De la Creación y de los nombres de los animales.
Narrado por Adán Uno
Queridos amigos, queridos compañeros animales, queridos compañeros mamíferos:
Hace cinco años, en el Día de la Creación, nuestro Jardín del Edén en el Tejado era un erial, rodeado de barrios degradados y guaridas de maldad; pero ahora ha florecido como la rosa.
Al cubrir de vegetación estos tejados yermos estamos poniendo nuestro granito de arena para redimir la Divina Creación de la decadencia y la esterilidad que nos rodea por doquier, y para alimentarnos con comida sin contaminar. Algunos calificarían de fútiles nuestros esfuerzos; sin embargo, si todos siguieran nuestro ejemplo, ¡qué cambio conllevaría a nuestro querido planeta! Aún queda mucho trabajo arduo por delante, pero no temáis, amigos: porque avanzaremos pese a las dificultades.
Me alegro de que nadie haya olvidado su sombrero de jipijapa.
Ahora concentrémonos en nuestra plegaria anual del Día de la Creación.
Las Palabras Humanas de Dios hablan de la Creación de un modo que los antiguos podían entender. No se habla de galaxias ni de genes, porque esos términos los habrían confundido en gran medida. Ahora bien, ¿por ello hemos de tomar como verdad científica la historia de que el mundo se creó en seis días y considerar absurdos los datos observables? No se puede encorsetar a Dios en interpretaciones literales y materialistas ni juzgarlo según varas de medir humanas, porque Sus días son eones, y miles de edades de nuestro tiempo son como una tarde para Él. A diferencia de otras religiones, nunca hemos pensado que mentir a los niños respecto a la geología sirviera a un bien mayor.
Recordemos las primeras frases de aquellas Palabras Humanas de Dios: la tierra era caos y confusión, y entonces Dios hizo la luz. Éste es el momento que la ciencia denomina la Gran Explosión, como si de una orgía sexual se tratara. Sin embargo, ambos relatos coinciden en lo esencial: oscuridad, luego, en un instante, luz. Ahora bien, la Creación continúa, ¿o acaso no se forman nuevas estrellas a cada momento? Los días de Dios no son consecutivos, amigos; ocurren a la vez, el primero con el tercero, el cuarto con el sexto. Como nos enseñaron: «Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra.» Nos contaron que el quinto día de las actividades creadoras de Dios, las aguas se llenaron de criaturas y al sexto día la tierra seca quedó poblada de animales, y de plantas y de árboles; y a todos los bendijo Dios y les ordenó que se multiplicaran; y finalmente creó a Adán, es decir, la humanidad. Según la ciencia, es el mismo orden en el que aparecieron las especies en el planeta. El hombre fue el último de todos. O más o menos en el mismo orden. O se acerca bastante.
¿Qué ocurre después? Dios lleva a los animales ante el hombre, «para que les ponga nombre». Ahora bien, ¿por qué Dios no sabía ya los nombres que iba a elegir Adán? La única respuesta posible es que Dios concede a Adán libre albedrío, y por lo tanto Adán puede actuar de formas que el propio Dios no puede predecir. ¡Piénsalo la próxima vez que te tiente comer carne o la riqueza material! ¡Ni siquiera Dios puede saber siempre lo que vas a hacer a continuación!
Dios hizo que los animales se reunieran hablándoles directamente, pero ¿qué lengua usó? No era hebreo, amigos. No era latín, ni griego, ni inglés, ni francés, ni español, ni árabe, ni chino. No: habló a los animales en sus propias lenguas. Al reno le habló en la lengua de los renos; a la araña, en la de las arañas; al elefante, en la de los elefantes; a la pulga, en la de las pulgas; al ciempiés, en la de los ciempiés; a la hormiga, en la de las hormigas. Así tuvo que ser.
Y en el caso de Adán, los nombres de los animales fueron las primeras palabras que pronunció: el momento inaugural del lenguaje humano. En ese instante cósmico, Adán afirma su alma humana. Nombrar es -eso esperamos- saludar; atraer a otro hacia uno mismo. Imaginemos a Adán enunciando los nombres de los animales con cariño y alegría, como diciendo: «Aquí tenéis, queridísimos. ¡Bienvenidos!» El primer acto de Adán hacia los animales fue pues de amabilidad cariñosa y parentesco, porque, en su estado anterior a la Caída, el Hombre aún no era carnívoro. Los animales lo sabían y no huyeron. Así tuvo que ocurrir en ese día irrepetible: una reunión pacífica en la cual el Hombre abrazó a todos los seres vivos de la Tierra.
¡Cuánto hemos perdido, queridos compañeros mamíferos y compañeros mortales! ¡Cuánto hemos destruido a voluntad! ¡Cuánto necesitamos restaurar en nosotros mismos!
El tiempo de poner nombres no ha concluido, amigos. En Su visión, aún podríamos estar viviendo en el sexto día. Como meditación, imaginaos mecidos en ese momento de inmunidad. Estirad los brazos hacia esos ojos amables que os miran con tanta confianza, una confianza que aún no ha sido mancillada por el derramamiento de sangre, la gula, el orgullo y el desdén.
Decid sus Nombres.
Cantemos.
Cuando Adán tuvo
Cuando Adán tuvo aliento de vida
en aquel lugar dorado,
vivió en paz con pájaros
y bestias y vio el rostro del Señor.
El Espíritu del Hombre habló,
dio nombre a los animales;
Dios llamó a todos en hermandad,
acudieron sin temor.
Retozaron, cantaron, volaron…
cada gesto era alabanza
a la creatividad de Dios
que llenaba aquellos días.
Qué encogido y reducido está
de la Creación el germen;
pues el Hombre rompió la hermandad
con crimen, vicio y codicia.
Oh, criaturas, que aquí sufrís,
¿cómo al amor volveremos?
Os nombraremos de corazón
y otra vez seréis amigos.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
Rompe el alba. Se rompe el día. Toby juega con la palabra: rompo, rompes, rompe, rompemos, rompéis, rompen. ¿Qué se rompe en el día? ¿La noche? ¿Se rompe el sol, partido en dos por el horizonte como si fuera un coco, derramando luz?
Toby levanta los prismáticos. Los árboles parecen tan inocentes como siempre; pese a ello, tiene la sensación de que alguien la está vigilando: como si hasta la piedra o el tocón más inerte pudieran sentirla y no le desearan nada bueno.
El aislamiento produce esos efectos. Se había preparado para resistirlos durante las vigilias y retiros espirituales de los Jardineros de Dios. El triángulo flotante naranja, los grillos cantarines, las columnas retorcidas de vegetación, las pupilas en las hojas. Aun así, ¿cómo distinguir estas ilusiones de la realidad?
Ahora el sol está en su cénit: más pequeño, más ardiente. Toby baja del tejado, se pone el mono rosa, se rocía SuperD para repeler los insectos y se ajusta su sombrero rosa. Luego abre la puerta de la calle y sale a ocuparse del jardín. Allí era donde cultivaban las lechugas de agricultura ecológica para las damas del Spa Café; las verduras para las guarniciones, las hortalizas transgénicas de formas exóticas, las distintas variedades de té. Hay una cubierta de malla para burlar a las aves y una valla de alambre de espino para impedir que entren desde el parque conejos verdes, linces rojos y mofaches. Antes del Diluvio no abundaban, pero es asombroso lo deprisa que se están multiplicando.
Toby confía en el huerto: los víveres están disminuyendo en el almacén. A lo largo de los años ha ido acumulando lo que pensaba que bastaría para una emergencia como ésta, pero se quedó corta en sus cálculos y ahora se le están acabando los bocaditos de soja y las sojadinas. Por fortuna, todo marcha a la perfección en el huerto: ya hay vainas de garbanzos; las frijolanas están en flor; las matas de polibayas, henchidas de pimpollos marrones de distintas formas y tamaños. Toby recoge unas espinacas, aparta los escarabajos verdes iridiscentes, los pisa. Luego, sintiendo remordimientos, les cava una tumba hundiendo el pulgar en el suelo y pronuncia unas palabras para liberar el alma y pedir perdón. Aunque nadie la está observando, cuesta mucho desprenderse de esos hábitos tan arraigados.
Traslada varias babosas y caracoles y arranca unas hierbas, dejando la verdolaga: puede hervirla después. En las delicadas hojas de las zanahorias encuentra dos gusanos de kudzu azul brillante. Aunque desarrollados como forma de control biológico para el kudzu invasivo, parece que prefieren los huertos. En una de esas bromas tan comunes en los primeros años de la ingeniería genética, su diseñador les puso cara de bebé, con ojos grandes y una sonrisa alegre que los hace muy difíciles de matar. Sus mandíbulas están mascando con voracidad bajo esas máscaras de carita mona cuando Toby los saca de las zanahorias, levanta el borde de la red y los echa al otro lado de la valla. No cabe duda de que volverán.
De regreso al edificio, encuentra la cola de un perro detrás del camino, un setter irlandés, parece, con el pelaje largo enmarañado de abrojos y ramitas. Lo habrá arrojado un buitre: siempre están soltando cosas. Trata de no pensar en las otras cosas que soltaban en las primeras semanas después del Diluvio. Lo peor eran los dedos.
Toby se mira las manos. Se le están haciendo más gruesas, rígidas y marrones, como raíces. Ha estado cavando demasiado en la tierra.
Año 25
Se baña a primera hora de la mañana, antes de que el sol caliente demasiado. Tiene varios cubos y cuencos en el tejado para recoger el agua de lluvia de la tormenta vespertina: el balneario cuenta con su propio pozo, pero el módulo solar se ha roto, de manera que las bombas son inútiles. Toby también hace la colada en el tejado y cuelga la ropa en los bancos para que se seque. Usa aguas grises para el inodoro.
Se lava con jabón -aún queda un montón de jabón, todo de color rosa- y se frota con la esponja. Piensa que el cuerpo se le está encogiendo. Me estoy arrugando. Estoy menguando. Pronto pareceré un padrastro. Aunque siempre ha sido de las flacas. «Oh, Tobiatha -le decían las damas-, ojalá tuviera tu figura.»
Se seca, se pone una vestido rosa. Éste pone «Melody». No hay necesidad de identificarse ahora que ya no queda nadie para leer las etiquetas, así que está empezando a llevar vestidos de otras: Anita, Quintana, Ren, Carmel, Symphony.
Esas chicas habían sido muy joviales y optimistas. Ren, no. Ren era triste. Aunque Ren se había marchado antes. Luego se habían ido todas, cuando se desencadenó el problema. Se marcharon a sus casas para estar con sus familias, creyendo que el amor las salvaría. «Adelante, yo cerraré», les había dicho Toby. Y había cerrado, pero se había quedado dentro.
Se cepilla el cabello largo y oscuro y se lo recoge en un moño. Ha de cortárselo. Es grueso y da demasiado calor. Además huele a añojo.
Mientras se está secando el pelo oye un ruido extraño. Se acerca con cautela a la barandilla del tejado. Hay tres cerdos enormes husmeando alrededor de la piscina: dos puercas y un verraco. La luz matinal brilla en sus orondas formas rosa grisáceo; refulgen como luchadores en un cuadrilátero. Parecen demasiado grandes y protuberantes para ser normales. Toby había visto cerdos así antes, en el prado, pero nunca se habían acercado tanto. Serán fugados, de alguna granja experimental.
Se han agrupado en el lado menos profundo de la piscina, mirándola como si estuvieran reflexionando, retorciendo el morro. Tal vez están olisqueando el mofache sin vida que flota en la superficie del agua espumosa. ¿Tratarán de recogerlo? Se gruñen suavemente y retroceden: ha de estar demasiado podrido hasta para ellos. Hacen una pausa para olfatear por última vez, luego se alejan al trote y doblan la esquina del edificio.
Toby se mueve tras la barandilla, vigilándolos. Han encontrado la valla del jardín y están mirando hacia el interior. Entonces uno de ellos empieza a cavar. Harán un túnel.
– ¡Largo de ahí! -les grita Toby.
Los animales la miran, pero no le hacen caso.
Toby baja la escalera lo más deprisa que puede sin resbalar. ¡Idiota! Debería llevar siempre el rifle. Lo coge de al lado de la cama, se apresura a volver a subir al tejado. Apunta a uno de los cerdos -el macho, un tiro fácil, de costado-, pero de repente duda. Son criaturas de Dios. Nunca mates sin causa justa, decía Adán Uno.
– ¡Os lo advierto! -grita.
Aunque parezca mentira, da la impresión de que la entienden. Deben de haber visto un arma antes: un pulverizador o una pistola aturdidora. Chillan alarmados, dan media vuelta y corren.
Han recorrido un cuarto del camino del prado cuando a Toby se le ocurre que volverán. Cavarán de noche y entrarán en su huerto en un santiamén, y supondrá el final de su fuente nutritiva. Tendrá que dispararles, será en defensa propia. Dispara, falla, vuelve a intentarlo. El verraco cae. Las dos puercas siguen corriendo. Hasta que no llegan al linde del bosque no miran atrás. Entonces se funden en el follaje y desaparecen.
A Toby le tiemblan las manos. Has segado una vida, se dice a sí misma. Has actuado en un arrebato de rabia. Deberías sentirte culpable. Aun así, piensa en salir con uno de los cuchillos de cocina y cortar una pata. Había tomado los vegevotos al unirse a los Jardineros, pero la idea de un bocadillo de beicon es una gran tentación ahora mismo. Sin embargo, se resiste: la proteína animal ha de ser el último recurso.
Murmura el patrón de disculpa de los Jardineros, aunque no se arrepiente. O no se arrepiente lo suficiente.
Necesita hacer prácticas de tiro. Al fallar el primer disparo al verraco ha permitido que las puercas huyeran: una torpeza.
En semanas recientes ha sido cada vez más descuidada con el rifle. Ahora se promete llevarlo siempre consigo cuando salga, aunque sea a darse un baño al tejado o incluso al lavabo. Incluso al huerto; sobre todo al huerto. Los cerdos son listos, no se olvidarán de ella ni la perdonarán. ¿Debería cerrar la puerta con llave al salir? ¿Y si ha de volver corriendo, apurada, al edificio del balneario? Pero si deja la puerta sin cerrar, alguien o algún animal podría colarse cuando estuviera trabajando en el huerto y esperarla dentro.
Ha de pensar en todo. «Un Ararat sin un muro no tiene futuro», como cantaban los niños Jardineros. «Un muro no defendido es un muro caído.» A los Jardineros les gustaban las rimas instructivas.
Toby fue a buscar el rifle al cabo de unos días de los primeros casos. Fue la noche siguiente de que las chicas huyeran de AnooYoo dejándose los vestidos rosas.
No se trataba de una pandemia común: no podría contenerse después de unos pocos cientos de miles de muertes y luego eliminarse con armas biológicas y lejía. Era el Diluvio Seco del que tanto habían advertido los Jardineros. Tenía todas las señales: viajaba por el aire como si tuviera alas, arrasaba las ciudades como el fuego, las turbas extendían los gérmenes, el terror y la carnicería. Las luces iban apagándose por doquier, las noticias eran esporádicas: los sistemas fallaban a medida que morían quienes los mantenían. El caos era total, y por eso necesitaba el rifle. Los rifles eran ilegales y que la encontraran con uno habría resultado fatal una semana antes, pero ahora las leyes ya no parecían un factor a considerar.
El viaje sería peligroso. Tendría que ir caminando a su antigua plebilla -ya no funcionaba ningún transporte- y encontrar el chabacano apartamento en dos niveles que había pertenecido de manera fugaz a sus padres. Luego tendría que desenterrar el rifle del sitio donde había sido escondido, con la esperanza de que nadie la viera haciéndolo.
Caminar hasta tan lejos no supondría un problema, porque se mantenía en forma. El riesgo lo constituía otra gente. Había disturbios por doquier, según las noticias intermitentes que captaba en su teléfono.
Se marchó del balneario al alba, cerrando la puerta tras de sí. Cruzó las amplias extensiones de césped y se dirigió hacia la entrada norte por el camino boscoso donde las clientes solían dar sus paseos a la sombra: allí se camuflaría mejor. Aún quedaban algunas balizas solares que marcaban el sendero. No se encontró a nadie, aunque un conejo verde saltó a los arbustos y se le cruzó un cachorro de lince rojo que se volvió a contemplarla con un leve fulgor en la mirada.
La verja de la entrada al recinto estaba entornada. Se coló con precaución, casi esperando un desafío. Luego salió por Heritage Park. Había gente que se apresuraba, personas solas y en grupos tratando de escapar de la ciudad, con la esperanza de atravesar las plebillas aledañas y buscar refugio en el campo. Oyó toses, un gemido infantil. Casi tropezó con alguien caído en el suelo.
Cuando llegó al límite exterior del parque, era noche cerrada. Se movía de árbol en árbol, al amparo de las sombras. El bulevar estaba repleto de coches, camiones, motos solares y autobuses, y los conductores hacían sonar las bocinas y gritaban. Algunos de los vehículos estaban volcados y quemados. En las tiendas, el saqueo se hallaba en pleno apogeo. No había hombres de Corpsegur a la vista. Debieron de ser los primeros en desertar, dirigiéndose hacia sus fortalezas de la corporación para salvar el pellejo, y llevando consigo -eso sin duda esperaba Toby- el virus letal.
Sonaron disparos de algún lado. Así que ya estaban excavando en los patios traseros, pensó Toby: el suyo no era el único rifle.
Calle arriba habían levantado una barricada con varios coches. ¿Con qué iban armados los defensores? Por lo que Toby alcanzó a ver usaban trozos de cañería metálica. La gente les gritaba furiosa y les lanzaba ladrillos y piedras: querían pasar, querían huir de la ciudad. ¿Cuál era el objetivo de los que mantenían las barricadas? El saqueo, sin duda. Violación y dinero, y otras cosas inútiles.
Cuando se alcen las aguas secas, decía Adán Uno, la gente tratará de salvarse de morir ahogada. Se agarrarán a un clavo ardiendo. Aseguraos de no ser ese clavo ardiendo, amigos, porque si se os agarran, o sólo con que os toquen, también os ahogaréis.
Toby se alejó de la barricada, tendría que rodearla. Se mantuvo en la oscuridad, agachada detrás del follaje y bordeando el parque. Ya había llegado al espacio abierto donde los Jardineros instalaban sus mercados, y la cabaña donde jugaron los niños. Se escondió detrás de ella, esperando una distracción. Enseguida se produjo un choque y una explosión, y Toby aprovechó que todas las cabezas se volvían para cruzar. Es mejor no correr, le había enseñado Zeb: huir te convierte en una presa.
Las calles laterales estaban atestadas de personas; Toby las esquivó. Llevaba guantes quirúrgicos, chaleco antibalas hecho de seda de un híbrido de araña y cabra que había birlado un año antes de un almacén de AnooYoo, y una mascarilla negra con filtro de aire. Se había llevado una pala y una palanca del cobertizo, y ambas herramientas podían resultar letales si se usaban con decisión. En el bolsillo llevaba una botella de Laca Brillo Total AnooYoo, un arma eficaz si apuntabas a los ojos. Había aprendido muchas cosas de Zeb en las clases de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana: según la opinión de Zeb, el primer derramamiento de sangre que tenías que limitar era el de la tuya.
Se dirigió al noreste, por el elegante Fernside, luego atravesó las extensiones de casas diminutas y mal construidas de Big Box, escabullándose por las calles más estrechas, tenuemente iluminadas y poco pobladas. Varias personas pasaron a su lado abstraídas en sus propias historias. Dos adolescentes hicieron una pausa como para intentar un atraco, pero Toby empezó a toser y dijo con voz ronca: «¡Ayudadme!», y los muchachos se escabulleron.
Alrededor de medianoche, y después de unos pocos giros equivocados -todas las calles de Big Box se parecían mucho-, Toby llegó a la antigua casa de sus padres. No había luces encendidas, la puerta del garaje se encontraba abierta y la ventana de cristal cilindrado de delante estaba aplastada, así que pensó que no habría nadie allí. Los actuales ocupantes habrían muerto o estarían en algún otro sitio. Lo mismo ocurría en la casa de al lado, donde estaba enterrado el rifle.
Se quedó un momento quieta, calmándose, escuchando la sangre que se le agolpaba en la cabeza: katush, katush, katush. O el rifle estaba allí o había desaparecido. Si estaba allí, tendría rifle. Si había desaparecido, no tendría. No había motivo para sentir pánico.
Abrió la puerta del jardín de los vecinos, con el sigilo de un ladrón. Oscuridad, ningún movimiento. El aroma de las flores nocturnas: lirios, petén. Y, mezclado con éste, un olorcillo de humo de algo que se quemaba a varias manzanas: atisbaba las llamas. Una polilla de kudzu le dio en la cara.
Metió la palanca bajo una piedra del patio, hizo fuerza desde el borde y levantó la piedra. Lo hizo otra vez, y otra. Tres piedras de patio. Después cavó con la pala.
Un latido, luego otro.
Allí estaba.
No grites, se dijo a sí misma. Limítate a cortar el plástico, agarrar el rifle y la munición y salir de aquí.
Tardó tres días en volver a AnooYoo, esquivando los peores disturbios. Había huellas de barro en los escalones exteriores, pero no había entrado nadie.
El rifle es un arma primitiva: un Ruger 44/99 Deerfield que había pertenecido a su padre. Fue éste quien enseñó a Toby a disparar cuando ella tenía doce años, en esos días del pasado que ahora se le antojaban un paréntesis cerebral en tecnicolor efecto del consumo de hongos. Apunta al centro del cuerpo, le explicaba su padre. No pierdas el tiempo con las cabezas. Decía que sólo se refería a animales.
Habían estado viviendo en una zona semirrural, antes de que la ciudad se extendiera por esa franja de paisaje. Su casa de madera blanca contaba con cuatro hectáreas de árboles alrededor, y había ardillas y los primeros conejos verdes. No había mofaches, aún no los habían creado, pero sí muchos ciervos que se metían en el huerto de su madre. Toby había disparado a un par y había ayudado a destriparlos; aún se acordaba del olor y de cortar las vísceras brillantes. Habían comido estofado de ciervo, y su madre había preparado sopa con los huesos. Pero más que nada, Toby y su padre disparaban a latas y a ratas en el vertedero; todavía había un vertedero. Ella había practicado mucho y eso había complacido a su padre. «Buen tiro, colega», le decía.
¿Había deseado tener un hijo? Quizá. Lo que él decía era que todo el mundo necesitaba aprender a disparar. Su generación creía que si había un problema lo único que tenías que hacer para solucionarlo era pegarle un tiro a alguien.
Después, Corpsegur había prohibido las armas de fuego en aras de la seguridad pública, reservando para sus agentes los recién inventados pulverizadores, y de repente la población quedó oficialmente desarmada. El padre de Toby había enterrado su rifle y municiones bajo una pila de trozos de valla y le había enseñado a ella dónde estaba por si acaso lo necesitaba. Corpsegur podría haberlo encontrado con sus detectores de metales -se rumoreaba que hacían batidas-, pero no iban a mirar en todas partes y el padre de Toby era inocuo desde su punto de vista. Vendía aparatos de aire acondicionado. Era un don nadie.
Más adelante, un promotor inmobiliario quiso comprarle el terreno. Aunque la oferta era buena, el padre de Toby se negó a vender. Decía que le gustaba el lugar donde vivía. Lo mismo opinaba su madre, que dirigía la franquicia de complementos de HelthWyzer en la zona comercial más próxima. El padre de Toby decía que a él le parecía bien: en ese momento se había convertido en una cuestión de principios.
Pensaba que el mundo continuaba igual que cincuenta años antes, reflexiona ahora Toby. No debería haber sido tan testarudo. Ya entonces Corpsegur estaba consolidando su poder. Había empezado como una empresa de seguridad privada de las corporaciones, pero luego había asumido el poder cuando las fuerzas policiales se desarticularon por falta de fondos. Al principio a la gente le gustó, porque las corporaciones pagaban, pero Corpsegur enseguida empezó a extender sus tentáculos por doquier. Su padre debería haber cedido.
Primero había perdido su puesto en la empresa de aire acondicionado. Consiguió otro empleo, de vendedor de ventanas térmicas, pero cobraba menos. Luego la madre de Toby contrajo una extraña enfermedad. No lo entendía, porque siempre había sido muy cuidadosa con su salud: hacía ejercicio, comía mucha verdura, se tomaba una dosis diaria de complementos HiPotency VitalVite de HelthWyzer. Los operadores de franquicias como ella tenían buenas ofertas con los complementos: su propio paquete personalizado, igual que los capitostes de HelthWyzer.
Se tomó más complementos, pero a pesar de ello se debilitó, se desorientó y perdió peso rápidamente; era como si el cuerpo se le hubiera vuelto en contra. Ningún médico logró acertar con el diagnóstico, aunque le hicieron numerosas pruebas en las clínicas de HelthWyzer; se interesaron en ella, porque había sido una usuaria fiel de sus productos. Dispusieron una atención especial con sus propios médicos. Sin embargo, se lo cobraron y, aun con el descuento que obtenían los miembros de la familia de franquicias HelthWyzer, sumaba mucho dinero; y como la enfermedad no tenía nombre, el modesto seguro médico de sus padres se negó a asumir los costes. Nadie tenía derecho a cobertura sanitaria pública a no ser que fuera pobre de solemnidad.
Tampoco es que uno quisiera ir a uno de esos vertederos públicos, pensó Toby. Lo único que hacían era hacerte sacar la lengua, contagiarte unos pocos gérmenes y virus que todavía no tuvieras y mandarte a casa.
El padre de Toby solicitó una segunda hipoteca e invirtió el dinero en médicos, fármacos, enfermeras particulares y hospitales. Sin embargo, la madre de Toby continuó debilitándose.
Su padre se vio obligado a vender la casa de madera blanca por un precio muy inferior al que le habían ofrecido al principio.
Al día siguiente de la venta, las excavadoras aplanaron el solar. Su padre compró otra casa, una pequeña en dos niveles, en una nueva parcelación a la que llamaban Big Box, porque estaba rodeada por toda una flotilla de megastores. Desenterró el rifle de debajo de la valla, lo llevó a escondidas a la nueva casa y volvió a enterrarlo, en esta ocasión bajo las piedras del yermo patiecito trasero.
Luego perdió su trabajo de las ventanas térmicas, porque se había tomado demasiado tiempo libre debido a la enfermedad de su mujer.
Hubo que vender el coche solar.
Después, los muebles desaparecieron, uno tras otro; y no es que el padre de Toby sacara mucho por ellos. La gente es capaz de olerte la desesperación, le dijo a Toby. Se aprovechan.
Esta conversación se desarrolló por teléfono, porque Toby había logrado entrar en la universidad a pesar de la falta de efectivo de su familia. Había obtenido una magra beca de la Martha Graham, que complementaba sirviendo mesas en la cafetería estudiantil. Quería ir a casa y ayudar con su madre, a la que habían dado de alta en el hospital y que dormía en el sofá de la planta baja porque no podía subir escaleras, pero su padre se negó. Toby se quedaría en la universidad, porque ella no podía hacer nada.
Finalmente, hubo que poner a la venta hasta la chabacana casa de Big Box. El letrero estaba en el jardín cuando Toby regresó a casa para el funeral de su madre. Para entonces, su padre era un despojo humano; la humillación, el dolor y el fracaso lo habían devorado hasta que no quedó casi nada de lo que había sido.
El funeral de su madre fue corto y deprimente. Más tarde, Toby se sentó con su padre en la cocina desmontada. Se bebieron un pack de seis cervezas entre ambos. Ella, dos; él, cuatro. Luego, después de que Toby se fuera a dormir, su padre entró en el garaje, se metió el Ruger en la boca y apretó el gatillo.
Toby oyó el disparo. Supo al momento lo que había ocurrido. Había visto el rifle junto a la puerta de la cocina: su padre debía de haberlo desenterrado por alguna razón, pero ella no se había permitido imaginar qué razón podía ser.
No podía enfrentarse a lo que le aguardaba en el garaje. Se quedó tumbada en la cama, saltando hacia delante en el tiempo. ¿Qué hacer? Si llamaba a las autoridades -incluso a un médico o a una ambulancia-, encontrarían la herida de bala y exigirían el rifle, y Toby se metería en problemas por ser la hija de un delincuente reconocido, alguien que poseía un arma ilegal. Eso sería lo de menos. Podrían acusarla de homicidio.
Después de lo que se le antojaron horas, se obligó a moverse. En el garaje, trató de no mirar de cerca. Envolvió los restos de su padre en una manta y luego en bolsas de basura industriales, cerró el bulto con cinta aislante y lo enterró bajo las piedras del patio. Se sintió fatal, pero era algo que su padre habría entendido. Había sido un hombre pragmático, aunque con un fondo sentimental: herramientas eléctricas en el cobertizo y rosas en los cumpleaños. Si sólo hubiera sido pragmático se habría presentado en el hospital con los papeles del divorcio, como hacían muchos hombres cuando sus esposas padecían una enfermedad demasiado debilitante y cara. Habría dejado que arrojaran a la calle a su madre. No habría perdido la solvencia. En cambio, él se había gastado todo el dinero.
Toby no sentía apego por la religión estándar: nadie de la familia lo había sentido. Iban a la iglesia local, porque así lo hacían los vecinos, y porque no hacerlo habría sido malo para el negocio, pero ella había oído a su padre decir -en privado y después de un par de copas- que había demasiados sinvergüenzas en el púlpito y demasiados inocentones en los bancos de la parroquia. No obstante, Toby había susurrado una plegaria sobre las piedras del patio: polvo eres y al polvo vuelves. Luego echó un poco de tierra en las grietas.
Envolvió el rifle otra vez en su plástico y lo enterró bajo las piedras del patio de la casa de al lado, que parecía vacía: ventanas oscuras y sin rastro de coches. Tal vez habían ejecutado la hipoteca. Corrió el riesgo de entrar en la propiedad de los vecinos, porque si excavaban el patio y descubrían el cadáver de su padre, descubrirían también el rifle enterrado a su lado, y ella quería que se quedara donde estaba. «Nunca se sabe -decía su padre- cuándo puedes necesitarlo», y tenía razón: nunca lo sabías.
Es posible que uno o dos vecinos la vieran cavando en la oscuridad, pero no creía que fueran a contarlo. No querrían atraer focos cerca de sus patios que posiblemente escondían más armas.
Toby lavó con la manguera la sangre del suelo del garaje y se duchó. Luego se fue a acostar. Se quedó tumbada en la oscuridad, con ganas de gritar, pero lo único que sentía era frío. Aunque no hacía frío en absoluto.
No podía vender la casa sin revelar que era la propietaria porque su padre había muerto. Habría sido como vaciarse un contenedor de basura sobre la cabeza. Por ejemplo, ¿dónde estaba el cadáver y cuáles eran las causas de la muerte? Así pues, por la mañana, después de un desayuno frugal, metió los platos en el fregadero y se marchó. Ni siquiera se llevó una maleta. ¿Qué iba a meter dentro?
Desde luego, Corpsegur no iba a molestarse en seguirla. No iban a sacar ningún provecho: de todos modos la casa se la quedaría uno de los bancos de la corporación. Si su desaparición era de interés para alguien, como podía ser el caso de su facultad -¿dónde estaba?; ¿estaba enferma?; ¿había sufrido un accidente?-, Corpsegur haría correr la voz de que la última vez que se la vio fue con un macarra que buscaba nuevas reclutas. Eso era lo que cabía esperar en el caso de una mujer joven como ella, una mujer joven en grandes apuros económicos, sin parientes conocidos y sin ahorros ni fondo fiduciario ni recursos. La gente negaría con la cabeza: es una pena, pero qué le vamos a hacer, y al menos tenía algo de valor económico, o sea su trasero joven, y por lo tanto no iba a morirse de hambre. Nadie tenía que sentirse culpable. Corpsegur siempre sustituía acción por rumor cuando la acción iba a costarles algo. Lo que contaba eran los resultados.
En cuanto a su padre, todo el mundo supondría que habría cambiado de nombre y se habría desvanecido en una de las plebillas más sórdidas para librarse de pagar el funeral de su mujer con un dinero que no poseía. Esa clase de cosas ocurrían a diario.
El periodo que siguió fue aciago para Toby. Aunque había escondido las pruebas y se las había ingeniado para desaparecer, aún cabía la posibilidad de que Corpsegur la buscara por las deudas de su padre. No tenía dinero que ellos pudieran confiscarle, pero circulaban historias de mujeres que saldaban sus deudas a cambio de sexo. Si tenía que ganarse la vida con su retaguardia, al menos quería quedarse con la recaudación.
Había quemado su identidad y no tenía dinero para comprarse una nueva -ni siquiera una barata sin la inyección de ADN ni el cambio de color de piel-, de modo que no podía conseguir un trabajo legal: ésos los controlaban las corporaciones. Sin embargo, si te hundías más -donde los nombres desaparecían y no existían historias ciertas-, Corpsegur no se molestaba contigo- Alquiló una habitacioncita: tenía suficiente dinero para eso con los ahorros de la cafetería. Un cuarto para ella sola, lo cual le permitiría salvar sus escasas pertenencias del robo de una compañera de habitación poco de fiar. Se hallaba en el piso superior de un edificio comercial peligroso en caso de incendio, en una de las peores plebillas; se llamaba Willow Acres, pero los lugareños la conocían como la Alcantarilla, porque allí terminaba juntándose un montón de mierda. Compartía cuarto de baño con seis inmigrantes tailandeses ilegales, que hacían poco ruido. Según se rumoreaba, Corpsegur había llegado a la conclusión de que expulsar ilegales resultaba demasiado caro, de manera que recurrían al método que usaban los granjeros que encontraban una vaca enferma en la manada: un tiro, pala y silencio.
En el piso de abajo había una lujosa peletería, Slink, que trabajaba con animales en peligro de extinción. Vendían disfraces de Halloween para engañar a los defensores de los derechos de los animales extremistas y curtían pieles en la parte de atrás. El olor subía por los conductos de ventilación y, por más que Toby trataba de tapar los respiraderos con almohadas, su cuchitril apestaba a productos químicos y grasa rancia. En ocasiones también se oían rugidos y balidos: mataban a los animales en el mismo local, porque los clientes no querían que les dieran cabra por oryx ni lobo teñido en lugar de glotón. Exigían que su derecho a alardear fuera genuino.
Los cuerpos desollados se vendían a una cadena de restaurantes gourmet llamada Rarity. Los comedores públicos servían buey, cordero, venado y búfalo, con certificación sanitaria. Sin embargo, en los salones de banquetes privados -entrada con llave y gorilas en la puerta- servían especies en peligro de extinción. Los beneficios eran inmensos: una sola botella de vino de hueso de tigre valía como un collar de diamantes.
Técnicamente, el comercio con especies amenazadas era ilegal -las multas eran muy elevadas-, pero resultaba muy lucrativo. Aunque la gente del barrio lo sabía, cada uno tenía sus propias preocupaciones, y además ¿a quién podías contárselo sin correr riesgo? Había bolsillos dentro de cada bolsillo, y una mano de Corpsegur en cada uno de ellos.
Toby consiguió trabajo de peluche anuncio: trabajo de día mal pagado en el que no se exigía identidad. Los peluches anuncio se ponían disfraces de falsa piel de animal con cabezas de cartón, se colgaban anuncios del cuello y se apostaban en los centros comerciales de lujo y en las calles de boutiques al por menor. Dentro de la piel notabas un calor húmedo, y el campo de visión era limitado. En la primera semana sufrió tres ataques de fetichistas que la tiraron al suelo, le torcieron la enorme cabeza del disfraz para cegarla y frotaron sus pelvis contra la piel, emitiendo extraños sonidos, de los cuales los maullidos eran los más reconocibles. No se consideraba violación, porque no había contacto con su cuerpo real, pero era siniestro. Además, le resultaba desagradable vestirse de oso, tigre, león y de las otras especies en peligro de extinción a las que oía cuando las sacrificaban en el piso de abajo del suyo. Así que dejó de hacerlo.
Luego ganó un buen montón de dinero rápido vendiendo su cabello. El mercado del cabello todavía no se había visto diezmado por los criadores de mohair -eso ocurrió años después-, y aún había revendedores que compraban a cualquiera sin hacer preguntas. Entonces tenía el pelo largo y, aunque era castaño claro -no era el mejor color, preferían rubio-, le había reportado una suma decente.
Después de gastar el dinero del pelo, vendió sus óvulos en el mercado negro. Las mujeres jóvenes podían sacarse un buen dinero donando óvulos a parejas que no podían pagar el soborno exigido o eran tan claramente inadecuados que ningún agente les vendería una licencia de paternidad. Sin embargo, sólo consiguió hacer el negocio del óvulo en un par de ocasiones, porque la segunda vez la aguja de extracción estaba infectada. Por aquel entonces, los comerciantes de óvulos aún pagaban el tratamiento si algo iba mal; aun así, tardó un mes en recuperarse. Cuando lo intentó una tercera vez le dijeron que había complicaciones, de modo que ya no podría donar más óvulos ni, claro, tener hijos ella misma.
Hasta entonces, Toby no se había planteado la maternidad. Tenía un novio en la Martha Graham que le hablaba de matrimonio y familia -Stan se llamaba-, pero Toby le había dicho que eran demasiado jóvenes y pobres para pensar en eso. Ella estaba estudiando Sanación Holística -los estudiantes lo llamaban Lociones y Pociones- y Stan estaba en Planificación Creativa de Activos Problemáticos de Cuádruple Entrada, y le iba bien. Su familia no era rica, de lo contrario no habría estado en una institución de tercera fila como la Martha Graham, pero al joven no le faltaba ambición y estaba decidido a prosperar. En sus noches más tranquilas, Toby le frotaba con sus proyectos de preparaciones florales y extractos de hierbas, y después disfrutaban de una sesión de sexo escueto con aroma de remedio botánico seguido de una ducha y unas palomitas sin sal ni grasa.
En cuanto su familia empezó con la cuesta abajo, Toby comprendió que no podría permitirse a Stan. También comprendió que sus días en la universidad estaban contados. Por eso cortó la relación. Ni siquiera le respondió los mensajes de texto de reproche, porque no había futuro en la pareja: él quería un matrimonio de dos profesionales y ella ya no estaba en liza. Mejor que llorara antes que después, se dijo a sí misma.
Sin embargo, al parecer, Toby había deseado tener hijos a pesar de todo, porque cuando le dijeron que la habían esterilizado accidentalmente, sintió que perdía toda su luz.
Después de recibir la noticia, dilapidó el dinero ahorrado con las donaciones de óvulos en unas vacaciones de la realidad alimentadas por las drogas. Sin embargo, despertarse con diferentes hombres a los que no había visto antes enseguida perdió la emoción, sobre todo cuando descubrió que ellos tenían la costumbre de quedarse con su dinero. Después de la cuarta o quinta vez comprendió que tenía que tomar una decisión: ¿quería vivir o quería morir? Si se trataba de morir, había formas más rápidas de lograrlo. Si quería vivir, tenía que hacerlo de un modo distinto.
A través de uno de sus compañeros de una sola noche -un hombre que era el equivalente de la Alcantarilla de una buena persona-, encontró trabajo en el negocio de la mafia de las plebillas. En los negocios mafiosos no te preguntaban la identidad y no necesitaban referencias: si metías la mano en la caja simplemente te cortaban los dedos.
El nuevo trabajo de Toby era en una cadena llamada SecretBurgers. El secreto de SecretBurgers consistía en que nadie sabía qué clase de proteína animal llevaban aquellas hamburguesas: las chicas de la caja lucían camisetas y gorras de béisbol con el lema: «¡SecretBurgers! ¿A quién no le gustan los secretos?» Los salarios eran ínfimos, pero te daban dos SecretBurgers gratis cada día.
Una vez que se unió a los Jardineros y tomó los vegevotos, Toby suprimió el recuerdo de haberse comido esas hamburguesas; sin embargo, como decía Adán Uno, el hambre es un poderoso reorganizador de la conciencia. Las picadoras de carne no eran eficaces al ciento por ciento; podías encontrarte algún pelo de gato o un trozo de cola de ratón en tu hamburguesa. ¿No hubo una vez una uña humana?
Era posible. Los mafiosos locales pagaban a los hombres de Corpsegur para que hicieran la vista gorda. A cambio, Corpsegur dejaba que los mafiosos de las plebillas se ocuparan de los secuestros y asesinatos de bajo nivel, el cultivo de marihuana, los laboratorios de crack y las ventas de droga en la calle, y los prostíbulos que eran su especialidad. También se ocupaban de deshacerse de cadáveres, extrayendo órganos para trasplantes y metiendo luego los cuerpos eviscerados en las picadoras de carne de SecretBurgers. Eso decían los peores rumores. En los días gloriosos de SecretBurgers, se encontraban muy pocos cadáveres en los solares.
Si se producía lo que llamaban «revelación televisiva», Corpsegur llevaba a cabo un simulacro de investigación. Luego calificaba el caso de no resuelto y santas pascuas. Tenían una imagen que mantener entre los ciudadanos que aún honraban de boquilla los viejos ideales: defensores de la paz, garantes de la seguridad pública y de eliminar el peligro en las calles. Ya entonces sonaba a chiste, pero la mayoría de la gente sentía que era mejor Corpsegur que la anarquía total. Incluso Toby lo pensaba.
El año anterior, SecretBurgers había ido demasiado lejos. Corpsegur lo había cerrado después de que una de sus autoridades de alto rango visitara los barrios bajos de la Alcantarilla y sus zapatos aparecieran en los pies de un operario de la picadora de carne de SecretBurgers. Así que durante un tiempo los gatos callejeros respiraron tranquilos por la noche. Claro que, al cabo de unos pocos meses, las familiares cabinas de picado estaban zumbando de nuevo, porque ¿quién podía oponerse a un negocio con tan pocos costes de materia prima?
Toby se alegró al enterarse de que le habían dado el empleo en SecretBurgers: podría pagar el alquiler, no se moriría de hambre. Sin embargo, enseguida descubrió la pega.
La pega era el encargado. Se llamaba Blanco, pero a sus espaldas las chicas de SecretBurgers lo llamaban el Cogorza. Rebecca Eckler, que trabajaba en el turno de Toby, enseguida le habló de Blanco.
– Apártate de él -le dijo-. Quizá no te pase nada, porque se está tirando a esa Dora, y no suele estar con más de una chica a la vez, además tú eres bastante esquelética y a él le gustan los culos con curvas. Pero si te llama al despacho, ten cuidado. Es muy celoso. Haría pedazos a una chica.
– ¿Te ha llamado a ti? -dijo Toby-. ¿Al despacho?
– Alabo al Señor, y escupo -dijo Rebecca-. Soy demasiado negra y horrible para él; además, a él le gustan los cachorros, no los gatos viejos. Tal vez deberías estropearte un poco, cielo. Pártete un par de dientes.
– Tú no eres horrible -dijo Toby.
Rebecca en realidad era hermosa de un modo sustancial, con la piel chocolate, el cabello rojo y una nariz egipcia.
– No me refería a horrible en ese sentido -dijo Rebecca-. Chunga de tratar. Nosotros los Jelacks pertenecemos a dos clases de personas con las que no quieres meterte. Sabe que le echaría encima a los Blackened Redfish, y son una banda peligrosa. O a los Lobos de Isaías. ¡Santo Dios!
Toby no contaba con esos respaldos. Mantenía la cabeza baja cuando Blanco andaba cerca. Había oído su historia. Según Rebecca, había sido gorila en el Scales, el club con más clase de la Alcantarilla. Los gorilas tenían estatus; se paseaban vestidos de negro y con gafas oscuras, con aspecto cool pero duro, y nunca faltaban mujeres revoloteando a su alrededor. Pero Blanco la había cagado bien, le contó Rebecca. Se había cargado a una chica del Scales; no a una extranjera ilegal, a ésas las jodían todo el tiempo, sino a uno de los mejores talentos, a una bailarina de barra. No puedes tener a un tipo así cerca -alguien que estropea el trabajo porque no se sabe controlar-, de modo que lo echaron. Por suerte para él tenía amigos en Corpsegur o habría terminado en un contenedor de basuróleo de carbón sin algunas de sus partes. El caso era que lo habían metido a dirigir el local de SecretBurgers en la Alcantarilla. Era una gran degradación y estaba resentido por eso -¿por qué tenía que sufrir por culpa de una zorra?-, así que odiaba el trabajo. No obstante, consideraba que las chicas eran sus extras. Tenía dos colegas, ex gorilas como él, que le hacían de guardaespaldas, y se quedaban con las migajas. Suponiendo que quedara algo.
Blanco aún tenía forma de matón -alto y robusto-, aunque el músculo iba convirtiéndose en grasa: demasiada cerveza, decía Rebecca. Había conservado la coleta marca de la casa de los gorilas en la parte de atrás de cráneo afeitado, y exhibía un montón de tatuajes en los brazos: serpientes que se le enroscaban; ajorcas de calaveras en las muñecas; venas y arterias en el dorso de las manos para que éstas parecieran despellejadas. En el cuello lucía una cadena tatuada, con un candado en forma de corazón rojo que exhibía en la V de la camisa abierta, sobre el vello del pecho. Según el rumor, esa cadena le bajaba por la espalda, donde aprisionaba a una mujer desnuda colocada cabeza abajo y cuya boca se hallaba en el culo de Blanco.
Toby no le quitaba ojo a Dora, que se encargaba de la cabina de picar carne cuando ella acababa su turno. Había empezado siendo una optimista rellenita, pero a lo largo de las semanas había ido adelgazando y encogiéndose; los moretones se acrecentaban y se ensombrecían en la piel blanca de sus brazos.
– Quiere escaparse -susurró Rebecca-, pero está asustada. Quizá deberías largarte tú también. Te ha estado mirando.
– No me pasará nada -dijo Toby.
No se lo creía, estaba asustada. Pero ¿adónde podía ir? Vivía al día. No tenía dinero.
A la mañana siguiente, Rebecca llamó a Toby.
– Dora está muerta -dijo-. Trató de huir. Acabo de oírlo. La han encontrado en un solar, con el cuello roto, descuartizada. Dicen que ha sido un loco.
– ¿Ha sido él? -inquirió Toby.
– Claro que ha sido él -respondió Rebecca conteniendo el llanto-. Está alardeando.
A mediodía de esa misma jornada, Blanco llamó a Toby a su despacho. Envió a sus dos colegas con el mensaje. Ellos la escoltaron durante el camino, por si se le ocurría largarse. Mientras recorrían la calle, las cabezas se volvieron. Toby sintió que iba camino de su propia ejecución. ¿Por qué no se había ido cuando había tenido la ocasión?
El despacho se encontraba al otro lado de una puerta mugrienta, detrás de un contenedor de basuróleo. Consistía en una sala pequeña con un escritorio, un archivador y un sofá de piel destartalada. Blanco se levantó de una mecedora, sonriendo.
– Zorra flacucha, te voy a ascender -dijo-. Di gracias.
Toby sólo podía susurrar: le faltaba el aire.
– ¿Ves este corazón? -dijo Blanco. Señaló su tatuaje-. Significa que te quiero. Y ahora tú también me quieres. ¿Verdad?
Toby logró asentir.
– Chica lista -dijo Blanco-. Ven aquí. Quítame la camisa.
El tatuaje de la espalda de Blanco era justo como Rebecca lo había descrito: una mujer desnuda encadenada con la cabeza invisible. El pelo largo de la mujer se elevaba como llamas.
Blanco colocó sus manos despellejadas en torno al cuello de Toby.
– Cabréame y te partiré como si fueras una ramita -dijo.
Desde que su familia había muerto en circunstancias tan tristes, desde que ella misma había desaparecido del panorama oficial, Toby había tratado de no pensar en su vida anterior. La había cubierto de escarcha, la había congelado. Ahora deseaba con todas sus fuerzas regresar al pasado -incluso a las partes malas, incluso al desconsuelo-, porque su vida presente era una tortura. Trataba de imaginar a sus dos padres ausentes, partidos tiempo atrás, velando por ella como guardianes espirituales. Sin embargo, sólo veía neblina.
Llevaba menos de dos semanas siendo la única de Blanco, pero le habían parecido años. El punto de vista del matón era que una chica con un trasero tan plano como el de Toby tendría que sentirse afortunada si cualquier hombre quería meterle su perforadora. Tenía aún más suerte de que no la vendiera al Scales como temporal, lo cual significaba temporalmente viva. Debería dar las gracias a su buena estrella. Mejor, debería darle las gracias a él; de hecho, le pedía que le diera las gracias después de cada acto degradante. Eso sí, no quería que sintiera placer, sólo sumisión.
Tampoco le concedía tiempo libre de sus obligaciones en SecretBurgers. Exigía sus servicios en el descanso del almuerzo -la media hora completa-, lo cual significaba que Toby no comía.
Cada día que pasaba tenía más hambre y se notaba más exhausta. Ya lucía sus propios moretones, como los de la pobre Dora. La desesperación la estaba venciendo: se daba cuenta de hacia dónde se dirigía, y parecía un túnel oscuro. Pronto estaría consumida.
Peor aún, Rebecca se había ido, nadie sabía exactamente adónde. Se había marchado con algún grupo religioso, según se rumoreaba en las calles. A Blanco no le importaba, porque Rebecca no había formado parte de su harén. Llenó su puesto en SecretBurgers con suficiente rapidez.
Toby estaba trabajando en el turno de mañana cuando se acercó por la calle una extraña procesión. Por los carteles que llevaban y los cánticos que entonaban, supuso que se trataba de una cuestión religiosa, aunque no era una secta a la que hubiera visto antes.
Muchos cultos marginales trabajaban en la Alcantarilla buscando almas atormentadas. Los Frutos Conocidos y los Petrobautistas y las otras religiones de gente rica se mantenían alejadas, pero alguna vieja banda del Ejército de Salvación pasaba por allí, resoplando por el peso de sus tambores y trompas. Se acercaba algún grupo de giróvagos con turbante de la Hermandad Sufí de Corazón Puro, o los Atik Yomin vestidos de negro, o grupos de Hare Krishna con túnicas de color azafrán, tocando y cantando, atrayendo abucheos y verduras podridas de los transeúntes. Los Leones de Isaías y los Lobos de Isaías predicaban en las esquinas, peleándose cuando se encontraban: estaban enfrentados sobre la cuestión de si era el león o el lobo el que yacería con el cordero en el advenimiento del Reino Apacible. Cuando se producían refriegas, las bandas de las plebillas -los Tex-Mex de tez oscura, los Linthead blancos, los Asian Fusión, los Blackened Redfish- se arremolinaban en torno a los caídos, rebuscando entre sus ropajes algo valioso, o simplemente algo que se pudieran llevar.
Al acercarse la procesión, Toby los vio con más claridad. El líder llevaba barba y lucía un caftán que parecía cosido por elfos colocados. Detrás de él iba un surtido de niños -de diversas alturas y de todas las razas, pero vestidos de oscuro sin excepción- que sostenían pizarras con sus eslóganes: «Jardineros de Dios por el Jardín de Dios»; «No comas cadáver»; «Nosotros somos los animales». Parecían ángeles harapientos, o si no, enanos vestidos con bolsas. Eran ellos los que cantaban: «¡Carne no! ¡Carne no! ¡Carne no!», entonaban. Había oído hablar de ese culto: se decía que tenían un huerto en algún sitio, en un tejado. Una faja de barro seco, unas pocas caléndulas, una penosa hilera de judías achicharrándose bajo el inclemente sol.
La procesión se congregó delante del puesto de SecretBurgers. Se estaba reuniendo una multitud dispuesta a abuchear.
– Amigos míos -dijo el líder, a la multitud en general.
Sus prédicas no continuarían demasiado, pensó Toby, porque la gente de la Alcantarilla no lo toleraría.
– Queridos amigos. Me llamo Adán Uno. También yo fui materialista, un carnívoro ateo. Como vosotros, pensaba que el hombre era la medida de todas las cosas.
– ¡Cierra la bocaza, ecofriqui! -le gritó alguien.
Adán Uno no hizo caso.
– De hecho, queridos amigos, pensaba que medir era la medida de todas las cosas. Sí, era científico. Estudié epidemiología, contaba animales enfermos y muertos, y también gente, como quien cuenta guijarros. Creía que sólo los números podían dar una descripción verdadera de la realidad. Pero entonces…
– Lárgate, capullo.
– Pero entonces, un día, cuando estaba justo donde estáis ahora, devorando, sí, devorando un SecretBurger y deleitándome con su grasa, vi una gran luz. Oí una gran voz. Y esa voz decía…
– Decía: «Que te den por el culo.»
– Decía: «Salva a tus compañeros animales. ¡No comas nada con cara! No mates tu propia alma.» Y entonces…
Toby sentía a la multitud, la forma en que todos estaban dispuestos a saltar. Iban a tirar al suelo a ese pobre loco y a los pequeños niños Jardineros con él.
– ¡Vete! -dijo lo más alto que pudo.
Adán Uno le dedicó un saludo cortés con la cabeza, una sonrisa amable.
– Hija mía -dijo-, ¿tienes alguna idea de lo que estás vendiendo? Seguramente no te comerías a tus propios parientes.
– Lo haría -dijo Toby-, si tuviera suficiente hambre. ¡Vete, por favor!
– Veo que has pasado una mala época, hija -dijo Adán Uno-. Tienes una cáscara callosa y dura. Pero esa cáscara dura no es tu verdadero ser. Dentro de esa cáscara tienes un corazón ardiente y tierno, y un alma amable…
Tenía razón sobre la cáscara; sabía que estaba endurecida. Pero su cáscara era su armadura: sin ella, sería papilla.
– ¿Este capullo te está molestando? -intervino Blanco.
Había aparecido detrás de ella como tenía por costumbre. Le puso la mano en la cintura, y Toby la vio incluso sin mirarla: las venas, las arterias. Carne cruda.
– No pasa nada -respondió Toby-. Es inofensivo.
Adán Uno no hizo ademán de apartarse. Continuó como si nadie hubiera hablado.
– Estás deseando hacer el bien en este mundo, hija mía…
– No soy tu hija -soltó Toby. Era más que consciente de que ya no era la hija de nadie.
– Todos somos unos hijos de otros -dijo Adán Uno con expresión triste.
– Largo -ordenó Blanco-, antes de que te arree.
– Por favor, vete o te harán daño -dijo Toby, con la máxima urgencia posible. Ese hombre no tenía miedo. Ella bajó la voz y le susurró-: ¡Largo! ¡Ahora!
– Serás tú la que saldrá trasquilada -dijo Adán Uno-. Cada día que pasas aquí vendiendo la carne mutilada de las amadas criaturas de Dios, te causa más daño. Únete a nosotros, querida, somos tus amigos, tenemos un lugar para ti.
– Quita tus putas zarpas de mi empleada, pervertido de mierda -gritó Blanco.
– ¿Te estoy molestando, hija mía? -dijo Adán Uno, sin hacerle caso-. Ciertamente no he tocado…
Blanco salió de detrás del puesto y se abalanzó sobre Adán Uno, pero éste parecía acostumbrado a que lo atacaran: se echó a un lado, y Blanco se vio propulsado hacia el grupo de niños que cantaban, derribando a algunos de ellos y cayendo él mismo. Un Linthead adolescente enseguida le atizó en la cabeza con una botella vacía -Blanco no era muy querido en el barrio- y lo dejó postrado, sangrando de una herida en la cabeza.
Toby rodeó corriendo la cabina de la parrilla. Su primer impulso fue el de ayudarle, porque sabía que se metería en grandes problemas si no lo hacía. Un grupo de plebiquillos Redfish le estaban atacando, y algunos Asian Fusion trataban de quitarle los zapatos. La multitud lo rodeó, pero él ya pugnaba por ponerse en pie. ¿Dónde estaban sus dos guardaespaldas? Ni rastro.
Toby se sentía curiosamente eufórica. Asestó una patada a Blanco en la cabeza. Lo hizo sin pensarlo siquiera. Se dio cuenta de que estaba riendo como un perro, sintió que su pie conectaba con el cráneo de Blanco: era como una piedra cubierta con una toalla. En cuanto lo hizo se dio cuenta de su error. ¿Cómo había podido ser tan tonta?
– Vente, querida -dijo Adán Uno, cogiéndola del codo-. Será mejor. De todas maneras, has perdido el trabajo.
Los dos matones de Blanco ya habían aparecido y estaban echando a golpes a los mocosos. Aunque él estaba aturdido, tenía los ojos abiertos y clavados en Toby. Le había dolido esa patada; peor, había quedado humillado por ella en público. Lo había desprestigiado. En cualquier momento se levantaría y la pulverizaría.
– ¡Zorra! -dijo con voz ronca-. ¡Te cortaré las tetas!
Entonces Toby se vio rodeada por una multitud de niños. Dos de ellos la cogieron de las manos y los demás formaron en guardia de honor, por delante y por detrás.
– Deprisa, deprisa -iban diciendo mientras tiraban de ella y la empujaban por la calle.
Sonaba un rugido a sus espaldas.
– Vuelve aquí, zorra.
– Deprisa, por aquí -dijo el chico más alto.
Con Adán Uno cubriendo la retaguardia, Toby y los chiquillos trotaron por las calles de la Alcantarilla. Era como un desfile: la gente miraba. Además de su pánico, Toby se sentía irreal y un poco mareada.
Las multitudes empezaron a disolverse y los olores se tornaron menos acres; había menos tiendas cerradas con tablones.
– Más deprisa -dijo Adán Uno.
Corrieron por un callejón y doblaron varias esquinas en rápida sucesión hasta que los gritos se desvanecieron.
Llegaron a una fábrica de ladrillo rojo de la edad moderna. Delante había un cartel que rezaba: Pachinko, encima de otro más pequeño en el que se leía: «Masaje personal Stardust, segundo piso, se consienten todos los caprichos, arreglos de nariz extra.» Los niños corrieron hasta el lateral del edificio y empezaron a subir por la escalera de incendios, y Toby los siguió. Estaba sin aliento, pero ellos trepaban como monos. Cuando llegaron al tejado, cada uno de ellos le dijo «Bienvenida a nuestro jardín» y la abrazó, y Toby quedó envuelta por el olor dulce y salado de niños que no se han lavado.
Toby no recordaba que la abrazara un niño. Para los niños debía de ser una formalidad, como abrazar a una tía lejana, pero para ella fue algo que no sabía definir: desconcertante, suavemente íntimo. Como ser acariciada por el hocico de un conejo. Pero un conejo de Marte. Sin embargo, le resultaba emocionante: estaba emocionada, de una forma impersonal pero amable que no era sexual. Considerando cómo había estado viviendo últimamente, teniendo en cuenta que las manos de Blanco eran las únicas que la habían tocado, parte de la sensación de extrañeza tenía que deberse a eso.
También había adultos, extendiendo las manos a modo de saludo -las mujeres con vestidos holgados, los hombres con monos de trabajo- y allí, de repente, estaba Rebecca.
– Lo has logrado, corazón -dijo-. ¡Se lo dije! ¡Sabía que te sacarían!
El Jardín no era para nada como Toby lo había imaginado por los rumores. No se trataba de una marisma recocida llena de desechos vegetales podridos, sino más bien de todo lo contrario. Miró a su alrededor, admirada: era muy hermoso, con plantas y flores de muchos tipos que ella jamás había visto antes. Había mariposas de colores intensos; se percibía el zumbido cercano de las abejas. Cada pétalo, cada hoja rebosaban vida, brillaban como si fueran conscientes de su presencia. Incluso el aire del Jardín era diferente.
Se dio cuenta de que estaba llorando de alivio y gratitud. Era como si una mano grande, benevolente, se hubiera dignado a rescatarla y sacarla a flote. Después, oiría con frecuencia a Adán Uno hablando de «ser inundado con la luz de la Creación de Dios», y sin saberlo todavía era así como se sentía en ese momento.
– Estoy encantado de que hayas tomado esta decisión, querida -dijo Adán Uno.
Pero Toby no creía que hubiera tomado ninguna decisión en absoluto. Las circunstancias lo habían hecho por ella. A pesar de todo lo que ocurrió después, ése fue un momento que nunca olvidó.
Esa primera tarde, hubo una modesta celebración en honor de la llegada de Toby. Se formó un gran alboroto sobre la abertura de un frasco de ciertos elementos morados en conserva -fue la primera vez que probó las bayas de saúco- y sacaron un pote de miel como si del Santo Grial se tratara.
Adán Uno dio un pequeño sermón sobre los salvamentos providenciales. Se mencionó el tizón rescatado del fuego y la oveja extraviada -había oído hablar de ello antes, en la iglesia-, pero también se utilizaron otros ejemplos de rescates que no le resultaban familiares: el caracol realojado, la pera caída del árbol. Luego comieron una especie de panqueque de lentejas y un plato llamado revuelto de setas encurtidas de Pilar, seguido de rebanadas de pan de soja con las bayas moradas y la miel.
Pasada la euforia inicial, Toby estaba aturdida e inquieta. ¿Cómo había llegado ahí, a ese enclave inverosímil y en cierto modo inquietante? ¿Qué estaba haciendo entre aquella gente rara pero cordial, de religión extravagante y, en ese momento, dientes morados?
Las primeras semanas de Toby con los Jardineros no resultaron tranquilizadoras. Adán Uno no le dio ninguna instrucción: simplemente la observaba, por lo cual comprendió que se hallaba en libertad vigilada. Ella trató de integrarse, de ayudar cuando se la necesitaba, pero demostró su ineptitud en las tareas rutinarias. No sabía dar puntadas minúsculas como quería Eva Nueve (Nuala) y, después de sangrar sobre unas pocas ensaladas, Rebecca le pidió que dejara de cortar la verdura.
– Si quiero que parezca remolacha, pondré remolacha -le dijo.
Burt -Adán Trece, a cargo del huerto- la desalentó de arrancar malas hierbas después de que arrancara por error varias alcachofas. A cambio, la dejaron limpiar los biodoros violetas. Era una tarea simple que no requería ninguna preparación especial. De manera que se dedicó a eso.
Adán Uno era más que consciente de todos sus esfuerzos.
– Los biodoros no son tan malos, ¿no? -le dijo un día-. Al fin y al cabo, aquí somos vegetarianos estrictos.
Toby se preguntó qué quería decir, pero enseguida se dio cuenta: menos oloroso. Más vaca que perro.
Tardó un tiempo en formarse una idea de la jerarquía de los Jardineros. Adán Uno insistía en que todos los Jardineros eran iguales en lo espiritual; sin embargo, eso no valía en cuanto a lo material: los Adanes y las Evas ocupaban los rangos más altos, mientras que sus números indicaban áreas de experiencia y no un orden de importancia. Pensó que en muchos sentidos era como un monasterio. El capítulo interno, luego los hermanos seglares. Y las hermanas seglares, desde luego. Salvo que no se requería castidad.
Puesto que estaba aceptando la hospitalidad jardinera y fingiendo -Toby no era una auténtica conversa-, sentía que tenía que pagarlo trabajando con tesón. A la limpieza de los biodoros violeta añadió otras labores. Subía tierra fresca al tejado por la escalera de incendios -los Jardineros tenían reservas de tierra que sacaban de solares y construcciones abandonadas- para mezclarla con compost, y con subproductos de los biodoros violeta. Fundía los últimos trozos de pastillas de jabón y trasvasaba y etiquetaba vinagre. Empaquetaba gusanos del Árbol de la Vida de Intercambio de Productos Naturales, fregaba la cinta de gimnasio Corre hacia la Luz, barría los dormitorios del piso de debajo del tejado, donde los solteros del grupo pernoctaban en futones rellenos con material de plantas secas.
Al cabo de varios meses, Adán Uno le propuso que pusiera en acción sus otros talentos.
– ¿Qué otros talentos? -preguntó Toby.
– ¿No estudiaste Medicina Holística? -dijo Adán Uno-. ¿En la Martha Graham?
– Sí -respondió Toby. No tenía sentido preguntar cómo Adán Uno sabía eso de ella. Él simplemente sabía cosas.
De modo que se puso a preparar lociones y cremas de hierbas. No había que cortar mucho y tenía un brazo fuerte para el mortero y la mano del almirez. Poco después, Adán Uno le pidió que compartiera su talento con los niños, y así añadió varias clases diarias a su rutina.
Para entonces estaba acostumbrada a la vestimenta oscura, a esa especie de sacos que llevaban las mujeres.
– Déjate crecer el pelo -le dijo Nuala-. Olvídate de ese aspecto rapado. Todas las mujeres Jardineras llevamos el pelo largo.
Cuando Toby preguntó por qué, se le hizo saber que la preferencia estética correspondía a Dios. Esa clase de mojigatería de sonrisa mandona era demasiado penetrante para Toby, sobre todo en el caso de las componentes femeninas de la secta.
De vez en cuando pensaba en desertar. Para empezar, sentía poderosas aunque bochornosas ansias de proteína animal.
– ¿Alguna vez tienes ganas de comerte un SecretBurger? -le preguntó a Rebecca.
Rebecca formaba parte de su mundo anterior y Toby podía discutir esas cosas con ella.
– Debo admitirlo -dijo Rebecca-. Tengo esas ideas. Les ponían algo, ha de ser eso. Alguna sustancia adictiva.
La comida era bastante agradable -Rebecca hacía todo lo posible con los escasos ingredientes disponibles-, pero resultaba repetitiva. Además, las plegarias eran tediosas y la teología rara: ¿por qué ser tan quisquilloso con los detalles del estilo de vida si creías que pronto todo el mundo sería barrido de la faz del planeta? Los Jardineros estaban convencidos de la inminencia de un desastre, aunque Toby no veía ninguna prueba sólida. Tal vez estaban leyendo las entrañas de las aves.
Iba a producirse en cualquier momento una mortandad masiva de la raza humana, debido a la superpoblación y la maldad, pero los Jardineros se excluían: pretendían navegar en el Diluvio Seco, con la ayuda de la comida que estaban almacenando en lugares ocultos que llamaban Ararats. En cuanto a los dispositivos de flotación en los cuales huirían del Diluvio, ellos mismos serían sus propias arcas, llenas de sus propias colecciones de animales, o al menos los nombres de esos animales. Por consiguiente, sobrevivirían para repoblar la tierra. O algo por el estilo.
Toby le preguntó a Rebecca si de verdad creía en el discurso de desastre total de los Jardineros, pero Rebecca no cedía. «Son buena gente -era lo único que decía-. Lo que ha de pasar, pasará, así que calma.» Y a continuación le daba a Toby un donut de soja y miel.
Buena gente o no, Toby no se imaginaba ocultándose de la realidad entre esos fugitivos por mucho tiempo. Sin embargo, no podía marcharse abiertamente. Eso habría sido demasiado descarado e ingrato: al fin y al cabo, esas personas le habían salvado el pellejo. De modo que se imaginó que se escabullía por la escalera de incendios -pasando el piso de los dormitorios y el antro de pachinko y el salón de masaje en los pisos inferiores- y salía corriendo al abrigo de la oscuridad para hacer autostop a un coche solar que la llevara a alguna ciudad situada más al norte. Los aviones estaban descartados porque eran demasiado caros y se hallaban bajo vigilancia de Corpsegur. Y aunque hubiera tenido dinero para ello no podía tomar el tren bala: allí comprobaban la identidad y ella no tenía ninguna.
No sólo eso, sino que Blanco seguiría buscándola en las calles de la plebilla, él y sus dos matones. Alardeaba de que ninguna mujer había escapado de él. Tarde o temprano la encontraría y se lo haría pagar. Esa patada suya le costaría cara. Para hacer borrón y cuenta nueva haría falta una violación en grupo o su cabeza clavada en una pértiga.
¿Era posible que él no supiera dónde estaba? No: las bandas de las plebillas seguro que tenían alguna idea, del mismo modo que captaban cualquier rumor y se lo vendían. Toby había estado evitando las calles, pero ¿qué iba a impedir que Blanco subiera al tejado por la escalera de incendios? Al final, Toby compartió sus temores con Adán Uno. Él conocía a Blanco y lo que era capaz de hacer: lo había visto en acción.
– No quiero poner en peligro a los Jardineros -fue la forma de expresarlo de Toby.
– Querida -dijo Adán Uno-, estás a salvo con nosotros. O moderadamente a salvo.
Le explicó que Blanco pertenecía a la mafia de la Alcantarilla, y los Jardineros eran vecinos, del Sumidero.
– Diferentes plebillas, diferentes mafias -explicó Adán Uno-. No pasan los límites a no ser que haya una guerra de mafias. Además, Corpsegur controla las mafias y, según nuestra información, nos han declarado en zona vedada.
– ¿Por qué iban a molestarse en hacerlo? -preguntó Toby.
– Sería malo para su imagen extirpar algo que lleva el nombre de Dios -dijo Adán Uno-. Las corporaciones no lo aprobarían, considerando la influencia de los Petrobautistas y los Frutos Conocidos. Aseguran que respetan el Espíritu y favorecen la tolerancia religiosa, siempre que la religión no vuele nada por los aires: tienen aversión a la destrucción de la propiedad privada.
– No es posible que les gustemos -dijo Toby.
– Por supuesto que no -dijo Adán Uno-. Nos ven como fanáticos retorcidos que combinan el extremismo alimentario con un pésimo sentido de la moda y una actitud puritana frente a las compras. Pero no tenemos nada que les interese, por eso no nos califican de terroristas. Duerme tranquila, querida Toby. Los ángeles te protegen.
Curiosos ángeles, pensó Toby. No todos ellos eran ángeles de luz. Aun así, durmió más tranquila en su camastro de farfolla.