De los dones de san Euell.
Narrado por Adán Uno
Amigos míos, compañeros animales, mis queridos hijos:
Este día marca el principio de la Semana de San Euell, durante la cual recolectaremos los dones de la Cosecha Silvestre que Dios, a través de la naturaleza, ha puesto a nuestra disposición. Pilar, nuestra Eva Seis, nos llevará de excursión por Heritage Park, en busca de hongos, y Burt, nuestro Adán Trece, nos ayudará con las hierbas comestibles. Recordad: «En caso de duda, ¡escúpela!» Pero si un ratón se la ha comido, posiblemente tú también te la puedes comer. Aunque no siempre.
Los niños mayores asistirán a una demostración de Zeb, nuestro respetado Adán Siete, sobre la caza de animales pequeños mediante el uso de trampas para obtener comida de supervivencia en tiempos de imperiosa necesidad. Recordad, nada nos es impuro si sentimos gratitud y pedimos perdón, y siempre y cuando nosotros mismos estemos dispuestos a ofrecernos a la gran cadena trófica cuando nos llegue el turno. Porque ¿dónde si no radica el significado profundo de sacrificio?
La estimada esposa de Burt, Veena, sigue en barbecho, aunque esperamos volver a recibirla entre nosotros en breve. Que la luz la rodee.
Hoy hemos meditado sobre san Euell Gibbons, que floreció en esta tierra entre 1911 y 1975; hace mucho tiempo, pero está muy cerca en nuestros corazones. De niño, cuando su padre se fue de casa para buscar trabajo, san Euell proporcionó sustento a su familia gracias a su conocimiento de la naturaleza. No fue a ninguna universidad salvo a la Tuya, oh, Señor. En Tus especies encontró a sus profesores, con frecuencia estrictos pero siempre acertados. Y después compartió estas enseñanzas con nosotros.
Nos enseñó los usos de tus numerosos bejines, y de otros hongos; nos advirtió de los peligros de las especies venenosas, que no obstante poseen un valor espiritual si se toman en cantidades juiciosas.
Él nos cantó las virtudes de la cebolla silvestre, del espárrago silvestre, del ajo silvestre, que no exigen esfuerzo, ni están rociados de pesticidas cuando crecen dichosos lo bastante lejos de los cultivos de agricultura industrial. Conocía los medicamentos de los márgenes: la corteza de sauce para dolores y fiebres, la raíz de diente de león como diurético en caso de retención de líquidos. Nos enseñó a no malgastar; porque incluso la humilde ortiga, tan frecuentemente arrancada y arrojada, es fuente de muchas vitaminas. Nos enseñó a improvisar; porque si no hay acedera puede haber aneas; y si no hay arándanos azules quizás abunden los arándanos rojos.
San Euell, que podamos sentarnos en espíritu a tu mesa -esa humilde lona extendida sobre el suelo- y cenar contigo fresas silvestres, y frondas de helechos y vainas jóvenes de algodoncillo, ligeramente hervidas, con un poco de sucedáneo de margarina si se puede obtener.
Y en momentos de máxima necesidad, ayúdanos a aceptar lo que nos depare el destino; y susúrranos en nuestros oídos internos y espirituales los nombres de las plantas, y sus estaciones, y los lugares donde pueden encontrarse.
Porque se acerca el Diluvio Seco, y cesará toda compraventa, y nos encontraremos limitados a nuestros propios recursos en medio del Jardín munificente de Dios. Que también era tu Jardín.
Cantemos.
Oh, cantemos a las hierbas santas
Oh, cantemos a las hierbas santas
que florecen en las zanjas,
pues son para los necesitados
y no son para los ricos.
No están en los centros comerciales,
tampoco en supermercados;
las desprecian porque todas crecen
sin dueño para los pobres.
La achicoria brota en primavera,
antes de salir las flores;
la raíz de bardana es en junio
cuando está llena de jugo.
Madura en otoño la bellota
y también el nogal negro;
el algodoncillo es tierno hervido,
y sus brotes cuando nacen.
Las cortezas de abedul y picea
tienen vitamina C;
pero no les quites demasiada
porque matarás el árbol.
Verdolaga, acedera, huauzontle
y ortigas también son buenos;
espino albar, saúco, zumaque
tienen bayas que son sanas.
Las hierbas santas proliferan
y son hermosas de ver,
¿duda que Dios las puso
para que no pasemos hambre?
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
Recuerdo lo que había para cenar esa noche en el Cuarto Pringoso: había ChickieNobs. No me gustaba la carne desde mi paso por los Jardineros, pero Mordis decía que los ChickieNobs en realidad eran verdura, porque crecían en tallos y no tenían cara. Así que me comí la mitad.
Luego bailé un poco para no perder la práctica. Tenía mi propio Sea/H/Ear Candy, y cantaba. Adán Uno decía que Dios nos había creado con la música incorporada: podíamos cantar como los pájaros, pero también como los ángeles, porque el canto era una forma de alabanza con un origen más profundo que el habla, y Dios podía oírnos mejor cuando cantábamos. Trato de recordarlo.
Luego miré otra vez al Nido de Víboras. Había tres tipos de Painball allí: acababan de salir. Te dabas cuenta porque estaban afeitados, con el pelo recién cortado y ropa nueva, y parecían pasmados, como si los hubieran guardado en un armario oscuro durante mucho tiempo. Además lucían un pequeño tatuaje en la base del pulgar izquierdo: un círculo, rojo o amarillo brillante, según fueran del Equipo Rojo o del Equipo Dorado. Los otros clientes se estaban alejando de ellos, dándoles espacio, pero con respeto, como si se tratara de estrellas de la web o de héroes del deporte y no de criminales de Painball. También apostaban sobre los equipos: Rojo contra Dorado. Mucho dinero cambiaba de manos con el Painball.
Siempre había dos o tres tipos de Corpsegur ocupándose de los veteranos de Painball: podían ponerse hechos una furia y causar estragos. A las chicas del Scales nunca nos dejaban estar solas con ellos: no entendían qué era la fantasía. Nunca sabían cuándo parar y podían romper muchas más cosas que los muebles. Era mejor emborracharlos, pero había que hacerlo deprisa, antes de que entraran en el modo de rabia plena.
– Echaré a estos capullos yo mismo -dijo Mordis-. No queda nada humano bajo ese tejido cicatrizado. Pero SeksMart nos paga un bono de tiempo extra con ellos.
Les daríamos bebida y pastillas, a paladas a ser posible. Habían empezado a usar algo nuevo cuando yo ya estaba en el Pringoso: BlyssPluss, lo llamaban. Sexo sin malos rollos, satisfacción total, te llevaba al paraíso y además ofrecía un ciento por ciento de protección, o eso decían. Las chicas del Scales no estaban autorizadas a tomar droga en el trabajo -no nos pagaban para que disfrutásemos, decía Mordis-, pero esto era diferente, porque si lo tomaban no te hacía falta un guante corporal de biofilm, y muchos clientes pagaban extra porque no te lo pusieras. En el Scales estaban probando el BlyssPluss para la corporación Rejoov, así que lo repartían como caramelos -era sobre todo para los clientes top- y me moría de ganas de probarlo.
Siempre recibíamos propinas enormes en las noches de Painball, aunque ninguna de las habituales del Scales teníamos que hacer trabajo primario con los nuevos veteranos, porque éramos artistas de talento y cualquier daño que sufriéramos sería costoso. Para el trabajo guarro básico traían a las temporales: chusma europea o Tex-Mex o Asian Fusion y menores Redfish que recogían de las calles porque los tipos de Painball querían membrana, y después de que hubieran terminado te juzgarían contaminada hasta que demostraras lo contrario, y en el Scales no querían gastar dinero en el Cuarto Pringoso chequeando a estas chicas o curándolas. Yo nunca las vi dos veces. Entraban por la puerta, pero no creo que salieran. En un club más cutre las habrían usado para los tipos que querían realizar sus fantasías vampíricas, pero eso implicaba contacto boca-sangre y, como he dicho, a Mordis le gustaba la pulcritud.
Esa noche, uno de los tipos de Painball tenía a Starlite en su regazo. Ella le estaba dando el polvo marca de la casa. Iba con su vestido de plumas de pavoceta y el tocado, y puede que fuera alucinante desde delante, pero desde mi ángulo de visión parecía que al tipo se lo estaba haciendo un guardapolvo enorme azul verdoso, como un lavado de coche en seco.
El segundo tipo estaba mirando a Savona con la boca abierta y la cabeza tan echada hacia atrás que casi formaba ángulo recto con su espalda. Si ella se resbalaba de la barra le partiría el cuello. Si ocurre eso, pensé, no será el primer tipo al que sacan por la puerta de atrás del Scales y lo tiran desnudo en un solar. Era mayor que el otro tipo, calvo y con cola de caballo, y con un montón de tatuajes en los brazos. Había algo familiar en él -quizás era repetidor-, pero no tenía una buena perspectiva. El tercero se estaba poniendo como una cuba. Quizá trataba de olvidar lo que había hecho en el Painball Arena. Yo nunca miraba el sitio web de Painball Arena. Era demasiado asqueroso. Sólo lo conocía por lo que contaban los hombres. Es asombroso lo que te explican, sobre todo si estás cubierta de escamas verdes brillantes y no pueden verte la cara. Ha de ser como hablarle a un pez.
No estaba ocurriendo nada más, así que llamé a Amanda al móvil. Pero ella no respondía. Quizás estaba dormida, enrollada en su saco de dormir en Wisconsin. O a lo mejor estaba sentada en torno a un fuego de campamento y los dos Tex-Mex estaban tocando la guitarra y cantando, y Amanda también estaba cantando porque hablaba el idioma de los Tex-Mex. Quizá brillaba la luna y había algunos coyotes aullando en la distancia, igual que en una peli vieja. Ojalá.
Mi vida cambió cuando Amanda vino a vivir conmigo, y luego cambió otra vez en la Semana de San Euell, cuando yo tenía casi trece años. Amanda era más mayor: ella ya tenía tetas de verdad. Es extraño medir el tiempo de ese modo.
Ese año, Amanda y yo -y también Bernice- íbamos a unirnos a los chicos mayores en el ejercicio práctico de depredador-presa que dirigía Zeb, en el que teníamos que comernos a la presa. Conservaba un vago recuerdo de comer carne en el complejo de HelthWyzer. En cambio, los Jardineros estaban muy en contra salvo en tiempos de crisis, así que la idea de poner un puñado de músculo y cartílago sangriento en la boca y hacerlo pasar por mi garganta me resultaba nauseabunda. Hice votos de no vomitar, porque eso me avergonzaría mucho y haría quedar mal a Zeb.
No estaba preocupada por Amanda. Ella estaba acostumbrada a comer carne, lo había hecho muchas veces antes. Birlaba SecretBurgers siempre que podía. Así que podría masticar y tragar como si nada.
El lunes de la Semana de San Euell, nos pusimos ropa limpia -lavada el día anterior- y yo le hice una trenza en el pelo a Amanda, y luego ella me hizo una a mí.
Acicalado de primates, lo llamaba Zeb.
Oíamos a Zeb cantando en la ducha.
A nadie le importa una higa,
a nadie le importa una higa,
por eso estamos en esta fatiga,
porque a nadie le importa una higa.
Me había acostumbrado a tomar su canto matinal como un sonido reconfortante. Significaba que las cosas eran normales, al menos ese día.
Por lo general, Lucerne se quedaba en la cama hasta que nos habíamos ido, en parte para evitar a Amanda. En cambio, esta vez estaba en la zona de cocina, ataviada con su vestido oscuro de Jardinera y cocinando de verdad. Había estado haciendo ese esfuerzo con más frecuencia en los últimos tiempos. Y también mantenía nuestro espacio vital más ordenado. Incluso estaba cultivando una tomatera, un poco mustia, en una maceta que tenía en el alféizar. Creo que estaba tratando de facilitarle las cosas a Zeb, aunque discutían más. Nos hacían salir cuando se estaban peleando, pero eso no significaba que no pudiéramos oírlos.
Las disputas eran respecto a dónde estaba Zeb cuando no estaba con Lucerne. «Trabajando», era lo único que decía. O «No me presiones» o «No tienes que saberlo, cielo. Es por tu propio bien».
– ¡Tienes a otra! -decía Lucerne-. Huelo a zorra rica.
– Guau -susurraba Amanda-. Menuda boquita tiene tu madre.
Y yo no sabía si sentirme orgullosa o avergonzada.
– No, no -decía Zeb con voz cansada-. ¿Por qué iba a querer a nadie más, cielo?
– ¡Estás mintiendo!
– Oh, por Cristo en helicóptero. ¡Déjame en paz!
Zeb salió del cubículo de la ducha, goteando en el suelo. Vi la cicatriz donde lo habían acuchillado en aquella ocasión, cuando yo tenía diez años. Me dio un escalofrío.
– ¿Cómo están hoy mis plebiquillitas? -dijo, sonriendo como un trol.
Amanda sonrió dulcemente.
– Plebiquillotas -dijo.
Había puré de alubias negras y huevos de paloma pasados por agua para desayunar.
– Buen desayuno, cielo -le dijo Zeb a Lucerne.
Yo tuve que reconocer que estaba francamente bueno, aunque lo hubiera preparado Lucerne.
Lucerne le dedicó esa mirada empalagosa.
– Quería asegurarme de que disfrutarais de una buena comida -dijo-. Teniendo en cuenta lo que comeréis el resto de la semana. Raíces viejas y ratones, supongo.
– Conejo a la barbacoa -dijo Zeb-. Me comería diez cabrones de ésos, con un ratón de guarnición y unas babosas fritas de postre.
Nos lanzó una mirada lasciva a Amanda y a mí: estaba tratando de darnos asco.
– Suena apetitoso -comentó Amanda.
– Eres un monstruo -dijo Lucerne, mirándolo con ojos desorbitados.
– Lástima que no lo pueda acompañar con una cerveza -dijo Zeb-. Únete a nosotros, cielo, necesitamos un poco de decoración.
– Oh, creo que me lo saltaré -dijo Lucerne.
– ¿No vas a acompañarnos? -pregunté.
Normalmente, durante la Semana de San Euell, Lucerne nos acompañaba en los paseos por el bosque, recogiendo hierbas extrañas, quejándose de los gusanos y sin quitarle ojo a Zeb. Esa vez yo no quería en serio que viniera, pero por otra parte quería que la situación continuara con normalidad, porque tenía la sensación de que todo iba a reorganizarse otra vez, como cuando me habían arrancado como una zanahoria del complejo HelthWyzer. Era sólo una sensación, pero no me gustaba. Estaba acostumbrada a los Jardineros, era el lugar al que pertenecía.
– No creo que pueda -dijo ella-. Tengo migraña.
También había tenido migraña el día anterior.
– Volveré a la cama.
– Le pediré a Toby que se quede cerca -dijo Zeb-. O a Pilar. Para que te quite ese dolor tan pesado.
– ¿Sí? -Una sonrisa de sufrimiento.
– Claro -dijo Zeb.
Lucerne no se había comido su huevo de paloma, así que Zeb se lo zampó por ella. De todos modos, sólo era del tamaño de una ciruela.
Las alubias eran del Jardín, pero los huevos de paloma eran de nuestro propio tejado. No teníamos plantas, porque Adán Uno decía que no era una superficie adecuada, pero teníamos palomas. Zeb las atraía con migas, moviéndose despacio para que se sintieran seguras. Luego ponían los huevos, y él les robaba sus nidos. La paloma no era una especie amenazada, decía, por eso no estaba mal.
Adán Uno explicaba que los huevos eran criaturas en potencia, pero todavía no eran criaturas: una nuez no es un árbol. ¿Los huevos tienen alma? No, pero tenían potenciales almas. Por eso la mayoría de los Jardineros no comían huevos, aunque tampoco lo condenaban. No pedías disculpas a un huevo antes de unir sus proteínas a las tuyas, aunque tenías que pedir disculpas a la madre paloma, y darle las gracias por el regalo. No creía que Zeb se molestara pidiendo disculpas. Seguramente, también se comía a algunas de las madres paloma, a escondidas.
Amanda se comió un huevo de paloma. Yo también. Zeb se comió tres, más el de Lucerne. Necesitaba más que nosotros porque era más grande, dijo Lucerne: si comíamos como él engordaríamos.
– Hasta luego, damas guerreras. No matéis a nadie -dijo Zeb cuando salimos.
Había oído hablar del rodillazo en la entrepierna y los movimientos arrancaojos de Amanda, y de su trozo de cristal con cinta aislante; hacía bromas al respecto.
Teníamos que recoger a Bernice en el Buenavista antes ir a la escuela. Amanda y yo queríamos dejar de hacerlo, pero sabíamos que nos meteríamos en líos con Adán Uno, porque eso era impropio de los Jardineros. A Bernice todavía no le caía bien Amanda, aunque tampoco es que la odiara. Mantenía con ella la precaución que uno tiene con algunos animales, como un ave con un pico muy afilado. Bernice era amenazadora, pero Amanda era dura, que no es lo mismo.
Nada podía cambiar cómo eran las cosas, o sea que Bernice y yo habíamos sido las mejores amigas y ya no estábamos juntas. Me hacía sentir incómoda cuando estaba cerca de ella: en cierto modo, me sentía culpable. Bernice era consciente de ello, y trataba de encontrar formas de darle la vuelta a mi culpa y dirigirla contra Amanda.
Aun así, la apariencia externa era de amistad. Las tres íbamos juntas a la escuela, o hacíamos juntas tareas de recolección de los Jóvenes Bioneros. Esa clase de cosas. Sin embargo, Bernice nunca venía a la Quesería, y nunca nos quedábamos con ella después de la escuela.
De camino a casa de Bernice esa mañana, Amanda dijo:
– He descubierto algo.
– ¿Qué? -dije.
– Sé adónde va Burt entre las cinco y las seis, dos tardes por semana.
– ¿Burt el Pelón? ¡A quién le importa! -dije.
Ambas sentíamos desprecio por él, porque era un patético sobón de axilas.
– No. Escucha. Va al mismo sitio al que va Nuala -dijo Amanda.
– ¡Estás de broma! ¿Adónde?
Nuala flirteaba, pero flirteaba con todos los hombres. Era su manera de ser, como fulminarte con la mirada era la manera de ser de Toby.
– Van al Salón del Vinagre cuando se supone que no ha de haber nadie allí.
– ¡Oh, no! -dije-. ¿En serio?
Sabía que tenía relación con el sexo: la mayoría de nuestras conversaciones en tono de broma trataban de sexo. Los Jardineros llamaban al sexo el «acto generativo» y decían que no era una materia adecuada para el ridículo, pero Amanda lo ridiculizaba de todos modos. Podías reírte de él o comerciar con él o ambas cosas, pero no podías respetarlo.
– No es de extrañar que tenga el culo como un flan -dijo Amanda-. Está hecha polvo. Como el viejo sofá de Veena, todo combado.
– ¡No te creo! -dije-. ¡No puede estar haciéndolo! ¡Y menos con Burt!
– Me persigno y escupo -dijo Amanda. Escupió: escupía bien-. ¿Por qué otra razón iba a ir allí con él?
A los niños Jardineros nos gustaba inventar historias rudas sobre las vidas sexuales de los Adanes y las Evas. Perdían parte de su poder cuando te los imaginabas desnudos, o entre ellos o con perros callejeros, o incluso con las chicas de piel verde que estaban fotografiadas en la puerta del Scales and Tails. Aun así, Nuala, gimiendo y meneándose con Burt el Pelón era una imagen dura.
– Bueno, da igual -dije-. ¡No podemos decírselo a Bernice!
Y nos reímos un poco más.
En el Buenavista hicimos una seña a la aburrida dama Jardinera que había detrás del mostrador del vestíbulo, que estaba haciendo ganchillo y no levantó la mirada. Luego subimos por la escalera, esquivando jeringuillas y condones usados. Amanda llamaba al edificio el Buenavista Condom, así que ahora yo también lo llamaba así. El olor mohoso y especiado del Buenavista era más fuerte ese día.
– Alguien tiene una plantación -dijo Amanda-. Apesta a marihuana.
Amanda era una autoridad: había vivido en el mundo exfernal, incluso había consumido drogas. Aunque no mucho, decía, porque pierdes el norte con la droga. Sólo podías comprarla a gente en la que confiabas, porque cualquier cosa podía llevar cualquier cosa, y Amanda no confiaba demasiado en nadie. La incordiaba para que me dejara probar algo, pero no quería.
– Eres una niña -decía.
O si no, me decía que no tenía buenos contactos desde que estaba con los Jardineros.
– No puede haber una plantación ahí -dije-. Es un edificio Jardinero. Sólo las mafias tienen plantaciones. Lo que pasa es que los chicos fuman allí de noche. Chicos de plebillas.
– Sí, ya lo sé -dijo Amanda-, pero no es humo. Es más olor de cultivo.
Al llegar a la cuarta planta, oímos voces: voces de hombres, dos, en el otro lado de la puerta del rellano. No sonaban amistosos.
– No tengo más -dijo una voz-. Mañana tendré el resto.
– ¡Capullo! -dijo el otro-. ¡No me jodas!
Sonó un ruido, como si alguien hubiera golpeado la pared; luego otro golpe, y un grito sin palabras de dolor o rabia.
Amanda me dio un empujoncito.
– Sube. ¡Deprisa!
Subimos el resto de la escalera lo más silenciosamente que pudimos.
– Eso iba en serio -dijo Amanda cuando hubimos llegado a la sexta planta.
– ¿Qué quieres decir?
– Es un rollo chungo -dijo Amanda-. No has oído nada. Ahora, actúa normal.
Parecía espantada, lo cual me espantó a mí también, porque Amanda no se asustaba con facilidad.
Llamamos a la puerta de Bernice.
– Pom, pom -dijo Amanda.
– ¿Quién está ahí? -dijo la voz de Bernice.
Debía de haber estado esperándonos al otro lado de la puerta, como si temiera que no viniéramos. Me resultó triste.
– Peli -dijo Amanda.
– ¿Qué peli?
– Groso -dijo Amanda. Había adoptado la contraseña de Shackie y ahora las tres la usábamos.
Cuando Bernice abrió la puerta, atisbé a Veena el Vegetal. Estaba sentada en su sofá acolchado marrón como de costumbre, pero nos estaba mirando como si realmente nos viera.
– No llegues tarde -le dijo a su hija.
– ¡Te ha hablado! -le dije a Bernice en cuanto cerró la puerta y salió al pasillo.
Estaba tratando de ser amable, pero Bernice me dejó helada.
– Sí, ¿y qué? -dijo-. No es imbécil.
– No había dicho que lo fuera -solté con frialdad.
Bernice me fulminó con la mirada, pero ni siquiera el poder de su mirada era lo mismo desde que había llegado Amanda.
Cuando llegamos al solar que había detrás del Scales para nuestra Excursión Didáctica Depredador-Presa, Zeb estaba sentado en un taburete de lona plegable. Había una bolsa de tela a sus pies con algo en ella. Traté de no mirar hacia la bolsa.
– ¿Estamos todos? Bien -dijo Zeb-. Empecemos. Relaciones depredador-presa. Cazar y acechar. ¿Cuáles son las reglas?
– Ver sin ser visto -entonamos-. Oír sin ser oído. Oler sin ser olido. ¡Comer sin ser comido!
– Olvidáis una -dijo Zeb.
– Herir sin ser herido -respondió uno de los chicos mayores.
– ¡Exacto! Un depredador no puede permitirse una herida grave. Si no puede cazar, morirá de hambre. Debe atacar por sorpresa y matar deprisa. Ha de elegir la presa que esté en desventaja: demasiado joven, demasiado vieja, demasiado lisiada para huir o combatir. ¿Cómo evitamos ser una presa?
– No pareciendo una presa -entonamos.
– No pareciendo la presa de ese depredador -matizó Zeb-. Un surfista parece una foca a un tiburón que lo mira desde abajo. Tratad de imaginar qué parecéis desde el punto de vista del depredador.
– No mostrando temor -dijo Amanda.
– Correcto. No hay que mostrar temor. No hay que parecer enfermo. Hay que intentar parecer lo más grande posible. Eso disuadirá a los animales cazadores mayores. Pero también nosotros estamos entre los animales cazadores mayores, ¿no? ¿Por qué cazamos? -dijo Zeb.
– Para comer -dijo Amanda-. No hay otra buena razón.
Zeb le sonrió como si esto fuera un secreto que sólo conocían ellos dos.
– Exacto -dijo.
Zeb levantó la bolsa de tela, la abrió, y metió la mano en ella. Dejó la mano dentro durante lo que me pareció mucho tiempo. Por fin sacó un conejo verde muerto.
– Lo cacé en Heritage Park con una trampa de conejos -dijo-. Un lazo. También podéis usarla con los mofaches. Ahora vamos a despellejar y destripar la presa.
Todavía me mareo al pensar en esa parte. Los chicos más mayores lo ayudaron: no se estremecieron, aunque hasta Shackie y Croze parecían un poco tensos. Siempre hacían lo que decía Zeb. Lo admiraban. No sólo por su tamaño, sino también porque tenía tradición y era la tradición lo que se respetaba.
– ¿Y si el conejo no está muerto? -preguntó Croze-. En la trampa.
– Pues lo matas -dijo Zeb-. Le golpeas con una roca en la cabeza. O lo coges por las patas traseras y lo aplastas en el suelo.
No matarías así a una oveja, añadió, porque las ovejas tenían el cráneo duro: a una oveja le cortarías el cuello. Cada animal tenía su forma más eficiente de que lo mataran.
Zeb continuó despellejando. Amanda ayudó con la parte en que había que dar vuelta a la piel verde y peluda como si fuera un guante. Traté de no mirar las venas. Eran demasiado azules. Ni los tendones brillantes.
Zeb cortaba trocitos de carne muy pequeños para que cualquiera pudiera probarlos, y también porque no quería exigirnos demasiado haciéndonos comer trozos grandes. Cocinamos los trozos sobre un fuego hecho de tablones viejos.
– Esto es lo que tendréis que hacer si las cosas se ponen fatal -dijo Zeb.
Me pasó un trozo. Me lo puse en la boca. Me di cuenta de que podía masticar y tragar si me lo repetía mentalmente.
– En realidad es pasta de alubias, es pasta de alubias…
Conté hasta cien y me lo tragué.
Pero tenía el gusto de conejo en la boca. Me sentía como cuando tragas la sangre que te sale por la nariz.
Esa tarde tocaba Árbol de la Vida de Intercambio de Productos Naturales. Lo celebraban en un descampado del extremo norte de Heritage Park, al otro lado de las tiendas de SolarSpace. Había un arenero y un conjunto de columpio y tobogán para los niños pequeños. Y también una cabaña, hecha de arcilla, arena y paja. Tenía seis habitaciones y entradas y ventanas curvadas, pero sin puertas ni cristales. Adán Uno decía que la habían construido antiguos ecologistas, al menos treinta años antes. Los plebiquillos habían dejado sus firmas y mensajes en todas las paredes: «Me gustan los coños (a la barbacoa)»; «¿Eres vegetariana? Cómeme el nabo»; «Muerte a los putos verdes».
El Árbol de la Vida no era sólo para los Jardineros. Todos los de la red Natmart vendían allí: el Colectivo de Fernside, el Patio Trasero del Big Box, los Verdes de los Greens. Despreciábamos a todos los demás, porque su ropa era más bonita que la nuestra. Adán Uno decía que los productos con los que comerciaban estaban contaminados moralmente, aunque no irradiaban esa maldad sintética del trabajo esclavo como los llamativos objetos del centro comercial. Los de Fernside vendían cerámica pintada, además de joyas hechas con clips de papelería; los del Patio Trasero vendían animales tejidos; los Verdes de los Greens ofrecían bolsas de mano de artesanía hechas con papel de revistas viejas y coles verdes que cultivaban en los márgenes de su campo de golf. Vaya cosa, decía Bernice, aún regaban la hierba, así que unas pocas coles no les salvarían el alma. Bernice se estaba volviendo cada vez más piadosa. Quizás era un sustituto a no tener amigos reales.
Muchos pijos modernos venían al Árbol de la Vida. Ricos de las comunidades cerradas de SolarSpace, fanfarrones de Fernside, incluso gente de los complejos, que salían a vivir una aventura segura en las plebillas. Afirmaban que preferían nuestra verdura de Jardineros a la del supermercado, e incluso a la de los llamados mercados de granjeros, donde, según Amanda, tipos con pinta de granjero compraban cosas de los almacenes, las metían en cestas «étnicas» y subían el precio, o sea que aunque dijera ecológico no te podías fiar. Sin embargo, el producto Jardinero era de verdad. Apestaba a autenticidad: los Jardineros podían ser fanáticos y estrafalarios, pero al menos tenían ética. Eso era lo que comentaban mientras yo les envolvía sus compras en papel reciclado.
Lo peor de ayudar en el Árbol de la Vida era que teníamos que llevar nuestros pañuelos de cuello de Jóvenes Bioneros. Era humillante, porque los modernos muchas veces traían a sus hijos. Esos chicos se ponían gorras de béisbol con palabras escritas en ellas y nos miraban a nosotros, con nuestros pañuelos de cuello y ropa sosa, como si fuéramos friquis. Susurraban entre ellos y riendo. Yo intentaba no hacer caso. Bernice les salía al paso y les decía: «¿Qué estáis mirando?» Los modales de Amanda eran más suaves. Ella les sonreía, pero luego sacaba su trozo de cristal con la cinta aislante, se hacía un corte en el brazo y chupaba la sangre. Después se lamía los labios con la lengua ensangrentada y extendía el brazo, y ellos retrocedían rápido. Amanda decía que si querías que la gente te dejara en paz, lo mejor era hacerse el loco.
A las tres nos pidieron que ayudáramos en el puesto de setas. Normalmente allí estaban Pilar y Toby, pero Pilar no se encontraba bien, así que sólo estaba Toby. Era estricta: tenías que estar bien recta y ser muy educada.
Yo miraba a los ricos que iban de un lado a otro. Algunos llevaban tejanos de tonos pastel y sandalias, pero otros iban sobrecargados con pieles caras: zapatos de caimán, minis de leopardo, bolsos de oryx. Te dedicaban esa mirada a la defensiva: «Yo no lo maté, ¿por qué dejar que se desperdiciara?» Me preguntaba qué se sentiría al llevar esas cosas, al notar la piel de otra criatura junto a la tuya.
Algunos lucían el nuevo cabello de mohair: plata, rosa, azul. Amanda decía que había tiendas de mohair en la Alcantarilla que atraían niñas, y una vez que estabas en una sala de trasplante de cuero cabelludo te dormían y cuando te despertabas no sólo tenías el pelo distinto sino también diferentes huellas dactilares, y luego te encerraban en una casa de membrana y te obligaban a hacer trabajo guarro, y aunque lograras escapar nunca podrías probar quién eras, porque te habían robado la identidad. Sonaba exagerado. Y Amanda contaba mentiras. Pero habíamos hecho un pacto de no mentirnos nunca entre nosotras, así que pensaba que quizás era cierto.
Después de una hora vendiendo setas con Toby nos dijeron que fuéramos al puesto de Nuala para ayudarla con el vinagre. Para entonces ya estábamos aburridas y estúpidas, y cada vez que Nuala se inclinaba para sacar más vinagre de la caja que había bajo el mostrador, Amanda y yo meneábamos el trasero y nos reíamos por lo bajo. Bernice se estaba poniendo cada vez más colorada porque no la estábamos haciendo partícipe. Sabía que estaba siendo mala, pero no podía parar.
Entonces Amanda tuvo que ir al biodoro violeta portátil y Nuala dijo que necesitaba hablar con Burt, que estaba vendiendo jabón envuelto en hojas en el puesto de al lado. En cuanto Nuala nos dio la espalda, Bernice me agarró del brazo y me lo retorció.
– ¡Cuéntamelo! -susurró.
– ¡Suéltame! -dije-. ¿Que te cuente qué?
– ¡Ya lo sabes! ¿Qué os hace tanta gracia a Amanda y a ti?
– ¡Nada! -dije.
Me retorció más el brazo.
– Vale -dije-, pero no va a gustarte.
Entonces le hablé de Nuala y Burt y de lo que habían estado haciendo en el Salón del Vinagre. Supongo que estaba deseando soltarlo, porque todo salió de golpe.
– ¡Es una mentira apestosa! -dijo.
– ¿Qué es una mentira apestosa? -preguntó Amanda, al volver del biodoro portátil.
– Mi padre no se está tirando a la Bruja Húmeda -susurró Bernice.
– No pude evitarlo -dije-. Me estaba retorciendo el brazo.
Bernice tenía los ojos rojos y empañados, y si Amanda no hubiera estado allí me habría atizado.
– Ren se deja llevar -dijo Amanda-. El hecho es que no lo sabemos seguro. Sólo sospechamos que tu padre se tira a la Bruja Húmeda. Tal vez no lo hace. Pero, con tu madre tanto tiempo en barbecho, has de entenderlo si lo hace. Tiene que estar muy caliente, y por eso siempre coge a las niñas por las axilas.
Amanda le soltó todo eso con voz virtuosa de Eva. Fue cruel.
– No es verdad -dijo Bernice-. No lo hace. -Estaba al borde de las lágrimas.
– Si lo hace -dijo Amanda con voz calmada-, es algo de lo que tendrías que estar al tanto. Vamos, que si yo tuviera un padre no me gustaría que se metiera en el órgano generativo de nadie, salvo en el de mi madre. Es un hábito sucio, muy antihigiénico. Has de cuidarte de que no te toque con manos con gérmenes. Aunque estoy segura de que no…
– No sabes cuánto te odio -dijo Bernice-. Ojalá que te mueras quemada.
– Eso no es muy piadoso, Bernice -dijo Amanda con una voz cargada de reproche.
– Bueno, chicas -dijo Nuala al venir hacia nosotros-. ¿Algunos clientes? Bernice, ¿por qué tienes los ojos tan rojos?
– Soy alérgica a algo -dijo Bernice.
– Sí, lo es -dijo Amanda con solemnidad-. No se siente bien. Quizá debería irse a casa. O quizás ha sido el aire. Tal vez debería ponerse un cono nasal. ¿No te parece, Bernice?
– Amanda, eres una chica muy sensata -dijo Nuala-. Sí, querida Bernice, creo que tendrías que irte ahora. Y miraré de conseguirte un cono nasal para mañana, por las alergias. Te acompañaré un rato, querida. -Puso un brazo en torno a los hombros de Bernice y la apartó.
No podía creer lo que acabábamos de hacer. Tenía esa sensación de desánimo, como cuando se te escapa un objeto pesado y sabes que te va a caer en el pie. Nos habíamos pasado, pero no sabía cómo decirlo sin que Amanda pensara que estaba sermoneando. De todos modos, no había vuelta atrás.
Justo entonces un chico al que nunca había visto antes se acercó a nuestro puesto. Era un adolescente, mayor que nosotras. Delgado, alto y de cabello oscuro, y no llevaba la clase de ropa que se ponían los ricos. Iba todo de negro.
– ¿Cómo puedo ayudarle, señor? -preguntó Amanda.
En ocasiones imitábamos a los esclavos asalariados del SecretBurgers cuando estábamos trabajando en los puestos.
– He de ver a Pilar -dijo el chico. Sin sonrisa, nada-. Esto no está bien.
Sacó de la mochila un tarro de miel Jardinera. Era extraño, porque ¿qué podía estar malo en la miel? Pilar decía que nunca se estropeaba a no ser que le echaras agua.
– Pilar no se siente bien -dije-. Deberías comentárselo a Toby. Está allí con las setas.
Miró a su alrededor, como si estuviera nervioso. No parecía que lo acompañara nadie, ni amigos ni padres.
– No -dijo-. Ha de ser Pilar.
Zeb se acercó desde el puesto de verduras, donde estaba vendiendo raíces de bardana y huauzontle.
– ¿Pasa algo? -preguntó.
– Quiere hablar con Pilar -dijo Amanda-. Por algo de la miel.
Zeb y el chico se miraron el uno al otro, y me pareció que el chico negaba ligeramente con la cabeza.
– ¿Te sirvo yo? -preguntó Zeb.
– Creo que debería ser ella -dijo el chico.
– Amanda y Ren te llevarán -dijo Zeb.
– ¿Y quién venderá el vinagre? -pregunté-. Nuala ha tenido que irse.
– Yo lo vigilaré -dijo Zeb-. Éste es Glenn. Cuidadlo. No dejes que te coman vivo -le dijo a Glenn.
Atravesamos las calles de la plebilla, dirigiéndonos al Jardín del Edén en el Tejado.
– ¿Cómo es que conoces a Zeb? -dijo Amanda.
– Oh, ya lo conocía -dijo el chico.
No era hablador. Ni siquiera quería caminar al lado de nosotras: después de una manzana, se quedó un poco atrás.
Llegamos al edificio de los Jardineros y subimos por la salida de incendios. Philo el Niebla y Katuro el Curvatubos estaban allí: nunca dejábamos el edificio vacío, por si acaso los plebiquillos trataban de colarse. Katuro estaba arreglando una de las mangueras; Philo sólo estaba sonriendo.
– ¿Quién es éste? -preguntó Katuro cuando vio al chico.
– Zeb nos ha dicho que lo trajéramos aquí -dijo Amanda-. Está buscando a Pilar.
Katuro señaló con la cabeza por encima del hombro.
– En la Cabaña del Barbecho.
Pilar estaba tumbada en una hamaca con el tablero de ajedrez a su lado. Todas las piezas estaban colocadas: no había jugado. No tenía buen aspecto: estaba un poco hundida. Estaba con los ojos cerrados, pero los abrió cuando nos oyó llegar.
– Bienvenido, querido Glenn -dijo, como si lo estuviera esperando-. Espero que no hayas tenido ningún problema.
– Ningún problema -dijo el chico. Sacó el tarro-. No está bien -añadió.
– Todo está bien -dijo Pilar-. En la imagen global. Amanda, Ren, ¿me traeríais un vaso de agua?
– Lo iré a buscar -dije.
– Id las dos -dijo Pilar-. Por favor.
No nos quería allí. Dejamos la Cabaña del Barbecho lo más lentamente que pudimos. Ojalá hubiera podido oír lo que estaban diciendo: no era sobre la miel. El aspecto de Pilar me estaba asustando.
– No es de una plebilla -susurró Amanda-. Es de un complejo.
Yo pensaba lo mismo, pero dije:
– ¿Cómo lo sabes?
En los complejos vivía la gente de las corporaciones: todos esos científicos y gente de negocios que Adán Uno decía que estaban destruyendo las viejas especies y creando nuevas y arruinando al mundo, aunque yo no podía creer que mi verdadero padre estuviera haciendo eso en HelthWyzer; en cualquier caso, ¿por qué Pilar saludaba siquiera a alguien de allí?
– Sólo es una sensación -dijo Amanda.
Cuando regresamos con el vaso de agua, Pilar volvía a tener los ojos cerrados. El chico estaba sentado a su lado; había movido unas pocas piezas de ajedrez. La reina blanca estaba encerrada: un movimiento más y estaría muerta.
– Gracias -dijo Pilar, cogiendo el vaso de agua de Amanda-. Y gracias por venir, querido Glenn -le dijo al chico.
El joven se levantó.
– Bueno, adiós -dijo con torpeza.
Y Pilar le sonrió. Su sonrisa era brillante aunque débil. Tuve ganas de abrazarla, se la veía muy pequeña y frágil.
Volviendo al Árbol de la Vida, Glenn caminó junto a nosotras.
– Está muy mal, ¿verdad? -dijo Amanda.
– La enfermedad es un defecto de diseño -dijo el chico-. Podría corregirse.
Sí, decididamente era de un complejo. Sólo los cerebritos de los complejos hablaban así: sin responder a tu pregunta, sino diciendo algo general, como si lo supieran todo a ciencia cierta. ¿Era así como hablaba mi verdadero padre? Quizás.
– Entonces, si estuvieras haciendo el mundo, ¿lo harías mejor? -dije.
Mejor que Dios, era lo que quería decir. De repente, me sentía piadosa, como Bernice. Como un Jardinero.
– Sí -dijo-. La verdad es que sí.
Al día siguiente, pasamos a recoger a Bernice por el Buenavista Condos, como de costumbre. Creo que las dos nos sentíamos avergonzadas por lo que habíamos hecho el día anterior: al menos, yo lo estaba, pero cuando llamamos a la puerta y dijimos «pom, pom» Bernice no dijo «¿quién es?». No dijo nada.
– Peli -dijo Amanda en voz alta-. Peligroso.
Todavía nada. Casi podía sentir su silencio.
– Vamos, Bernice -dije-. Abre la puerta. Somos nosotras.
Abrieron la puerta, pero no fue Bernice quien lo hizo, sino Veena.
Estaba mirándonos a los ojos, y no parecía en barbecho para nada.
– Largaos -dijo, y cerró la puerta.
Nos miramos la una a la otra. Tenía una sensación muy mala. ¿Y si habíamos causado algún trauma permanente a Bernice, con nuestra historia sobre Burt y Nuala? ¿Y si ni siquiera era cierto? Al principio, sólo había sido una broma. Pero ya no lo parecía.
Cualquier otra Semana de San Euell habríamos ido al Heritage Park a buscar setas con Pilar y Toby. Era emocionante, porque nunca sabías con qué te ibas a encontrar. Había familias de las plebillas cocinando al aire libre y peleándose, y nos tapábamos la nariz para evitar el hedor de la carne chisporroteante; había parejas revolcándose en los arbustos, o gente sin hogar bebiendo o roncando bajo los árboles, o locos de pelo alborotado hablando entre ellos o gritando, o drogados disparando. Si llegábamos hasta la playa, podía haber chicas tomando el sol en biquini, y Shackie y Croze les decían «cáncer de piel» para recabar su atención.
O podía haber varios tipos de Corpsegur en patrulla de servicio público para decir a la gente que echara la basura en los contenedores, aunque en realidad -decía Amanda- estaban buscando pequeños camellos que hacían negocio sin dar la parte correspondiente a sus amigos de la mafia. En esos casos oías el chisporroteo de un pulverizador y algunos gritos. Ha ofrecido resistencia, decían a los que pasaban al llevarse al tipo a rastras.
Sin embargo, nuestra excursión a Heritage Park se canceló ese día por la enfermedad de Pilar. Así que en lugar de eso tuvimos Botánica Silvestre con Burt el Pelón, en el solar de detrás del Scales and Tails.
Llevábamos pizarras y tiza porque siempre dibujábamos las hierbas silvestres para memorizarlas mejor. Luego borrábamos nuestros dibujos, y la planta seguía en nuestras cabezas. No hay nada como dibujar una cosa para verla de verdad, decía Burt.
Burt dio vueltas por el solar, recogió algo, lo levantó para que lo viésemos.
– Portulaca oleracea -dijo-. Nombre común: verdolaga. Se encuentra cultivada y silvestre. Prefiere la tierra revuelta. Fijaos en el tallo rojo, las hojas alternas. Es una buena fuente de omega-3. -Hizo una pausa y torció el gesto-. La mitad no estáis mirando y la otra mitad no estáis dibujando -dijo-. ¡Esto podría salvaros la vida! Aquí estamos hablando de sustento. Sustento. ¿Qué es el sustento?
Miradas en blanco, silencio.
– Sustento -dijo el Pelón- es lo que sostiene el cuerpo de una persona. Es comida. ¡Comida! ¿De dónde sale la comida? ¿Clase?
Recitamos juntos:
– Toda la comida sale de la tierra.
– Exacto -dijo Burt-. ¡De la tierra! Y luego la mayoría de la gente la compra en el supermercado. ¿Qué ocurriría si de repente no hubiera más supermercados? ¿Shackleton?
– Cultivaríamos en el tejado -dijo Shackie.
– Supongamos que no hay tejados -dijo el Pelón, empezando a sonrosarse-. ¿De dónde la sacaríais entonces?
Otra vez miradas inexpresivas.
– Iríais a recolectar -dijo el Pelón-. ¿Qué quiere decir recolectar, Crozier?
– Encontrar cosas -dijo Croze-. Cosas que no has de pagar. Como robar.
Reímos.
El Pelón no hizo caso.
– ¿Y dónde buscaríais esas cosas? ¿Quill?
– ¿En el centro comercial? -dijo Quill-. Por detrás. Donde tiran cosas como botellas viejas y…
Quill era un poco corto, pero también se lo hacía.
Los chicos se hacían el tonto para que el Pelón perdiera los nervios.
– ¡No, no! -gritó el Pelón-. ¡No habrá nadie que tire nada! ¿Nunca habéis salido de esta plebilla? ¡Nunca habéis visto un desierto, nunca habéis sufrido una hambruna! Cuando llegue el Diluvio Seco, aunque lo sobreviváis, moriréis de hambre. ¿Por qué? ¡Porque no estáis prestando atención! ¿Por qué pierdo mi tiempo con vosotros?
Cada vez que el Pelón daba una clase, tropezaba con algún obstáculo invisible y empezaba a gritar.
– Bueno, pues -dijo, calmándose-. ¿Qué es esta planta? Verdolaga. ¿Qué podéis hacer con ella? Comerla. Pues, venga, seguid dibujando. ¡Verdolaga! ¡Fijaos en las formas ovaladas de las hojas! ¡Fijaos en su brillo! ¡Fijaos en el tallo! ¡Memorizadlo!
Yo estaba pensando que no podía ser verdad. No imaginaba que nadie -ni siquiera Nuala, la Bruja Húmeda- pudiera tener relaciones sexuales con Burt el Pelón. Era muy calvo y sudaba un montón.
– Cretinos -murmuraba para sus adentros-. ¿Para qué me preocupo?
Entonces se quedó muy quieto. Estaba mirando algo que había detrás de nosotros. Nos volvimos: Veena estaba allí de pie, al lado del hueco en la valla. Debía de haberse colado. Todavía iba en zapatillas; y se cubría la cabeza con la mantita amarilla, como si fuera un chal. Bernice estaba a su lado.
Se limitaron a quedarse allí. No se movieron. Enseguida dos hombres de Corpsegur también cruzaron la valla. Eran Combat; sus trajes grises brillaban y les hacían parecer un espejismo. Habían sacado los pulverizadores. Noté que me ponía pálida; pensaba que iba a vomitar.
– ¿Qué pasa? -gritó Burt.
– ¡Quieto! -dijo uno de los hombres de Corpsegur-. Su voz sonó muy alta por el micrófono que llevaba en el casco. Avanzaron.
– Atrás -nos dijo Burt. Tenía aspecto de que le hubieran disparado con una pistola aturdidora.
– Acompáñenos, señor -dijo el primer hombre de Corpsegur cuando nos alcanzaron.
– ¿Qué? -dijo Burt-. ¡Yo no he hecho nada!
– Cultivo ilegal de marihuana para su venta en el mercado negro, señor -dijo el segundo-. Será mejor que no se resista a la detención.
Condujeron a Burt hacia el hueco en la valla. Todos fuimos en silencio detrás de él: no entendíamos lo que estaba ocurriendo.
Cuando llegaron a Veena y Bernice, Burt separó los brazos.
– ¡Veena! ¿Cómo ha ocurrido esto?
– ¡Eres un hijo de puta degenerado! -le soltó-. ¡Hipócrita! ¡Fornicador! ¿Te crees que soy idiota?
– ¿De qué estás hablando? -dijo Burt en tono de súplica.
– Supongo que pensabas que estaba tan colocada con esa hierba venenosa tuya que no podía ver -dijo Veena-. Pero lo descubrí. ¡Qué estás haciendo con esa vaca de Nuala! Aunque ella no es la más culpable. Capullo retorcido.
– No -dijo Burt-. ¡Lo juro! Nunca he… Sólo…
Yo estaba mirando a Bernice y no tenía ni idea de lo que estaba sintiendo. Ni siquiera estaba colorada. Estaba pálida como la tiza. Blanco nieve.
Adán Uno se coló por un hueco en la valla. Daba la sensación de que siempre sabía cuándo ocurría algo inusual. Amanda decía que era como si tuviera un teléfono. Puso la mano sobre la mantita amarilla de Veena.
– Veena, querida, has salido del barbecho -dijo-. Qué maravilloso. Hemos estado rezando por eso. Pero dime, ¿qué está pasando?
– Apártese, por favor, señor -dijo el primer hombre de Corpsegur.
– ¿Por qué me has hecho esto? -le gritó Burt a Veena cuando se lo llevaban.
Adán Uno respiró hondo.
– Esto es lamentable -dijo-. Tal vez sería sensato reflexionar sobre las fragilidades humanas que compartimos…
– Eres idiota -le soltó Veena-. Burt tiene un enorme cultivo en el Buenavista, justo debajo de vuestras sagradas narices de Jardineros. También ha estado traficando en vuestras narices, en ese estúpido mercado vuestro. Esas barritas de jabón envueltas en hojas: ¡no todo era jabón! Se ha estado forrando.
Adán Uno parecía apesadumbrado.
– El dinero es una tentación horrible -dijo-. Es una enfermedad.
– Estúpido -le dijo Veena-. Botánica orgánica, ¡vaya chiste!
– Te dije que había un cultivo en el Buenavista -me susurró Amanda-. El Cabolo está bien jodido.
Adán Uno dijo que todos deberíamos irnos a casa, y eso fue lo que hicimos. Me sentía francamente mal por Burt. Lo único que se me ocurría era que, después de que nos pasáramos tanto con ella ese día en el Árbol de la Vida, Bernice había vuelto y le había contado a Veena que Burt y Nuala tenían un lío, y también le había hablado de que sobaba axilas, y eso había puesto a Veena tan celosa y cabreada que había contactado con Corpsegur y lo había acusado. Los de Corpsegur te animaban a delatar a vecinos y familiares. Incluso podías ganar dinero así, decía Amanda.
Yo no quería causar ningún daño, o al menos no esa clase de daño, pero ahí estaban las consecuencias.
Pensaba que deberíamos acudir a Adán Uno y contarle lo que habíamos hecho, pero Amanda dijo que no sacaríamos nada bueno, que eso no arreglaría las cosas y nos causaría más problemas. Tenía razón. Pero eso no me hizo sentir mejor.
– Anímate -dijo Amanda-. Robaré algo para ti. ¿Qué quieres?
– Un teléfono -dije-. Morado. Como el tuyo.
– Vale -dijo Amanda-. Me encargaré de eso.
– ¡Qué detalle! -exclamé. Traté de poner mucha energía en mi voz para que entendiera que se lo agradecía, pero ella se dio cuenta de que estaba fingiendo.
Al día siguiente, Amanda dijo que tenía una sorpresa que seguro que me animaría. La sorpresa me esperaba en el centro comercial del Sumidero. Y la verdad es que lo fue, porque cuando llegamos allí Shackie y Croze estaban haciendo tiempo cerca de la cabina rota del holocentrifugador. Sabía que los dos estaban colgaditos de Amanda -todos los chicos lo estaban-, aunque ella nunca iba con ellos, salvo en grupo.
– ¿Lo tenéis? -les preguntó.
Le sonrieron con timidez. Shackie había crecido mucho últimamente: era alto y larguirucho, con las cejas oscuras. Croze había crecido también, pero tanto a lo ancho como a lo alto; tenía una barba incipiente de color pajizo. Hasta entonces yo no había pensado demasiado en lo mucho que se parecían -no en detalle-, pero en ese momento caí en la cuenta de que los veía de un modo diferente.
– Vamos adentro -dijeron.
No parecían exactamente asustados, sino alerta. Comprobaron que nadie los estaba observando, y entonces todos nos apiñamos en la cabina donde la gente centrifugaba su imagen en el centro comercial. Estaba diseñada sólo para dos, así que estábamos apiñados.
Hacía calor allí. Notaba el calor de nuestros cuerpos, como si estuviéramos infectados y con fiebre, y percibía el sudor seco y el olor a algodón viejo, a mugre y a aceite del cuero cabelludo de Shackie y Croze -que era como olíamos todos- mezclado con su olor de chicos mayores, una mezcla de hongos y restos de vino; y el olor floral de Amanda, con un matiz de almizcle y un rastro de sangre.
No sé cómo les olía yo a ellos. Dicen que nunca puedes percibir bien tu propio olor, porque te acostumbras a él. Ojalá hubiera conocido la sorpresa por adelantado, porque podría haber usado uno de mis restos de jabón de rosa. Esperaba que no oliera a ropa interior sucia o a pies encerrados.
¿Por qué queremos gustar a otras personas, aunque estas personas no nos importen demasiado? No sé por qué, pero es así. Me di cuenta de que estaba allí de pie, oliendo todos esos olores y deseando que Shackie y Croze pensaran que era guapa.
– Aquí está -dijo Shackie. Sacó un trozo de tela con algo envuelto en él.
– ¿Qué es? -pregunté. Oí mi propia voz: de niña y chillona.
– Es la sorpresa -dijo Amanda-. Tienen parte de esta superyerba para nosotras. De la que cultivaba Burt el Pelón.
– ¡Ni hablar! -exclamé-. ¿La has comprado? ¿De Corpsegur?
– La birlé -dijo Shackie-. Nos colamos en la parte de atrás del Buenavista, lo hemos hecho montones de veces. Los tipos de Corpsegur estaban entrando y saliendo por la puerta principal, no nos prestaron atención.
– Hay unos barrotes sueltos en una de las ventanas de la bodega: nos metíamos allí para hacer fiestas en la escalera -dijo Croze.
– Han puesto bolsas de hierba en la bodega -dijo Shackie-. Deben de haber recogido toda la cosecha. Te colocas sólo de respirar.
– A verla -dijo Amanda.
Shackie desenrolló la tela: hojas secas picadas.
Conocía la opinión de Amanda respecto a las drogas: perdías el control de la mente, y eso era arriesgado porque daba ventaja a los demás. También te podías pasar, como le había ocurrido a Philo el Niebla, y entonces no te quedaba ni mente de la que perder el control. Y sólo podías fumar con gente de confianza. ¿Ella confiaba en Shackie y Croze?
– ¿Tú la has probado? -le susurré a Amanda.
– Todavía no -me respondió Amanda en otro susurro.
¿Por qué estábamos susurrando? Los cuatro estábamos tan cerca que Shackie y Croze podían oírlo todo.
– Entonces, no quiero -dije.
– Pero he pasado -dijo Amanda. Sonó feroz-. ¡He pasado un montón!
– Yo he probado esta mierda -dijo Shackie. Usó su voz más dura para decir «mierda»-. ¡Es alucinante!
– Yo también. Es como si volaras -dijo Croze-. Como un puto pájaro.
Shackie ya estaba enrollando las hojas picadas, ya lo estaba encendiendo, ya estaba dando una calada.
Noté en mi trasero la mano de alguien, no supe de quién. Estaba subiendo, tratando de encontrar una vía de entrada bajo mi vestido de Jardinera de una pieza. Quería decir basta, pero no lo hice.
– Tú pruébalo -dijo Shackie.
Me agarró por la barbilla, metió su boca en la mía y me sopló una bocanada de humo. Yo tosí, y él lo hizo otra vez y me sentí muy mareada. Entonces vi una clara imagen fluorescente, cegadora y brillante del conejo que nos habíamos comido esa semana. Me estaba mirando con sus ojos sin vida, pero los ojos eran de color naranja.
– Te has pasado -dijo Amanda-. ¡No está acostumbrada!
Enseguida me mareé, y vomité. Creo que los manché a todos. Oh, no, pensé, qué idiota. No sé cuánto duró todo eso, porque el tiempo era como de goma, se extendía como una larga soga elástica o un enorme trozo de chicle. Luego todo se cerró en un cuadradito negro y me desmayé.
Cuando me levanté estaba sentada, apoyada en la fuente rota del centro comercial. Todavía estaba mareada, aunque ya no tenía ganas de vomitar: era más como flotar. Todo parecía lejano y traslúcido. «A lo mejor puedo atravesar el cemento con la mano -pensé-. Quizá todo está hecho de encaje: de motas, con Dios en medio, como dice Adán Uno. Quizá soy humo.»
El escaparate de la tienda del centro comercial que teníamos delante era como una caja llena de luciérnagas, como lentejuelas vivas. Estaban dando una fiesta, oía la música. Tintineante y extraña. Una fiesta de mariposas: debían de estar danzando sobre sus largas y flacas patas de mariposa. Si consigo levantarme, pensé, también podré bailar.
Amanda tenía su brazo a mi alrededor.
– No pasa nada -dijo-. Estás bien.
Shackie y Croze aún estaban allí, y sonaban cabreados. O al menos Croze, más que Shackie, porque Shackie estaba casi tan machacado como yo.
– Bueno, ¿cuándo pagarás? -dijo Croze.
– No ha funcionado -dijo Amanda-, así que nunca.
– Ese no era el trato -dijo Croze-. El trato era que nosotros traíamos el material. Nosotros lo hemos traído, así que nos lo debes.
– El trato era que Ren se ponía contenta -dijo Amanda-. No se ha puesto contenta. Fin del trato.
– Ni hablar -dijo Croze-. Nos lo debes. Paga.
– Que os den -dijo Amanda.
Su voz tenía ese filo peligroso, el que usaba en las plebillas cuando se le acercaban.
– Bueno -dijo Shackie-. Cuando quieras. -No parecía demasiado preocupado.
– Nos debes dos polvos -dijo Croze-. Uno a cada uno. Hemos corrido un gran riesgo, nos podían haber matado.
– No la jodas -dijo Shackie-. Sólo quiero tocarte el pelo -le dijo a Amanda-. Hueles a tofe. -Aún estaba volando.
– ¡Largaos! -dijo Amanda.
Y supongo que lo hicieron, porque la siguiente vez que los busqué ya no estaban.
Para entonces ya me sentía más normal.
– Amanda -dije-. No puedo creer que comerciaras con ellos. -Quise decir, por mí, pero tenía miedo de echarme a llorar.
– Siento que no haya funcionado -dijo-. Sólo quería que te sintieras mejor.
– Me siento mejor -dije-. Más ligera.
Eso era verdad, en parte porque había vomitado mucho peso en forma de líquido, pero en parte por Amanda. Sabía que había hecho ese tipo de comercio, a cambio de comida, cuando pasó hambre después del huracán de Tejas, pero me había dicho que nunca le había gustado y que era estrictamente un negocio, así que no había vuelto a hacerlo porque no había tenido necesidad. Y tampoco la tenía esta vez, pero lo había hecho de todos modos. No sabía que me apreciaba tanto.
– Ahora están furiosos contigo -dije-. Buscarán revancha.
De todos modos no me importaba demasiado, porque yo todavía estaba volando como una abeja.
– No me preocupa -dijo Amanda-. Puedo ocuparme de ellos.