De la estupidez en todas las religiones.
Narrado por Adán Uno
Queridos amigos, queridos compañeros animales y queridos mortales:
Qué Día del Pez de Abril lleno de alegría tuvimos aquí en nuestro Jardín del Edén en el Tejado. Las linternas pez de este año, inspiradas en el pez fosforescente que adorna las profundidades del océano, son más eficaces que nunca, y los pasteles con forma de pez ¡tienen una pinta exquisita! Hemos de agradecer a Rebecca y a sus ayudantes especiales, Amanda y Ren, por estos apetitosos dulces.
Nuestros niños siempre disfrutan de este día, porque les permite reírse de sus mayores; y siempre y cuando esas risas no se pasen de la raya, a nosotros los mayores nos gusta, porque nos acordamos de nuestra propia infancia. Nunca viene mal que nos recuerden lo pequeños que nos sentíamos entonces, y lo mucho que dependemos de la fuerza, el conocimiento y la sabiduría de nuestros mayores para protegernos. Enseñemos tolerancia a nuestros hijos, y amabilidad, y pongámosles límites correctos, y hagámoslo sin olvidar las risas de alegría. Como Dios contiene todas las cosas buenas, también ha de contener el carácter juguetón: un don que ha compartido con criaturas distintas a nosotros, como atestiguan las jugarretas del cuervo, o la deportividad de la ardilla y el retozar del gatito.
El Día del Pez de Abril, que se originó en Francia, nos reímos los unos de los otros colgando un pez de papel, o, en nuestro caso, un pez de tela reciclada, a la espalda de otra persona y gritándole: «¡Pez de abril!» O, en el francés original, «Poisson d'avril!» En los países anglófonos, esta jornada se conoce como April's Fool Day. Pero no cabe duda de que el Pez de Abril fue en primer lugar una festividad cristiana, porque los primeros cristianos usaban la imagen de un pez como señal secreta de su fe en tiempos de opresión.
El pez era un símbolo adecuado, porque los primeros apóstoles que recabó Jesús eran dos pescadores, a los que seguramente eligió para que le ayudaran a conservar la población de peces. Les pidió que fueran pescadores de hombres en lugar de pescadores de peces, y de esta forma ¡neutralizó a dos destructores de peces! Que Jesús era considerado con las aves, los animales y las plantas queda claro por sus observaciones sobre gorriones, gallinas, corderos y lirios; pero comprendía que la mayor parte del Jardín de Dios estaba bajo el agua y que esa parte también había que cuidarla. San Francisco de Asís hizo un sermón para los peces, sin darse cuenta de que los peces comulgan directamente con Dios. Aun así, el santo estaba afirmando el respeto que les debemos. ¡Qué profético parece ahora que los océanos del mundo están quedando despoblados!
Otros adoptan el punto de vista especista según el cual nosotros los humanos somos más listos que el pez y por consiguiente un Pez de Abril nos señala como mudos y estúpidos. Pero la vida del espíritu siempre parece estúpida a quienes no la comparten: por consiguiente debemos aceptar y llevar la etiqueta de tontos de Dios con alegría, porque en una relación con Dios todos somos necios, no importa lo sabios que creamos ser. Ser un Pez de Abril significa aceptar con humildad nuestra propia estupidez, y admitir de buen grado lo absurdo -desde un punto de vista materialista- de toda la verdad espiritual que profesamos.
Os ruego que ahora os unáis a mí en una meditación sobre nuestros hermanos peces.
Querido Dios, Tú que creaste el grande y ancho mar, con sus innumerables criaturas: rezamos para que contemples a aquellos que moran en tu jardín submarino, donde se originó la vida; y rezamos para que nada pueda desvanecerse del planeta por mano del hombre. Que el amor y la ayuda sean llevados a las criaturas del mar en su actual estado de peligro y enorme sufrimiento; propiciado por el calentamiento del mar y las redes de arrastre, y con la matanza de todo lo que el mar contiene, desde las criaturas de las aguas bajas hasta las criaturas de las profundidades, incluido el calamar gigante; y recuerda tus ballenas, que creaste en el quinto día, y pusiste en el mar para que jugaran allí; y ayuda especialmente a los tiburones, esa especie incomprendida y perseguida.
Tenemos en nuestras mentes la Gran Zona de Muerte en el golfo de México; y la Gran Zona de Muerte en el lago Erie; y la Gran Zona de Muerte en el mar Negro, y el desolado Gran Banco de Terranova, donde en tiempos abundó el bacalao; y la Gran Barrera de Coral, que ahora agoniza perdiendo color y partiéndose.
Que cobren vida otra vez; que el amor brille sobre ellos y los restaure; y que se nos perdone por nuestros crímenes oceánicos; y por nuestra estupidez, cuando se trata de la estupidez equivocada: la actitud arrogante y destructiva.
Y ayúdanos a aceptar con toda humildad nuestro parentesco con los peces, que nos parecen silenciosos y estúpidos; porque en Tu sagacidad, todos somos silenciosos y estúpidos.
Cantemos.
Conoces, Señor, nuestra locura
Conoces, Señor, nuestra locura,
y nuestro obrar insensato;
aquí y allá nos ves agitarnos
en pos de afanes inútiles.
Se nos olvida que eres amor,
y omitimos darte gracias;
pensamos que el cielo es un vacío,
y que el universo es nada.
Caemos en el abatimiento,
nuestra hora maldecimos;
decimos incluso que no existes
o que no nos haces caso.
Perdona nuestro humor tornadizo,
nuestro hablar triste y arisco;
reconocemos hoy ser Tus tontos,
lo celebramos jugando.
Por eso admitimos sin ambages
que en nosotros todo es vano:
nuestras ruines luchas y aflicciones,
el dolor que nos causamos.
Por el pez burlamos y cantamos
y reímos como niños;
pinchamos la pompa y el orgullo,
vemos todo con sonrisas.
No podemos concebir Tu Mundo
lleno de estrellas y asombro;
te rogamos que, entre Tus Tesoros,
tengas también a Tus Tontos.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
Debo de haberme quedado dormida -estar en el Cuarto Pringoso te agota-, porque estaba soñando con Amanda. Caminaba hacia mí con su vestido caqui a través de un ancho campo de hierba seca salpicado de huesos blancos. Había buitres sobrevolando su cabeza, pero ella me vio soñando con ella, y sonrió y me saludó, y yo me desperté.
Era demasiado temprano para irse a dormir, así que me hice la pedicura. A Starlite le gustaba el efecto garra con refuerzo de seda de araña, pero yo nunca lo usaba porque Mordis decía que me daría una imagen desquiciante, como una conejita con espinas. Así que me ceñía a los tonos pastel. El esmalte de uñas te hacía sentir fresca y destellante: si alguien quería chuparte los pies, los pies tenían que merecer la pena. Mientras el esmalte se secaba, conecté la cámara del intercomunicador de la habitación que compartía con Starlite. Me alegró conectarme con mis propias cosas: mi tocador, mi Roboperro, mis trajes colgados en las perchas. Me moría de ganas de volver a mi vida normal. Tampoco es que fuera muy normal, pero me había acostumbrado a ella.
Luego navegué por Internet, buscando webs de horóscopos para ver qué clase de semana se presentaba, porque muy pronto saldría del Cuarto Pringoso si mis tests daban negativo. Wild Stars era mi favorita. Me gustaba porque te levantaba el ánimo:
La Luna en tu signo, Escorpio, significa que tus hormonas están disparadas esta semana. ¡Caliente, caliente, caliente! Disfruta, pero no te tomes demasiado en serio este estallido sexy: pasará.
Ahora estás trabajando mucho para hacer de tu hogar un palacio del placer. Es hora de que compres esas nuevas sábanas de satén y te metas en la cama. ¡Vas a mimar todos tus sentidos de Tauro esta semana!
Esperaba que el romance y la aventura vinieran en mi dirección, en cuanto saliera del Cuarto Pringoso. Y quizá viajes, o búsquedas espirituales: a veces los mencionaban. Pero las previsiones de mi signo zodiacal no eran tan buenas:
Mercurio el Mensajero en tu signo, Piscis, significa que las cosas y la gente del pasado te sorprenderán en las semanas venideras. ¡Prepárate para algunas transiciones rápidas! El romance puede adoptar extrañas formas: ilusión y realidad bailan pegados ahora mismo, así que actúa con precaución.
No me gustaba cómo sonaba eso de que el romance adopta formas extrañas. Ya tenía suficiente de eso en el trabajo.
Cuando volví a mirar en el Nido de Víboras, estaba a rebosar. Savona continuaba en el trapecio, y Crimson Petal también estaba allí arriba. Llevaba un integral de biofilm con volantes genitales extra y parecía una orquídea gigante. Abajo, Starlite seguía trabajándose a su cliente del Painball. Esa chica podía resucitar a un muerto, pero el tipo parecía casi inconsciente, así que no creía que le sacara una gran propina.
Los guardaespaldas de Corpsegur estaban al acecho, pero de repente todos miraron en dirección a la puerta, así que yo conecté con otra cámara para echar un vistazo. Allí estaba Mordis, hablando con otros dos tipos de Corpsegur. Había otro painballer con ellos, que parecía en un estado aún peor que los tres primeros. Más explosivo. A Mordis no le hacía ninguna gracia. Cuatro painballers era demasiado que controlar. ¿Y si eran de equipos diferentes y ayer mismo estaban tratando de arrancarse las tripas los unos a los otros?
Mordis estaba conduciendo al nuevo painballer a un rincón. Estaba gritando en el móvil; se acercaron apresuradamente tres bailarinas de refuerzo: Vilya, Crenola, Sunset. Bloquead la visión, debía de haberles dicho. Usad las tetas, ¿para qué creéis que os las ha dado Dios? Hubo un resplandor, un movimiento de plumas, seis brazos entrelazándolo. Casi podía oír lo que estaría susurrando Vilya al oído del tipo: «Coge dos, cielo, están baratas.» A una señal de Mordis, subió el volumen de la música: la música alta los distrae, es menos probable que se enfurezcan con los oídos atiborrados de sonido. Las bailarinas ya estaban sobre aquel tipo como anacondas. Y había dos gorilas del Scales al acecho.
Mordis estaba sonriendo: situación resuelta. Llevaría a ése a una de las habitaciones con plumas en el techo, lo empaparía de alcohol, le pondría unas cuantas chicas encima y lo convertiría en lo que Mordis llamaba un zombi feliz, colocado, con encefalograma plano y ordeñado hasta quedar reseco. Y ahora que teníamos BlyssPluss, tendría múltiples orgasmos y sensaciones de confianza alcohólica, sin problemas de microbios. La rotura de muebles en el Scales se había reducido de manera drástica desde que lo usábamos. Lo servían en polibayas bañadas en chocolate, y en olivas sojayectables: aunque tenías que tener cuidado de no pasarte, decía Starlite, o la polla del tipo podía partirse.
En el año 14 tuvimos la fiesta del Pez de Abril como de costumbre. En ese día se suponía, que tenías que actuar tontamente y reírte mucho. Yo le colgué un pez a Shackie, y Croze me colgó uno a mí, y Shackie le colgó uno a Amanda. Un montón de niños colgaron peces a Nuala, pero nadie le colgó ninguno a Toby, porque no podías pasarle por detrás sin que se diera cuenta. Adán Uno se colgó un pez a sí mismo para afirmar algo sobre Dios. Ese gamberrete de Oates iba por ahí corriendo y gritando «barritas de pescado», y clavándole un dedo por detrás a todo el mundo hasta que Rebecca le hizo parar. Luego estaba triste, así que me lo llevé a un rincón y le conté el cuento del buitre más pequeño. Era un chico dulce cuando no estaba incordiando.
Zeb se había marchado en uno de sus viajes, últimamente viajaba mucho. Lucerne se quedó en casa: dijo que no tenía nada que celebrar, y que, además, era una fiesta estúpida.
Fue mi primer Pez de Abril sin Bernice. De pequeñas, antes de que llegara Amanda, decorábamos juntas un pastel con forma de pescado. Siempre discutíamos sobre qué ponerle. Una vez habíamos hecho el pastel verde, con espinacas para el color verde y con ojos redondos de zanahoria. Tenía un aspecto francamente tóxico. Al pensar en ese pastel me entraron ganas de llorar. ¿Dónde estaba Bernice en ese momento? Me sentía avergonzada de mí misma por haber sido tan antipática con ella. ¿Y si estaba muerta como Burt? Si lo estaba, en parte era por mi culpa. Sobre todo por mi culpa. Por mi culpa.
Amanda y yo volvimos caminando a la Quesería, y Shackie y Croze nos acompañaron: para protegernos, dijeron. Amanda se rio de eso, pero dijo que podían venir con nosotros si querían. Los cuatro volvíamos a ser más o menos amigos, aunque de vez en cuando Croze le decía a Amanda:
– Aún estás en deuda conmigo.
Y Amanda lo mandaba al cuerno.
Cuando volvimos a la Quesería estaba oscuro. Pensamos que tendríamos problemas por llegar tan tarde -Lucerne siempre nos advertía de los peligros de la calle-, pero resultó que Zeb había vuelto, y ya se estaban peleando. Así que salimos a esperar al pasillo, porque sus peleas ocupaban todo el espacio de nuestra casa.
La pelea era más ruidosa que de costumbre. Volcaron un mueble, o lo lanzaron: Lucerne tuvo que ser, porque Zeb no era de ésos.
– ¿De qué va esto? -le pregunté a Amanda, que tenía la oreja pegada a la puerta. No le daba vergüenza escuchar.
– No sé -dijo-. Está gritando demasiado. Oh, espera: dice que está liado con Nuala.
– Con Nuala no -dije-. ¡Imposible! -Entonces supe cómo se habría sentido Bernice cuando dijimos todo eso de su padre.
– Los hombres se lo montan con cualquier cosa si tienen ocasión -dijo Amanda-. Ahora dice que en el fondo es un macarra. Y que la desprecia y la trata como una mierda. Creo que está llorando.
– Quizá deberíamos parar de escuchar -dije.
– Vale -dijo Amanda.
Nos quedamos las dos con la espalda apoyada en la pared, esperando a que Lucerne empezara a gimotear. Como hacía siempre. Entonces Zeb saldría ruidosamente y daría un portazo, y a lo mejor no volveríamos a verlo durante días.
Zeb salió.
– Nos vemos, reinas de la noche -dijo-. Tened cuidado.
Estaba haciendo bromas con nosotras como le gustaba hacer, pero no había alegría. Tenía aspecto sombrío.
Normalmente, después de una pelea, Lucerne se iba a la cama y lloraba, pero esa noche empezó a preparar una maleta. En realidad era una mochila rosa que habíamos cosechado Amanda y yo. Lucerne no tenía mucho que guardar en la bolsa, así que pronto terminó y entró en nuestro cubículo.
Amanda y yo nos hicimos las dormidas, en nuestros futones rellenos de farfolla, bajo nuestras colchas de tela vaquera.
– Levántate, Ren -me dijo Lucerne-. Nos vamos.
– ¿Adónde? -pregunté.
– Volvemos -dijo-. Al complejo HelthWyzer.
– ¿Ahora mismo?
– Sí. ¿Por qué pones esa cara? ¿No es lo que siempre habías querido?
Es cierto que al principio quería volver al complejo HelthWyzer. Tenía nostalgia. Sin embargo, desde la llegada de Amanda, no había vuelto a pensar demasiado en eso.
– ¿Amanda también va a venir?
– Amanda se queda aquí.
Sentí mucho frío.
– Quiero que venga Amanda -dije.
– Ni hablar -dijo Lucerne.
Al parecer había ocurrido algo más: Lucerne se había liberado del hechizo paralizante, el hechizo de Zeb. Se había desembarazado de él como quien se quita un vestido suelto. De repente era enérgica, decidida, no estaba por tonterías. ¿Había sido antes así, tiempo atrás? Apenas podía recordarlo.
– ¿Por qué? -le pregunté-. ¿Por qué no puede venir Amanda?
– Porque no la dejarían entrar en HelthWyzer. Podemos recuperar nuestras identidades allí, pero ella no tiene ninguna, y desde luego, no tengo dinero para comprarle una. Aquí cuidarán de ella -añadió, como si Amanda fuera un gatito al que nos viéramos obligadas a abandonar.
– Ni hablar -dije-. Si ella no viene, yo tampoco.
– ¿Y dónde vivirías aquí? -dijo Lucerne con desprecio.
– Nos quedaremos con Zeb -respondí.
– Nunca está en casa -dijo Lucerne-. Crees que dejarían que dos jovencitas campen a sus anchas.
– Pues podemos vivir con Adán Uno -dije-. O con Nuala. O tal vez con Katuro.
– O con Stuart el Escoplo -dijo Amanda, esperanzada.
Era un recurso a la desesperada -Stuart era adusto y solitario-, pero me aferré a la idea.
– Podemos ayudarle a hacer muebles -propuse.
Me imaginé el escenario completo: Amanda y yo recogiendo trastos para Stuart, serrando, martilleando y cantando mientras trabajábamos, preparando infusiones…
– No seréis bienvenidas -dijo Lucerne-. Stuart es un misántropo. Sólo os soporta por Zeb, y lo mismo pasa con todos los demás.
– Nos quedaremos con Toby -dije.
– Toby tiene otras cosas que hacer. Basta ya. Si Amanda no puede encontrar a alguien que cuide de ella, siempre puede irse con los plebiquillos. Es su sitio. Pero no el tuyo. Vamos, date prisa.
– Tengo que vestirme -dije.
– Bien -dijo Lucerne-. Diez minutos. -Salió del cubículo.
– ¿Qué haremos? -le susurré a Amanda mientras empezaba a vestirme.
– No lo sé -me contestó Amanda en otro susurro-. Una vez que estés allí, no te dejarán salir. Esos complejos son como castillos, son como mazmorras. Ella nunca te dejará que me veas. Me odia.
– No importa lo que piense -susurré-. Me escaparé de alguna manera.
– Toma mi teléfono -susurró Amanda-. Llévatelo. Puedes telefonearme.
– Conseguiré que vengas -dije.
En ese momento yo estaba llorando en silencio. Me guardé su teléfono morado en el bolsillo.
– Date prisa, Ren -dijo Lucerne.
– ¡Te llamaré! -murmuré-. ¡Mi papá te comprará una nueva identidad!
– Seguro que lo hará -dijo Amanda con suavidad-. No te desanimes, ¿vale?
En la sala, Lucerne se estaba moviendo con rapidez. Arrancó las tomateras de aspecto enfermo que había estado cultivando en el alféizar. Debajo de la tierra había una bolsa de plástico llena de dinero. Debía de haberlo estado sisando, de vender cosas del Árbol de la Vida: el jabón, el vinagre, el macramé, las colchas. El dinero estaba pasado de moda, pero la gente todavía lo usaba para pequeñas cosas, y los Jardineros no aceptaban dinero virtual porque no autorizaban los ordenadores. Así que había estado escondiendo dinero para fugarse. No era tan tonta como pensaba.
Lucerne cogió las tijeras de cocina y se cortó el pelo recto a la altura del cuello. El corte hizo un sonido de Velero, rasposo y seco. Dejó la mata de cabello en medio de la mesa del comedor.
Fue entonces cuando me cogió del brazo, me sacó de casa y me hizo bajar la escalera. Lucerne nunca salía de noche por los borrachos y drogadictos de las esquinas, y por las bandas de plebiquillos y atracadores. Pero en ese momento estaba blanca de rabia y cargada de una energía desbordante: la gente de la calle se apartaba de nuestro camino como si fuéramos contagiosas, e incluso los Asian Fusion y los Blackened Redfish nos dejaron en paz.
Tardamos horas en atravesar el Sumidero y la Alcantarilla, y luego plebillas más ricas. A medida que avanzábamos, las casas, los edificios y los hoteles tenían un aspecto cada vez más nuevo, y las calles estaban cada vez más vacías de gente. En Big Box cogimos un taxi solar: atravesamos Golfgreens y luego pasamos una amplia zona despoblada, hasta que por fin llegamos a las puertas del complejo de HelthWyzer. Hacía tanto tiempo que no veía ese lugar que fue como uno de aquellos sueños en que no reconoces nada, aunque sí lo reconoces. Me sentía un poco enferma, pero eso podría haber sido excitación.
Antes de subirnos al taxi, Lucerne me había desordenado el pelo a mí y ella se había manchado la cara y se había roto el vestido.
– ¿Por qué has hecho eso? -pregunté.
Pero no respondió.
Había dos guardas en la verja de HelthWyzer, detrás de la ventanita.
– ¿Identificaciones?
– No tenemos -dijo Lucerne-. Nos han robado. Nos secuestraron. -Miró atrás como si temiera que alguien nos estuviera siguiendo-. Por favor, ha de dejarnos entrar, ahora. Mi marido está en Nanobioformas. Les contará quién soy. -Se echó a llorar.
Uno de ellos cogió el teléfono, pulsó un botón.
– Frank -dijo-. Puerta principal. Una mujer dice que es tu esposa.
– Necesitaremos unas muestras de saliva, señora, por las contagiosas -dijo el segundo-. Luego puede ir a la sala de espera, hasta que dispongamos de la autorización y la verificación de bioforma. Enseguida irá alguien a acompañarlas.
En la sala de espera nos sentamos en un sofá negro de escay. Eran las cinco de la mañana. Lucerne cogió una revista. «NooSkins -decía en la cubierta-. ¿Por qué vivir con la imperfección?» La hojeó.
– ¿Nos secuestraron? -pregunté.
– Oh, querida -dijo ella-. ¡No te acuerdas! ¡Eras demasiado pequeña! No quería decírtelo por no asustarte. Podrían haberte hecho algo terrible.
Se echó a llorar otra vez, con más fuerza. Cuando llegó el hombre de Corpsegur con el biotraje, se le había corrido el maquillaje.
Ten cuidado con lo que deseas, decía muchas veces la vieja Pilar. Había vuelto al complejo HelthWyzer y me había reencontrado con mi padre, como tanto había deseado. Pero nada estaba bien. Todo ese mármol falso, y esos muebles de estilo antiguo, y las alfombras de nuestra casa: nada parecía real. También olía raro, como a desinfectante. Echaba de menos los olores frondosos de los Jardineros, los olores de cocina, incluso el ácido del vinagre; incluso los biodoros violetas.
Mi padre -Frank- no había cambiado mi habitación. Aun así, la cama de cuatro postes y las cortinas rosas parecían encogidas. También la veía demasiado infantil para mí. Estaban los animales de peluche que tanto había querido, pero ahora sus ojos de cristal parecían muertos. Los metí en el fondo de mi armario para que no pudieran mirarme como si yo fuera una sombra.
La primera noche, Lucerne me preparó un baño con falsa esencia de flores. La gran bañera blanca y las mullidas toallas blancas me hicieron sentir sucia, y también apestosa. Hedía como la tierra: a suelo de compost en proceso. Ese olor acre.
Mi piel también estaba azul: era el tinte de la ropa de los Jardineros. Nunca me había dado cuenta de eso, porque las duchas de los Jardineros eran muy breves, y no había espejos. Tampoco me había fijado en el vello que tenía, y eso me impresionó más que la piel azul. Froté y froté el azul: no salía. Me miré los dedos de los pies, donde salían del agua de la bañera. Las uñas de los pies como garras.
– Vamos a ponerte un poco de esmalte -me dijo Lucerne dos días después, cuando me vio en chanclas.
Estaba actuando como si nada hubiera existido: ni los Jardineros, ni Amanda ni, sobre todo, Zeb. Ella llevaba un vestido corto de lino, había ido a la peluquería y se había puesto mechas. También se había hecho los pies, no perdía tiempo.
– Mira todos estos colores que te he comprado. Verde, violeta, naranja, y te he traído unos brillantes…
Pero yo estaba enfadada con ella, y le di la espalda. Era una mentirosa.
Todos esos años había conservado en la cabeza una imagen de mi padre, como una silueta de tiza rodeando un espacio con forma de padre. De pequeña, la coloreaba con frecuencia. Pero aquellos colores habían sido demasiado brillantes, y la silueta, demasiado grande. Frank era más bajo, más gris, más calvo y tenía un aspecto más confundido que la imagen que yo tenía en mente.
Antes de que viniera a la puerta de HelthWyzer para identificarnos, había pensado que estaría encantado de descubrir que no estábamos muertas, sino sanas y salvas al fin y al cabo. Sin embargo, le cambió la cara cuando me vio. Me di cuenta de que la última vez que me había visto yo era una niña, así que era más grande de lo que esperaba, y probablemente más grande de lo que él quería. También tenía un aspecto más desaliñado; a pesar de que llevaba ropa de Jardinera, tendría el mismo aspecto que cualquier plebiquilla que podría haber visto corriendo por el Sumidero o la Alcantarilla si hubiera ido allí alguna vez. Quizá tenía miedo de que le vaciara los bolsillos o me llevara sus zapatos. Se me acercó como si fuera a morderle, y me abrazó de un modo torpe. Olía a compuestos químicos, la clase de compuestos químicos que se usaban para limpiar cosas pegajosas, como el pegamento. Era un olor que te podía quemar los pulmones.
En esa primera noche dormí doce horas, y cuando me desperté descubrí que Lucerne se había llevado mi ropa de Jardinera y la había quemado. Por suerte, había escondido el teléfono morado de Amanda dentro del tigre de peluche de mi armario, le había cortado el estómago. Así que el teléfono no se quemó.
Echaba de menos el olor de mi propia piel, que había perdido su olor salado y ahora era jabonosa y perfumada. Pensé en lo que solía decir Zeb de los ratones: si los sacas un tiempo de la ratonera y los vuelves a meter, los otros ratones los despedazarán. Si volvía con los Jardineros con mi olor de flor falsa, ¿me despedazarían?
Lucerne me llevó a la clínica de HelthWyzer para que me hicieran un chequeo en busca de piojos y lombrices, y para que me examinaran. Eso significaba un par de dedos en tu interior, por delante y por detrás.
– Oh, Dios mío -dijo el doctor cuando me vio la piel azul-. ¿Eso son hematomas, querida?
– No -dije-. Es tinte.
– Ah -exclamó-.¿Hacían que te tiñeras?
– Estaba en la ropa -dije.
– Ya veo -dijo.
Me dio hora para el psiquiatra de la clínica, que tenía experiencia con personas que habían sido secuestradas por sectas. Mi madre también tendría que asistir a esas sesiones.
Fue así como descubrí lo que Lucerne les estaba contando. Nos habían cogido en la calle mientras estábamos en SolarSpace haciendo unas compras, pero no sabía exactamente adónde nos habían llevado, porque nunca se lo habían dejado saber. Dijo que no era culpa del culto en sí, sino de uno de sus componentes masculinos que se había obsesionado con ella y la quería como esclava sexual particular, y le había quitado los zapatos para mantenerla cautiva. Se suponía que ése era Zeb, aunque dijo que no conocía su nombre. Yo era demasiado pequeña para darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, dijo, pero había sido rehén: ella tenía que cumplir con la voluntad de ese loco, satisfacer todos sus antojos retorcidos, daba náuseas las cosas que le obligaba a hacer, porque mi vida corría peligro. Al final, Lucerne había conseguido compartir su penosa situación con una de las componentes del culto, una especie de monja. Debía de referirse a Toby. Fue esa mujer quien la ayudó a escapar: le compró zapatos, le dio dinero, distrajo al hombre para que Lucerne pudiera salir corriendo hacia la libertad.
Decía que no tenía sentido que me preguntaran nada. Los miembros de la secta habían sido amables conmigo, y además estaban drogados. Ella era la única que conocía la verdad: era una carga que tendría que soportar sola. ¿Qué mujer que amara a su hija tanto como ella me amaba a mí no habría hecho lo mismo?
Antes de nuestras sesiones con el psiquiatra, me apretaba el hombro y decía:
– Amanda está allí, no te olvides.
Lo que significaba que si le decía a alguien que había estado mintiendo, ella recordaría de repente dónde había estado cautiva, y Corpsegur iría con sus pulverizadores y a saber qué pasaría. Moría mucha gente inocente en ataques con pulverizadores. No se podía evitar, decían los de Corpsegur. Era por el bien del orden público.
Durante semanas, Lucerne no se alejó mucho de mí para asegurarse de que no intentaba huir ni delatarla, pero al final tuve la ocasión de coger el teléfono morado de Amanda y llamar. Amanda me había mandado un mensaje de texto con el número del móvil que se había birlado, así que sabía dónde localizarla: ella siempre pensaba en todo. Me senté dentro del armario e hice la llamada. Había una luz dentro, como en todos los armarios de la casa. El armario en sí era tan grande como mi antigua habitación.
Amanda respondió enseguida. Allí estaba en pantalla, con el mismo aspecto de siempre. Lamenté no estar con los Jardineros.
– Te echo mucho de menos -dije-. Me escaparé en cuanto pueda.
Pero no sabía cuándo tendría ocasión, le expliqué, porque Lucerne guardaba mi identidad encerrada en un cajón y no me dejarían cruzar la verja sin ella.
– ¿Puedes hacer un trato? -preguntó Amanda-. ¿Con los guardas?
– No -dije-. Creo que no. Aquí es diferente.
– Ah. ¿Qué le ha pasado a tu pelo?
– Lucerne me lo ha hecho cortar.
– Te queda bien -dijo Amanda. Luego añadió-: Encontraron a Burt en un solar, detrás del Scales. Tenía quemaduras de congelador.
– ¿Había estado en un congelador?
– Lo que quedaba de él. Faltaban partes: hígado, riñones, corazón. Zeb dice que las mafias venden los órganos y luego se quedan el resto en un congelador hasta que necesitan mandar un mensaje.
– ¡Ren! ¿Dónde estás? -Era Lucerne, en mi habitación.
– He de colgar -susurré. Volví a meter el teléfono en el tigre-. Estoy aquí dentro -dije. Me castañeteaban los dientes. Los congeladores eran muy fríos.
– ¿Qué estás haciendo en el armario, querida? -dijo Lucerne-. Sal a comer algo. Pronto te sentirás mejor.
Sonaba animada: cuanto más trastornada pareciera yo, mejor para ella, porque menos me creería nadie si la delataba.
Su historia era que yo había quedado traumatizada al pasar tanto tiempo en esa secta de gente retorcida que te lavaba el cerebro. Yo no tenía forma de demostrar lo contrario. Además, quizá sí estaba traumatizada: no tenía nada con lo que compararme.
Una vez que me ajusté lo suficiente -«ajustar» era la palabra que usaban, como si hablaran del tirante de un sujetador-, Lucerne dijo que tenía que ir a la escuela, porque era malo para mí que anduviera dando vueltas por la casa: necesitaba salir y vivir una vida nueva, como ella. Era un riesgo para Lucerne: yo era una bomba de racimo andante, y la verdad sobre ella podía salir de mi boca en cualquier momento. Sin embargo, Lucerne sabía que yo la estaba juzgando en silencio, y eso la molestaba, así que de verdad me quería en otro sitio.
Al parecer, Frank había creído su historia, aunque no daba la sensación de que le importara demasiado. Comprendí por qué Lucerne se había fugado con Zeb: al menos Zeb se fijaba en ella. Y también se había fijado en mí, mientras que Frank me trataba como una ventana: nunca me miraba a mí, miraba a través de mí.
En ocasiones soñaba con Zeb. Llevaba un traje de oso. La piel se abría por en medio como un pijama de cremallera, y salía Zeb. En el sueño olía de modo tranquilizador; a hierba mojada por la lluvia, y a canela y al olor salado, a vinagre y a hoja chamuscada de los Jardineros.
La escuela se llamaba HelthWyzer High. En el primer día me puse uno de los nuevos vestidos que Lucerne había elegido para mí. Era rosa y amarillo limón; colores que los Jardineros nunca habrían autorizado, porque mostraban la suciedad y desperdiciaban jabón.
Me sentía disfrazada con la nueva ropa. No me acostumbraba a lo ajustada que me quedaba en comparación con mis viejos vestidos sueltos, ni a cómo mis brazos desnudos asomaban por las mangas y mis piernas desnudas aparecían por la parte inferior de la falda plisada hasta la rodilla. Pero eso era lo que llevaban todas las chicas de HelthWyzer High, según Lucerne.
– No te olvides la crema solar, Brenda -me dijo cuando me dirigía hacia la puerta.
Había empezado a llamarme Brenda, y aseguraba que era mi verdadero nombre.
HelthWyzer mandó una estudiante para que fuera mi guía, me acompañara a la escuela y me enseñara todo. Se llamaba Wakulla Price; era delgada, de piel brillante como el tofe. Llevaba un top de color amarillo pastel como el mío, pero con pantalones debajo. Miró mi falda plisada con los ojos muy abiertos:
– Me gusta tu falda.
– Me la ha comprado mi madre -dije.
– Ah -dijo ella con voz compungida-. Mi madre me compró una como ésa hace dos años.
Me cayó bien. De camino a la escuela, Wakulla pregunto «¿Qué hace tu padre?», «¿Cuándo llegaste aquí?», etcétera, pero no mencionó ningún culto; y yo dije: «¿Te gusta la escuela?», «¿Quiénes son los profesores?», y nos mantuvimos en ese terreno seguro. Las casas que estábamos pasando eran todas de estilos diferentes, pero con techo de paneles solares. En los complejos contaban con la última tecnología y Lucerne no perdía ocasión de señalármelo. «De verdad, Brenda, son mucho más auténticamente verdes que esos Jardineros puristas, así que no has de preocuparte por la cantidad de agua caliente que usas, y, por cierto, ¿no es hora de que te des otra ducha?» El edificio de la escuela estaba limpísimo: ni pintadas, ni piezas caídas, ni ventanas destrozadas. Tenía un parterre de color verde oscuro, varios arbustos podados en forma circular y una estatua: «Florence Nightingale -decía en la placa-. Dama de la Lámpara.» Pero alguien había cambiado la de por una eme: «Mama de la lámpara».
– Eso es cosa de Jimmy -dijo Wakulla-. Es mi compañero de laboratorio en Biotecnología de Nano-formas, siempre está haciendo tonterías como ésa. -Sonrió: tenía los dientes francamente blancos.
Lucerne había estado insistiendo en que yo tenía los dientes amarillentos y que necesitaba un cosmético dental. Ya estaba planeando redecorar toda la casa, pero también había planeado algunas modificaciones para mí.
Al menos no tenía caries. Los Jardineros estaban en contra de los productos de azúcar refinado y eran estrictos respecto a cepillarse los dientes, aunque tenías que usar una ramita deshilachada porque aborrecían la idea de meterse en la boca plástico o cerdas de animales.
La primera mañana en esa escuela fue muy extraña. Me sentía como si impartieran las clases en un idioma extranjero. Todas las asignaturas eran diferentes, las palabras eran distintas, y luego estaban los ordenadores y las libretas de papel. Tenía un miedo inherente a eso: parecía demasiado peligroso, todos esos escritos que tus enemigos podían encontrar: no podías borrarlo como en una pizarra. Quería correr al lavabo y lavarme las manos después de tocar los teclados y las páginas; el peligro seguramente se me había contagiado.
Lucerne me había contado que las autoridades del complejo HelthWyzer mantendrían la confidencialidad de nuestro, llamado, relato biográfico: el secuestro y todo eso. Sin embargo, alguien lo había filtrado porque todos los chicos de la escuela lo sabían. Al menos no se habían enterado de la historia de que Lucerne había sido la esclava sexual de un sátiro. Si tenía que hacerlo, yo estaba decidida a mentir para proteger a Amanda, y a Zeb y a Adán Uno, e incluso a los Jardineros comunes. Todos estábamos en manos del otro, decía Adán Uno. Estaba empezando a descubrir a qué se refería.
A la hora de comer, se reunió un grupo a mi alrededor. No era un grupo amenazador, sólo curioso. «Así que vivías en una secta.» «¡Que locura!» «¿Estaban muy chalados?» Tenían un montón de preguntas. Entretanto se iban comiendo el almuerzo, y todo olía a carne. Beicon. Barritas de pescado, veinte por ciento pescado auténtico. Hamburguesas; las llamaban WyzeBurgers y estaban hechas de carne cultivada. Así que no habían matado a animales reales. Amanda se habría comido el beicon para demostrar que los comedores de hojas no le habían lavado el cerebro, pero yo no podía llegar tan lejos. Separé el panecillo de mi WyzeBurger y traté de comérmelo, pero apestaba a animal muerto.
– ¿Lo pasaste muy mal? -dijo Wakulla.
– Sólo era una secta verde -dije.
– Como los Lobos de Isaías -dijo un chico-. ¿Eran terroristas?
Todos se inclinaron hacia delante, querían escuchar historias truculentas.
– No, eran pacifistas -dije-. Teníamos que trabajar en su huerto del tejado.
Y les hablé del realojo de caracoles y gusanos. Cuando se lo conté, me sonó extraño.
– Al menos no te los comías -dijo una niña-. Algunas de esas sectas comen animales atropellados.
– Los Lobos de Isaías seguro que lo hacen. Salía en la web.
– Pero vivíais en las plebillas. Guay.
Entonces me di cuenta de que tenía una ventaja, porque había vivido en las plebillas, donde ninguno de ellos había estado, salvo quizás en alguna excursión escolar, o arrastrados por sus padres sórdidos al Árbol de la Vida. Así que podía inventarme lo que quisiera.
– Eras mano de obra infantil -dijo un chico-. Una esclava medioambiental. ¡Qué sexy!
Todos rieron.
– Jimmy, no seas tan tonto -lo reprendió Wakulla-. No te preocupes -me dijo a mí-, siempre dice estas cosas.
Jimmy sonrió.
– ¿Adorabais las coles? -continuó-. Oh, gran repollo, beso a su crucífera colestad. -Se puso de rodillas y agarró un trozo de mi falda plisada-. Bonitas hojas, ¿se pueden arrancar?
– No seas tan aliento de carne -dije.
– ¿Qué? -dijo, riendo-. ¿Aliento de carne?
Entonces tuve que explicar que eso era un insulto entre los extremistas verdes. Igual que comecerdo. O cara de babosa. Esto hizo reír más a Jimmy.
Vi la tentación. La vi con claridad. Se me ocurrirían más detalles estrambóticos de mi vida en la secta, y luego simularía que pensaba que todas esas cosas eran tan retorcidas como las consideraban los chicos de HelthWyzer. Eso sería popular. Pero también me vi del modo en que me verían los Adanes y las Evas: con tristeza, con decepción. Adán Uno, y Toby y Rebecca. Y Pilar, aunque estaba muerta. E incluso Zeb.
Qué fácil es la traición. Simplemente te deslizas a ella. Pero eso ya lo sabía, por Bernice.
Wakulla me acompañó a casa, y Jimmy también vino. El iba haciendo el tonto -contaba chistes y esperaba que nos riéramos-, y Wakulla se rio, de un modo educado. Me di cuenta de que Jimmy estaba colado por ella, aunque Wakulla me contó más tarde que sólo podía ver a Jimmy como un amigo.
Wakulla se desvió a medio camino para dirigirse hacia su casa, y Jimmy me dijo que continuaría conmigo porque le iba de paso. Era irritante cuando había más de una persona: seguramente sentía que es mejor hacerte el tonto a que otra gente se burle de ti. Pero cuando no estaba actuando, era mucho más agradable. Me di cuenta de que por dentro estaba triste, porque lo mismo me ocurría a mí. Éramos como gemelos en ese sentido. Nunca antes había tenido un chico por amigo.
– Así que ha de ser raro para ti, estar aquí en un complejo después de las plebillas -me dijo un día.
– Sí.
– ¿De verdad tu madre estaba atada a la cama por un maníaco trastornado? -Jimmy era directo con cosas que otra gente podía pensar pero que nunca diría.
– ¿Dónde has oído eso? -dije.
– En el vestuario -dijo Jimmy.
O sea que la fábula de Lucerne se había filtrado.
Respiré hondo.
– Esto es entre tú y yo, ¿sí?
– Te lo juro -dijo Jimmy.
– No -dije-. No estaba atada a la cama.
– Ya me lo figuraba -dijo Jimmy.
– Pero no se lo digas a nadie. Confío en que no lo hagas.
– No lo haré -dijo Jimmy.
No dijo «¿por qué no?». Sabía que si todo el mundo oía que Lucerne había mentido, la gente se daría cuenta de que no la habían secuestrado sino que sólo había estado engañando a lo grande. Lo que había hecho, lo había hecho por amor, o simplemente por sexo. Y había vuelto a HelthWyzer con su marido perdedor porque el otro tipo la había dejado. Pero moriría antes que admitirlo. O mataría a alguien.
Todo ese tiempo me metía en el armario y sacaba el teléfono morado de mi tigre para llamar a Amanda. Nos enviábamos mensajes de texto con las mejores horas para llamar, y si la conexión era buena podíamos vernos en pantalla. Yo hacía muchas preguntas sobre los Jardineros. Amanda me dijo que ya no estaba con Zeb: Adán Uno había dicho que había crecido mucho y que tenía que dormir en uno de los cubículos individuales, y eso era muy aburrido.
– ¿Cuándo podrás volver? -me preguntó.
Pero yo no sabía cómo podía arreglármelas para huir de HelthWyzer.
– Estoy trabajando en eso -dije.
La siguiente vez que me puse al teléfono, ella me dijo:
– Mira quién está aquí.
Y era Shackie, sonriéndome con timidez, y me pregunté si se habrían acostado. Me sentó como si Amanda hubiera recogido un chisme brillante que quería para mí, pero era una estupidez, porque yo no sentía nada por Shackie. Me pregunté si habría sido suya la mano que me tocó el trasero esa noche en el holocentrifugador. Aunque lo más probable es que fuera Croze.
– ¿Cómo está Croze? -le pregunté a Shackie-. ¿Y Oates?
– Están bien -murmuró Shackie-.¿Cuándo vas a volver? ¡Croze te echa mucho de menos? ¿Peli?
– Groso -dije-. Peligroso.
Me sorprendió que aún usara esa contraseña infantil, aunque quizás Amanda lo había animado a hacerlo para que me sintiera incluida.
Después Shackie desapareció de la pantalla, Amanda dijo que eran compañeros: los dos se llevaban cosas de los centros comerciales. Era un trato justo: ella contaba con alguien que le guardara las espaldas y la ayudara a robar cosas y venderlas, y él conseguía sexo.
– ¿No le quieres? -preguntó.
Amanda me dijo que era una romántica. Dijo que el amor era inútil, porque te llevaba a estúpidos intercambios en los cuales dabas demasiado, y luego te amargabas y te volvías mala.
Jimmy y yo empezamos a hacer los deberes juntos. Era muy amable y me ayudaba con las partes que yo no sabía. Gracias a toda la memorización que teníamos que hacer con los Jardineros, yo podía mirar una lección y luego verla toda mentalmente, como una fotografía. Así que, aunque me resultaba difícil y sentía que iba muy atrasada, empecé a ponerme al día muy deprisa.
Al llevarme dos años, Jimmy no estaba en ninguna de mis clases salvo en la de Aptitudes Vitales, que se suponía que te ayudaba a estructurar la vida, cuando tenías una vida que estructurar. Mezclaban grupos de edad en Aptitudes Vitales para que pudiéramos beneficiarnos de compartir nuestras experiencias diferentes, y Jimmy se cambiaba de pupitre para sentarse justo detrás de mí.
– Soy tu guardaespaldas -me susurraba, y eso me hacía sentir segura.
Íbamos a mi casa a hacer los deberes cuando Lucerne no estaba allí; si estaba, íbamos a la casa de Jimmy. Me gustaba más la casa de Jimmy porque tenía un mofache de animal de compañía: era un nuevo híbrido, mitad mofeta pero sin el olor, y mitad mapache pero sin la agresividad. Se llamaba Matón y era uno de los primeros que habían hecho. Cuando lo cogí, me gustó de inmediato.
La madre de Jimmy también me cayó bien, aunque la primera vez que me vio me miró con dureza con aquellos severos ojos azules y me preguntó qué edad tenía. A mí también me caía bien, aunque fumaba demasiado y me hacía toser. Entre los Jardineros nadie fumaba, al menos tabaco. Ella trabajaba mucho al ordenador, pero yo no sabía en qué, porque no tenía empleo. El padre de Jimmy casi nunca estaba allí: estaba en los laboratorios, investigando cómo trasplantar células madre y ADN humano a los cerdos, para fabricar nuevas piezas humanas. Le pregunté a Jimmy qué piezas y me dijo que riñones, aunque quizá también hacían pulmones: en el futuro, podrías tener tu propio cerdo con segundas copias de todo. Yo sabía lo que pensarían de eso los Jardineros: pensarían que estaba mal, porque tenían que matar a los cerdos.
Jimmy había visto esos cerdos: los llamaban cerdones porque eran enormes. Los métodos de doble órgano eran secretos corporativos, decía: extravaliosos.
– ¿No tienes miedo de que una corporación extranjera secuestre a tu padre y le saque los secretos del cerebro? -le pregunté.
Eso ocurría cada vez con más frecuencia: no salía en las noticias, pero en HelthWyzer corrían esos rumores. En ocasiones devolvían a los científicos secuestrados, y otras veces no. La seguridad era cada vez más firme.
Después de hacer los deberes, Jimmy y yo dábamos una vuelta por el centro comercial de HelthWyzer, nos divertíamos con los videojuegos y tomábamos Happi-cappuccinos. La primera vez le dije que Happicuppa era un brebaje de maldad y que no podía tomarlo, y él se rio de mí. La segunda vez hice un esfuerzo. Tenía un gusto delicioso, y enseguida dejé de pensar en la maldad.
Al cabo de un rato, Jimmy me habló de Wakulla Price. Dijo que había sido la primera chica de la que se había enamorado, pero cuando le había pedido ir en serio con ella, Wakulla le había dicho que sólo podían ser amigos. Ya conocía esa parte, pero le dije que era una lástima, y Jimmy me contó que había sido un charco de vómito de perro durante semanas y que aún no lo había superado.
Luego me preguntó si tenía novio en las plebillas y le dije que sí -aunque no era verdad-, pero que como no tenía forma de volver allí había decidido olvidarlo, porque era lo mejor que podías hacer si querías a alguien que no podías tener. Jimmy fue muy compasivo por mi novio perdido y me apretó la mano. Me sentí culpable por contarle semejante trola, pero no lamentaba el apretón.
Para entonces escribía un diario. Todas las chicas de la escuela lo hacían, era una moda retro: la gente te podía piratear el ordenador, pero no un diario de papel. Yo anotaba todo en mi diario. Era como hablar con alguien. Ni siquiera pensaba que escribir cosas fuera tan peligroso: supongo que eso demuestra lo mucho que me había alejado ya de los Jardineros. Guardaba mi diario en el armario, dentro de un oso de peluche, porque no quería que Lucerne me espiara. Los Jardineros tenían razón en esa parte: leer los secretos de una persona te daba poder sobre ella.
Entonces vino un chico nuevo al instituto de HelthWyzer. Se llamaba Glenn, y en cuanto lo vi supe que era el mismo Glenn que había venido al Árbol de la Vida en la Semana de San Euell, cuando Amanda y yo lo habíamos acompañado con ese tarro de miel a visitar a Pilar.
Creo que me hizo una señal con la cabeza, ¿me reconoció? Esperaba que no, porque no quería que empezara a hablar de dónde me había visto por última vez. ¿Y si Corpsegur aún estaba tratando de investigar la fingida esclavitud sexual de Lucerne? ¿Y si descubrían a Zeb a través de mí y aparecía sin sus vísceras dentro de un congelador? Era una idea aterradora.
Seguramente, Glenn no hablaría aunque me recordara, porque no querría que descubrieran nada de Pilar y los Jardineros y lo que hubiera estado haciendo con ellos. Estaba segura de que era algo ilegal, ¿si no por qué nos había hecho salir Pilar a Amanda y a mí? Tuvo que ser para protegernos.
Glenn actuaba como si no le importara nadie, él y sus camisetas negras. Pero al cabo de poco Jimmy empezó a salir con él, y entonces yo ya no veía tanto a Jimmy.
– ¿Qué haces con ese Glenn? Da miedo -dije una tarde cuando estábamos haciendo los deberes en los ordenadores de la biblioteca de la escuela.
Jimmy dijo que sólo jugaban a ajedrez tridimensional o a videojuegos en línea en su casa o en la de Glenn. Pensaba que probablemente estaban viendo porno -la mayoría de los chicos lo hacían, y también muchas chicas-, así que le pregunté qué juegos. Campaña Bárbara, dijo, era un juego de guerra. Sangre y Rosas era como el Monopoly, sólo que tenías que acaparar el mercado del genocidio y la atrocidad. Extintaton era un juego de preguntas que jugabas con animales extinguidos.
– Quizá yo también pueda ir a jugar algún día -dije.
Pero él no me invitó, así que supuse que en realidad estaban mirando porno.
Entonces ocurrió algo realmente malo: la madre de Jimmy desapareció. Dijeron que no la habían secuestrado: se había ido por su cuenta. Oí que Lucerne se lo contaba a Frank: parecía que la madre de Jimmy se había largado con un montón de datos cruciales, así que Corpsegur estaba en casa de Jimmy como un sarpullido. Y como Jimmy era tan colega mío, pronto estarían también en la nuestra. No es que yo tuviera nada que esconder, pero sería un incordio.
Le mandé enseguida un mensaje de texto a Jimmy y le dije que sentía mucho lo de su madre, y le pregunté si podía hacer algo por él. Él no estaba en la escuela, pero me contestó con un mensaje esa misma semana y luego vino a mi casa. Estaba muy deprimido. Ya era bastante malo que su madre se hubiera ido, dijo, pero encima Corpsegur había pedido a su padre que les ayudara con sus investigaciones, lo cual significaba que se habían llevado a su padre en una furgoneta solar negra; y ahora había dos mujeres de Corpsegur poniendo la casa patas arriba y haciéndole un montón de preguntas estúpidas. Lo peor de todo, la madre de Jimmy había robado a Matón para dejarlo suelto en el bosque: le había dejado una nota al respecto. Pero el bosque no era un buen lugar para Matón, porque lo habían criado como a un garito.
– Oh, Jimmy -dije-. Es terrible.
Puse los brazos en torno a él y lo abracé: estaba casi llorando. Yo también me eché a llorar, y nos acariciamos con cautela, como si los dos tuviéramos un brazo roto o enfermedades, y luego nos echamos con ternura en mi cama, todavía abrazándonos como si nos estuviéramos hundiendo, y empezamos a besarnos. Sentí que estaba ayudando a Jimmy y que él me estaba ayudando a mí al mismo tiempo. Era como un día de fiesta con los Jardineros, cuando hacíamos todo de un modo especial porque era en honor de algo. Así es como fue: fue en honor.
– No quiero hacerte daño -dijo Jimmy.
Oh, Jimmy, pensé. Estoy rodeándote de luz.
Después de esa primera vez me sentí muy feliz, como si estuviera cantando. No una canción compungida, sino más bien el canto de un pájaro. Me encantaba estar en la cama con Jimmy, tener sus brazos en torno a mí, me hacía sentir segura, y me resultaba asombroso lo resbaladiza y sedosa que se siente la propia piel en contacto con la de otro. El cuerpo tiene su propia sabiduría, decía Adán Uno: él se refería al sistema inmunológico, pero también era cierto en otro sentido. Esa sabiduría no era sólo como cantar, era como bailar, pero mejor. Estaba enamorada de Jimmy, y tenía que creer que Jimmy estaba igual de enamorado de mí.
Escribí en mi diario: Jimmy. Luego lo subrayé en rojo y puse un corazón rojo. Todavía desconfiaba de escribir lo suficiente para no poner todo lo que estaba ocurriendo, pero cada vez que teníamos sexo dibujaba otro corazón y lo pintaba.
Quería llamar a Amanda y contárselo, aunque Amanda había dicho una vez que la gente que te habla de sexo es tan aburrida como la gente que te cuenta sus sueños. Pero cuando fui a mi armario y saqué mi tigre de peluche, el teléfono morado ya no estaba allí.
Sentí un escalofrío. Mi diario aún estaba dentro del oso, donde lo había escondido. Pero no tenía teléfono.
Entonces Lucerne entró en mi habitación. Me dijo que si no sabía que todos los teléfonos que había dentro del complejo tenían que estar registrados para que la gente no pudiera comunicar secretos industriales. Era un delito tener un teléfono sin registrar y Corpsegur podía seguir la pista de esos teléfonos. ¿No lo sabía?
Negué con la cabeza.
– ¿Pueden saber a quién he llamado? -pregunté.
Dijo que podían investigar los números, lo cual podía ser una pésima noticia a ambos lados de la línea. No dijo «pésima noticia», dijo «consecuencias desafortunadas».
Luego dijo que a pesar de mi obvia creencia de que era una mala madre, ella guardaba mis intereses de corazón. Por ejemplo, si encontraba un teléfono morado con un número llamado frecuentemente, ella podía enviar un mensaje de texto que dijera: tíralo. Así que si localizaban ese segundo teléfono, sería dentro de un contenedor. Y ella misma se desharía del morado. Y ahora se iba a jugar a golf, y esperaba que reflexionara sobre lo que acababa de decirme.
Reflexioné. Pensé: Lucerne ha hecho todo por salvar a Amanda. Tenía que saber que la llamaba a ella. Pero odia a Amanda. Así que realmente ha hecho todo por salvar a Zeb: a pesar de todo, todavía le quiere.
Ahora que estaba enamorada de Jimmy tenía más simpatía por Lucerne y por la forma en que solía comportarse en relación a Zeb. Me di cuenta de que podías hacer cosas extremas por la persona a la que amas. Adán Uno decía que cuando amas a una persona, ese amor no siempre se devuelve de la forma en que querrías, pero de todos modos es algo bueno porque el amor te envuelve como en una ola de energía, y puede ayudar a una criatura a la que quizá ni siquiera conoces. El ejemplo que daba era el de alguien que moría por un virus y luego era devorado por los buitres. No me había gustado la comparación, pero la idea general era cierta; porque allí estaba Lucerne, enviando ese mensaje de texto porque amaba a Zeb, pero como efecto secundario salvaba a Amanda, lo cual no había sido su intención original. Así que Adán Uno tenía razón.
Pero entretanto había perdido el contacto con Amanda. Me sentía muy triste por eso.
Jimmy y yo todavía hacíamos los deberes juntos. En ocasiones, los hacíamos de verdad, cuando había más gente alrededor. El resto del tiempo no los hacíamos. Tardábamos un minuto en quitarnos la ropa y echarnos uno en brazos del otro, y Jimmy me pasaba las manos por todas partes y me decía que era muy delgada, como una sílfide: le gustaban esas palabras, y yo no siempre sabía qué significaban. Decía que a veces se sentía como un abusador de menores. Después escribí algunas de las cosas que dijo como si fueran profecías. «Jimmy es tan genial que me llama sílfide.» No me preocupaba mucho la ortografía, sólo por la sensación.
Lo amaba con locura. Pero entonces cometí un error. Le pregunté si aún amaba a Wakulla o me amaba a mí. No debería haberle preguntado eso. Él tardó demasiado en responder y luego dijo: «¿Eso importa?» Quería decirle que sí, pero le dije que no. Entonces Wakulla Price se mudó a la Costa Oeste, y Jimmy se puso de mal humor y empezó a pasar más tiempo con Glenn del que pasaba conmigo. Así que ésa era la respuesta, y me hizo muy desgraciada.
A pesar de eso, todavía teníamos relaciones, aunque no con mucha frecuencia: los corazones rojos de mi diario estaban cada vez más separados. Hasta que un día vi por casualidad a Jimmy en el centro comercial con esa chica mayor grosera llamada LyndaLee, de la que se rumoreaba que se lo hacía con todos los chicos de la escuela, de uno en uno pero deprisa, como quien come sojanueces. Jimmy tenía una mano en el culo de ella, y entonces le inclinó la cabeza y la besó. Fue un beso largo y húmedo. Me mareé de pensar en Jimmy con ella, y recordé algo que había dicho Amanda de las enfermedades, y pensé, lo que tiene LyndaLee también lo tengo yo. Y me fui a casa y vomité y lloré, y luego me metí en mi gran bañera blanca y me di un baño caliente. Pero no me alivió mucho.
Jimmy no sabía que estaba al tanto de lo suyo con LyndaLee. Al cabo de unos días me preguntó si podía pasarse como de costumbre y le dije que sí. Escribí en mi diario: «Jimmy, fisgón asqueroso, sé que estás leyendo esto. Es repugnante. ¿Crees que me gustas porque me haya acostado contigo? Pues no, así que ¡¡¡Deja de leer!!!» Dos subrayados rojos debajo de «repugnante» y tres debajo de «deja de leer». Dejé el diario encima de mi tocador. Tus enemigos pueden usar lo que escribes contra ti, pensé, pero tú también puedes usarlo contra ellos.
Después del sexo me di una ducha yo sola, y cuando salí, Jimmy estaba leyendo mi diario, y me preguntó por qué lo odiaba de repente. Se lo conté. Usé palabras que nunca antes había pronunciado en voz alta, y Jimmy dijo que se había equivocado conmigo, que era incapaz de comprometerse por culpa de Wakulla Price, que se había convertido en un vertedero emocional, aunque quizás era destructivo por naturaleza, porque jodía a todas las chicas que tocaba. Y yo le pregunté cuántas serían exactamente. No podía soportar que me incluyera en un gran canasto de chicas, como si fuéramos melocotones o nabos. Entonces dijo que de verdad me quería como persona y que por eso era honesto conmigo, y yo le dije que se fuera a tomar por el culo. Así que rompimos de malos modos.
El periodo que siguió fue muy oscuro. Yo me pregunté qué estaba haciendo en la tierra: a nadie le importaría demasiado si dejara de estar. Quizá debería despojarme de lo que Adán Uno llamaba mi cáscara y transformarme en un buitre o en un gusano. Pero entonces recordé lo que solían decir los Jardineros: «Ren, tu vida es un don precioso, y donde hay un don hay alguien que da, y cuando te dan un regalo siempre has de decir gracias.» Así que eso me ayudó un poco.
También podía oír la voz de Amanda: ¿por qué eres tan débil? El amor nunca es un comercio justo. Jimmy se ha cansado de ti, ¿y qué? Hay tipos por todas partes, como gérmenes, y puedes elegirlos como quien elige flores y tirarlos cuando se marchitan. Pero has de actuar como si te lo estuvieras pasando espectacular y cada día fuera una fiesta.
Lo que hice después no estuvo bien, y todavía estoy avergonzada de ello. Me acerqué a Glenn en la cafetería: hacía falta valor, porque Glenn era tan frío que era casi un cubo de hielo. Y le pregunté si quería salir conmigo. Lo que tenía en mente era tirármelo y que Jimmy lo descubriera y se jodiera. No es que quisiera tener sexo con Glenn, sería como follarse un tenedor de ensalada. Muy plano y de madera.
– ¿Salir? -dijo Glenn, desconcertado-. ¿No estás con Jimmy?
Le dije que había terminado y que de todas formas nunca había sido nada serio, porque Jimmy era un payaso. Entonces le solté lo primero que me vino a la cabeza.
– Te vi con los Jardineros en el Árbol de la Vida -dije-. ¿Te acuerdas? Yo fui la que te llevó a ver a Pilar. Con esa miel.
Él pareció alarmado y me dijo que deberíamos tomarnos un Happicappuccino y hablar.
Hablamos. Hablamos mucho. Salimos tanto por el centro comercial que los chicos empezaron a decir que estábamos enrollados, pero no lo estábamos: nunca fue un romance. ¿Y entonces qué era? Supongo que Glenn era la única persona en HelthWyzer con la que podía hablar de los Jardineros, y lo mismo le pasaba a él. Ese era el vínculo. Era como pertenecer a un club secreto. Quizá Jimmy no fue nunca mi alma gemela, quizás era Glenn. Lo cual era una idea extraña, porque él era un chico extraño. Más como un cyborg, que era como solía llamarle Wakulla Price. ¿Éramos amigos? Yo nunca habría dicho eso. En ocasiones me miraba como si yo fuera una ameba o algún problema que tuviera que resolver con las nanobioformas.
Glenn ya sabía muchas cosas de los Jardineros, pero quería saber más. ¿Cómo era vivir con ellos todos los días? ¿Qué hacían y decían, qué creían en realidad? Me pedía que cantara las canciones, quería que repitiera lo que decía Adán Uno en sus discursos de santos y festividades: Glenn nunca se rio como lo habría hecho Jimmy si lo hubiera hecho con él. En cambio, decía cosas como:
«Entonces creen que no deberíamos usar nada que no fuera reciclado. Pero y si las corpos dejan de fabricar nada nuevo. Nos quedaríamos sin.» En ocasiones me preguntaba cosas más personales como: «¿Comerías animales si estuvieras muriéndote?» o «¿Crees que de verdad ocurrirá el Diluvio Seco?». Pero yo no siempre conocía las respuestas.
También hablaba de otras cosas. Un día dijo que lo que siempre tenías que hacer en una situación adversa era matar al rey, como en ajedrez. Yo le dije que la gente ya no tenía reyes. Dijo que se refería al centro de poder, aunque hoy no sería una sola persona, serían las conexiones tecnológicas. Le pregunté si se refería a codificar e hibridar, y me dijo que algo así.
Un día me preguntó si creía que Dios era un clúster de neuronas, y si era así, si la gente que tenía ese clúster lo había heredado por selección natural, porque les confería una ventaja competitiva, o si quizás era sólo un tímpano como ser pelirrojo, que no afectaba ni de una forma ni de otra tus posibilidades de supervivencia. Muchas veces estando con él sentía que no hacía pie, así que decía: «Tú qué crees.» Él siempre tenía una respuesta.
Jimmy nos vio juntos en el centro comercial y pareció desconcertado, pero no por mucho tiempo, porque lo pillé haciéndole una señal a Glenn con los pulgares hacia arriba, como diciendo: «Adelante, colega, te invito.» Como si yo fuera de su propiedad y me estuviera compartiendo.
Jimmy y Glenn se graduaron dos años antes que yo y fueron a la universidad. Glenn fue a WatsonCrick con todos los cerebritos y Jimmy fue a la Martha Graham Academy, que era para chicos sin potencial matemático o científico. Así que al menos ya no tuve que ver más a Jimmy en el instituto, acercándose a esta chica o a aquélla. Pero casi era peor sin Jimmy allí que con Jimmy.
De algún modo pasé los dos años siguientes. Mis notas eran malas, y yo no pensaba que pudiera ir a la universidad: terminaría como una esclava de salario mínimo, trabajando en SecretBurgers o en un sitio por el estilo. Pero Lucerne movió algunos hilos. La oí hablar de ello con uno de sus amigos del club de golf: «No es estúpida, pero la experiencia en la secta ha arruinado su motivación. Así que la Martha Graham es lo mejor que podemos conseguir.» De manera que compartiría el mismo espacio con Jimmy: eso me puso tan nerviosa que me mareé.
La noche anterior a salir en el tren bala releí mi viejo diario, y entonces supe lo que querían decir los Jardineros con «ten cuidado con lo que escribes». Eran mis propias palabras de cuando había sido tan feliz, salvo que ahora leerlas era una tortura. Me llevé el diario calle abajo, doblé la esquina y lo tiré en un contenedor de basuróleo. Se convertiría en aceite y todos esos corazones rojos que había dibujado se alzarían en humo, pero servirían para algo.
Parte de mí pensaba que volvería a encontrarme con Jimmy en la Martha Graham, y él diría que siempre me había querido y que volveríamos a estar juntos, y yo le perdonaría y todo volvería a ser maravilloso como al principio. Pero la otra parte de mí se daba cuenta de que las posibilidades de que eso pasara eran nulas. Adán Uno decía que la gente puede creer dos cosas opuestas al mismo tiempo, y en ese momento supe que era verdad.