De la metodología de Dios en la creación del hombre.
Narrado por Adán Uno
Queridos compañeros Jardineros en la Tierra que es el Jardín de Dios:
¡Qué maravilloso es veros a todos reunidos aquí en nuestro hermoso Jardín del Edén en el Tejado! He disfrutado viendo el excelente Árbol de los Animales creado por nuestros niños con objetos de plástico que ellos mismos han recogido -¡un ejemplo excelente de reciclaje de materiales inicuos!- y espero con muchas ganas la inminente comida de hermandad: el delicioso pastel que Rebecca prepara con los nabos que reservamos de la última cosecha, por no mencionar el revuelto de setas encurtidas cortesía de Pilar, nuestra Eva Seis. También celebramos el ascenso de Toby a la categoría de docente. Con su tesón y dedicación, Toby nos ha enseñado que una persona puede superar infinidad de experiencias dolorosas y obstáculos internos una vez que atisba la luz de la verdad. Estamos muy orgullosos de ti, Toby.
En el Banquete de Adán y Todos los Primates, reivindicamos a nuestros ancestros primates: una afirmación que nos ha acarreado la ira de aquellos que persisten de un modo arrogante en el negacionismo. Pero afirmamos, también, la actuación divina que causó que fuéramos creados en la forma en que lo fuimos, y esto ha enrabietado a los científicos necios convencidos de que Dios no existe. Aseguran la inexistencia de Dios porque no pueden ponerlo en un tubo de ensayo ni pesarlo ni medirlo. Pero Dios es Espíritu puro; por lo tanto ¿cómo puede alguien razonar que la imposibilidad de medir lo que no es mensurable prueba su no existencia? Dios es de hecho la no cosa, la no cosidad, mediante la cual y por la cual existen todas las cosas materiales; porque si no hubiera la no cosidad, la existencia estaría tan repleta de materialidad que ninguna cosa podría distinguirse de otra. La mera existencia de objetos materiales distintos es una prueba de la no cosidad de Dios.
¿Dónde estaban los científicos necios cuando Dios colocó los cimientos de la Tierra interponiendo su propio Espíritu entre una gota de materia y otra, dando así lugar a las formas? ¿Dónde estaban «cuando clamaban a coro todas las estrellas del alba»? Pero perdonémosles de corazón, porque nuestra tarea de hoy no es la reprimenda, sino contemplar nuestro propio estado terrenal con toda humildad.
Dios podría haber creado al hombre sólo mediante la palabra, pero no usó ese método. También podría haberlo creado del polvo de la Tierra, lo cual en cierto sentido hizo, porque ¿qué otra cosa puede significar «polvo» sino átomos y moléculas, los componentes básicos de todas las entidades materiales? Además, nos creó mediante largos y complejos procesos de selección natural y sexual, que no son otra cosa que su ingenioso artefacto para instilar humildad en el hombre. Lo hizo un «poco inferior a los ángeles», pero en otros sentidos -y la ciencia lo confirma- estamos emparentados con nuestros compañeros primates, un hecho desagradable para la autoestima de los altaneros de este mundo. Nuestros apetitos, nuestros deseos, nuestras emociones más incontrolables, ¡son de los primates! La Caída del Jardín del Edén original fue una caída desde la actuación inocente de esos modelos e impulsos hasta una conciencia avergonzada de ellos; y de ahí surge nuestra tristeza, nuestra ansiedad, nuestra duda, nuestra rabia contra Dios.
Cierto, a nosotros -como a los otros animales- se nos bendijo y se nos exigió crecer y multiplicarnos, y repoblar la Tierra. Pero ¡con qué medios humillantes, agresivos y dolorosos suele ocurrir esta repoblación! ¡No es de extrañar que nazcamos con una sensación de culpa y desgracia! ¿Por qué Dios no nos creó con un espíritu puro como el suyo? ¿Por qué nos encarnó en materia perecedera y en una materia tan desafortunadamente simiesca? Y así se suceden las quejas de los antiguos.
¿Qué mandamiento desobedecimos? El mandamiento de vivir la existencia animal en toda su simplicidad, sin ropa, por así decirlo. Pero ansiábamos el conocimiento del bien y del mal, y obtuvimos ese conocimiento, y ahora estamos pagando la osadía. En nuestros esfuerzos por alzarnos por encima de nosotros mismos hemos caído aún más bajo y aún seguimos cayendo; porque, como la Creación, la Caída también continúa. La nuestra es una caída en la codicia: ¿por qué pensamos que todo lo que existe sobre la Tierra nos pertenece, cuando en realidad nosotros pertenecemos a todo? Hemos traicionado la confianza de los animales y mancillado nuestra tarea sagrada de llevar el timón. El mandamiento divino de «repoblar la tierra» no significa que debamos llenarla hasta que se desborde con nosotros mismos, borrando así todo lo demás. ¿Cuántas especies hemos aniquilado ya? En la medida en que hacemos daño a la menor criatura de Dios, se lo hacemos a Él. Por favor, considerar esto, amigos, la próxima vez que piséis un gusano o menospreciéis un escarabajo.
Recemos para que no caigamos en el error del orgullo de considerarnos excepcionales, los únicos con alma de toda la Creación; y porque no imaginemos en vano que estamos por encima de toda otra vida, y que podemos destruirla cuando nos plazca y con impunidad.
Te damos gracias, oh, Señor, por habernos hecho de tal modo que recordemos, no sólo nuestro ser casi angélico, sino también los nudos de ADN y ARN que nos atan a nuestros compañeros animales.
Cantemos.
No permitas mi orgullo
No permitas mi orgullo, Señor,
ni que me coloque delante
de otros primates, con cuyos genes
en tu amor crecimos todos.
Billones de años son
Tus Días, tus métodos, insondables;
pero tu mezcla de ADN
dio pasión, saber y mente.
No siempre conocemos Tu senda
por el mono y el gorila,
mas encontramos todos cobijo
bajo tu sombra celeste.
Si nos jactamos y nos henchimos
de vanidad y de orgullo,
recordemos al australopiteco,
nuestro animal interior.
Líbranos de rasgos peores,
agresión, rabia, codicia;
no desdeñemos nuestra baja cuna,
ni nuestro germen de primate.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
Cuando pienso en esa noche -la noche en que empezó el Diluvio Seco- no consigo recordar nada extraordinario. Alrededor de las siete en punto me entró hambre. Saqué una Joltbar de la mininevera y me comí media. Sólo me comía la mitad de cada cosa porque una chica de mi constitución no puede permitirse hincharse como un globo. Una vez le pregunté a Mordis si no debería ponerme implantes de pecho, pero dijo que yo podía hacer de menor con luz tenue, y había mucha demanda del numerito de la colegiala.
Hice algunas flexiones en la barra y mis ejercicios de Kegel, y entonces Mordis me llamó al videoteléfono para ver si estaba bien: me echaba de menos, porque nadie sabía ganarse al público como yo.
– Ren, tú les haces cagar billetes de mil dólares -dijo, y yo le lancé un beso.
– ¿Mantienes el trasero en forma? -preguntó.
Así que coloqué el videoteléfono detrás de mí.
– De puta madre -dijo.
Aunque te sintieras mal, te hacía sentir guapa.
Después de eso fui al vídeo del Nido de Víboras, para ver la acción y bailar al son de la música. Era extraño observar que todo continuaba sin mí, como si me hubieran borrado. Crimson Petal estaba en la barra; Savona me sustituía en el trapecio. Tenía buen aspecto: brillante, verde y sinuosa, con un mohair nuevo plateado. Yo también estaba planteándome usar uno -eran mejor que las pelucas, nunca se te movían-, pero algunas chicas decían que el olor era como a costillas de cordero, sobre todo cuando llovía.
Savona era un poco torpe. No era una chica de trapecio, sino de barra, y era pesada de arriba, se había hinchado como una pelota de playa. Si le ponías tacones de aguja, bastaría con soplarle un poco desde atrás para que se cayera de bruces.
– Mientras funcione -diría-, y, nena, esto funciona.
Ahora estaba abriéndose de piernas cabeza abajo, sujetándose con una sola mano. No me convencía, pero los hombres que tenía debajo no estaban muy interesados en el arte: pensarían que Savona era genial a menos que se riera en lugar de gemir o se cayera del trapecio.
Salí del Nido de Víboras y me pasé por las otras salas, pero no estaba ocurriendo gran cosa. No había fetichistas, nadie que quisiera que lo cubrieran de plumas o lo pringaran de gachas o que lo colgaran con cuerdas de terciopelo o que se estremeciera de placer con lebistes. Sólo lo de cada día.
Entonces llamé a Amanda. Cada una de nosotras era la familia de la otra; supongo que de pequeñas las dos éramos cachorros callejeros. Es un vínculo.
Amanda estaba en el desierto de Wisconsin, terminando una de las instalaciones de bioarte que está haciendo desde que se metió en el mundillo artístico. Esta vez eran huesos de vaca. Wisconsin está lleno de huesos de vaca desde la gran sequía de hace diez años, cuando descubrieron que era más barato sacrificar las vacas in situ que transportarlas a otro lugar, eso en el caso de las que no habían muerto por sí solas. Amanda disponía de un par de excavadoras de pila de combustible y de dos refugiados ilegales Tex-Mex que había contratado, y estaba colocando los huesos de vaca en un patrón tan grande que sólo se veía desde arriba: enormes letras mayúsculas que formaban una palabra. Después lo cubriría con jarabe para crepes, esperaría a que se poblara de vida insectívora y grabaría vídeos desde el aire para exhibirlos en galerías. Le gustaba ver cosas que se movían, crecían y luego desaparecían.
Amanda siempre conseguía dinero para sus numeritos artísticos. Era bastante famosa en los círculos que contaban en la cultura. No eran círculos muy amplios, pero sí círculos ricos. Esta vez tenía un contrato con un pez gordo de Corpsegur que la llevaba en helicóptero para que grabara los vídeos.
– He hecho un canje con el señor Don por el remolino. -Así era como me lo decía, nunca decíamos Corpsegur ni helicóptero por teléfono, porque tenían robots que escuchaban en busca de determinadas palabras, como ésas.
Su rollo de Wisconsin formaba parte de una serie llamada La Palabra Viva. Decía en broma que estaba inspirado en los Jardineros porque nos habían reprimido mucho por anotar cosas. Ella había empezado con palabras de una letra -I y A y O- y luego había hecho palabras de dos letras como Yo y luego de tres, de cuatro y de cinco. Ahora iba por las de seis. Estaban escritas en todos los materiales diferentes, incluidas entrañas de pez, aves muertas por vertidos tóxicos o lavabos de inmuebles demolidos que llenaba de aceite usado para luego prenderles fuego.
Su nueva palabra era kaputt. Cuando me lo había contado antes, me había dicho que estaba mandando un mensaje.
– ¿A quién? -le dije-. ¿A la gente que va a las galerías? ¿A los señores ricos y poderosos?
– Exacto -dijo ella-. Y también a las señoras ricas y poderosas.
– Te vas a meter en líos, Amanda.
– No pasa nada -dijo ella-. No lo entenderán.
El proyecto estaba yendo bien, dijo: había llovido, las flores del desierto se habían abierto, abundaban los insectos, lo cual era perfecto para cuando vertiera el jarabe. Ya había hecho la K, e iba por la mitad de la A. Aunque los Tex-Mex se estaban aburriendo.
– Ya somos dos -dije-. No aguanto más aquí.
– Tres -dijo Amanda-. Hay dos Tex-Mex, y tú, tres.
– Ah, vale. Tienes buen aspecto. El caqui te sienta bien. -Era alta, con ese aire de exploradora larguirucha con salacot.
– Tú tampoco estás mal -dijo Amanda-. Ten cuidado, Ren.
– Tú también. No dejes que se te tiren los Tex-Mex.
– No lo harán. Creen que estoy zumbada. Las locas te cortan el rabo.
– ¡No lo sabía! -Estaba riendo. A Amanda le gustaba hacerme reír.
– ¿Por qué ibas a saberlo? -dijo Amanda-. Tú no estás loca y nunca has visto una de esas cosas retorciéndose en el suelo. Dulces sueños.
– Dulces sueños -repetí, pero ella ya había colgado.
He perdido la pista de los santos del día -no recuerdo cuál es el de hoy-, pero puedo contar los años. He usado mi delineador de ojos en la pared para sumar los años que hace que conozco a Amanda. Lo he hecho como en esas pelis viejas de prisioneros: cuatro trazos y luego uno que los tacha para el quinto.
Han pasado muchos años: más de quince desde que entró en los Jardineros. Mucha gente de mi vida anterior era de allí: Amanda y Bernice y Zeb; y Adán Uno y Shackie y Croze; y la vieja Pilar; y Toby, por supuesto. Me pregunto qué pensarán de mí: de lo que terminé haciendo para ganarme la vida. Algunos estarían decepcionados, como Adán Uno. Bernice diría que soy reincidente y que me está bien empleado. Lucerne diría que soy una guarra, y yo le diría que hace falta serlo para reconocer a otra. Pilar me miraría con prudencia. Shackie y Croze se reirían. Toby se cabrearía con el Scales. ¿Y Zeb? Creo que trataría de rescatarme, porque sería un desafío.
Amanda ya lo sabe. Ella no juzga. Dice que comercias con lo que tienes. No siempre tienes elección.
Cuando Lucerne y Zeb me sacaron por primera vez del mundo exfernal para llevarme a vivir con los Jardineros, no me hizo ninguna gracia. Todos sonreían mucho, pero me asustaban: estaban muy interesados en el destino y en los enemigos y en Dios. Y hablaban mucho de la muerte. Los Jardineros eran estrictos respecto a no acabar con una vida, pero en cambio decían que la muerte era un proceso natural, lo cual es una especie de contradicción, ahora que lo pienso. Tenían la idea de que convertirse en compost estaba bien. No todos creerían que el hecho de que tu cuerpo se convirtiera en parte de un buitre era un futuro estupendo, pero los Jardineros sí. Y cuando empezaban a hablar del Diluvio Seco que iba a matar a todos los que habitaban la tierra -salvo tal vez a ellos- me provocaba pesadillas.
Nada de eso asustaba a los verdaderos niños Jardineros. Estaban acostumbrados. Incluso hacían broma al respecto, o al menos los chicos mayores: Shackie y Croze y sus colegas. «Todos vamos a moriiiiir», decían poniendo cara de zombis. «Eh, Ren. ¿Quieres colaborar en el ciclo de la vida? Si te tumbas en ese vertedero, podrás ser compost.» «Eh, Ren, ¿quieres ser un gusano? ¡Lámeme el corte!»
«Calla -decía Bernice-. O serás tú el que acabe en el vertedero, porque te tiraré yo.» Bernice era mala y no se dejaba pisar, y la mayoría de los niños retrocedían. Incluso los chicos. Pero entonces yo estaba en deuda con Bernice y tenía que obedecerla.
Shackie y Croze se burlaban de mí de todos modos, cuando Bernice no estaba cerca para devolvérsela. Eran aplastagusanos, zampaescarabajos. Trataban de darte asco. Los buscapleitos, los llamaba Toby. Oía que le decía a Rebecca: «Aquí llegan los buscapleitos.» Shackie era el mayor; era alto y delgado, y tenía un tatuaje de una araña en la cara interna del brazo que él mismo se había hecho con una aguja y hollín de vela. Croze era de constitución más achaparrada. Tenía la cabeza redonda y le faltaba un diente en un lado; decía que lo había perdido en una reyerta. Tenían un hermano pequeño que se llamaba Oates. No tenían padre ni madre; no es que fueran huérfanos, pero su padre se había marchado con Zeb en algún viaje especial de Adán y no había vuelto, y luego su madre se había ido diciéndole a Adán Uno que mandaría a buscar a sus hijos cuando se estableciera. Pero nunca lo hizo.
La Escuela de Jardineros estaba en un edificio distinto al del Tejado. Lo llamaban Clínica de Estética porque es lo que había antes allí. Aún quedaban algunas cajas abandonadas llenas de vendas de gasa, que los Jardineros guardaban para trabajos de manualidades. Olía a vinagre: al otro lado del pasillo, frente a las aulas, estaba la sala que los Jardineros usaban para fabricar vinagre.
Los bancos de la Clínica de Estética eran duros; nos sentábamos en filas. Escribíamos en pizarras y había que borrarlas al final del día, porque los Jardineros decían que no podías dejar palabras sueltas donde nuestros enemigos podían encontrarlas. Además, el papel era pecado porque estaba hecho de la carne de los árboles.
Pasábamos mucho tiempo memorizando cosas y recitándolas en voz alta. La historia de los Jardineros, por ejemplo, decía así:
Año Uno, un huerto contra el ayuno; año Dos, damos gracias a Dios; año Tres, las abejas de Pilar ponen todo del revés; año Cuatro, Burt entra en el teatro; año Cinco, Toby pega un brinco; año Seis, Katuro, ya lo veis; año Siete, llega Zeb como un cohete.
El año siete también debería decir que llegué yo, y mi madre, Lucerne; y Zeb no llegó como un cohete, pero a los Jardineros les gustaban las cancioncitas con rima.
Año Ocho, con Nuala no trasnocho; Año Nueve, Philo se pone de relieve.
Quería que en el año diez apareciera Ren, pero no me lo esperaba.
Las otras cosas que teníamos que memorizar eran más duras. Los temas de matemáticas y de ciencia eran los peores. También teníamos que memorizar el santoral, y todos los días había al menos un santo y a veces más, o una fiesta, lo cual significaba más de cuatrocientos. Además de lo que habían hecho los santos para convertirse en santos. Algunos eran fáciles. San Yoshi Leshem de las Lechuzas; bueno, la respuesta era obvia. Y santa Dian Fossey, porque la historia era muy triste, y san Shackleton por lo heroica. Pero algunos de ellos eran francamente difíciles. ¿Quién podía recordar a san Bashir Alouse o san Crick o el Día de las Podocarpáceas? Siempre me equivocaba con el Día de las Podocarpáceas, porque, ¿qué era una podocarpácea? Era una clase de árbol antigua, pero sonaba a pez.
Nuestros profesores eran Nuala para los niños pequeños, el Coro de Brotes y Flores y Reciclaje de Tela; y Rebecca, que impartía Arte Culinario, que significaba cocinar; y Surya, que enseñaba Costura; y Mugi para Aritmética Mental; y Pilar en Abejas y Micología; y Toby que daba Sanación Holística con Fitoterapia; y Zeb en Relaciones Depredador-Presa y Camuflaje Animal. Había otros maestros -a los trece, teníamos a Katuro para Urgencias Médicas y a Marushka la Comadrona en Sistema Reproductivo Humano, aunque el único tema que habíamos estudiado era Ovarios de Rana-, pero ésos eran los principales.
Los niños Jardineros ponían apodos a todos los profesores. Pilar era el Hongo, Zeb era el Loco Adán, Stuart era el Escoplo porque hacía los muebles. Mugi era el Músculo, Marushka era la Mucosa, Rebecca la Sal y Pimienta, Burt era el Pelón, porque era calvo. Toby era la Bruja Seca. Bruja porque siempre estaba mezclando cosas y poniéndolas en frascos, y seca porque era muy delgada y dura, y para distinguirla de Nuala, que era la Bruja Húmeda porque siempre salivaba y por su trasero fofo, y porque podías hacerla llorar con mucha facilidad.
Además de los cantos de aprendizaje, los niños Jardineros tenían otros más groseros que se inventaban ellos. Los cantaban en voz baja; empezaban Shackleton y Crozier y los chicos mayores, pero enseguida nos uníamos todos:
Bruja Húmeda, Bruja Húmeda,
zorra gorda y babosa,
te venderé al carnicero, como si tal cosa.
Cómete una salchicha de Bruja Húmeda.
La letra era especialmente malvada por lo del carnicero y la salchicha, porque la carne de cualquier cosa resultaba obscena en cuanto concernía a los Jardineros. «Basta ya», decía Nuala, pero enseguida gimoteaba y los chicos mayores levantaban el pulgar.
Nunca logramos hacer llorar a la Bruja Seca Toby. Los chicos decían que era dura de roer; ella y Rebecca eran las más duras. Rebecca era jovial, pero más te valía no buscarle las cosquillas. En cuanto a Toby, era de cuero por dentro y por fuera. «No lo intentes, Shackleton», decía, aunque estuviera de espaldas. Nuala era demasiado amable con nosotros, pero Toby nos responsabilizaba, y confiábamos más en Toby: te fiarías más de una roca que de un pastel.
Vivía con Lucerne y Zeb en un edificio situado a unas cinco manzanas del Jardín. Lo llamaban la Quesería porque es lo que había sido, y todavía conservaba un tenue olor a queso. Después del queso lo reciclaron en lofts para artistas, pero ya no quedaban artistas y nadie parecía saber quién era el propietario. Entretanto, los Jardineros lo habían ocupado. Les gustaba vivir en sitios donde no tenían que pagar alquiler.
Nuestra vivienda era un espacio amplio, con algunos cubículos separados por cortinas: uno para mí, otro para Lucerne y Zeb, otro para el biodoro violeta, otro para la ducha. Las cortinas de los cubículos estaban hechas de tiras de bolsas de plástico y cinta aislante, y no insonorizaban en absoluto. Suponía un inconveniente, sobre todo en el caso del biodoro violeta. Los Jardineros decían que la digestión era sagrada y que no había nada gracioso ni terrible respecto a los olores y sonidos que formaban parte de la fase final del proceso nutritivo, pero en nuestro hogar esos productos finales resultaban difíciles de pasar por alto.
Comíamos en la sala principal, en una mesa hecha a partir de una puerta. Todos nuestros platos y ollas y sartenes eran rescatados -cosechados, decían los Jardineros-, salvo algunas de las bandejas más gruesas y tazas. Estas las habían fabricado los Jardineros en su periodo cerámico, antes de que decidieran que los hornos consumían demasiada energía.
Yo dormía en un futón relleno de farfolla y paja. Tenía una colcha hecha de retazos de tejanos y alfombrillas de ducha viejas y cada mañana empezaba por hacerme la cama, porque a los Jardineros les gustaban las camas bien hechas, aunque no eran tiquismiquis respecto a de qué estaban hechas. Luego cogía la ropa que tenía colgada de un clavo en la pared y me la ponía. Me la cambiaba cada siete días: los Jardineros no eran partidarios de gastar demasiada agua y jabón en lavarse en exceso. Mi ropa estaba siempre húmeda por el ambiente, y porque los Jardineros desaprobaban las secadoras. Nuala nos decía muchas veces que Dios hizo el sol por una razón, y según ella la razón era secar la ropa.
Lucerne seguía en la cama, que era su sitio favorito. Cuando vivíamos en HelthWyzer con mi verdadero padre, casi nunca se quedaba en casa, en cambio con los Jardineros apenas salía, salvo para ir al Tejado o a la Clínica de Estética a ayudar a las otras mujeres Jardineras a pelar raíces de bardana, a hacer esas colchas abolladas o a tejer cortinas con bolsas de plástico, o a lo que fuera.
Zeb estaría en la ducha. «No hay duchas diarias» era una de las muchas reglas de los Jardineros que infringía. Nuestra agua de ducha salía de una manguera de jardín enganchada a un cubo de agua de lluvia y no usábamos más energía que la fuerza de gravedad. Ésa era la razón de que Zeb hiciera una excepción consigo mismo. Cantaba:
A nadie le importa un pimiento,
a nadie le importa un pimiento,
todo se va a tomar viento,
porque a nadie le importa un pimiento.
Todas sus canciones de ducha eran negativas de este modo, aunque él las cantaba entusiasmado, con esa voz de marcado acento ruso.
Tenía sentimientos encontrados respecto a Zeb. Podía dar miedo, pero también me tranquilizaba tener a alguien tan importante en mi familia. Zeb era un Adán, un Adán destacado. Te dabas cuenta por la forma en que lo miraban los demás. Era grande y robusto, con barba de motero y pelo largo -castaño y ligeramente salpicado de gris-, rostro curtido y cejas como alambre de espino. La pinta era de tener un diente de plata y un tatuaje, pero no tenía ninguna de las dos cosas. Era fuerte como un gorila, y su expresión era amenazadora pero simpática, como si pudiera partirte el cuello si fuera necesario, pero no por diversión.
En ocasiones jugaba conmigo al dominó. Los Jardineros andaban escasos de juegos -«la naturaleza es nuestro patio»- y los únicos juguetes que aprobaban estaban hechos de retales o tejidos con sobrantes de cuerda o eran figuras de ancianos arrugados con la cabeza hecha de manzanas silvestres secas. Eso sí, toleraban el dominó, porque hacían las fichas ellos mismos. Cuando ganaba yo, Zeb se reía y decía: «buena chica», y me daba unas capuchinas de premio.
Lucerne siempre me decía que fuera buena con él, porque aunque no era mi verdadero padre era como si lo fuera, y hería sus sentimientos si me comportaba de forma grosera con él. En cambio, no le hacía ninguna gracia que Zeb fuera amable conmigo. Así que me costaba mucho saber cómo actuar.
Mientras Zeb estaba cantando en la ducha, yo me preparaba algo de comer: bocaditos de soja secos o una hamburguesa vegetal que había sobrado de la cena. Lucerne era una cocinera pésima. Luego me iba a la escuela. Normalmente aún tenía hambre, pero podía contar con el almuerzo de la escuela. No era bueno, pero era comida. Como le gustaba decir a Adán Uno, el hambre es la mejor salsa.
No recordaba haber pasado hambre nunca en el complejo HelthWyzer. Me moría de ganas de volver allí. Echaba de menos a mi verdadero padre, que aún me querría: si hubiera sabido dónde estaba, seguramente habría venido a buscarme. Quería mi verdadera casa, con mi propia habitación y la cama con las sábanas rosa y el armario lleno de ropa diferente. Y por encima de todo, quería que mi madre volviera a ser como antes, cuando me llevaba de compras, o salía al club a jugar a golf, o iba al balneario AnooYoo para hacerse unos arreglillos, y luego volvía oliendo bien. Sin embargo, si yo mencionaba algo de nuestra antigua vida, ella me decía que todo eso era el pasado.
Tenía un montón de razones para huir con Zeb y unirse a los Jardineros. Decía que la forma de vida de los Jardineros era la mejor para la humanidad, y también para el resto de las criaturas de la Tierra, y había actuado por amor, no sólo por Zeb sino por mí, porque quería que el mundo se sanara para que la vida no se extinguiera, y ¿no me hacía feliz saberlo?
Ella misma no parecía tan feliz. Se sentaba a la mesa a cepillarse el pelo, contemplándose en uno de los espejitos con expresión apesadumbrada, o crítica o quizá trágica. Llevaba el cabello largo como todas las mujeres Jardineras, y el cepillado, las trenzas y el tocado le daban mucho trabajo. En los días malos repetía todo el proceso cuatro o cinco veces.
Los días en que Zeb estaba fuera, Lucerne apenas me hablaba. O actuaba como si lo hubiera escondido yo. «¿Cuándo fue la última vez que lo viste? -decía-. ¿Estaba en la escuela?» Era como si quisiera espiarlo. Luego se ponía en plan disculpa y me decía: «¿Cómo estás?» Como si me hubiera hecho algo malo.
Cuando yo respondía, ella no estaba escuchando. En cambio, estaba pendiente de la llegada de Zeb. Se ponía cada vez más ansiosa e incluso enfadada; caminaba en círculos y miraba por la ventana, hablando consigo misma sobre lo mal que la había tratado; pero cuando por fin aparecía Zeb, se desvivía por él. Luego empezaba a darle la lata: ¿dónde había estado, con quién había estado, por qué no había vuelto antes? Zeb se encogía de hombros y decía: «No pasa nada, cielo, ahora estoy aquí. Te preocupas demasiado.» Entonces los dos desaparecían detrás de la cortina de tiras de plástico y cinta aislante, y mi madre hacía ruidos afligidos y abyectos que me mortificaban. En esos momentos la odiaba, porque no tenía orgullo ni control. Era como si estuviera corriendo desnuda por el centro comercial. ¿Por qué veneraba tanto a Zeb?
Ahora entiendo cómo ocurrió. Puedes enamorarte de cualquiera: de un loco, de un criminal, de un don nadie. No hay reglas que valgan.
La otra cosa que me desagradaba de los Jardineros era la ropa. Había Jardineros de todos los colores, pero sus ropas no lo eran. Si la naturaleza era hermosa, como afirmaban los Adanes y las Evas -si los lirios del campo eran nuestros modelos-, ¿por qué no podíamos parecemos más a las mariposas y menos a los aparcamientos? Éramos muy planos, lisos, gastados, oscuros.
Los niños de la calle -los plebiquillos- no eran ricos ni mucho menos, pero eran llamativos. Yo les envidiaba las cosas brillantes, las cosas deslumbrantes, como los teléfonos con cámara de televisión, rosas, morados y plateados, que destellaban en sus manos como las cartas de un mago, o los Sea/H/Ear Candies que se ponían en los oídos para escuchar música. Envidiaba su libertad chillona.
Nos tenían prohibido ser amigos de los plebiquillos, y ellos, por su parte, nos trataban como parias, tapándose la nariz y gritando, o lanzándonos cosas. Los Adanes y las Evas decían que nos perseguían por nuestra fe, pero era más probable que lo hicieran por nuestro vestuario: los plebiquillos tenían muy en cuenta la moda y llevaban las mejores ropas que podían comprar o robar. Así que no debíamos mezclarnos con ellos, pero parábamos la oreja. Pillábamos sus conocimientos así, como si se tratara de gérmenes. Contemplábamos la vida mundana prohibida como a través de una alambrada.
Una vez me encontré en la acera un precioso teléfono con cámara. Estaba embarrado y no daba señal, pero me lo llevé a casa de todos modos y las Evas me pillaron con él. «¿No se te ocurre nada mejor? -dijeron-. Esto puede hacerte daño. Te freirá el cerebro. Ni lo mires: si puedes verlo, puede verte a ti.»
Conocí a Amanda en el año 10, cuando yo tenía diez años: mi edad iba con el calendario, así que era fácil de recordar.
Ese día era San Farley de los Lobos: una jornada de recolección para los Jóvenes Bioneros. Teníamos que atarnos al cuello unos pañuelos verdes espantosos y salir a cosechar productos para la artesanía de materiales reciclados de los Jardineros. En ocasiones recogíamos restos de jabón, llevábamos cestos de mimbre y hacíamos la ronda de restaurantes y hoteles, porque tiraban jabón a paladas. Los mejores hoteles estaban en las plebillas ricas -Fernside, Golfgreens y la más rica de todas, SolarSpace- y casi siempre íbamos en autostop, aunque estaba prohibido. Los Jardineros eran así: te pedían que hicieras algo y luego te prohibían la forma más fácil de hacerlo.
El jabón con aroma de rosa era el mejor. Bernice y yo nos llevábamos un poco a casa, y yo me guardaba el mío en la funda de la almohada, para mitigar el olor a moho de la colcha húmeda. El resto lo llevábamos a los Jardineros, para que lo cocieran en los hornos solares del Tejado. Luego se dejaba enfriar y se cortaba en trozos.
Los Jardineros usaban mucho jabón, porque estaban muy preocupados por los microbios, pero algunos de los jabones cortados se guardaban aparte. Los enrollaban en hojas y los ataban con tallos retorcidos para venderlos a turistas y papamoscas en el Árbol de la Vida de Intercambio de Productos Naturales de los Jardineros, junto con bolsas de gusanos, los nabos y calabacines de cultivo ecológico y las demás verduras que los Jardineros no habían consumido.
Ese día no era un día de jabón, era un día de vinagre. Íbamos a las puertas traseras de bares, clubes nocturnos y antros de strippers a rebuscar entre los cubos de basura, y vertíamos cualquier resto de vino que encontrábamos en nuestros baldes esmaltados de los Bioneros. Luego lo llevábamos al edificio de la Clínica de Estética. Allí el contenido de los baldes se vaciaba en los enormes barriles del Salón del Vinagre y se dejaba fermentar para fabricar vinagre, que los Jardineros usaban en la limpieza doméstica. Lo que sobraba se decantaba en las botellitas que recogíamos en nuestras cosechas y al que pegábamos etiquetas de Jardineros. Luego se vendía en el Árbol de la Vida, junto con el jabón.
Se suponía que nuestro trabajo de Jóvenes Bioneros tenía que enseñarnos algunas lecciones útiles. Por ejemplo: no se debía desperdiciar nada, ni siquiera el vino de lugares de pecado. No existían los desperdicios, la basura o la suciedad, sólo se trataba de materia a la que no se le había dado un uso adecuado. Y, lo que es más importante, todos, incluidos los niños, tenían que contribuir a la vida comunitaria.
Shackie y Croze y los mayores en ocasiones se bebían el vino en lugar de guardarlo. Si bebían demasiado, se caían o vomitaban, o se metían en peleas con los plebiquillos y lanzaban piedras a los borrachines. Como represalia, los borrachines se meaban en botellas de vino vacías para ver si conseguían engañarnos. Yo nunca bebí pis: bastaba con oler la botella. Sin embargo, algunos chicos tenían el olfato atrofiado de fumar colillas de cigarrillos y puros, o incluso de maría si la conseguían. Apuraban la botella, y luego escupían y blasfemaban. Aunque muchos de esos chicos bebían de las botellas meadas a propósito, para tener una excusa para blasfemar, lo cual estaba prohibido por los Jardineros.
En cuanto se alejaban del campo de visión del Jardín, Shackie, Croze y aquellos chicos se quitaban los pañuelos de Jóvenes Bioneros y se los ataban a la cabeza, como los Asian Fusion. Ellos también querían ser una banda callejera, incluso tenían una contraseña. «¿Peli?», decían, y el otro tenía que responder «groso». Se suponía que tenía que ser un código secreto, sólo para los miembros de la banda, pero todos lo conocíamos. Bernice dijo que se habían equivocado de contraseña, que en realidad era «¿Pelo? Graso».
– Gran chiste, Bernice -decía Crozier-. Posdata: eres fea.
Se suponía que teníamos que cosechar en grupos para defendernos de las bandas callejeras de plebiquillos, o de los borrachines que querían quitarnos los baldes y beberse el vino, y también de los raptores de niños que podrían vendernos en el mercado sexual de menores. Pese a las advertencias, nos separábamos por parejas o tríos para poder cubrir el territorio más deprisa.
En ese día en particular, empecé con Bernice, pero luego nos enzarzamos en una pelea. Discutíamos constantemente, lo cual yo tomaba como señal de nuestra amistad, porque no importaba la brutalidad con la que riñésemos, siempre terminábamos haciendo las paces. Un vínculo nos mantenía unidas: no era duro como el hueso, sino resbaladizo, como cartílago. Tal vez ambas nos sentíamos inseguras entre los chicos Jardineros; cada una de nosotras temía quedarse sin aliada.
En esa ocasión, nos peleamos por un monedero con una estrella de mar bordada con cuentas que habíamos recogido de una pila de basura. Codiciábamos esa clase de hallazgos y siempre los estábamos buscando. Los habitantes de las plebillas tiraban un montón de materiales, porque -según los Adanes y las Evas- tenían problemas de atención y carecían de toda moral.
– Yo lo he visto primero -dije.
– Tú lo viste primero la última vez -protestó Bernice.
– ¿Y qué? ¡De todas formas lo he visto primero!
– Tu madre es una fresca -dijo Bernice.
No era justo porque eso mismo pensaba yo, y Bernice lo sabía.
– La tuya es un vegetal -le solté.
Vegetal no debería haber sido un insulto entre los Jardineros, pero lo era.
– Veena el Vegetal -añadí.
– ¡Aliento de carne! -exclamó Bernice. Tenía el monedero y no lo soltaba.
– ¡Tú misma! -dije.
Me volví y me alejé. Deambulé un rato, pero no miré alrededor y Bernice no me vino detrás.
Esto ocurrió en un centro comercial que se llamaba Apple Corners. Era el nombre oficial de nuestra plebilla, aunque todos la llamaban el Sumidero, porque la gente desaparecía sin dejar rastro. Los chicos Jardineros paseábamos por el centro comercial siempre que podíamos, aunque sólo para mirar.
Como ocurría con todo lo demás en nuestra plebilla, aquel centro comercial había sido más elegante. Había una fuente rota llena de latas de cerveza vacías. También había planteles construidos con un montón de latas de Zizzy Froot y colillas y condones usados llenos de gérmenes (según Nuala). Había una cabina de holocentrifugado donde antes giraban soles y lunas, y animales raros, y tu propia imagen si echabas dinero, pero se la habían cargado tiempo atrás y parecía un muñeco al que le habían arrancado los ojos. En ocasiones entrábamos y corríamos la cortina de estrellas hecha jirones para leer los mensajes que dejaban los plebiquillos en las paredes. «Mónica la chupa.» «Darf tb pero mejor.» «$?» «Pa ti 0.» «Brad, estás muerto.» Los plebiquillos eran encantadores, escribían cualquier cosa en cualquier sitio. No les importaba quién lo viera.
Los plebiquillos del Sumidero iban al holocentrifugador a fumar droga -la cabina apestaba- y a montárselo: lo sabíamos porque se dejaban allí condones y a veces bragas. Los chicos Jardineros no debían hacer ninguna de las dos cosas -el consumo de alucinógenos tenía propósitos religiosos y el sexo era para los que habían intercambiado hojas verdes y saltado la hoguera-, pero los chicos más grandes decían que lo hacían de todas formas.
Las tiendas que no estaban cerradas con tablones eran locales de veinte dólares con nombres como Tinsel's y Wild Side y Bong's, nombres de ese estilo. Vendían sombreros de plumas, lápices para dibujarte el cuerpo y camisetas con dragones, calaveras y eslóganes amenazadores. También Joltbars y chicle que hacía que la lengua te brillara en la oscuridad y ceniceros con labios rojos que decían «Deja que te la sople» y tatuajes que, según decían las Evas, te quemaban la piel hasta las venas. Podías encontrar material caro a precio de ganga que Shackie decía que era robado de las boutiques de SolarSpace.
Todo porquerías y oropel, decían las Evas. Si vas a vender tu alma, ¡al menos pide un precio más alto! Bernice y yo no hacíamos caso. Nuestras almas no nos interesaban. Mirábamos por los escaparates y nos mareábamos de avidez. ¿Qué te llevarías?, decíamos. ¿La varita con luz de LED? ¡Genial! ¿El vídeo de Sangre y rosas? Qué asco, eso es para chicos. Los implantes de pecho de mujer real con pezones sensibles. Ren, das asco.
Después de que Bernice se hubiera marchado ese día, me quedé sin saber qué hacer. Pensé que tal vez lo mejor sería volver, porque no me sentía segura sola. Entonces vi a Amanda, al otro lado del centro comercial, con un grupo de plebiquillas Tex-Mex. Conocía a ese grupo de vista, y Amanda nunca había estado con ellas antes.
Las chicas llevaban la clase de ropa que solían ponerse: minifaldas y tops de lentejuelas, boas falsas en torno al cuello, guantes plateados, mariposas de plástico en el pelo. Tenían sus Sea/H/Ear Candies, sus teléfonos deslumbrantes y sus brazaletes de medusa, y estaban alardeando. Todas escuchaban el mismo tema en sus Sea/H/ Ear Candies y bailaban meneando el trasero y sacando pecho. Daban la impresión de que ya tenían todo lo que se vendía en todas las tiendas y que ya se habían aburrido. Envidiaba mucho ese look. Me limité a quedarme allí, muerta de envidia.
Amanda también estaba bailando, salvo que ella lo hacía mejor. Al cabo de un rato se detuvo y se quedó un poco aparte, mandando mensajes de texto en su teléfono morado. Entonces me miró y me sonrió. Me hizo un gesto con los dedos plateados. Eso significaba «Ven aquí».
Comprobé que nadie estaba mirando y me acerqué.
– ¿Quieres ver mi brazalete de medusa? -me dijo Amanda cuando llegué allí.
Debí de parecerle patética, con esa ropa de huérfana y las uñas sin pintar. Ella levantó la muñeca: vi las medusas pequeñas, abriéndose y cerrándose como flores acuáticas. Parecían perfectas.
– ¿De dónde lo has sacado? -pregunté. Apenas sabía qué decir.
– Lo birlé -dijo Amanda. Así era cómo por lo general conseguían las cosas las plebiquillas.
– ¿Cómo sobreviven aquí?
Ella señaló el encaje de plata donde se abrochaba el brazalete.
– Esto es un aireador -dijo-. Bombea oxígeno. Añades el alimento dos veces por semana.
– ¿Qué pasa si te olvidas?
– Se comen las unas a las otras -explicó Amanda. Sonrió un poco-. Algunos chicos lo hacen a propósito, no les ponen comida. Entonces hay como una guerra en miniatura ahí dentro, y al cabo de un rato sólo queda una medusa, y luego se muere.
– Eso es terrible -dije.
Amanda mantuvo la misma sonrisa.
– Sí. Por eso lo hacen.
– Son muy bonitas -dije con voz neutral. Quería complacerla, y no tenía forma de saber si pensaba que «terrible» era bueno o malo.
– Quédatelo -dijo Amanda. Extendió el brazo-. Puedo birlar otro.
Deseaba muchísimo el brazalete, pero no sabría cómo comprar la comida y la medusa moriría. O me descubrirían el brazalete, por bien que lo escondiera, y me metería en un lío.
– No puedo -dije. Di un paso atrás.
– Tú eres una de ellos, ¿a que sí? -dijo Amanda. No era provocadora, parecía simplemente curiosa-. Los beatos. Dicen que hay unos cuantos por aquí.
– No -dije-. Yo no.
Seguro que la mentira llamaba la atención. Había un montón de gente mal vestida en la plebilla del Sumidero, pero no iban mal vestidos a propósito como los Jardineros.
Amanda ladeó un poco la cabeza.
– Es gracioso -dijo-. Te pareces a ellos.
– Yo sólo vivo con ellos. Como de visita. No soy como ellos para nada.
– Por supuesto que no -dijo Amanda, sonriendo. Me dio un golpecito en el brazo-. Ven aquí. Quiero enseñarte algo.
A donde me llevó fue al callejón que daba a la parte trasera del Scales and Tails. Se suponía que los chicos Jardineros no podían acercarse allí, pero íbamos de todos modos cuando estábamos cosechando, porque conseguías un montón de vinagre de vino si llegabas antes que los borrachines.
Ese callejón era peligroso. El Scales and Tails era un antro de depravación, decían las Evas. No teníamos que entrar bajo ningún concepto, y menos las niñas. Decía Espectáculo para adultos en letras de neón sobre la puerta. Por la noche custodiaban la entrada dos hombres enormes vestidos de negro que llevaban gafas de sol aunque estuviera oscuro. Una de las chicas Jardineras más grandes aseguraba que esos hombres le habían dicho: «Vuelve el año que viene y trae tu culito dulce.» Pero Bernice decía que sólo estaba alardeando.
En el Scales había fotos a ambos lados de la entrada: holofotos iluminadas. Las fotos eran de chicas preciosas cubiertas completamente con escamas de color verde brillante, como lagartos, salvo por el pelo. Una de ellas se aguantaba en un pie y tenía el otro en torno al cuello. Pensaba que tenía que doler una postura así, pero la chica de la foto estaba sonriendo.
¿Las escamas le crecían o estaban pegadas? Bernice y yo no nos poníamos de acuerdo en eso. Yo decía que estaban pegadas, pero Bernice sostenía que les crecían porque las chicas estaban operadas; era como ponerse tetas. Le dije a Bernice que estaba loca, porque nadie se sometería a semejante operación. Pero en secreto casi me lo creía.
Un día habíamos visto a una chica con escamas por la calle de día, perseguida por un hombre vestido de negro. La chica destellaba mucho por las escamas verde brillante; se sacó de un pisotón los tacones altos y siguió corriendo descalza, esquivando gente, hasta que pisó un trozo de cristal roto y se cayó. El hombre le dio alcance, la cogió en brazos y volvió a llevarla al Scales mientras la chica agitaba los brazos de piel verde de serpiente. Le sangraban los pies. Siempre que pensaba en eso, notaba un escalofrío, como cuando ves que otra persona se corta un dedo.
En la parte de atrás del callejón, al lado del Scales, había un patiecito cuadrado donde se guardaban las papeleras, las de basuróleo y las otras. Al fondo había una valla de tablones y, detrás, un solar donde se había incendiado un edificio. Ya sólo había tierra dura con trozos de cemento, madera chamuscada y cristales rotos, donde crecían las malas hierbas.
En ocasiones los plebiquillos rondaban por ahí, y nos asaltaban cuando estábamos vaciando botellas de vino. Nos gritaban «Devoto, devoto, apestoso y roto», nos quitaban los baldes y salían corriendo con ellos o nos los vaciaban encima. Eso le pasó a Bernice una vez y olió a vino durante días.
En ocasiones íbamos al solar con Zeb en nuestras excursiones pedagógicas: decía que era lo más parecido a un prado que se podía encontrar en nuestra plebilla. Cuando él estaba con nosotros, los niños de las plebillas no nos molestaban. Contar con Zeb era como tener un tigre: manso contigo, salvaje con todos los demás.
Una vez encontramos a una chica muerta allí. No tenía pelo ni ropa, sólo unas pocas escamas verdes enganchadas. «Están enganchadas -pensé-, o algo así. Pero seguro que no le han crecido. Así que tenía razón.» -Quizá se está dando un baño de sol -dijo uno de los chicos más mayores, y los demás se rieron.
– No la toquéis -dijo Zeb-. ¡Un poco de respeto! Hoy daremos la lección en el Jardín del Tejado.
Cuando volvimos en nuestra siguiente excursión pedagógica, ya no estaba.
– Apuesto a que es basuróleo -me susurró Bernice.
El basuróleo estaba hecho de cualquier tipo de desecho que contuviera carbono: residuos de matadero, verduras podridas, vertidos de restaurantes, incluso botellas de plástico. Los restos se echaban a una caldera, y salía aceite y agua, además de algo de metal. Oficialmente no podías echar cadáveres humanos, pero los chicos hacían chistes al respecto. Aceite, agua y botones de camisa. Aceite, agua y plumines dorados.
– Aceite, agua y escamas verdes -le susurré a Bernice.
A primera vista, el solar estaba vacío. No había borrachines, ni plebiquillos, ni ninguna mujer desnuda muerta. Amanda me condujo hasta el rincón, donde había una losa plana de cemento.
Vi una botella de jarabe apoyada contra la losa, de las que se aprietan.
– Mira esto -dijo Amanda.
Había escrito su nombre en jarabe en la losa, y una fila de hormigas se estaban comiendo las letras, de modo que cada letra tenía un borde de hormigas negras. Fue así como conocí el nombre de Amanda, lo vi escrito en hormigas. Amanda Payne.
– ¿A que es guapo? -dijo ella-. ¿Quieres escribir tu nombre?
– ¿Por qué estás haciendo esto? -pregunté.
– Es limpio -dijo Amanda-. Escribes cosas, luego ellos se comen tu escritura. Así apareces y desapareces. De esa manera nadie puede encontrarte.
¿Por qué eso tenía sentido para mí? No lo sé, pero lo tenía.
– ¿Dónde vives? -le pregunté.
– Ah, por ahí -dijo Amanda despreocupadamente. Eso significaba que no vivía en ninguna parte: dormía en alguna casa ocupada o algo peor-. Antes vivía en Tejas -añadió.
O sea que Amanda era una refugiada. Habían aparecido muchos refugiados de Tejas después de los huracanes y las posteriores sequías. Eran sobre todo ilegales. Me di cuenta de por qué Amanda estaba tan interesada en desaparecer.
– Puedes venir a vivir conmigo -dije. No lo había planeado así, pero así salió de mis labios.
En ese momento, Bernice se coló por el hueco de la valla. Había cedido, había regresado a recogerme, salvo que ahora yo ya no quería.
– ¡Ren! ¡Qué estás haciendo! -gritó Bernice.
Se acercó por el solar pisando fuerte, con esas maneras tan resueltas que tenía. Se me ocurrió entonces que tenía pies grandes, un cuerpo demasiado cuadrado y una nariz demasiado pequeña, y el cuello debería ser más largo y más delgado. Más parecido al de Amanda.
– Diría que aquí viene una amiga tuya -dijo Amanda, sonriendo.
Tuve ganas de decir que no era mi amiga, pero no era lo bastante valiente para ser tan traicionera. Bernice se nos acercó con la cara colorada. Siempre se ponía colorada cuando se enfadaba.
– Vámonos, Ren -dijo-. No tendrías que hablar con ella.
Se fijó en el brazalete de medusa de Amanda, y me di cuenta de que le gustaba tanto como a mí.
– Eres mala -le dijo a Amanda-. ¡Plebiquilla!
Me enlazó del brazo.
– Ésta es Amanda -dije-. Va a venir a vivir conmigo.
Pensé que a Bernice iba a darle una de sus rabietas, pero yo le estaba clavando mi mirada glacial, la que decía que no iba a ceder. Podía arriesgarse a quedar mal delante de una desconocida si tensaba la cuerda, de modo que prefirió fulminarme con una mirada silenciosa y calculadora.
– Pues muy bien -dijo-. Puede ayudar a llevar el vinagre de vino.
– Amanda sabe robar -le dije a Bernice cuando volvíamos caminando a la Clínica de Estética.
Pretendía que fuera una oferta de paz, pero Bernice se limitó a gruñir.
Sabía que no podía llevarme a Amanda a casa como si fuera un gato callejero: Lucerne me habría dicho que la dejara donde la había encontrado, porque Amanda era una plebiquilla y a Lucerne no le gustaban las plebiquillas. Según ella eran chicas echadas a perder, ladronas y mentirosas, todas, y una vez que un niño se echaba a perder era como un perro salvaje, no podías adiestrarlo ni confiar en él. A Lucerne le daba miedo ir por la calle de un lugar Jardinero a otro por las bandas de plebiquillos que podían rodearte y largarse con lo que encontraran. Nunca aprendió a recoger piedras ni a devolver los golpes y gritar. Era por su vida anterior. Era una flor de invernadero: así es como la llamaba Zeb. Yo pensaba que era un halago por la palabra «flor».
Así que a Amanda la pondrían de patitas en la calle a menos que antes consiguiera el permiso de Adán Uno. A él le gustaba que la gente se uniera a los Jardineros, sobre todo los niños: siempre insistía en que los Jardineros tenían que moldear las mentes jóvenes. Si él decía que Amanda viviera con nosotros, Lucerne no podría oponerse.
Las tres nos encontramos a Adán Uno en la Clínica de Estética, ayudando a embotellar el vinagre. Expliqué que había recogido a Amanda -dije que la había «cosechado»- y que ella quería unirse a nosotros, porque había visto la Luz, y pregunté si podía vivir en mi casa.
– ¿Es verdad eso, pequeña? -preguntó Adán Uno a Amanda.
Los otros Jardineros habían dejado de trabajar y estaban fijándose en la minifalda de Amanda y en los dedos plateados.
– Sí, señor -dijo Amanda con voz respetuosa.
– Será una mala influencia para Ren -opinó Nuala, que se había acercado-. Ren es muy fácil de manipular. Deberíamos colocarla con Bernice.
Bernice me dedicó una mirada triunfante: «¡Mira lo que has conseguido!» -Eso estaría bien -dijo ella con neutralidad.
– No -dije-. ¡La encontré yo!
Bernice me fulminó con la mirada. Amanda no dijo nada.
Adán Uno nos tuvo en cuenta a las tres. Sabía muchas cosas.
– Quizá debería decidirlo la propia Amanda -dijo-. Tendría que conocer a las familias en cuestión. Eso la ayudará a decidirse. Eso sería más justo, ¿no?
– A mi casa primero -dijo Bernice.
Bernice vivía en el Buenavista Condos. Los Jardineros no eran exactamente dueños del edificio, porque la propiedad privada era mala, pero la cuestión es que lo controlaban. Tenía un cartel que decía «Lofts de lujo para solteros de hoy» en letras doradas desdibujadas, pero sabía que eso no era lujo: la ducha del apartamento de Bernice estaba atascada; las baldosas de la cocina, resquebrajadas y melladas; los techos tenían goteras; en el lavabo te resbalabas por el moho.
Las tres entramos en el vestíbulo y pasamos junto a la señora Jardinera de mediana edad que cumplía labores de seguridad allí: estaba ocupada con alguna artesanía de macramé embrollado y apenas reparó en nosotras. Tuvimos que subir seis tramos de escaleras para llegar al piso de Bernice, porque los Jardineros no aprobaban los ascensores salvo para la gente mayor y los parapléjicos. Había objetos prohibidos en la escalera: agujas, condones usados, cucharitas, cabos de vela. Los Jardineros decían que los sinvergüenzas de las plebillas y los matones y macarras entraban de noche y hacían fiestas guarras en la escalera; nunca habíamos visto nada de eso, aunque una vez pillamos a Shackie y Croze y sus colegas bebiendo posos de vino allí.
Bernice tenía su propia llave de tarjeta; abrió la puerta y nos invitó a entrar. El apartamento olía a ropa sin lavar dejada bajo un grifo que gotea, o como los senos taponados de otros niños o a pañal. Entre estos olores flotaba otro: un aroma rico, fértil, especiado, terroso. Quizá subía a través de los conductos de aire acondicionado de lechos de hongos que los Jardineros cultivaban en el sótano.
Sin embargo, ese olor -todos los olores- parecía proceder de la madre de Bernice, Veena, que estaba sentada en el sofá raído como si hubiera echado raíces allí, mirando a la pared. Llevaba su habitual vestido suelto; tenía las rodillas cubiertas con una mantita de color amarillo viejo; el cabello pálido le caía lánguidamente a ambos lados de una cara redonda, blanda y blancuzca; tenía las manos retorcidas de un modo antinatural, como si tuviera los dedos rotos. En el suelo, a sus pies, había unos cuantos platos sucios. Veena no cocinaba: comía lo que le daba el padre de Bernice; o se quedaba sin comer. Y nunca hacía limpieza. Apenas hablaba, y tampoco me habló en esa ocasión. Sus ojos pestañearon cuando pasamos a su lado, así que quizá nos vio.
– ¿Qué le pasa? -me susurró Amanda.
– Está en barbecho -le respondí en otro susurro.
– ¿Sí? -susurró Amanda-. Parece colocada.
Mi madre decía que la madre de Bernice estaba «deprimida». Claro que mi madre no era una auténtica Jardinera, como Bernice siempre me recordaba, porque un auténtico Jardinero nunca diría «deprimido». Los Jardineros creían que la gente que actuaba como Veena estaba en barbecho: descansando, retrayéndose en su interior para obtener un conocimiento espiritual, acumulando energía para el momento en que volverían a abrirse como los capullos en primavera. Sólo en apariencia no hacían nada. Algunos Jardineros podían permanecer mucho tiempo en estado de barbecho.
– Esta es mi casa -dijo Bernice.
– ¿Dónde dormiría? -preguntó Amanda.
Estábamos mirando la habitación de Bernice cuando entró Burt el Pelón.
– ¿Dónde está mi nena?
– No respondas -dijo Bernice-. ¡Cierra la puerta!
Lo oímos moviéndose por la habitación principal; hasta que entró en la habitación de Bernice y la levantó por las axilas.
– ¿Dónde está mi nena? -repitió, y me hizo sentir vergüenza ajena.
Le había visto hacer lo mismo antes, no sólo a Bernice. Simplemente le gustaban las axilas de las niñas. Te arrinconaba detrás de las hileras de plantas de judías cuando estabas recolocando babosas y caracoles y simulaba que quería ayudarte. Luego venían las manos. Era un capullo.
Bernice estaba poniendo cara de enfadada y retorciéndose.
– Yo no soy tu nena -dijo, lo cual podía significar: No soy una nena o no soy tuya. Pero Burt se lo tomó a broma.
– ¿Entonces adónde ha ido mi nena? -preguntó con voz acongojada.
– Bájame -gritó Bernice.
Sentí pena por ella, y también me sentí afortunada, porque sintiera lo que sintiera por Zeb, él no te hacía sonrojar.
– Ahora me gustaría ver tu casa -dijo Amanda.
Así que las dos bajamos la escalera, dejando allí a Bernice, más colorada y más enfadada que nunca. Me sentía mal por eso, pero no tan mal como para ceder a Amanda.
A Lucerne no le complació descubrir que Amanda se había añadido a nuestra familia, pero le dije que lo había ordenado Adán Uno; o sea que poco podía hacer.
– Tendrá que dormir en tu habitación -dijo enfadada.
– No le importará -aseguré-. ¿Verdad, Amanda?
– Claro que no -dijo Amanda.
Tenía una manera muy educada de expresarse, como si fuera ella la que te hacía el favor. A Lucerne le molestó.
– Y tendrá que deshacerse de toda esa ropa colorida -dijo Lucerne.
– Pero todavía no está gastada -dije inocentemente-. ¡No podemos tirarla! ¡Eso sería un desperdicio!
– La venderemos -masculló Lucerne-. Desde luego el dinero no nos vendrá mal.
– El dinero debería ser para Amanda -dije-. Es su ropa.
– No importa -dijo Amanda, con voz suave pero majestuosa-. No me ha costado nada.
Entonces fuimos a mi cubículo, nos sentamos en la cama y nos reímos tapándonos con las manos.
Cuando Zeb volvió esa tarde, al principio no hizo ningún comentario. Todos cenamos juntos, y Zeb despreció la soja y la cazuela de alubias verdes y observó a Amanda con su gracioso cuello y manos plateadas escogiendo con delicadeza lo que había en su plato. Todavía no se había quitado los guantes. Finalmente le dijo a ella:
– Eres una pequeña picara, ¿no? -Era su voz amistosa, la que usaba para decir ¡buena chica! en el dominó.
Lucerne, que le estaba sirviendo otra vez, se quedó rígida a medio movimiento, con el cucharón en el aire, como si fuera algún tipo de detector de metales. Amanda lo miró muy seria, con los ojos muy abiertos.
– ¿Disculpe, señor?
Zeb rio.
– Eres muy buena -dijo.
Tener a Amanda viviendo conmigo era como tener una hermana, pero mejor. Ya llevaba ropa de Jardinera, así que su aspecto era el del resto de nosotros; y enseguida olió como el resto de nosotros.
En la primera semana le enseñé todo. La llevé al Salón del Vinagre, a la Sala de Costura y al gimnasio Corre hacia la Luz. El encargado era Mugi; lo llamábamos Mugi el Músculo porque sólo le quedaba un músculo. No obstante, Amanda se hizo amiga de él. Se hacía amiga de todos preguntándoles cuál era la forma correcta de hacer las cosas.
Burt el Pelón explicó cómo realojar las babosas y los caracoles del jardín lanzándolos por encima de la barandilla al tráfico, desde donde se arrastrarían para encontrar nuevos hogares, aunque yo sabía que en realidad los aplastaban. Katuro el Curvatubos, que arreglaba las fugas y se ocupaba de los sistemas de agua, le mostró cómo funcionaban las cañerías.
Philo el Niebla apenas le dijo nada; se limitó a sonreírle mucho. Los Jardineros más viejos explicaban que había trascendido el lenguaje y estaba viajando con el Espíritu, aunque Amanda sentenció que estaba acabado.
A Stuart el Escoplo, que nos hacía los muebles con basura reciclada, no le gustaba mucho la gente, pero Amanda le cayó bien. «Esta chica tiene buen ojo para la madera», dijo.
A Amanda no le gustaba coser, pero lo disimulaba, por eso la alabó Surya. Rebecca la llamó «cielo», y dijo que tenía buen gusto para la comida, y Nuala estaba embobada por cómo cantaba en el Coro de Capullos y Flores. Incluso la Bruja Seca, Toby, se iluminaba cuando veía llegar a Amanda. Ella era la más dura de pelar, pero Amanda sintió un interés repentino en las setas y ayudó a la vieja Pilar a estampar abejas en las etiquetas de miel, y eso complació a Toby, aunque trató de ocultarlo.
– ¿Por qué eres tan lameculos? -le pregunté a Amanda.
– Así es como descubres las cosas -dijo.
Nos contamos muchas cosas la una a la otra. Yo le hablé de mi padre y de mi casa en el complejo HelthWyzer, y en cómo mi madre huyó con Zeb.
– Apuesto a que se pone bragas sexis para él -dijo Amanda.
Estábamos susurrando todo esto en nuestro cubículo, de noche, con Zeb y Lucerne muy cerca, así que resultaba difícil no oír los ruidos sexuales que hacían. Antes de la llegada de Amanda me avergonzaba todo eso, pero ahora me parecía divertido, porque a Amanda le divertía.
Amanda me habló de las sequías en Tejas: sus padres habían perdido su franquicia de café Happicuppa y no consiguieron vender su casa porque nadie quería comprarla, y me contó que no había trabajo y que todos terminaron en un campo de refugiados con caravanas viejas y un montón de Tex-Mex. Luego uno de los huracanes destruyó su caravana y a su padre lo mató un trozo de metal que salió volando. Mucha gente se ahogó, pero ella y su madre se agarraron a un árbol y un grupo de hombres que iban en una barca de remo las rescataron. Eran ladrones, dijo Amanda, que buscaban algo que llevarse, pero dijeron que llevarían a Amanda y a su madre a tierra seca si hacían un intercambio.
– ¿Qué clase de intercambio? -dije.
– Un intercambio -dijo Amanda.
El refugio era un estadio de fútbol americano con tiendas. Había mucho intercambio allí: la gente hacía cualquier cosa por veinte dólares, dijo Amanda. Entonces su madre enfermó por beber agua contaminada, pero Amanda no, porque ella se cambiaba por sodas. Y no había medicamentos, de modo que su madre murió.
– Mucha gente se moría de disentería -dijo Amanda-. Tendrías que haber olido ese sitio.
Amanda se escabulló, porque cada vez había más gente enferma y nadie se llevaba la mierda ni la basura ni traía comida. Se cambió el nombre, porque no quería que la devolvieran al estadio: se suponía que los refugiados eran enviados a hacer el trabajo que les dijeran. No hay comida gratis, decía la gente: tenías que pagar por todo, de una manera o de otra.
– ¿Cuál era tu nombre antes? -le pregunté.
– Era un nombre de palurda blanca. Barb Jones -dijo Amanda-. Ésa era mi identidad. Pero ahora no tengo identidad. Así que soy invisible.
Era una cosa más que podía admirar en ella, su invisibilidad.
Amanda caminó hacia el norte, junto con otros varios miles de personas.
– Traté de hacer autostop, pero sólo me pararon una vez. Un tipo que decía que era granjero de pollos -dijo-. Me metió la mano entre las piernas; lo ves venir cuando respiran así. Le clavé los pulgares en los ojos y me largué deprisa.
Lo dijo como si clavar los pulgares en los ojos fuera normal en el mundo exfernal. Yo quería aprender a hacerlo, pero no creía que tuviera agallas.
– Luego tuve que pasar el Muro -dijo.
– ¿Qué muro?
– ¿No miras las noticias? El Muro que están construyendo para que no entren refugiados de Tejas, porque con la valla no bastaba. Hay hombres con pulverizadores, es un muro de Corpsegur. Pero no pueden patrullar cada palmo y los chicos Tex-Mex se conocen todos los túneles y me ayudaron a pasar.
– Podrían haberte matado -dije-. ¿Y entonces qué?
– Entonces llegué hasta aquí. Por comida y eso. Tardé bastante.
En su lugar, me habría tumbado en una zanja y habría llorado hasta la muerte. Pero Amanda dice que si hay algo que quieres de verdad, encuentras una forma de conseguirlo. Dice que estar desanimada es una pérdida de tiempo.
Me preocupaba que pudiera haber problemas con los otros chicos Jardineros: al fin y al cabo, Amanda era una plebiquilla, una de nuestros enemigos. Bernice la odiaba, por supuesto, pero no se atrevía a decirlo, porque Amanda la intimidaba como a todos los demás. Para empezar, ningún chico Jardinero sabía bailar, y Amanda tenía movimientos excelentes: era como si tuviera las caderas dislocadas. Me enseñaba cuando Lucerne y Zeb no andaban cerca. Sacábamos la música de su teléfono morado, que guardaba escondido en nuestro colchón, y cuando se agotaba la tarjeta se mangaba otro. También tenía escondidas unas prendas llamativas de plebiquilla, y cuando necesitaba robar algo se ponía esa ropa y se iba al centro comercial del Sumidero.
Me daba cuenta de que Shackleton, Crozier y los chicos mayores estaban enamorados de ella. Era muy guapa, con esa piel aceitunada y el cuello largo y los ojos grandes, pero que fueras guapa no impedía que esos chicos te llamaran chupanabos o agujero de carne con patas; tenían un montón de nombres guarros para las chicas.
Pero no para Amanda: ella merecía su respeto. Siempre llevaba un trozo de cristal, con un borde envuelto en cinta aislante para agarrarlo, y decía que ese cristal le había salvado la vida más de una vez. Nos enseñó cómo rajarle la entrepierna a un tipo o cómo hacerlo caer y luego darle una patada debajo de la barbilla y partirle el cuello. Conocía un montón de trucos por el estilo, trucos que podías usar si te hacía falta.
Pero en las festividades o en los ensayos del Coro de Capullos y Flores, nadie era más pío que ella. Daba la impresión de haberse bañado en leche.