

– ¿Qué tendríamos que hacer ahora? -dije.

– Quedarnos aquí -dijo Amanda-. Hasta que se acabe la comida. O hasta que el solar se rompa y la comida de los congeladores se empiece a pudrir. Eso sería chungo.

– Luego ¿qué? -dije.

– Luego iremos a otro sitio.

– ¿Como cuál?

– Ahora no tenemos que preocuparnos por eso -dijo Amanda.


El tiempo se extendía. Dormíamos todo lo que nos apetecía, luego nos levantábamos, nos duchábamos -todavía teníamos agua por el solar- y comíamos algo del congelador. Después hablábamos de cosas que habíamos hecho con los Jardineros, cosas viejas. Dormíamos más cuando hacía demasiado calor. Después íbamos al Cuarto Pringoso, encendíamos el aire acondicionado y veíamos películas viejas en DVD. No teníamos ganas de salir del edificio.

Por las tardes nos tomábamos unas copas -aún quedaban algunas botellas sin romper detrás de la barra- y hacíamos una incursión en la cara comida enlatada que Mordis guardaba para los clientes de dinero y también para sus mejores chicas. Snacks de Lealtad los llamaba; te los servía cuando dabas un paso más, aunque nunca sabías con antelación qué paso sería ése. Así fue como probé por primera vez el caviar. Era como burbujas saladas.

Aunque ya no quedaba más caviar en el Scales para Amanda y para mí.

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Toby. San Anil Agarwal

Año 25


Aquí viene la hambruna, piensa Toby. San Euell, reza por mí y por todos aquellos que mueren de hambre en medio de la abundancia. Ayúdame a encontrar esa abundancia. Envíame proteína animal pronto.

En el prado, el verraco muerto está entrando en la otra vida. Se elevan gases del cadáver, se escurren los fluidos. Los buitres han estado con él; los cuervos sobrevuelan el perímetro como los alfeñiques en una pelea callejera, agarrando lo que pueden. Pase lo que pase ahí, los gusanos no han quedado al margen.

En caso de extrema necesidad, decía Adán Uno, empezad por la parte inferior de la cadena. Los que carecen de sistema nervioso central sin duda sufren menos.

Toby recoge los elementos necesarios: su mono rosa, el sombrero de jipijapa, las gafas de sol, la botella de agua, un par de guantes quirúrgicos. Los prismáticos, el rifle. El palo de la fregona, para equilibrarse. Encuentra una fiambrera y hace unos agujeros en la tapa, añade una cuchara y mete todo en una bolsa de regalo con el logo del ojo guiñado del balneario AnooYoo. Una mochila iría mejor, le dejaría las manos libres. Había mochilas por allí -las señoras se las llevaban en los paseos, con sándwiches para el picnic-, pero no consigue recordar dónde las puso.

Todavía queda un poco de All-Natural SolarNix de AnooYoo en reserva. Está caducado y huele rancio, pero se lo extiende por la cara de todos modos, luego se rocía los tobillos y las muñecas con SuperD por si acaso hay mosquitos. Echa un buen trago de agua y visita el biodoro violeta: si cunde el pánico, al menos no se orinará. No hay nada peor que salir corriendo con un mono mojado. Se cuelga los prismáticos del cuello, luego sube al tejado para hacer una comprobación de última hora. No hay orejas en el prado, ni hocicos. No hay colas de pelo dorado.

– Deja de entretenerte -se dice.

Ha de salir ya para que le dé tiempo a volver antes de la tormenta de la tarde. Es estúpido que te alcance un rayo. Cualquier muerte es estúpida desde el punto de vista de quien la sufre, decía Adán Uno, porque no importa lo mucho que te hayan advertido, la muerte siempre llega sin avisar. ¿Por qué ahora? es el lamento. ¿Por qué tan pronto? Es el grito de un niño al que llaman para que vuelva a casa al anochecer, es la protesta universal contra el tiempo. Sólo recordad, queridos amigos: para qué vivo y para qué muero son la misma pregunta.

Una pregunta -se dice Toby a sí misma con mucha firmeza- que yo no voy a responderme justo ahora.


Se pone los guantes quirúrgicos, se cuelga del hombro la bolsa de AnooYoo y sale. Primero va al jardín en ruinas, donde rescata una cebolla y dos rábanos, y echa una capa de tierra húmeda en la fiambrera. Luego cruza el aparcamiento y pasa junto a las silenciosas fuentes.

Hacía mucho tiempo que no se alejaba tanto del edificio del balneario. Ahora está en el prado: es un espacio amplio. La luz aturde, aunque lleva el sombrero ancho y las gafas de sol.

No temas, se dice a sí misma. Así es como se sentirán los ratones cuando se aventuran por un piso, pero tú no eres un ratón. Las hierbas se le enganchan del mono y se le enredan en los pies, como si quisieran retenerla. En algunas de ellas hay pequeñas espinas, minúsculas garras y trampas. Es como atravesar un tapiz gigante tejido con alambre de espino.

¿Qué es esto? Un zapato.

No ha de pensar en zapatos. No ha de pensar en el bolso en descomposición que ha atisbado cerca. Con estilo. Polipiel roja. Un harapo del pasado que la tierra todavía no ha absorbido. No quiere pisar ninguno de estos restos, pero es difícil ver a través de esa enmarañada red de hierbas que te atrapan.

Avanza. Nota un cosquilleo en las piernas, así se comporta la carne cuando sabe que está a punto de ser tocada. ¿De verdad cree que una mano surgirá de entre los tréboles y los cardos y la agarrará por el tobillo?

– No -dice en voz alta.

Se detiene para calmarse, y para hacer un reconocimiento. El ala ancha del sombrero le impide ver: mueve todo el cuerpo como la cabeza de un búho: a la izquierda, a la derecha, atrás, adelante otra vez. La envuelve un aroma dulce: el trébol está en flor, la zanahoria, la lavanda, la mejorana y la melisa, todo silvestre. El campo zumba de polinizadores: abejorros, avispas brillantes, escarabajos iridiscentes. El sonido adormece. Quédate aquí. Échate a dormir.

La fuerza plena de la naturaleza es más de lo que podemos soportar, decía Adán Uno. Es un alucinógeno potente, un soporífero para el alma no preparada. Ya no estamos a gusto en ella. Hemos de diluirla. No podemos bebería de un trago. Y Dios es lo mismo. Demasiado Dios y tienes una sobredosis. Dios necesita que lo filtren.


Delante de ella, a media distancia, está la línea de árboles oscuros que señala el linde del bosque. Siente que la atrae, que la seduce, como cuentan que las profundidades del océano y las cimas de las montañas seducen a la gente, cada vez más alto o cada vez más profundo, hasta que se desvanecen en un estado de arrobamiento que no es humano.

Has de verte como te ve un depredador, enseñaba Zeb. Se imagina detrás de los árboles, mirando a través de la filigrana de hojas y ramas. Hay una enorme sabana salvaje y en medio de ella una pequeña figura rosa, como un embrión o un alien, de ojos grandes y oscuros: sola, desprotegida, vulnerable. Detrás de su figura está su morada, una caja absurda hecha de paja aunque parezca de ladrillos. Fácil de derribar de un soplido.

Percibe el olor a miedo, y procede de ella misma.

Levanta los prismáticos. Las hojas se están moviendo un poco, pero no es más que la brisa. Camina hacia delante despacio, se dice. Recuerda lo que has venido a hacer.


Después de lo que parece mucho tiempo llega al verraco muerto. Una horda de moscas de color verde brillante y bronce revolotean sobre el cadáver. Cuando Toby se acerca, los buitres levantan sus cabezas rojas y sin plumas, sus cuellos rígidos. Agita el palo de la fregona y los buitres se largan, graznando de indignación. Algunos de ellos ascienden en espiral, sin quitarle ojo; otros baten las alas hacia los árboles y asientan sus plumas, esperando.

Hay frondas esparcidas encima de la carcasa del verraco y detrás de él. Frondas de helecho. Esos helechos no crecen en el prado. Algunos ahora están viejos, secos y marrones, otros más frescos. También hay flores. ¿Son eso pétalos de las rosas del sendero? Había oído hablar de algo similar; no, lo había leído de niña, en un libro sobre elefantes. Los elefantes se quedaban en torno al muerto, apenados, como si meditaran. Luego esparcían ramas y tierra.

Pero ¿los cerdos? Normalmente se limitaban a comerse al cerdo muerto, del mismo modo que se comían cualquier otra cosa. Pero a ése no se lo habían comido.

¿Estaban celebrando un funeral? ¿Era posible que los cerdos estuvieran llevando flores al difunto? La idea le resulta completamente aterradora.

Pero ¿por qué no?, dice la voz amable Adán Uno. Creemos que los animales tienen alma. ¿Por qué no iban a celebrar funerales?

– Estás loca -dice en voz alta.

El olor de la carne en descomposición es fétido: es difícil contener las arcadas. Se levanta un pliegue del mono y se aprieta con él la nariz. Con la otra mano golpea al verraco con el palo: los gusanos revolotean. Son como enormes granos de arroz grises.

Sólo piensa en ellos como gambas de tierra, dice la voz de Zeb. El mismo esquema corporal. «Estás preparada para esto», se dice. Ha de dejar el rifle y el palo de la fregona para hacer lo siguiente. Recoge con la cuchara los gusanos blancos que se retuercen y los pasa a la fiambrera de plástico. Suelta algunos; le tiemblan las manos. Hay un zumbido en su cabeza, como minúsculos taladros, o son sólo las moscas. Se obliga a calmarse.

Truena en la distancia.

Da la espalda al bosque, se dirige hacia el prado. No echa a correr.

Sin duda los árboles se han acercado.

60

Ren

Año 25


Un día estábamos bebiendo champán y dije:

– Vamos a hacernos las uñas, son un desastre.

Pensé que tal vez eso nos animaría. Amanda se rio.

– Nada te estropea tanto las uñas como una pandemia letal -dijo.

Pero nos hicimos la manicura de todos modos. Amanda se puso un tono naranja rosado llamado Satsuma Parfait; el mío era Slick Raspberry. Éramos como dos niñas que se pintan los dedos en una fiesta. Me gusta el olor del esmalte de uñas. Sé que es tóxico, pero huele limpio. Fresco como ropa almidonada. Nos hizo sentir mejor.

Después de eso, tomamos más champán, y se me ocurrió otra idea festiva, así que subí arriba. Sólo había una habitación con una persona en ella: Starlite, en nuestra vieja habitación. Me sentí fatal por ella, pero metí sábanas en los resquicios de la puerta para que no saliera el olor, y esperaba que los microbios siguieran con su trabajo y la convirtieran en otra cosa deprisa. Cogí los integrales de biofilm y vestidos de la habitación vacía de Savona y Crimson Petal, y los llevé al piso de abajo en una brazada gigante, y empezamos a probárnoslos.

Hubo que rociar los biofilms con agua y lubricante comestible de piel -estaban secos-, pero en cuanto lo hicimos se deslizaron como de costumbre. Sentías la agradable succión cuando sus capas de células vivas interactuaban con tu piel, y luego la sensación cálida de cosquilleo cuando empezaban a respirar. No entraba nada salvo el oxígeno, y no salía nada salvo tus secreciones naturales, aseguraban las etiquetas. La unidad facial incluso te sonaba la nariz. Un montón de clientes del Scales habrían preferido membrana si eso hubiera sido completamente seguro, pero al menos con los biofilms podían relajarse, porque sabían que no iban a pillar ninguna infección.

– Esto se siente genial -dijo Amanda-. Casi te hace un masaje.

– Recomendado para el cutis -dije, y reímos un poco más.

Entonces Amanda se puso un traje de flamenco con plumas rosas y yo me puse uno de pavoceta, y encendimos la música y los focos de colores y subimos a bailar al escenario. Amanda seguía siendo una gran bailarina, sabía cómo agitar esas plumas. Pero yo ya era mejor que ella, por todo el entrenamiento que había tenido y el trabajo en el trapecio; y ella lo sabía. Y eso me complacía.

Fue una estupidez por nuestra parte, todo el episodio del baile: habíamos subido mucho la música, el sonido salía por la puerta abierta, y si había alguien en el vecindario seguramente lo oiría. Pero yo no estaba pensando en eso. «Ren, no eres la única persona del planeta», me decía Toby cuando yo era una niña. Era una forma de decirnos que tuviéramos consideración. En ese momento realmente pensaba que era la única persona en el planeta. O Amanda y yo. Así que allí estábamos con nuestros vestidos de flamenco rosa y pavoceta azul y nuestro nuevo esmalte de uñas, bailando juntas en el escenario del Scales con la música a tope, bum, bum, babadabum, bam, ba, kalam. Cantando como si no tuviéramos ninguna preocupación en el mundo.

De pronto, el número llegó a su final y oímos aplausos. Nos quedamos allí petrificadas. Sentí que me recorría un escalofrío: tuve una imagen fugaz de Crimson Petal colgada de la cuerda del trapecio con una botella incrustada, y no pude respirar.

Habían entrado tres tipos -debían de haberse colado con mucho sigilo- y allí estaban.

– No corras -me dijo Amanda en voz baja.

Luego dijo:

– ¿Estáis vivos o muertos? -Sonrió-. Porque si estáis vivos… ¿a lo mejor queréis una copa?

– Bonito baile -dijo el más alto-. ¿Cómo es que no habéis pillado este virus?

– A lo mejor lo pillamos -dijo Amanda-. A lo mejor somos contagiosas y no lo sabemos todavía. Ahora voy a encender las luces del escenario para poder veros.

– ¿Hay alguien más aquí? -dijo el más alto-. ¿Algún tío?

– No que yo sepa -dijo Amanda. Atenuó las luces-. Quítate la careta -me dijo.

Se refería a las lentejuelas verdes, al biofilm. Bajó la escalera del escenario.

– Queda un poco de whisky, o podemos preparar un café.

Se estaba quitando el casco de biofilm, y sabía lo que estaba pensando: establece contacto visual directo, como nos había enseñado Zeb. No te des la vuelta, es más probable que te enganchen desde atrás. Y cuanto menos pareciéramos pájaros animados en lugar de personas, menos posibilidades de que nos cazaran.

Ahora vi mejor a los tres. Uno alto, uno bajo, otro alto. Iban con trajes de camuflaje, muy sucios, y tenían pinta de haber pasado demasiado tiempo al sol. El sol, la lluvia, el viento.

Entonces, de repente, lo supe.

– ¿Shackie? -dije-. ¡Shackie! ¡Amanda, son Shackie y Croze!

El alto volvió su rostro hacia mí.

– ¿Quién coño eres? -dijo.

No estaba enfadado, sólo asombrado.

– Soy Ren -dije-. ¿Eres el pequeño Oates? -Me eché a llorar.

Los cinco nos acercamos como en una melé de rugby en televisión, en cámara lenta. Nos abrazamos. Sólo abrazos y abrazos, sin soltarnos.


Había un zumo de color naranja en el congelador, así que Amanda mezcló mimosas con el champán que quedaba. Abrimos unas nueces de soja saladas y pusimos al microondas un paquete de sucedáneo de pescado, y los cinco nos sentamos delante de la barra. Los tres chicos -todavía los consideraba chicos- engulleron la comida. Amanda les hizo beber agua, pero no demasiado deprisa. No estaban famélicos: habían estado entrando en supermercados e incluso en casas, viviendo de lo que podían cosechar e incluso atraparon un par de conejos y asaron los trozos, igual que hacíamos en los Jardineros durante la Semana de San Euell. Aun así, estaban delgados.

Luego nos contamos los unos a los otros lo que habíamos estado haciendo cuando se produjo el Diluvio Seco. Les hablé del Cuarto Pringoso, y Amanda de los huesos de vaca en Wisconsin. Estúpida suerte para las dos, dije, que no estuviéramos con otra gente cuando ocurrió. Aunque Adán Uno decía que la suerte no era estúpida porque suerte era sólo otra palabra para hablar de milagro.

A Shackie, Croze y Oates les había ido de un pelo. Estaban encerrados en el Painball Arena. Equipo Rojo, dijo Oates, enseñándome el tatuaje del pulgar; parecía orgulloso de él.

– Nos metieron allí por lo que habíamos estado haciendo -dijo Shackie- con el Loco Adán.

– ¿El Loco Adán? -dije-. ¿Zeb de los Jardineros?

– Más que Zeb. Éramos un grupo: él y nosotros, y algunos más -dijo Shackie-. Científicos de alto nivel: ingenieros genéticos que huyeron de las corpos y se escondieron porque odiaban lo que estaban haciendo allí. Rebecca y Katuro estaban en el grupo: ayudaban a distribuir el producto.

– Teníamos una web -dijo Croze-. Podíamos compartir nuestra información de esa manera, en la sala de chat oculta.

– ¿Producto? -dijo Amanda-. ¿Estabais pasando supermaría? ¡Guay! -Rio.

– Ni hablar. Estábamos haciendo resistencia con bioformas -dijo Croze dándose importancia-. Los ingenieros preparaban las bioformas, y Shackie, Croze, Rebecca, Katuro y yo teníamos identidades top: seguros e inmobiliarias, cosas con las que puedes viajar. Así que llevábamos las bioformas a los lugares elegidos y las soltábamos.

– Las activábamos -explicó Oates-. Como, bueno, como bombas de relojería.

– Algunos de esos engendros eran geniales -dijo Shackie-. Los microbios que se comían el asfalto, los ratones que atacaban coches…

– Zeb suponía que si lográbamos destruir la infraestructura -explicó Croze-, el planeta podría repararse por sí solo. Antes de que fuera demasiado tarde y se extinguiera todo.

– Así que esta pandemia, ¿fue cosa del Loco Adán? -preguntó Amanda.

– Ni hablar -dijo Shackie-. Zeb no creía en matar a la gente, sólo quería impedir que lo desperdiciaran todo y la cagaran.

– Quería hacerlos pensar -dijo Oates-. Aunque algunos de esos ratones se descontrolaron. Se confundieron. Atacaban zapatos. Hubo heridas en los pies.

– ¿Dónde está ahora? -pregunté. Sería muy tranquilizador que Zeb estuviera ahí. Él sabría qué hacer a continuación.

– Sólo hablábamos con él online -dijo Shackie-. Iba por libre.

– Aunque Corpsegur pescó nuestros híbridos del Loco Adán -dijo Croze-. Nos localizaron. Supongo que algún asqueroso de nuestra sala de chat era un infiltrado.

– ¿Los mataron? -preguntó Amanda-. ¿A los científicos?

– No sé -dijo Shackie-, pero no terminaron con nosotros en Painball.

– Sólo estuvimos un par de días en Painball -dijo Oates.

– Tres de nosotros, tres de ellos. El Equipo Dorado, estaban más allá de lo depravado. Uno de ellos, ¿recuerdas a Blanco, de la Alcantarilla? ¿Te arrancaba la cabeza y se la comía? Había perdido algo de peso, pero era él -dijo Croze.

– Estás de broma -dijo Amanda. Su expresión no era de miedo, pero sí de preocupación.

– Lo metieron por joderla en el Scales: mató a alguna gente, sonaba orgulloso por eso. Dijo que para él estar en Painball era como estar en casa, había pasado mucho tiempo.

– ¿Sabía quiénes erais? -preguntó Amanda.

– Sin duda -dijo Shackie-. Nos gritó. Dijo que era la hora de la venganza por la movida del Jardín del Tejado, que nos trocearía como pescado.

– ¿Qué movida en el Tejado? -pregunté.

– Tú ya te habías ido -dijo Amanda-. ¿Cómo salisteis?

– Caminando -dijo Shackie-. Estábamos pensando en cómo matar al otro equipo antes de que ellos nos mataran a nosotros (te daban tres días para planear antes de la campana de inicio), pero de repente no había guardas. Habían desaparecido.

– Estoy muy cansado -dijo Oates-. Necesito dormir. -Apoyó la cabeza en la barra.

– Resultó que los guardias aún estaban allí -dijo Shackie-. En la cabina. Sólo que estaban como fundidos.

– Así que nos conectamos -dijo Croze-. Las noticias aún funcionaban. Gran cobertura del desastre, o sea que supusimos que no deberíamos salir y mezclarnos. Nos encerramos en las garitas: tenían comida allí.

– El problema era que los del Equipo Dorado estaban en la garita del otro lado de la valla. No dejábamos de pensar que nos matarían mientras estuviéramos durmiendo.

– Montamos turnos para que siempre hubiera alguien despierto, pero quedarse allí esperando era demasiada tensión. Así que los obligamos a salir -dijo Croze-. Shackie se coló por la ventana una noche y les cortó el suministro de agua.

– ¡Joder! -dijo Amanda con admiración-. ¿En serio?

– Tuvieron que salir -dijo Oates-. No tenían agua.

– Luego nosotros nos quedamos sin comida y también tuvimos que salir -dijo Shackie-. Pensamos que tal vez nos estarían esperando, pero no estaban. -Se encogió de hombros-. Fin de la historia.

– ¿Por qué vinisteis aquí? -dije-. Al Scales.

Shackie sonrió.

– Este sitio tiene reputación -dijo.

– Es una leyenda -dijo Croze-. Aunque no pensábamos que quedara ninguna chica. Al menos podríamos verlo.

– Algo que hacer antes de morir -dijo Oates. Bostezó.

– Vamos, Oatie -dijo Amanda-. Vamos a acostarte.

Los llevamos al piso de arriba y uno por uno se ducharon en el Cuarto Pringoso, y salieron mucho más limpios de cómo habían entrado. Les dimos toallas y se secaron, y luego los metimos en camas, uno en cada habitación.

Fui yo quien se ocupó de Oates: le di su toalla y jabón, y le mostré la cama en la que podía dormir. No lo había visto en mucho tiempo. Cuando dejé a los Jardineros era un niño. Un gamberrete que siempre se metía en problemas. Así era como lo recordaba. Pero era guapo ya entonces.

– Has crecido mucho -dije.

Era casi tan alto como Shackie. Tenía el pelo rubio y húmedo, como un perro que ha estado nadando.

– Siempre pensé que eras la mejor -dijo-. Estaba colado por ti cuando tenía ocho años.

– No lo sabía -dije.

– ¿Puedo besarte? -dijo-. No quiero decir de forma sexy.

– Vale -dije.

Y lo hizo, me dio el beso más dulce, al lado de la nariz.

– Eres muy guapa -dijo-. Por favor, no te quites el traje de pájaro.

Me tocó las plumas, las de mi trasero. Entonces puso esa sonrisa tímida. Me recordó a Jimmy, a la forma en que era al principio, y sentí que mi corazón daba un vuelco. Pero salí de puntillas de la habitación.

– Podemos encerrarlos -le susurré a Amanda en el pasillo.

– ¿Por qué íbamos a hacerlo? -dijo Amanda.

– Han estado en Painball.

– ¿Y?

– Y todos los tipos de Painball están trastornados. No sabes lo que harán, se ponen locos. Además, podrían tener el germen. La plaga.

– Los abrazamos -dijo Amanda-. Ya hemos pillado todos los gérmenes que tuvieran. Además, son antiguos Jardineros.

– ¿Qué quieres decir con eso? -dije.

– Quiero decir que son nuestros amigos.

– No eran exactamente nuestros amigos entonces. No siempre.

– Cálmate -dijo Amanda-. Esos chicos y yo hicimos un montón de cosas juntos. ¿Por qué iban a hacernos daño?

– No quiero ser un agujero de carne de tiempo compartido -dije.

– Eso es muy crudo -dijo Amanda-. No deberías tener miedo de ellos, sino de los otros tipos que estaban con ellos en Painball. Blanco no es cosa de broma. Han de estar en alguna parte. Voy a volver a ponerme mi ropa de verdad.

Ya se estaba quitando su traje de flamenco, poniéndose su caqui.

– Deberíamos cerrar la puerta de la calle -dije.

– La cerradura está rota -dijo Amanda.


Entonces oímos voces en la calle. Estaban cantando y gritando como hacían los hombres en el Scales cuando estaban más que borrachos. Borrachos como cubas. Oímos ruido de cristales rotos.

Corrimos a las habitaciones y despertamos a los chicos. Se vistieron muy deprisa y los llevamos a la ventana del piso de arriba que daba a la calle. Shackie escuchó y luego miró con precaución.

– Ah, mierda -dijo.

– ¿Hay alguna otra puerta? -susurró Croze.

Tenía el rostro pálido a pesar de su bronceado.

– Hemos de salir, ahora mismo.

Bajamos por la escalera de atrás y salimos por la puerta de la basura, al patio donde estaban los contenedores de basuróleo y los contenedores de botellas. Oímos a los del equipo Dorado dando patadas dentro del edificio del Scales, demoliendo todo lo que no había sido demolido antes. Sonó un golpe enorme: debían de haber tirado el estante de detrás de la barra.

Nos colamos a través del hueco en la valla y corrimos hasta el otro lado del solar y luego por el callejón. Allí posiblemente no podían vernos, aunque yo sentía que sí podían, como si sus ojos pudieran atravesar los ladrillos como mutantes de la tele.

A unas manzanas de distancia, frenamos y empezamos a caminar.

– A lo mejor no se enteran de que hemos estado allí -dije.

– Lo sabrán -dijo Amanda-. Por los platos sucios. Toallas húmedas. Las camas. Te das cuenta de cuando alguien acaba de dormir en una cama.

– Vendrán a por nosotros -dijo Croze-. Seguro.

61

Doblamos esquinas y enfilamos callejones para mezclar nuestras huellas. Las pisadas eran un problema -había una capa de barro ceniciento-, pero Shackie decía que la lluvia las borraría y, además, los del Equipo Dorado no eran perros, y no podrían olernos.

Tenían que ser ellos: los tres painballers que habían destrozado el Scales, la primera noche del Diluvio. Los que habían matado a Mordis. Me habían visto por el intercomunicador. Por eso habían venido al Scales: para abrir el Cuarto Pringoso como una ostra para llegar a mí. Habrían encontrado herramientas. Puede que hubieran tardado un rato, pero al final lo habrían logrado.

Pensarlo me dio un escalofrío, pero no se lo conté a los demás. Ya tenían bastantes preocupaciones.


Había mucha basura acumulada en las calles: cosas quemadas, cosas rotas. No sólo coches y camiones. Cristal, mucho cristal. Shackie decía que había que tener cuidado con los edificios en los que entrábamos: ellos habían estado al lado de uno cuando se derrumbó. Debíamos mantenernos alejados de los altos porque los incendios podían haberlos debilitado y si las ventanas de cristal te caían encima, adiós cabeza. Sería más seguro estar en un bosque que en una ciudad. Que era lo contrario de lo que la gente solía pensar.

Eran las pequeñas cosas normales lo que más me molestaba. El diario viejo de alguien, con las palabras fundiéndose en las páginas. Los sombreros. Los zapatos: eran peor que los sombreros, y era peor si había dos zapatos iguales. Los juguetes. Los cochecitos sin el bebé.

La ciudad entera era como una casa de muñecas volcada y pisoteada. De una tienda salía un rastro de camisetas brillantes, como enormes huellas de ropa que recorrían la acera. Habían entrado destrozando la ventana y habían saqueado el lugar, aunque ¿por qué pensaban que un montón de camisetas iban a servirles de algo? Una tienda de muebles vomitaba brazos de sillón, patas de silla y cojines de piel en la acera, y vi una tienda de gafas con monturas de moda, doradas y plateadas: nadie se había molestado en llevárselas. Una farmacia: la habían destrozado por completo en busca de drogas recreativas. Había un montón de contenedores de BlyssPluss vacíos. Creía que estaba en fase de pruebas, pero al parecer allí lo vendían en el mercado negro.

Había montones de ropa y huesos.

– Ex humanos -dijo Croze.

Se habían secado y los habían picoteado. No me gustaban las cuencas oculares. Ni los dientes. Las bocas tenían mucho peor aspecto sin labios. Y el pelo era muy nervudo y de quita y pon. El pelo tarda años en descomponerse; eso lo aprendimos en Compostaje con los Jardineros.

No habíamos tenido tiempo de llevarnos la comida del Scales, así que fuimos a un supermercado. Había montones de basura en el suelo, pero encontramos un par de Zizzy Froots y algunas Joltbar, y en otro sitio había un congelador solar que todavía funcionaba. Contenía semillas de soja y bayas -nos las comimos de inmediato- y hamburguesas de SecretBurger, seis en una caja.

– ¿Cómo vamos a cocinarlas? -preguntó Oates.

– Mecheros -dijo Shackie-. ¿Los ves?

En el mostrador había un expositor de mecheros en forma de rana. Shackie probó uno y la llama salió por la boca de la rana y sonó algo parecido a un croar.

– Coge unos cuantos -dijo Amanda.


En ese momento estábamos cerca del Sumidero, así que nos dirigimos a la vieja Clínica de Estética, porque era un lugar que conocíamos. Esperaba que hubiera algunos Jardineros dentro, pero estaba vacía. Hicimos un picnic en nuestra vieja aula: encendimos una hoguera de escritorios rotos, pero sin un gran fuego. No queríamos enviar señales de humo a los painballers dorados, aunque tuvimos que abrir las ventanas, porque estábamos tosiendo demasiado. Asamos los SecretBurgers y nos los comimos, y la mitad de las semillas de soja -no nos molestamos en cocinarlas- y nos bebimos el Zizzy Froots. Oates no dejaba de hacer que el mechero rana croara hasta que Amanda le dijo que parara porque estaba desperdiciando combustible.

La adrenalina de la huida ya se había vaciado. Era triste volver a estar en el mismo lugar donde habíamos sido niños: aunque no nos hubiera gustado siempre, me sentía muy nostálgica por eso ahora.

Supongo que así es como será el resto de mi vida, pensé. Huyendo, gorroneando sobras, en cuclillas en el suelo, cada día más sucia. Lamenté no tener ropa de verdad, porque todavía llevaba el vestido de pavoceta. Quería volver al sitio de las camisetas para ver si quedaba alguna dentro de la tienda que no estuviera húmeda y mohosa, pero Shackie dijo que era demasiado peligroso.

Pensé que tal vez deberíamos tener sexo: habría sido una cosa amable y generosa. Pero todos estaban muy cansados, y sentíamos timidez los unos con los otros. Era el entorno: aunque los Jardineros no estaban allí en cuerpo, estaban en espíritu, y era difícil hacer algo que ellos habrían desaprobado si nos hubieran visto haciéndolo cuando teníamos diez años.

Nos fuimos a dormir en una pila, uno encima de otro, como muñecos.


A la mañana siguiente nos levantamos y había un enorme cerdo en el umbral, mirándonos y olisqueando el aire con su hocico húmedo de boxeador. Habría entrado por la puerta y recorrido el pasillo. Se volvió y se alejó cuando nos vio mirándolo. Quizás olió las hamburguesas cocinándose, dijo Shackie. Dijo que era un recombinado mejorado -Loco Adán se había enterado del experimento- y que tenía tejido de cerebro humano.

– Sí, claro -dijo Amanda-, y está estudiando física superior. Te estás quedando con nosotras.

– Es cierto -dijo Shackie, un poco enfurruñado.

– Lástima que no tengamos un pulverizador -dijo Croze-. Hace mucho tiempo que no pruebo el beicon.

– Basta de ese lenguaje -dije con un tono de voz propio de Toby, y todos reímos.

Antes de que saliéramos de la Clínica de Estética entramos en el Salón del Vinagre para echar un último vistazo. Las grandes cubas aún estaban allí, aunque algunas tenían un hachazo. Se notaba un olor a vinagre, y también a lavabo: la gente había estado usando una esquina de la sala para eso, y no hacía mucho tiempo. La puerta del armarito donde guardaban las botellas de vinagre estaba abierta. No había botellas; pero sí algunos estantes. Estaban en un ángulo extraño, y Amanda se acercó y tiró de una esquina. Los estantes giraron.

– Mirad -dijo-. ¡Hay una habitación entera aquí dentro!

Entramos. Había una mesa que ocupaba casi toda la sala, y algunas sillas. Pero lo más interesante era un rutón, como los viejos de nuestros Jardineros, y un puñado de contenedores de comida: sojadinas, garbanzos, bayas de goji secas. En un rincón había un portátil apagado.

– Alguien más ha sobrevivido -dijo Shackie.

– No es un Jardinero si tenía portátil -dije.

– Zeb tenía un portátil -dijo Croze-, pero había dejado de ser Jardinero.


Salimos de la Clínica de Estética sin ningún plan claro. Fui yo quien propuso ir al balneario de AnooYoo: podría haber comida en el Ararat que Toby tenía en el almacén; me había dicho el código de la puerta. También podía haber algo creciendo en el huerto. Incluso me pregunté si Toby no estaría escondida allí, pero no quería alimentar esperanzas vanas y no lo dije.

Pensamos que estábamos siendo realmente cautos. No vimos a nadie en ningún sitio. Fuimos a Heritage Park y nos dirigimos hacia la puerta occidental del balneario, quedándonos en el sendero del bosque, bajo los árboles: nos sentíamos menos visibles de ese modo.

Íbamos en fila india. Shackie iba el primero, luego Croze, después Amanda, detrás yo; Oates iba el último. De repente sentí un escalofrío, y miré detrás de mí, y Oates no estaba allí.

– ¡Shackie! -dije.

Y entonces Amanda dio un bandazo hacia un lado, saliendo del camino.

Luego hubo un tramo oscuro como ir entre zarzas: todo era doloroso y embrollado. Había cuerpos en el suelo, y uno de ellos era el mío, y debió de ser entonces cuando me golpeé.

Cuando volví a levantarme, Shackie, Croze y Oates no estaban allí. Pero Amanda sí.

No quiero pensar en lo que ocurrió a continuación.

Fue peor para Amanda que para mí.

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