De los dos Diluvios y de las dos Alianzas.
Narrado por Adán Uno
Queridos amigos y compañeros mortales:
Hoy los niños han construido sus pequeñas arcas y las han lanzado al Arboretum Creek para llevar sus mensajes de respeto a las criaturas de Dios a otros niños que puede que las encuentren en la orilla. ¡Qué acto más generoso en un mundo que se encuentra cada vez más en peligro! Recordémoslo: es mejor tener esperanza que lamentarse.
Esta tarde compartiremos una comida festiva especial: la deliciosa sopa de lentejas de Rebecca, que representa el primer diluvio, con albóndigas de verdura del Arca de Noé con forma de animales. Una de esas albóndigas contiene un nabo Noé, y quien encuentre ese Noé tendrá un premio especial; así aprenderemos a no zamparnos la comida de un modo inconsciente.
El premio es una pintura de Nuala, nuestra talentosa Eva Nueve: San Brandán el Navegante, representado con los objetos esenciales que deben incluirse en nuestras despensas de Ararat en preparación para el Diluvio Seco. En esta obra de arte, Nuala ha dado a las sojadinas en lata y a los bocaditos de soja su justa prominencia. Pero acordémonos de renovar regularmente nuestros Ararat. No nos gustaría abrir esa lata de sojadinas el día que las necesitemos y descubrir que se han estropeado.
La virtuosa esposa de Burt, Veena, está en barbecho y no puede acompañarnos en esta festividad, pero esperamos que pueda reunirse pronto con nosotros.
Ahora centremos nuestra devoción en la Festividad de las Arcas.
En este día lloramos, pero también nos regocijamos. Lloramos las muertes de todas las criaturas de la Tierra que perecieron en el primer Diluvio de extinciones -cuando ocurriera-, pero nos regocijamos de que se salvaran los peces y las ballenas y los corales y las tortugas de mar y los delfines y los erizos de mar y, sí, también los tiburones. Nos regocijamos de que se salvaran, pese a que un cambio en la temperatura y salinidad del océano causado por un gran vertido de aguas dulces acabara con algunas de las especies que desconocemos.
Lloramos la matanza que se produjo entre los animales. Dios evidentemente estaba deseando acabar con numerosas especies, como atestiguan los registros fósiles, pero muchos se salvaron hasta nuestros días, y éstos son los que Él legó de nuevo a nuestro cuidado. Si hubieras compuesto una sinfonía excelente, ¿te gustaría que la destruyeran? La Tierra y la música de la misma, el universo y la armonía que contiene: ésas son las obras de la creatividad de Dios de la cual la creatividad del hombre no es más que una pálida sombra.
Según las Palabras Humanas de Dios, se encomendó a Noé, símbolo de los conscientes entre la humanidad, la tarea de salvar las especies elegidas. Sólo él fue advertido; él solo se ocupó de la labor original de Adán, manteniendo las especies amadas de Dios a salvo hasta que las aguas del Diluvio se retiraron y su arca encalló en el monte Ararat. Entonces las criaturas rescatadas quedaron sueltas en la Tierra, como en una segunda Creación.
En la primera Creación todo era regocijo, pero en la segunda había matices: Dios ya no estaba tan complacido. Sabía que algo había fallado en su último experimento, el hombre, pero era demasiado tarde para solucionarlo. «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez; ni volveré a herir a todo ser viviente, como lo he hecho», decían las Palabras Humanas de Dios en Génesis 8:21.
Sí, amigos míos: cualquier maldición posterior del planeta no la hizo Dios, sino el hombre mismo. Consideremos la costa meridional del Mediterráneo, antes tierra fértil y ahora un desierto. Consideremos las ruinas en la cuenca del río Amazonas; consideremos la carnicería total de los ecosistemas, cada uno de ellos reflejo viviente de la infinita atención al detalle de Dios… pero éstas son cuestiones para otro día.
Entonces Dios dice una cosa valiosa. Dice: «Infundiréis temor y miedo a todos los animales de la tierra, y a todas las aves del cielo, y a todo lo que repta por el suelo, y a todos los peces del mar; quedan a vuestra disposición» (Génesis 9:2). No es que Dios estuviera diciendo al hombre que era correcto destruir a todos los animales, como algunos sostienen, sino que se trataba de una advertencia a las criaturas amadas de Dios. Tened cuidado con el hombre y con su corazón malvado.
Por tanto, Dios establece su Alianza con Noé, y con sus hijos, y «con todo ser viviente». Muchos recuerdan la Alianza con Noé, pero olvidan la Alianza con los demás seres vivos. No obstante, Dios no la olvida. Recalca que establece su Alianza «con todo ser viviente de toda especie» para asegurarse de que nos queda claro.
Nadie puede hacer una Alianza con una piedra: para que una Alianza exista, ha de haber un mínimo de dos partes vivas y responsables. Por consiguiente, los animales no son materia sin sentimientos, ni meros trozos de carne. No; tienen almas vivas, o Dios no habría hecho una Alianza con ellos. Las Palabras Humanas de Dios afirman esto: «Interroga a las bestias, que te instruyan -dice Job 12-; a las aves del cielo, que te informen… y a los peces del mar.»
Recordemos hoy a Noé, el elegido para cuidar de las especies. Nosotros, los Jardineros de Dios, somos un Noé plural: a nosotros también nos han llamado, a nosotros también nos han advertido. Somos capaces de sentir los síntomas del desastre inminente como un médico percibe el pulso de un paciente enfermo. Hemos de estar preparados para el momento en que aquellos que han abusado de la confianza con los animales -sí, quienes los barrieron de la faz de la tierra donde Dios los colocó- serán arrasados por el Diluvio Seco, que traerán en sus alas los ángeles oscuros de Dios, que vuelan de noche y en aeroplanos y helicópteros y en trenes bala, y en camiones y otros medios de transporte.
Pero nosotros los Jardineros sabremos apreciar el conocimiento de las especies y lo preciosas que son para Dios. Debemos transbordar este conocimiento de incalculable valor sobre la faz de las Aguas Secas, como si estuviera en un arca.
Construyamos con esmero nuestros Ararat, amigos. Dotémoslos de visión, y de bienes enlatados y secos. Camuflémoslos bien.
Que Dios nos libre de la red del cazador, que nos cubra con sus plumas y nos proteja bajo sus alas, como dice en Salmos 91; que no temamos ni la peste que avanza en las tinieblas ni el azote que devasta a mediodía.
Os recordaré la importancia de lavarse las manos, al menos siete veces al día, y después de cada encuentro con un desconocido. Nunca es demasiado pronto para practicar esta precaución esencial.
Evitemos a cualquiera que estornude.
Cantemos.
Es mi cuerpo mi arca terrena
Es mi cuerpo mi arca terrena,
es el refugio contra el Diluvio;
contiene todas las criaturas
y bien sabe que todas son buenas.
Está hecha de genes y células,
y también de neuronas sin número;
tiene dentro millones de años,
lo que duró el sueño de Adán.
Y cuando llegue la Destrucción,
hacia el monte Ararat pondré rumbo;
mi arca alcanzará tierra firme
por medio de la luz del Espíritu.
Junto con todas las criaturas,
en placidez viviré mis días;
cada cual, con su voz asignada,
cantará alabanza al Creador.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
En el prado norte todavía yace el verraco muerto. Los buitres se han abatido sobre él, pero no han logrado alcanzar el tesoro oculto: se han limitado a ojos y lengua. Tendrán que esperar hasta que se pudra y se abra para seguir hurgando.
Toby orienta sus prismáticos al cielo, a los ruidosos buitres. Cuando mira atrás, dos leoneros están cruzando el prado. Un macho y una hembra, paseando como si estuvieran en su casa. Se detienen ante el verraco. Olisquean un momento y siguen su camino.
Toby los contempla, fascinada: nunca había visto un leonero de carne y hueso, sólo en fotos. ¿Son imaginaciones mías?, se pregunta. No, los leoneros son reales. Han de ser animales del zoo liberados por alguna de las sectas más fanáticas en aquellos últimos días de desesperación.
No parecen peligrosos, aunque lo son. El híbrido de león y cordero fue encargado por los Leones de Isaías para forzar el advenimiento del Reino Apacible. Habían razonado que la única forma de cumplir la profecía de la amistad león-cordero sin que el primero se comiera al segundo sería fundir los dos en uno. Sin embargo, el resultado no había sido un animal estrictamente vegetariano.
Aun así, los leoneros tenían un aspecto amable, con el pelo rizado y dorado y su revolear de cola. Mordisquean capullos de flores sin levantar la cabeza; sin embargo, Toby tiene la sensación de que son perfectamente conscientes de su presencia. De pronto el macho abre la boca, mostrando sus caninos largos y afilados, y llama. Es una extraña combinación de balido y rugido: un balugido, piensa Toby.
Le pica la piel. No le hace gracia la idea de que una de estas criaturas salte sobre ella desde detrás de algún arbusto. Si su destino es ser destrozada y devorada, preferiría un animal de presa más convencional. Aun así son asombrosos. Los observa retozando juntos, olisqueando el aire y alejándose con paso despreocupado hasta el linde del bosque, desvaneciéndose en una sombra moteada.
Cuánto habría disfrutado Pilar viéndolos, piensa. Pilar y Rebecca y la pequeña Ren. Y Adán Uno. Y Zeb. Ahora están todos muertos.
Basta, se dice. Para ahora mismo.
Baja la escalera con suma precaución, usando el palo de la fregona para equilibrarse. Sigue esperando, todavía, que las puertas del ascensor se abran, que las luces parpadeen, que el aire acondicionado empiece a zumbar y salga alguien. ¿Quién?
Recorre el largo pasillo, caminando sin hacer ruido sobre la mullida moqueta, más allá de la fila de espejos. No faltan espejos en el balneario: a las damas había que recordarles bajo una luz severa el mal aspecto que tenían y luego, con una iluminación suave, el buen aspecto que aún podían mantener tras una ayuda un poco cara. Sin embargo, después de las primeras semanas de soledad, Toby había cubierto los espejos con toallas rosas para evitar que le sobresaltara su propio reflejo al pasar de un espejo al otro.
– ¿Quién vive aquí? -dice en voz alta.
Yo no, piensa. Esto que estoy haciendo mal puede llamarse vivir. Más bien estoy aletargada, como una bacteria en una nevera. Pasando el tiempo. Nada más.
El resto de la mañana se queda sentada en una suerte de estupor. En tiempos habría sido meditación, pero ahora no puede llamarlo así. La rabia paralizante todavía puede vencerla, o eso parece: es imposible saber cuándo golpeará.
Empieza como incredulidad y termina en pena, pero entre estas dos fases todo su cuerpo se agita de rabia. ¿Rabia hacia quién, por qué? ¿Por qué le han salvado la vida? Entre incontables millones. ¿Por qué no alguien más joven, alguien con más optimismo y células más frescas? Debería confiar en que está aquí por una razón: para dar testimonio, para transmitir un mensaje, para salvar al menos algo del naufragio general. Debería confiar, pero no puede.
Es malo dedicar demasiado tiempo a lamentarse, se dice a sí misma. Lamentándose y dando demasiadas vueltas a las cosas no se consigue nada.
Durante el calor del día, se echa una siestecita. Tratar de permanecer despierta durante el baño de vapor de mediodía es una pérdida de tiempo.
Duerme en una mesa de masaje, en uno de los cubículos donde las clientes del balneario recibían sus tratamientos orgánico-botánicos. Hay sábanas rosas y almohadas rosas, y también mantas rosas -colores suaves de peluche, colores de niñas mimadas-, aunque no necesita las mantas con este clima.
Le está costando levantarse. Ha de combatir el letargo. El deseo imperioso de dormir. De dormir y dormir. Dormir para siempre. No puede vivir sólo en el presente, como un arbusto. Sin embargo, el pasado es una puerta cerrada, y no atisba ningún futuro. Quizá seguirá de día en día, de año en año hasta que simplemente se mustie, hasta que se doble sobre sí misma y se seque como una araña vieja.
O podría tomar un atajo. Siempre le queda la adormidera en su frasco rojo, siempre hay hongos letales, la amanita, los Ángeles de la Muerte. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los ingiera y deje que se la lleven volando en sus alas blancas, blanquísimas?
Para animarse, abre el tarro de miel. Es el último que queda de una miel que recogieron -ella y Pilar- en el Jardín del Edén del Tejado, hace mucho tiempo. La ha estado guardando todos estos años como si de un hechizo protector se tratara. La miel no se descompone, decía Pilar, siempre que la mantengas seca: por eso los antiguos la llamaban el néctar de la inmortalidad.
Se traga una cucharada fragante, luego otra. Fue muy laborioso recoger esa miel: el ahumado de las colmenas, la minuciosa retirada de los panales, la extracción. Requería delicadeza y tacto. Había que hablar a las abejas y convencerlas, por no mencionar gasearlas temporalmente, y a veces picaban, pero en su recuerdo el conjunto de la experiencia es de dicha absoluta. Sabe que se está engañando, pero prefiere engañarse. Siente la necesidad imperiosa de creer que semejante gozo puro todavía es posible.
Gradualmente, Toby dejó de pensar que debería abandonar a los Jardineros. No tenía una fe completa en su credo, pero ya no era incrédula. Una temporada se solapaba con la siguiente -lluviosa, tormentosa, caliente y seca, más fría y seca, lluviosa y cálida- y luego un año con otro. Aunque no era una auténtica Jardinera, tampoco era una habitante de plebilla. Ni una cosa ni la otra.
Ya se aventuraba a salir a la calle, aunque no se alejaba demasiado del Jardín, y se camuflaba bien y llevaba un cono nasal y un sombrero de ala ancha para el sol. Todavía tenía pesadillas con Blanco: las serpientes en los brazos, las mujeres sin cabeza encadenadas a su espalda, las manos despellejadas con las venas azules marcadas que iban a por su cuello. «Dime que me quieres. Dilo, zorra.» Durante los peores tiempos con él, durante el máximo terror, el máximo dolor, se concentraba en aquellas manos desencajándose de las muñecas. Las manos, otras partes de él. Sangre gris, brotando. Se lo había imaginado arrojado en un caldero de basuróleo, vivo. Ésos habían sido pensamientos violentos, y desde que se había unido a los Jardineros había intentado sinceramente borrarlos de su cerebro. Pero eran recurrentes. Los que dormían en cubículos cercanos le decían que en ocasiones en sueños hacía lo que ellos denominaban «señales de aflicción».
Adán Uno era consciente de estas señales. Toby había comprendido con el tiempo que sería un error subestimarlo. Aunque su barba había adquirido un color blanco inocente y sus ojos azules eran redondos y cándidos como los de un bebé, aunque parecía muy confiado y vulnerable, Toby sentía que nunca encontraría a nadie con una determinación tan fuerte. No blandía esa determinación como un arma, simplemente flotaba en ella y se dejaba llevar por ella. Sería duro de atacar: como enfrentarse a la marea.
– Ahora está en Painball, querida -le dijo un bonito Día de San Mendel-. Puede que nunca lo suelten. Quizá volverá a los elementos allí.
El corazón de Toby palpitaba con fuerza.
– ¿Qué hizo?
– Mató a una mujer -dijo Adán Uno-. De las que no puedes matar. Una mujer de una de las corporaciones que estaba buscando excitación en las plebillas. Ojalá no lo hicieran. Esta vez Corpsegur se ha visto obligado a actuar.
Toby había oído hablar de Painball. Era un centro para criminales condenados, tanto políticos como comunes: les daban a elegir entre ser ejecutados con un pulverizador o cumplir condena en el Painball Arena, que no era ningún estadio sino un bosque cerrado. Tenías comida suficiente para dos semanas más la pistola de Painball. Ésta disparaba pintura como una pistola normal de paintball, pero un impacto en los ojos te cegaría y si entraba en contacto con la piel empezabas a corroerte, y entonces serías un objetivo fácil para los cortagargantas del otro equipo. Porque cualquiera que entrara era asignado a uno de los dos equipos: el Rojo o el Dorado.
Las mujeres criminales casi nunca elegían Painball; preferían el pulverizador. Lo mismo hacían la mayoría de los políticos. Sabían que no tendrían oportunidad allí y preferían acabar de una vez. Toby podía entenderlo.
Durante mucho tiempo mantuvieron el secreto del Painball Arena, como las luchas de gallos y la Rendición Interna, pero comentaban que ya podía verse en pantalla. En el bosque de Painball había cámaras ocultas en árboles e incrustadas en rocas, aunque con frecuencia no había mucho que ver salvo una pierna, un brazo o una sombra desdibujada, porque, como es lógico, los painballers se escondían. Sin embargo, de cuando en cuando se producía un disparo justo en pantalla. El que sobrevivía un mes, era bueno; más que eso, era muy bueno. Algunos se quedaban enganchados a la adrenalina y no querían salir cuando se les acababa el tiempo. Incluso los profesionales de Corpsegur tenían miedo de los painballers de larga duración.
Algunos equipos colgaban sus presas de un árbol, otros mutilaban los cuerpos. Les cortaban la cabeza, les arrancaban el corazón y los riñones. Lo hacían para intimidar al otro equipo. Se comían una parte si se estaba agotando la comida, o sólo para mostrar lo pérfidos que eran. Al cabo de un rato, pensaba Toby, no sólo cruzarías la línea, sino que olvidarías que había líneas. Harías lo que hiciera falta.
Tuvo una visión fugaz de Blanco, decapitado, colgando cabeza abajo. ¿Qué sintió al verlo? ¿Placer? ¿Pena? No sabría decirlo.
Pidió hacer una vigilia, y la pasó de rodillas, tratando de fundirse mentalmente con una planta de guisantes. Las parras, las flores, las hojas, las vainas. ¡Tan verde y balsámico! Casi funcionó.
Un día, la vieja Pilar cara de nuez -Eva Seis- le preguntó a Toby si quería aprender a cuidar de las abejas. Abejas y hongos eran las especialidades de Pilar. A Toby le caía bien Pilar, quien parecía amable y poseía una serenidad envidiable, de manera que aceptó.
– Bien -dijo Pilar-. Siempre puedes contarles tus problemas a las abejas.
De manera que Adán Uno no era la única persona que había registrado las preocupaciones de Toby. Pilar se la llevó a visitar las colmenas y la presentó a las abejas por su nombre.
– Han de saber que eres una amiga -dijo-. Pueden olerte. Tú muévete despacio -la advirtió cuando las abejas envolvieron el brazo desnudo de Toby como una piel dorada-. Te conocerán la próxima vez. Ah, si te pican no les des un manotazo. Sólo arráncate el aguijón. Pero no te picarán si no están asustadas, porque picar las mata.
Pilar tenía todo un caudal de charla apícola. Una abeja en la casa significa la visita de un desconocido, y si matas la abeja, la visita no será buena. Si el apicultor muere, hay que decírselo a las abejas o se irán volando. La miel cura una herida abierta. Un enjambre de abejas en mayo augura un día frío. Un enjambre de abejas en junio indica luna nueva. Un enjambre de abejas en julio no vale ni una mosca aplastada. Todas las abejas de una colmena son una abeja: por eso mueren por la colmena.
– Como los Jardineros -dijo Pilar.
Toby no supo si estaba bromeando o no.
Al principio las abejas estaban agitadas por la presencia de Toby, pero al cabo de un rato la aceptaron. Le permitieron extraer la miel por sí misma y sólo la picaron dos veces.
– Las abejas se equivocaron -le dijo Pilar-. Has de pedir permiso a la reina y explicarles que no quieres hacerles daño.
Pilar decía que había que hablarles en voz alta, porque las abejas no podían leerte la mente con precisión, no más que una persona. Así que Toby habló, aunque se sentía un poco estúpida. ¿Qué pensaría alguien que pasara por la acera si la veían hablando a un enjambre de abejas?
Según Pilar, las abejas de todo el mundo llevaban décadas con problemas. Era por los pesticidas, o el clima cálido o por una enfermedad, quizá por todo ello, nadie lo sabía a ciencia cierta. No obstante, las abejas del Jardín en el Tejado estaban bien. De hecho, estaban flamantes.
– Saben que las queremos -dijo Pilar.
Toby lo ponía en entredicho. Dudaba de muchas cosas. Pero se guardaba las dudas para su coleto, porque «duda» no era una palabra que los Jardineros usaran mucho.
Al cabo de un rato, Pilar llevó a Toby a las bodegas húmedas que estaban debajo del Buenavista Condos y le mostró dónde se cultivaban las setas. Abejas y hongos iban de la mano, decía Pilar: las abejas estaban a buenas con el mundo invisible, porque eran las mensajeras de los muertos. Pilar dejó caer esa idea delirante como si se tratara de algo que todo el mundo sabía, y Toby simuló no hacer caso. Los hongos eran las rosas en el jardín de ese mundo invisible, porque la verdadera planta del hongo está bajo tierra. La parte visible, lo que la mayoría de la gente llamaba champiñón, era sólo una aparición fugaz. Una flor en forma de nube.
Había champiñones para comer, hongos para usos medicinales y hongos para tener visiones. Estos últimos sólo se usaban en los retiros y en las semanas de aislamiento, aunque a veces podían ser buenos para ciertas afecciones médicas, e incluso para aliviar a personas en estado de barbecho, cuando el alma se estaba refertilizando. Pilar explicó que todo el mundo entraba en barbecho en ocasiones. Pero era peligroso quedarse demasiado tiempo en ese estado.
– Es como bajar por la escalera -dijo- y no volver a subir nunca. Pero los hongos pueden ayudarte con eso.
Había tres clases de hongos, según Pilar: no venenosos; usar con precaución y consejo, y alerta. Había que memorizarlos todos. Pedos de lobo, cualquier especie: no venenosos. Psilocibes: emplear con precaución y consejo. Todas las amanitas y en especial la Amanita phalloides, el Ángel de la Muerte: alerta.
– ¿No son muy peligrosos? -preguntó Toby.
Pilar asintió.
– Ah, sí, muy peligrosos.
– Entonces ¿por qué los cultivas?
– Dios no habría hecho venenosos los hongos a no ser que pretendiera usarlos en ocasiones -explicó Pilar.
Pilar era tan educada y amable que Toby no podía creer lo que acababa de oír.
– ¡No envenenarías a nadie! -dijo.
Pilar la miró con seriedad.
– Nunca se sabe, querida, cuándo podrías necesitarlos.
Ahora Toby pasaba todas las horas libres con Pilar, cuidando las colmenas del Jardín del Edén en el Tejado, los cultivos de trigo sarraceno y la lavanda que se dejaba crecer para las abejas en tejados adyacentes, extrayendo la miel y conservándola en tarros. Estampaban las etiquetas con la abejita que usaba Pilar en lugar de letras, y reservaban unos tarros para añadir a la comida en conserva en el Ararat que Pilar había construido detrás de un ladrillo móvil en la bodega del Buenavista. O se ocupaban de las plantas de adormidera y recogían el jugo espeso de sus vainas de semillas o se entretenían trabajando con los lechos de hongos en la bodega del Buenavista, o cocían elixires y remedios y la emulsión cutánea líquida de miel y rosa que vendían en el Árbol de la Vida de Intercambio de Productos Naturales.
Así pasó el tiempo. Toby dejó de contarlo. En cualquier caso, el tiempo no es una cosa que pasa, explicaba Pilar, sino un mar en el que flotas.
Por la noche, Toby se respiraba a sí misma. Su nuevo yo. Su piel olía como a miel y sal. Y a tierra.
No dejaba de incorporarse gente nueva a los Jardineros. Algunos eran conversos genuinos, pero otros no se quedaban mucho. Rondaban por allí un tiempo, ataviados con ropa suelta y poco insinuante, igual que todos los demás, trabajando en las tareas más nimias y, en el caso de las mujeres, llorando de cuando en cuando. Luego desaparecían. Eran como fantasmas a los que Adán Uno movía en las sombras. Igual que había movido a Toby.
Se trataba de conjeturas: Toby no había tardado en darse cuenta de que a los Jardineros no les hacían gracia las preguntas personales. De dónde vienes, qué hacías antes: las maneras de los Jardineros implicaban que todo eso era irrelevante. Sólo contaba el ahora. Cuenta de los demás lo que te gustaría que los demás contaran de ti. En una palabra: nada.
Había muchas cosas que despertaban la curiosidad de Toby. Por ejemplo: ¿Nuala se había acostado con alguien alguna vez? Y de lo contrario, ¿era ése el motivo por el que flirteaba tanto? ¿Dónde había aprendido sus habilidades Marushka la Comadrona? ¿Qué había hecho exactamente Adán Uno antes de los Jardineros?
¿Había existido una Eva Uno, o incluso una señora de Adán Uno, o algún niño Adán Uno? Si se acercaba demasiado a este territorio, Toby se topaba con una sonrisa y un cambio de tema, y la pista de que más valía evitar el pecado original de desear demasiado conocimiento o tal vez demasiado poder. Porque ambos estaban relacionados, ¿no estaba de acuerdo la querida Toby?
Y allí estaba Zeb. Adán Siete. Toby no creía que Zeb fuera un auténtico Jardinero, al menos no más que ella. Había visto un montón de hombres con esa figura durante los días en SecretBurgers, y apostaba a que tramaba algo; tenía esa actitud alerta. Ahora bien, ¿qué estaba haciendo un hombre así en el Edén en el Tejado?
Zeb iba y venía; en ocasiones se esfumaba durante días, y cuando volvía a aparecer podía ir vestido con ropas de plebilla: atuendo de polipiel de motero solar, mono de encargado de mantenimiento, todo de negro como un matón. Al principio, Toby temía que fuera un colega de Blanco que hubiera venido a espiarla, pero no, no lo era. El Loco Adán, lo llamaban los chicos, aunque parecía más que cuerdo. Casi demasiado cuerdo para ir con semejante pandilla de excéntricos encantadores pero delirantes. ¿Y cuál era el vínculo entre él y Lucerne? Lucerne era la viva imagen de una mujer consentida de alguno de los complejos y cada vez que se rompía una uña hacía un mohín. Era una pareja inverosímil para un hombre como Zeb: un escupebalas, lo habrían llamado en la infancia de Toby, cuando las balas eran algo común.
Aunque quizá se trataba del sexo, pensó Toby. Un espejismo de la carne, una obsesión potenciada por las hormonas. Le ocurría a infinidad de personas. Recordaba un tiempo en el que ella misma podría haber participado de una historia así, dado el hombre adecuado, pero cuanto más se prolongaba su estancia con los Jardineros, más se alejaba ese tiempo.
No había tenido relaciones sexuales recientemente, ni tampoco las echaba de menos: durante su inmersión en la Alcantarilla había tenido demasiado sexo, aunque no de la clase que una desearía. Verse liberada de Blanco significaba mucho: era afortunada de no haber terminado apaleada, hecha puré y arrojada en un solar.
Se había producido un incidente relacionado con el sexo entre los Jardineros: el viejo Mugi el Músculo había saltado sobre ella cuando estaba haciendo una hora de ejercicio en la cinta Corre por tu Vida, en la antigua sala de fiestas del último piso del Boulevard Condos. Él la había tirado de la cinta y la había retenido en el suelo, luego se había dejado caer pesadamente encima de ella y había tratado de manosearla bajo la falda tejana, silbando como una bomba pinchada. Pero Toby estaba fuerte de tanto cargar tierra y subir escaleras, y Mugi no mantenía la forma que debía haber disfrutado en otros tiempos. Toby le había clavado el codo, se lo había sacado de encima haciendo palanca y lo había dejado allí cuan largo era, boqueando en el suelo.
Le había hablado de ello a Pilar, porque ya le contaba todo lo que le preocupaba.
– ¿Qué he de hacer? -preguntó.
– Nunca montamos lío por estas cosas -dijo Pilar-. En realidad Mugi no tiene peligro. Lo ha intentado con más de una, incluso conmigo hace unos años. -Hizo un chasquidito seco-. El australopiteco ancestral que llevamos dentro puede surgir en cualquiera de nosotros. Has de perdonarlo de corazón. No volverá a hacerlo, ya lo verás.
Así que eso fue todo en lo relativo al sexo. Toby pensó que tal vez era algo temporal, como cuando se te duerme un brazo. «Mis conexiones neuronales están bloqueadas para el sexo. Pero ¿por qué no me importa?»
Ocurrió en la tarde del Día de Santa Anna Maria Sibylla Merian de la Metamorfosis de los Insectos, que se consideraba jornada propicia para trabajar con abejas. Toby y Pilar estaban extrayendo miel. Llevaban puestos los sombreros con velo; para ahumar usaban un fuelle y un tizón de madera en descomposición.
– ¿Tus padres están vivos? -preguntó Pilar, desde detrás de su velo blanco.
A Toby le sorprendió semejante pregunta, tan impropia de un Jardinero. Sin embargo, Pilar no se la habría planteado sin una buena razón. Toby no estaba preparada para hablar de su padre, de modo que le habló a Pilar de la misteriosa enfermedad de su madre. Lo que era más extraño, explicó, era que su madre siempre había sido muy cuidadosa con la salud: la mitad de su peso debían ser complementos vitamínicos.
– Cuéntame -dijo Pilar-. ¿Qué complementos tomaba?
– Dirigía una franquicia de HelthWyzer, así que tomaba los de ellos.
– HelthWyzer -dijo Pilar-. Sí. Hemos oído hablar de eso antes.
– ¿Oído qué? -preguntó Toby.
– Esa clase de enfermedad relacionada con los complementos. No es de extrañar que en HelthWyzer quisieran tratar ellos mismos a tu madre.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Toby. Tenía frío, aunque el sol matinal calentaba y mucho.
– ¿No se te ha ocurrido nunca, querida -dijo Pilar-, que tal vez usaron a tu madre de conejillo de Indias?
A Toby no se le había ocurrido, pero en ese momento se le ocurrió.
– Me temía algo -dijo-. No pensaba en las pastillas, sino… Pensaba que era cosa del promotor que quería la tierra de papá. Pensaba que a lo mejor habían echado algo en el pozo.
– En ese caso habríais enfermado todos -dijo Pilar-. Ahora, prométeme que nunca te tomarás ninguna pastilla hecha por una corporación. Nunca compres una pastilla así, y nunca aceptes una pastilla de ésas si te la ofrecen, no importa lo que digan. Enseñarán datos y científicos; sacarán doctores; es inútil, estarán todos comprados.
– ¡Todos no! -dijo Toby, impactada por la vehemencia de Pilar: normalmente era muy calmada.
– No -dijo Pilar-. No todos. Pero todos los que siguen trabajando para las corporaciones. Los demás, algunos han muerto de manera inesperada. Pero los que todavía viven, aquellos a los que aún les queda una brizna de la ética médica… -Hizo una pausa-. Aún quedan médicos así. Pero no en las corporaciones.
– ¿Dónde están? -preguntó Toby.
– Algunos de ellos están aquí, con nosotros -dijo Pilar. Sonrió-. Katuro el Curvatubos era internista. Ahora se ocupa de nuestras cañerías. Surya era cirujana oftalmológica. Stuart era oncólogo. Marushka era ginecóloga.
– ¿Y los demás médicos? ¿Los que no están aquí?
– Digamos que están a salvo, en otro sitio -explicó Pilar-. Por el momento. Pero ahora has de prometerme algo: estas píldoras de la corporación son la comida de los muertos, querida. No de nuestra clase de muertos, de los malos. Los muertos que aún están vivos. Hemos de enseñar a los niños a evitar estas pastillas: son el mal. No se trata sólo de una regla de fe entre nosotros, es una cuestión de certeza.
– Pero ¿cómo puedes estar tan segura? -preguntó Toby-. Nadie sabe lo que están haciendo las corporaciones. Están encerradas en esos complejos suyos, nada sale…
– Te sorprendería -dijo Pilar-. Nunca se ha construido un bote que no tenga una filtración en alguna parte. Ahora, prométemelo.
Toby lo prometió.
– Un día -dijo Pilar-, cuando seas una Eva, lo comprenderás mejor.
– Ah, no creo que sea nunca una Eva -dijo Toby sin darle importancia.
Pilar sonrió.
Esa misma tarde, cuando Pilar y Toby habían terminado con la extracción de miel, y Pilar estaba dando las gracias a la colmena y a la abeja reina por su cooperación, Zeb subió por la escalera de la salida de incendios. Llevaba una chaqueta de polipiel negra de las que gustaban a los moteros solares. Hacían cortes a las chaquetas para que circulara el aire caliente mientras iban en moto, pero en ésa había cuchilladas extra.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Toby-. ¿Qué puedo hacer?
Zeb tenía las manazas aferradas al estómago; le brotaba sangre de entre los dedos. Toby se mareó un poco, pero al mismo tiempo sintió la urgencia de decir: «No gotees sangre a las abejas.»
– Me he caído y me he cortado -dijo Zeb-. Con cristales rotos. -Respiraba con dificultad.
– Eso no me lo creo -dijo Toby.
– No esperaba que lo hicieras -repuso Zeb, sonriéndole-. Toma -le dijo a Pilar-. Te he traído un regalo. Un especial de SecretBurgers.
Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de polipiel y sacó un puñado de carne picada. Por un momento, Toby tuvo la horrible impresión de que era carne del propio Zeb, pero Pilar sonrió.
– Gracias, querido Zeb -dijo-. ¡Siempre puedo confiar en ti! Ven conmigo, te curaremos. Toby, ¿puedes ir a buscar a Rebecca y pedirle que traiga papel de cocina limpio? Y a Katuro. Que venga también.
No parecía en absoluto nerviosa por la visión de la sangre.
¿Qué edad tendré antes de poder estar así de tranquila?, pensó Toby. Se sentía vulnerable como porcelana china.
Pilar y Toby llevaron a Zeb a la Cabaña de Recuperación de Barbecho en la esquina noroeste del Tejado. La usaban los Jardineros en sus vigilias, o quienes estaban saliendo del estado de barbecho, o los convalecientes. Cuando estaban ayudando a Zeb a acostarse, Rebecca salió del cobertizo que había en la parte de atrás del Tejado con una pila de paños de cocina en la mano.
– Bueno, ¿quién te ha hecho esto? -preguntó-. Cortes de cristal. ¿Una pelea de botellas?
Llegó Katuro, despegó la chaqueta del estómago de Zeb y echó un vistazo de profesional.
– Lo han parado las costillas -afirmó-. Corte, no puñalada. No hay heridas profundas. Has tenido suerte.
Pilar le entregó la carne picada a Toby.
– Es para los gusanos -dijo-. ¿Te encargarás tú esta vez, querida?
La carne ya se estaba pudriendo, a juzgar por el olor.
Toby la envolvió en una gasa de la Clínica de Estética como había visto hacer a Pilar, y bajó el atillo desde el borde del tejado con una cuerda. En un par de días, después de que las moscas pusieran los huevos y éstos se abrieran, lo subirían otra vez y recogerían los gusanos, porque donde había carne en putrefacción los gusanos nunca tardan en llegar. Pilar siempre tenía a mano una reserva de gusanos para usarlos con fines terapéuticos en caso de necesidad, pero Toby nunca los había visto en acción.
Según Pilar, la terapia con gusanos era muy antigua. La habían descartado por pasada de moda junto con las sanguijuelas y las sangrías, pero durante la Primera Guerra Mundial los médicos se habían fijado en que las heridas de los soldados sanaban mucho más deprisa en presencia de gusanos. Las amables criaturas no sólo se comían la carne en descomposición, sino que también mataban bacterias necróticas y por tanto eran de gran ayuda para evitar la gangrena.
Los gusanos daban una sensación placentera, contaba Pilar -un mordisqueo suave como de pececitos-, pero había que vigilarlos con atención, porque si salían de la zona de descomposición y empezaban a invadir la carne viva producían dolor y hemorragia. De lo contrario, la herida se curaba limpiamente.
Pilar y Katuro aplicaron vinagre con una esponja sobre los cortes de Zeb y luego frotaron miel. Zeb ya no estaba sangrando, aunque estaba pálido. Toby le llevó una bebida de zumaque.
Katuro explicó que el cristal que se usaba en las reyertas callejeras de las plebillas era notoriamente infeccioso, de modo que había que aplicar de inmediato los gusanos para evitar una septicemia. Pilar colocó con pinzas los gusanos en un pliegue de gasa y aplicó ésta sobre la herida. Cuando los gusanos atravesaran la gasa, la herida de Zeb ya estaría lo bastante podrida para resultarles atractiva.
– Alguien ha de vigilar a los gusanos -dijo Pilar-.
Veinticuatro horas al día. Por si acaso empiezan a comerse a nuestro querido Zeb.
– O por si acaso empiezo a comérmelos yo a ellos -dijo Zeb-. Son gambas de tierra. Tienen el mismo esquema corporal. Son muy buenos fritos. Una gran fuente de lípidos. -Mantenía la compostura, pero su voz era débil.
Toby se encargó del primer turno de cinco horas. Adán Uno se había enterado del accidente de Zeb y acudió a visitarlo.
– La discreción es la mejor parte del valor -dijo con voz suave.
– Sí, bueno, había muchos -explicó Zeb-. De todos modos, mandé a tres al hospital.
– No es algo de lo cual sentirse orgulloso -sentenció Adán Uno.
Zeb torció el gesto.
– Los soldados de a pie usan los pies. Por eso llevo botas.
– Discutiremos eso después, cuando te encuentres mejor -dijo Adán Uno.
– Me siento bien -gruñó Zeb.
Nuala intervino para relevar a Toby.
– ¿Le has preparado un poco de sauce? -preguntó-. Oh, vaya, ¡detesto los gusanos! Deja que te levante. ¿No podemos levantar la malla metálica? ¡Necesitamos que entre la brisa! Zeb, ¿es a esto a lo que te refieres con Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana? ¡Qué malo eres!
Estaba cotorreando, y Toby tuvo ganas de darle una patada.
A continuación llegó Lucerne, enjugándose las lágrimas.
– ¡Qué horror! ¿Qué ha pasado, quién…?
– Oh, ha sido muy malo -dijo Nuala con complicidad-. ¿Verdad, Zeb? Mira que pelearte en las plebillas -susurró con deleite.
– Toby -dijo Lucerne, sin hacer caso a Nuala-, ¿es muy grave? Se va a… se va a… -Sonaba como una actriz de la tele antigua representando una escena de lecho de muerte.
– Estoy bien -dijo Zeb-. ¡Ahora aire y déjame solo!
No quería a nadie dándole la lata, dijo. Salvo a Pilar. Y Katuro en caso de absoluta necesidad. Y Toby, porque al menos ella estaba en silencio. Lucerne se marchó, llorando enfadada, pero Toby no podía hacer nada para impedirlo.
El rumor era la noticia diaria entre los Jardineros. Los chicos mayores enseguida se enteraron de la batalla de Zeb -ya se había convertido en una batalla- y la tarde siguiente Shackleton y Crozier fueron a verlo. Estaba dormido -Toby le había colado un poco de adormidera en su té de sauce-, de manera que los chicos pasaron de puntillas, hablando en voz baja y tratando de hurtar una mirada a la herida.
– Una vez se comió un oso -dijo Shackleton-. Cuando estaba volando para Bearlift, esa vez que estaban tratando de salvar los osos polares. Su avión se estrelló y él se largó caminando; ¡se pasó meses!
Los chicos mayores conocían esos cuentos heroicos de Zeb.
– Dijo que los osos parecen un hombre cuando los despellejas.
– Se comió al copiloto. Pero después de que hubiera muerto -dijo Crozier.
– ¿Podemos ver los gusanos?
– ¿Ha tenido gangrena?
– ¡Aj! ¡Aliento de carne!
– Ahora largo -dijo Toby-. Zeb… Adán Siete necesita descansar.
Adán Uno insistía en pensar que Shackleton y Crozier y el joven Oates saldrían adelante, pero Toby tenía sus dudas. Se suponía que Philo el Niebla tenía que ser su padre postizo, pero no siempre estaba mentalmente disponible.
Pilar se ocupó de las guardias nocturnas: de todos modos no dormía mucho de noche, dijo. Nuala se presentó voluntaria para las mañanas. Toby se encargó de las tardes. Echaba un vistazo a los gusanos cada hora. Zeb no tenía fiebre, y no había sangre fresca.
En cuanto empezó a curarse, se puso inquieto, de modo que Toby jugó con él al dominó, a cartas y finalmente al ajedrez. El juego de ajedrez era de Pilar: las negras eran hormigas, y las blancas, abejas; había tallado las piezas ella misma.
– Pensaban que la abeja reina era un rey -dijo Pilar-. Porque si matabas a esa abeja, el resto perdía su propósito. Por eso el rey de ajedrez apenas se mueve por el tablero: porque la abeja reina siempre se queda dentro de la colmena.
Toby no estaba segura de que eso fuera cierto: ¿la abeja reina estaba siempre dentro de la colmena? Salvo cuando se enjambraban, por supuesto, y para vuelos nupciales… Miró al tablero, tratando de entender la posición. Desde fuera de la Cabaña de Recuperación del Barbecho llegaba el sonido de la voz de Nuala que se mezclaba con el gorjeo de los niños más pequeños.
– Los cinco sentidos mediante los cuales percibimos el mundo… vista, oído, tacto, olfato y gusto… ¿Para qué usamos el gusto? Muy bien… Oates, no hace falta que lamas a Melissa. Ahora volved a guardar las lenguas en vuestros contenedores de lengua y cerrar la tapa.
Toby tuvo una imagen; no, un gusto. Podía saborear el brazo de Zeb, la sal…
– Jaque mate -dijo Zeb-. Las hormigas vuelven a ganar. -Zeb siempre jugaba con las hormigas para dar a Toby la ventaja de la apertura.
– Oh -dijo Toby-. No lo había visto.
En ese momento se estaba preguntando -una idea inútil- si había algo entre Nuala y Zeb. Nuala, aunque ampulosa, era lozana y extrañamente aniñada. A algunos hombres eso les resultaba seductor.
Zeb barrió las piezas del tablero y empezó a colocarlas otra vez.
– ¿Me haces un favor? -dijo.
No esperó un sí. Contó que Lucerne estaba teniendo muchos dolores de cabeza. Su voz era neutra, pero con cierto tonillo, por lo cual Toby entendió que los dolores de cabeza tal vez no fueran reales; o bien eran reales pero a Zeb le resultaban igualmente aburridos.
¿Toby podía pasarse con algunos de sus frascos la siguiente vez que Lucerne tuviera migraña y ver qué podía solucionar? Porque él mismo estaba más que convencido de que no podía hacer nada por las hormonas de Lucerne si era de eso de lo que se trataba.
– Me está dando mucho la lata -dijo-. Por estar demasiado tiempo fuera. Se pone celosa. -Sonrió como un tiburón-. Quizá contigo atienda a razones.
Bueno. La rosa se ha marchitado, pensó Toby. Y a la rosa no le gusta.
San Allan Sparrow del Aire Puro: hasta el momento el día no había hecho honor a su nombre. Toby se abrió camino por entre las calles repletas de las plebillas, con su bolsa de hierbas secas y botellas de medicamentos ocultos bajo su mono de trabajo. Pese a que la tormenta de la tarde había limpiado un poco el aire de humos y partículas, ella llevaba un cono negro en la nariz en honor de san Sparrow. Como era costumbre.
Se sentía más segura en la calle desde que habían puesto a Blanco en Painball; aun así, nunca paseaba ni se entretenía, aunque -recordando las instrucciones de Zeb- tampoco corría. Era mejor mostrarse decidida, como si estuviera en una misión. No hacía caso de las miradas de los viandantes ni de las difamaciones anti-Jardineras, pero permanecía atenta a cualquier movimiento repentino o cuando alguien se acercaba demasiado. Una banda de plebiquillos le había robado los hongos en cierta ocasión; por fortuna para ellos, no llevaba nada letal en ese momento.
Se dirigía al edificio de la Quesería para cumplir con la solicitud de Zeb. Era la tercera vez que iba. Si los dolores de cabeza de Lucerne eran reales y no sólo una llamada de atención, un analgésico somnífero sin receta de HelthWyzer le habría solucionado el problema, o bien curándola o bien matándola. Sin embargo, las pastillas de las corporaciones eran tabú entre los Jardineros, así que había estado dándole extracto de sauce, seguido de valeriana, con un poco de adormidera añadida; aunque no demasiada adormidera, porque tenía efectos adictivos.
– ¿Qué lleva esto? -preguntaba Lucerne cada vez que Toby le daba algo-. Sabe mejor cuando lo prepara Pilar.
Toby se guardaba de decir que lo había hecho Pilar, e instaba a Lucerne a tragar la dosis. Luego le ponía una compresa fría en la frente y se sentaba a la vera de su cama, tratando de desconectar de los silbidos de Lucerne.
Se esperaba de los Jardineros que evitaran cualquier difusión de sus problemas personales: endilgarle a otro tu basura mental no estaba bien visto. Nuala enseñaba a los niños que para beber Vida había dos copas. Lo que hay en ellas puede ser exactamente lo mismo, pero vaya, el gusto es muy diferente.
La Copa del No es amarga, la Copa del Sí es buena.
Dime tú con cuál prefieres tener la barriga llena.
Éste era un credo básico de los Jardineros. Ahora bien, aunque Lucerne podía pronunciar los eslóganes, no había interiorizado las enseñanzas: Toby sabía detectar a un farsante en cuanto lo veía, porque también ella lo era. En cuanto Toby se situaba en la posición de pastor espiritual, todo lo que se estaba pudriendo dentro de Lucerne salía a borbotones. Toby asentía en silencio, con la esperanza de dar la impresión de compasión, aunque en realidad estaba considerando cuántas gotas de adormidera hacían falta para dejar a Lucerne inconsciente antes de que ella, Toby, cediera a sus peores impulsos y la estrangulara.
Mientras recorría las calles con paso ligero, Toby anticipó las quejas de Lucerne. Si seguían el modelo habitual serían sobre Zeb: ¿por qué no estaba nunca presente cuando lo necesitaba? ¿Cómo había terminado ella en esa fosa séptica antihigiénica con ese puñado de soñadores («No me refiero a ti, Toby. Tú tienes sentido común») que no tenían ni la menor idea de cómo funcionaba el mundo? Ella estaba enterrada viva ahí con un monstruo de egoísmo, con un hombre que sólo se preocupaba de sus necesidades. Hablar con él era como hablar con una patata; no, con una piedra. No te oía, nunca te decía lo que estaba pensando, era duro como el pedernal.
No es que Lucerne no lo hubiera intentado. Quería ser una persona responsable, creía de verdad que Adán Uno tenía razón respecto a muchas cosas, y nadie amaba a los animales tanto como ella, pero había un límite y Lucerne no creía ni por un instante que las babosas tuvieran sistema nervioso central, y decir que tenían alma era burlarse de la idea misma del alma, y ella lo lamentaba, porque nadie tenía más respeto por las almas que ella, que siempre había sido una persona espiritual. En cuanto a salvar el mundo, nadie deseaba salvar el mundo tanto como ella, pero por más que los Jardineros se privaran de comer y vestirse como es debido, y hasta de ducharse como es debido, por el amor de Dios, y por más que se sintieran más elevados y poderosos y virtuosos que todos los demás, la verdad era que no cambiarían nada. Eran como aquellas personas que se azotaban durante la Edad Media, esos flagrantes.
– Flagelantes -la había corregido Toby, la primera vez que lo mencionó.
Entonces Lucerne le dijo que no tenía nada contra los Jardineros, que sólo se sentía desmoralizada por el dolor de cabeza. También porque la miraban mal por proceder de una corporación, y por abandonar a su marido para huir con Zeb. No confiaban en ella. Pensaban que era una zorra. Contaban chistes sobre ella a sus espaldas. O los contaban los niños, ¿no?
– Los niños hacen chistes guarros de cualquiera -había dicho Toby-, hasta de mí.
– ¿De ti? -se había extrañado Lucerne, abriendo sus grandes ojos de pestañas oscuras-. ¿Por qué iban a hacer chistes guarros de ti?
«No hay nada sexual en ti», era lo que había querido decir. Plana como una tabla por delante y por detrás. Abeja obrera.
Había una ventaja en eso: al menos Lucerne no estaba celosa de ella. En ese sentido, Toby se alzaba sola entre las mujeres Jardineras.
– No te menosprecian -había dicho Toby-. No creen que eres una zorra. Ahora relájate y cierra los ojos y visualiza el sauce moviéndose por tu organismo, hasta la cabeza, donde está el dolor.
Era cierto que los Jardineros no menospreciaban a Lucerne, o al menos no por las razones que ella pensaba. Tal vez les molestaba la forma en que haraganeaba en el cumplimiento de las tareas o que no hubiera aprendido nunca a trocear una zanahoria, podían ser desdeñosos con el desorden de su espacio vital, con su patético intento de cultivar tomates en el alféizar o con la cantidad de tiempo que se pasaba en la cama, pero no les importaba su infidelidad, o su adulterio, o como lo hubieran llamado en otro momento.
Eso era porque a los Jardineros no les preocupaban los certificados de matrimonio. Aprobaban la fidelidad porque las relaciones de pareja eran habituales, pero no constaba que el primer Adán y la primera Eva se hubieran casado, así que a sus ojos ni los clérigos de otras religiones ni ninguna autoridad secular ostentaban el poder de casar a la gente. En cuanto a Corpsegur, eran partidarios de los matrimonios oficiales sólo como medio de capturar tu imagen de iris, tomarte las huellas dactilares y registrar tu ADN para controlarte mejor. O eso afirmaban los Jardineros, y ésa era una de las afirmaciones que Toby podía creer sin reservas.
Entre los Jardineros, las bodas eran asuntos simples. Ambas partes tenían que proclamar delante de testigos que se amaban. Intercambiaban hojas verdes, para simbolizar el crecimiento y la fertilidad, y saltaban una hoguera que simbolizaba la energía del universo, luego se declaraban casados y se iban a la cama. En los divorcios lo hacían todo al revés: una declaración pública de desamor y separación, el intercambio de ramitas secas y un saltito por encima de una pila de cenizas frías.
Una queja habitual de Lucerne -que sin duda surgiría si Toby no se daba prisa con la adormidera- era que Zeb nunca la había invitado a la ceremonia de hojas verdes y salto de hogueras.
– No es que yo crea que tiene ningún significado -diría-. Pero él ha de creerlo, porque es uno de ellos, ¿no? Así que, al no hacerlo, está rechazando el compromiso. ¿Estás de acuerdo?
– Nunca sé lo que nadie piensa -diría Toby.
– Pero si se tratara de ti, ¿no pensarías que está rehuyendo su responsabilidad?
– ¿Por qué no se lo preguntas? -diría Toby-. Pregunta por qué no te ha… -¿Era «propuesto» la palabra correcta?
– Sólo se cabrearía -diría Lucerne, con un suspiro-. ¡Era tan diferente cuando lo conocí!
Luego a Toby se le ofrecería la historia de Lucerne y Zeb: una historia que Lucerne nunca se cansaba de contar.
La historia ocurrió así. Lucerne conoció a Zeb en el AnooYoo Spa-in-the-Park, ¿Toby conocía el balneario AnooYoo? Ah. Bueno, era un lugar fantástico para relajarse y volver a ponerte en circulación. Fue justo después de que lo construyeran, y aún estaban poniendo el paisaje: las fuentes, los parterres, los jardines, los arbustos. Las lumirrosas. ¿A Toby no le gustaban las lumirrosas? ¿No las había visto nunca? Ah. Bueno, quizás alguna vez…
A Lucerne le encantaba despertarse al alba, entonces se levantaba temprano, le gustaba contemplar la salida del sol; siempre había sido muy sensible al color y la luz, por eso prestaba mucha atención a los valores estéticos en sus casas, las casas que había decorado. Le encantaba incorporar al menos una habitación con colores de la salida del sol: la concebía como la sala del amanecer.
Estaba inquieta en aquellos días. Estaba realmente muy inquieta, porque su marido era frío como una cripta, y ya no hacían el amor porque él estaba demasiado ocupado con su carrera. Y ella era una persona sensual, siempre lo había sido, y su naturaleza sensual estaba muriendo de inanición. Y eso era malo para la salud, sobre todo para el sistema inmunitario. ¡Había leído estudios sobre el tema!
Así que allí estaba, merodeando al alba con su quimono rosa y llorando un poco, contemplando un divorcio de su marido de la corporación HelthWyzer, o al menos una separación, aunque se daba cuenta de que no sería lo mejor para Ren, que entonces era pequeña y estaba muy orgullosa de su padre, aunque no es que él le prestara suficiente atención. Y de repente allí estaba Zeb, a la luz del sol del amanecer, como un, bueno, como una visión, solo, plantando una mata de lumirrosas. Aquellas rosas que brillaban en la oscuridad, las de aroma tan divino. ¿Toby las había olido alguna vez? Suponía que no, porque los Jardineros se oponían a todo lo nuevo, pero aquellas rosas eran bonitas porque sí.
De manera que allí había un hombre, al alba, arrodillado en el suelo y con aspecto de que sostenía un ramo de brasas de carbón.
¿Qué mujer inquieta puede resistirse a un hombre con una pala en una mano, un ramo de rosas brillantes en la otra y un brillo moderadamente delirante en la mirada que podía tomarse por amor?, pensó Toby. En cuanto a Zeb, seguro que tenía algo que decirle a una mujer atractiva vestida con quimono rosa, con el cinturón un poco suelto, en un parterre, bajo la luz perlada del amanecer, y más aún a una mujer llorosa. Porque Lucerne era atractiva. Desde un punto de vista estrictamente visual, era muy atractiva. Aunque lloriqueara, que era como Toby la veía casi siempre.
Lucerne se había deslizado por el césped, consciente de sus pies descalzos sobre la hierba fría y húmeda, consciente del roce de la tela en sus muslos, consciente de que le apretaba en la cadera y le quedaba suelta bajo la clavícula. Hinchándose, como las olas. Se había detenido delante de Zeb, que la había estado viendo acercarse como si él hubiera sido un marinero arrojado al océano por error y ella una sirena o un tiburón. (Era Toby la que proporcionaba estas imágenes: Lucerne decía «destino».) Los dos eran muy conscientes ya en ese momento, le dijo a Toby; ella siempre había sido consciente de la consciencia de otras personas, era como un gato, o, o… tenía ese talento, ¿o era una maldición?; por eso lo sabía. Así pues, fue capaz de notar desde su propio interior lo que Zeb estaba sintiendo al mirarla. ¡Fue abrumador!
Era imposible explicarlo en palabras, dijo Lucerne, como si a Toby no pudiera pasarle nunca nada similar.
En cualquier caso, allí estaban, aunque ya habían previsto lo que iba a ocurrir: lo que tenía que ocurrir. El temor y la lujuria los unían y los separaban a partes iguales.
Lucerne no lo llamaba lujuria. Lo llamaba ansia.
En este punto, a Toby le asaltaría la imagen del conjunto de salero y pimentero que se usaba en la mesa de la cocina en su lejana infancia: un gallito de porcelana, una gallinita de porcelana. La gallina era el salero y el gallo el pimentero. La salada Lucerne estaba allí frente al picante Zeb, sonriéndole y mirándole, y se había limitado a plantearle una pregunta sencilla: cuántos rosales había o algo por el estilo, no lo recordaba, tan cautivada estaba por Zeb… (Aquí Toby desconectaría su atención, porque no quería ni oír hablar de bíceps, tríceps y otros atractivos musculares de Zeb. ¿Era inmune a esos atractivos? No. ¿Estaba celosa de esta parte de la historia? Sí. Debemos ser conscientes de nuestras propias tendencias y desvíos de naturaleza animal en todo momento, decía Adán Uno.) Y entonces diría Lucerne, volviendo a enganchar a Toby a su relato: y entonces había ocurrido algo extraño: había reconocido a Zeb.
– Te había visto antes -dijo ella-. ¿No estabas en HelthWyzer? Pero entonces no eras Jardinero. Eras…
– Te equivocas de persona -dijo Zeb.
Y acto seguido la besó. Ese beso la había atravesado como un cuchillo y ella se había derrumbado en sus brazos como… como un pez muerto, no, como una enagua…, no, como pañuelos de papel empapado. Y entonces él la había recogido y la había acostado en el césped, justo donde cualquiera podía verlos, y eso era increíblemente excitante, y a continuación él le había desatado el quimono y había arrancado los pétalos de las rosas que llevaba y los había esparcido sobre el cuerpo de Lucerne y luego los dos… Fue como una colisión a alta velocidad, dijo Lucerne, y había pensado: ¿cómo puedo sobrevivir a esto? Me voy a morir aquí y ahora. Y se dio cuenta de que él sentía lo mismo.
Después -bastante después, después de que vivieran juntos-, él le había dicho que tenía razón. Sí, él había estado en HelthWyzer, pero por razones en las que no iba a entrar había tenido que marcharse apresuradamente, y confiaba en que ella no mencionara a nadie ese anterior tiempo y lugar que había habitado en cierta ocasión. Y ella no lo había mencionado. O no mucho. Salvo justo ahora, a Toby.
En cambio, entonces, durante su estancia en el balneario -gracias a Dios que ella no se estaba sometiendo a ningún proceso de piel que la habría hecho parecer sarnosa, sólo había ido para una puesta a punto-, tuvieron muchas más raciones de aperitivo el uno del otro, encerrados en alguna de las duchas de los vestuarios del balneario, y después de eso se quedó pegada a Zeb como una hoja húmeda. Como él lo estaba a ella, añadía. Nunca tenían bastante el uno del otro.
Y luego, una vez que terminaron las sesiones en el balneario y volvió a lo que llamaba su casa, Lucerne se escabullía del complejo con un pretexto u otro -ir de compras, sobre todo, las cosas que podías comprar en el complejo eran muy predecibles- y se encontraban en secreto en las plebillas -era muy excitante al principio-, en lugares muy divertidos, hotelitos sucios y habitaciones que alquilabas por horas, bien lejos del ambiente acartonado del complejo de HelthWyzer; y luego, cuando él tuvo que viajar de manera inesperada -hubo algún problema, ella nunca había comprendido por qué, pero tenía que irse muy deprisa-, bueno, descubrió que no podía soportar estar separada de él.
De este modo Lucerne había abandonado a su llamado marido, aunque no es que no le estuviera bien empleado por ser tan inerte.
Y se habían ido trasladando de una ciudad a otra, de un parque de caravanas a otro, y Zeb había comprado unos pocos procedimientos en el mercado negro, para sus dedos y su ADN y tal; y después, cuando fue seguro, habían vuelto, justo aquí, a los Jardineros. Porque Zeb le había dicho a ella que siempre había sido Jardinero. O eso decía. En cualquier caso, parecía conocer muy bien a Adán Uno. Habían ido juntos al colegio. O algo por el estilo.
Así que Zeb se vio obligado, pensó Toby. Se había fugado de una corporación; quizás había estado vendiendo en el mercado negro algún producto patentado, como nanotecnología o una combinación genética. Eso podía ser fatal si te pillaban. Y Lucerne había juntado cara y antiguo nombre, y él había tenido que distraerla con sexo y luego se la había tenido que llevar para asegurarse su lealtad. Era eso o matarla. No podía dejarla: Lucerne se habría sentido humillada y habría mandado tras él a los perros de Corpsegur. Aun así, ¡qué riesgo había corrido! La mujer era como el coche bomba de un aficionado: no sabías cuándo saltaría por los aires, ni a quién se llevaría por delante cuando lo hiciera. Toby se preguntaba si Zeb había pensado alguna vez en meterle un corcho en la epiglotis y echarla a un vertedero de basuróleo.
Aunque quizá la amaba. A su manera. Por duro que le resultara imaginarlo a Toby. No obstante, quizás el amor se había agotado, porque en ese momento no estaba haciendo suficiente trabajo de mantenimiento con ella.
– ¿Tu marido no te buscó? -había preguntado Toby la primera vez que oyó este cuento-. ¿El de HelthWyzer?
– No considero que ese hombre siga siendo mi marido -dijo Lucerne en tono ofendido.
– Disculpa. Tu antiguo marido. Los de Corpsegur… ¿Le dejaste un mensaje?
El rastro de Lucerne, si lo seguían, llevaría directamente a los Jardineros, no sólo a Zeb sino a la propia Toby, y a su anterior identidad, lo cual podía tener consecuencias incómodas para ella: Corpsegur nunca tachaba antiguas deudas, ¿y si alguien había desenterrado a su padre?
– ¿Por qué iban a gastarse el dinero? -dijo Lucerne-. No soy importante para ellos. En cuanto a mi antiguo marido… -Hizo una mueca- debería haberse casado con una ecuación. Quizá ni se dio cuenta de que me fui.
– Y qué pasa con Ren -dijo Toby-. Es una niña encantadora. Seguramente le echa de menos.
– Oh -dijo Lucerne-. Sí. Probablemente se da cuenta de eso.
Toby quiso preguntar por qué Lucerne no había dejado a Ren con su padre. Robarla sin dejar ninguna información parecía un acto de crueldad. Pero formular semejante pregunta simplemente enfadaría a Lucerne, sonaría demasiado crítico.
A dos manzanas de la Quesería, Toby se topó con una batalla callejera: Asian Fusions contra Blackened Redfish, con unos pocos Lintheads gritando desde fuera. Los chicos no tendrían más de siete u ocho años, pero había muchos, y cuando la localizaron pararon de gritarse los unos a los otros y empezaron a gritarle a ella. «Beata, beata, zorrita blanca. ¡Vamos a quitarle los zapatos!»
Toby giró sobre sí misma, de modo que su espalda quedó contra la pared, y se preparó para hacerles frente. Era difícil patearles fuerte cuando eran tan pequeños -como había señalado Zeb en su clase de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana, existía cierta inhibición de la especie que impedía hacer daño a niños-, pero Toby sabía que tendría que hacerlo porque podían ser letales. Apuntarían a su estómago, la embestirían con sus cabecitas, tratando de derribarla. Los más pequeños tenían un hábito guarro de tirar de las faldas sueltas de las Jardineras y meterse debajo de ellas para luego morder lo que encontraban una vez que estaban allí. Pero Toby estaba preparada: cuando se acercaran lo suficiente, les retorcería las orejas o les golpearía en el cuello con el lateral de la mano, o golpearía uno contra otro sus pequeños cráneos.
Sin embargo, de repente, todos viraron bruscamente como un cardumen, pasaron corriendo a su lado y desaparecieron en el callejón.
Toby giró el cuello y vio la causa. Era Blanco. No estaba en Painball. Debían de haberle dejado salir. O el caso es que había salido.
El pánico le atenazó el corazón. Vio las manos desolladas rojas y azules, sintió que se le desmenuzaban los huesos. Era su peor pesadilla.
Tranquila, se dijo a sí misma. Blanco estaba al otro lado de la calle, y ella iba vestida con un mono suelto y llevaba puesto el cono de la nariz, de modo que tal vez él no lograra reconocerla. De hecho, todavía no había mostrado signo alguno de reconocerla. No obstante, estando sola no se sentía a salvo de una violación o una agresión. Blanco la arrastraría a ese mismo callejón por el cual se habían largado los plebiquillos. Le quitaría el cono y vería quién era. Y ése sería el final, y no sería un final rápido. La mataría lo más lentamente que pudiera. La convertiría en una valla publicitaria de carne, una muestra viva (o no tan viva) de su repugnante refinamiento.
Toby se volvió con rapidez y se alejó lo más deprisa que pudo, antes de que Blanco tuviera tiempo de apuntar su malevolencia hacia ella. Sin aliento, dobló la esquina, recorrió media manzana y miró atrás. Blanco no estaba ahí.
Por una vez se sintió más que contenta de llegar al umbral del apartamento de Lucerne. Se levantó el cono de la nariz, forzó los músculos de su sonrisa profesional y llamó a la puerta.
– ¿Zeb? -preguntó Lucerne en voz alta-. ¿Eres tú?