Día del Depredador

AÑO 25

De Dios como depredador alfa.

Narrado por Adán Uno


Queridos amigos, queridos compañeros animales, queridos compañeros mortales:

Hace mucho tiempo celebrábamos el Día del Depredador en nuestro querido Jardín del Edén en el Tejado. Nuestros niños se ponían orejas y colas de depredadores hechas con imitación piel, y a la puesta de sol encendíamos velas dentro de los leones, tigres y osos creados con latas perforadas, y los ojos ardientes y brillantes de estas imágenes de depredadores iluminaban nuestro Banquete del Día del Depredador.

Pero hoy nuestra fiesta debe mantenerse en los jardines internos de nuestras mentes. Somos afortunados de tener incluso ésos, porque ahora el Diluvio Seco ha arrasado nuestra ciudad, y de hecho todo el planeta. A la mayoría los pilló por sorpresa, pero nosotros confiábamos en nuestra orientación espiritual. O, por decirlo de un modo materialista: reconocimos la pandemia global en cuanto la vimos.

Demos gracias por este Ararat en el cual nos hemos refugiado en los últimos meses. No es quizás el Ararat que habríamos escogido, situado como está en las bodegas del complejo Buenavista, que ya era húmedo cuando albergaba el cultivo de hongos de Pilar, y ahora es todavía más húmedo. Sin embargo, contamos con la bendición de que muchos de nuestros parientes ratas nos hayan donado sus proteínas, permitiéndonos así permanecer en este plano terreno. Es también afortunado que Pilar hubiera construido un Ararat en esta misma bodega, oculto detrás de un bloque de hormigón marcado con el símbolo de una pequeña abeja. ¡Qué providencial que tantos de estos víveres mantengan su frescura! Aunque por desgracia no todos.

Ahora estos recursos se han agotado y debemos trasladarnos o morir de hambre. Recemos por que el mundo exterior ya no sea exfernal: que el Diluvio Seco lo haya limpiado además de destruirlo, y que todo el mundo sea ahora un nuevo Edén. O, si aún no es un nuevo Edén, que lo sea pronto. En ello confiamos.


En el Día del Depredador no loamos a Dios el amado y el amable Padre y Madre, sino a Dios el Tigre. O a Dios el León. O a Dios el Oso. O a Dios el Jabalí. O a Dios el Lobo. O incluso a Dios el Tiburón. Sea cual sea el símbolo, el Día del Depredador está consagrado a las cualidades de apariencia terrorífica y fuerza abrumadora, las cuales, puesto que en ocasiones las deseamos, deben pertenecer a Dios, como todas las cosas buenas le pertenecen.

Como Creador, Dios ha puesto un poco de sí mismo en cada una de Sus criaturas -¿acaso podría ser de otra manera?-, y por consiguiente el tigre, el león, el lobo, el oso, el jabalí y el tiburón -o, en una escala menor, la musaraña palustre y la mantis religiosa- son a su manera reflexiones sobre lo divino. Las sociedades humanas han sabido esto a lo largo de los tiempos. En sus banderas y escudos de armas no han colocado animales presa como conejos y ratones, sino animales capaces de matar, y cuando invocaban a Dios como defensor, ¿no eran estas cualidades las que invocaban?

Así pues, en el Día del Depredador meditamos sobre los aspectos de depredador alfa de Dios. La inesperada ferocidad con la que se nos puede presentar una aprensión de lo divino; nuestra pequeñez y temor -digamos nuestro ratonismo- frente a tal poder; nuestros sentimientos de aniquilación individual bajo el resplandor de esa luz espléndida. Dios camina en los delicados jardines del amanecer de la mente, pero también acecha en los bosques nocturnos. No es un ser domesticado, amigos: es un ser salvaje y no es posible llamarlo y controlarlo como a un perro.

Los seres humanos bien podrían haber matado al último tigre y al último león, pero nosotros veneramos sus nombres; y al decir esos nombres, oímos tras ellos la formidable voz de Dios en el momento de su creación. Dios debió de decirles a ellos: mis carnívoros, os ordeno que cumpláis con la labor que os encomiendo de sacrificar de un modo selectivo a vuestras especies presa, no sea que se multipliquen demasiado, acaben con su suministro de comida, y enfermen y mueran. Adelante, pues. Saltad. ¡Corred! ¡Rugid! ¡Acechad! ¡Abalanzaos! Porque me regocijo en vuestros corazones temerosos y en las joyas doradas y verdes de vuestros ojos, y en vuestros bien formados nervios, y en vuestros dientes que desgarran y en vuestras zarpas como cimitarras, que Yo mismo os concedí. Y os doy Mi Bendición y os deseo el bien.

Porque ellos buscan el alimento que Dios les da, como tan gozosamente expresa el Salmo 104.


Al prepararnos para dejar nuestro refugio de Ararat, preguntémonos: ¿qué es más santo, comer o ser comido? ¿Huir o cazar? ¿Dar o recibir? Porque estas preguntas en el fondo son la misma. Esta cuestión pronto podría dejar de ser teórica: no sabemos dónde pueden acechar los depredadores alfa.

Roguemos porque si tenemos que sacrificar nuestra propia proteína para que pueda circular en nuestras especies compañeras, reconozcamos la naturaleza sagrada de esta transacción. No seríamos humanos si no prefiriésemos ser devoradores antes que devorados, pero ambas cosas son una bendición. Si os requieren la vida, estad tranquilos de que es la vida la que os la requiere.

Cantemos.


La musaraña desgarra presas

La musaraña desgarra presas,

mas actúa por necesidad;

no interfiere en la naturaleza,

sino que sin más lo hace.

El leopardo caza en la noche,

mas es pariente del simple gato.

Cazar les gusta, y en el amor,

porque Dios los hizo así.

No somos como los animales:

a las criaturas apreciamos,

así que no comemos su carne,

a menos que haya hambruna.

Y si entre nosotros hay hambruna

y cedemos a la tentación,

que Dios nos perdone y que bendiga

la vida que nos comemos.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

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Toby. San Nganeko Minhinnick de Manukau

Año 25


Una roja salida del sol, que significa que lloverá. Pero siempre llueve después.

Se levanta la niebla.

Udle, udle, u, udle, udle, u, chirrup, tuarip. Au au au. Ey ey ey. Hum hum barum.

Huilota, petirrojo, cuervo, arrendajo azul, rana toro. Toby dice sus nombres, pero estos nombres no significan nada para ellos. Pronto olvidará su propio nombre y eso será lo único que quedará. Udle, udle, u, hum, hum. Esta repetición incesante, el canto sin principio ni final. Sin preguntas, sin respuestas, sin tantas palabras. Sin ninguna palabra. ¿O sólo existe una enorme Palabra?

¿De dónde ha sacado esta idea?

¡Toby!

Parece que la llamen. Pero es sólo el canto del pájaro.


Está en el tejado, cocinando su porción diaria de gamba de tierra en el frío de la mañana. No desdeñes la modesta mesa de san Euell, dice la voz de Adán Uno. El Señor provee, y en ocasiones provee gamba de tierra, dice Zeb. Es rica en lípidos, una buena fuente de proteínas. ¿Cómo crees que engorda tanto el oso?

Es mejor cocinar fuera, por el humo y el calor. Está usando su cocina de vagabundo inspirada en san Euell, hecha con una enorme lata de manteca corporal: un agujero en el fondo para poner ramitas secas y otro agujero en un lateral para la salida de humo. El calor máximo con el mínimo de combustible. Justo lo necesario. La gamba de tierra chisporrotea encima.

De repente aparece una hilera de cuervos: están excitados por algo. No hay llamadas de alarma, así que no se trata de un búho. Suena a asombro: ¡Au! ¡Au! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira eso!

Toby recoge la crujiente gamba de tierra de la parte superior de la lata y se la echa en el plato: malgastar comida es malgastar vida, dice Adán Uno: luego apaga el fuego con su pote de agua de lluvia y se tira al suelo, boca abajo. Levanta los prismáticos. Los cuervos están volando en torno a las copas de los árboles, una bandada. Seis o siete. ¡Au! ¡Au! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!

Dos hombres salen de entre los árboles. No están cantando, y no están desnudos ni son azules: llevan ropa puesta.

Todavía quedan personas, piensa Toby. Vivas. Quizás una de ellas es Zeb, que viene a buscarla: tiene que haber supuesto que aún está allí, encerrada, todavía esperando. Parpadea, ¿son eso lágrimas? Quiere bajar corriendo por la escalera y salir, abrir los brazos en señal de bienvenida, reír con felicidad, pero la precaución la contiene. Se agacha detrás de la unidad de salida del aire acondicionado y mira entre los barrotes del tejado.

¿Podría ser un espejismo? ¿Otra vez está teniendo visiones?

Los hombres visten ropa de camuflaje. El que va delante lleva un arma de algún tipo, un pulverizador, quizá. Seguramente no es Zeb: por la forma. Ninguno de ellos es Zeb. Hay otra persona con ellos, ¿hombre o mujer? Alta, con vestido caqui. Cabeza baja, es difícil decirlo. Lleva las manos juntas delante como si rezara. Uno de los hombres sujeta a esa persona por el brazo o el codo. Empujando o tirando.

Luego sale otro hombre de entre las sombras. Conduce un enorme pájaro de una correa -no, es una cuerda-, un ave con plumas azul verdosas iridiscentes como una pavoceta. Pero el ave tiene la cabeza de una mujer.

Debo de estar alucinando otra vez, piensa Toby. Porque por mucho que pudieran hacer los ingenieros genéticos, eso no podían hacerlo. Los hombres y la mujer pájaro parecen reales y sólidos, pero bueno, las alucinaciones lo parecen.

Uno de ellos carga algo al hombro. Al principio piensa que es un saco, pero no, es una joroba de algo. Tiene pelo. Pelo dorado. ¿Es un leonero? Un escalofrío de horror la recorre: ¡sacrilegio! ¡Han matado un animal de la lista del Reino Apacible!

Piensa con claridad, se ordena Toby. En primer lugar, ¿desde cuándo eres fanática del Reino Apacible de los isaístas? En segundo lugar, si esos hombres son reales y no sólo el producto de un cerebro desquiciado, han estado matando. Matando y descuartizando grandes animales, en cuyo caso poseen armas letales y han empezado por la parte superior de la cadena trófica. Son una amenaza, no se detendrán ante nada, y debería dispararles antes de que lleguen hasta mí. Entonces podré liberar al ave o lo que sea antes de que la maten también.

En cualquier caso, si no son reales, no importará si les disparo o no. Sólo se disolverán como humo.

En ese momento, el que lleva a la mujer pájaro levanta la cabeza. Debe de haber visto a Toby porque empieza a gritar, saludando con la mano libre. Destella luz en un cuchillo. Los otros dos hombres miran y entonces todos empiezan a correr hacia el balneario. La criatura ave ha de mantener el ritmo por la cuerda, y ahora Toby se da cuenta de que las plumas son un tipo de vestido. Es una mujer. Sin alas. Con un lazo en torno al cuello.

No es una alucinación, pues. Es real. Maldad real.

Centra el punto de mira en el hombre del cuchillo y dispara. Él trastabilla, grita y cae. Pero no es lo bastante rápida, así que aunque dispara un par de veces más falla los otros dos tiros.

Ahora el hombre herido se ha levantado otra vez, cojeando, y todos están corriendo hacia los árboles. La mujer pájaro corre con ellos. No es que tenga elección, por la cuerda. Entonces cae y se desvanece entre las hierbas.

Detrás de los otros, los árboles verdes con hojas se abren, tragan. Ya no están. Ninguno de ellos. Toby no logra localizar el lugar donde la mujer ha trastabillado: las hierbas son demasiado altas, ¿debería salir a buscarla? No. Podría ser un señuelo. Serían tres contra ella sola.

Espera un buen rato. Los cuervos deben de estar siguiéndolos: a los hombres, a la persona de caqui. Au, au, au, au. Un rastro de sonido en la distancia.

¿Volverán? Volverán, piensa Toby. Saben que estoy aquí, supondrán que tengo comida si me he mantenido con vida tanto tiempo. También había disparado a uno de ellos: querrán venganza, es humano. Serán vengativos, como los cerdos. Pero no volverán pronto, porque saben que tengo un rifle. Planearán algo.

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Toby. Día de San Wen Bo

Año 25


Ni hombres. Ni cerdos. Ni leoneros.

Ni mujer pájaro.

Quizás he perdido el juicio, piensa Toby. Perderlo no. Lo ha traspapelado.

Es la hora del baño; está en el tejado. Vierte agua de lluvia desde su colección de pequeños boles y cazuelas en el bol más grande, se enjabona, manos y cara solo: no quiere arriesgarse a la vulnerabilidad de un baño completo, porque ¿quién sabe quién podría estar mirando? Está aclarándose cuando oye los cuervos causando revuelo, cerca. Au au au. Esta vez suena a risa.

– ¡Toby! Toby! ¡Ayúdame!

¿Era ése mi nombre?, piensa Toby. Mira por encima de la barandilla, no ve nada. Pero la voz surge otra vez, justo al lado del edificio.

¿Es una trampa? Una mujer que la llama, el brazo de un hombre en torno a su garganta, un cuchillo en la yugular.

– Toby. Soy yo. Por favor.

Se seca con una toalla, se pone el mono, se echa el rifle al hombro, baja por la escalera. Abre la puerta: nadie. Pero otra vez la voz, muy cerca.

– Oh, por favor.

Rincón izquierdo: nadie. Rincón derecho: otra vez nadie. Está justo al otro lado de la verja del jardín cuando llega una mujer rodeando el edificio. Va renqueante, está delgada y magullada; el pelo largo le cae en la cara, manchado de polvo y sangre seca. Lleva un traje de lentejuelas, con plumas azules mojadas y hechas jirones.

La mujer pájaro. Alguna friqui de un circo sexual. Seguro que está infectada, una plaga andante. Si me toca, piensa Toby, estoy muerta.

– ¡Aléjate de mí! -grita. La mujer retrocede hacia la valla del jardín-. ¡Lárgate de aquí!

La mujer se balancea. Tiene una cuchillada en la pierna, y sus brazos desnudos están llenos de arañazos y sangran: debe de haber corrido entre las zarzas. En lo único en lo que puede pensar es en la sangre fresca: bullendo de microbios y virus.

– ¡Lárgate! ¡Fuera!

– No estoy enferma -dice la mujer.

Le corren lágrimas por la cara. Pero todos dirían eso en la desesperación. Lo dirían suplicando, levantando las manos en busca de ayuda, de consuelo, y luego se convertirían en gachas rosas. Toby lo había observado desde el tejado.

Se estarán hundiendo. No dejéis que se os agarren. No seáis vosotros ese clavo ardiendo, amigos, dice Adán Uno.

El rifle. Pugna con la correa: está enganchada en la tela del mono. ¿Cómo alejar ese foco purulento? Gritar no sirve sin un arma. Quizá podría darle en la cabeza con una piedra, piensa Toby. Pero no tiene ninguna piedra. Una buena patada en el plexo solar, y luego lavarme los pies.

Eres una persona poco caritativa, dice la voz de Nuala. Has despreciado las criaturas de Dios, porque ¿acaso los seres humanos no son también criaturas de Dios?

Desde debajo de la mata de cabello la mujer implora:

– Toby, ¡soy yo!

Se derrumba, cae de rodillas. Entonces Toby ve que es Ren. Debajo de toda la suciedad y el oropel destrozado está la pequeña Ren.

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Toby lleva a Ren al interior del edificio del balneario y la deja en el suelo mientras cierra la puerta tras de sí. Ren sigue llorando histéricamente, con grandes sollozos.

– No te preocupes -dice Toby.

Sujeta a Ren por las axilas y la levanta, y luego trastabilla por el pasillo hasta uno de los cubículos de tratamiento. Ren es un peso muerto, pero está delgada, y Toby logra auparla a la mesa de masaje. Huele a sudor, a tierra, a sangre, y capta otro olor: algo en descomposición.

– Quédate aquí -dice Toby, innecesariamente: Ren no se va a ir a ninguna parte.

Está tumbada sobre la almohada rosa, con los ojos cerrados. Uno de esos ojos está morado. Toallitas de Bálsamo Ocular de Aloe de AnooYoo, piensa Toby. Con árnica añadida. Abre un paquete y se las aplica, luego añade una sábana rosa y la fija por los lados para que Ren no se caiga de la mesa. Tiene un corte en la frente, otro en la mejilla: nada demasiado grave, se ocupará de eso después.

Va a la cocina, hierve un poco de agua en la tetera. Lo más probable es que Ren esté deshidratada. Vierte agua caliente en una taza, añade un poco de su atesorada miel y una pizca de sal. Unas pocas cebollas verdes secas de la menguante pila. Lleva la taza al cubículo de Ren, levanta las toallitas del ojo, la ayuda a incorporarse.

Los ojos de Ren son enormes en su cara delgada y con hematomas. No estoy enferma, dice, lo cual no es cierto: arde de fiebre. Pero hay más de una clase de enfermedad. Toby verifica los síntomas: no supura sangre de los poros, no hay espuma. Aun así, Ren puede ser portadora de la pandemia, una incubadora; en cuyo caso Toby ya está infectada.

– Trata de beber -dice Toby.

– No puedo -dice Ren. Pero logra tragar un poco de agua.

– ¿Dónde está Amanda? Tengo que vestirme.

– Está bien -dice Toby-. Amanda está cerca. Ahora trata de dormir.

Ayuda a bajar a Ren. Así que Amanda forma parte de esta historia, piensa. Esa chica siempre se ha metido en líos.

– No veo -dice Ren. Tiembla de los pies a la cabeza.

De vuelta en la cocina, Toby vierte el resto del agua hervida en un bol: tiene que quitarle esas plumas empapadas y lentejuelas. Lleva el bol, unas tijeras, una barra de jabón y una pila de servilletas rosas al cubículo de Ren. Dobla la sábana y corta el vestido mugriento. Lo que hay debajo de las plumas no es tela, sino alguna otra sustancia. Elástica. Casi como piel. Empapa los trozos donde se ha enganchado para poder quitarlos más fácilmente. La parte de la entrepierna está arrancada. Caramba, piensa Toby, qué desastre. Después preparará una cataplasma.

Hay abrasiones en torno al cuello: quemaduras de cuerda, sin duda. El corte de la pierna izquierda es lo que se ha infectado. Toby trabaja con la máxima suavidad, pero Ren gime y grita.

– Joder, cómo duele -dice.

Luego vomita el agua con sal y azúcar.

Después de limpiar el vómito, Toby empieza a lavar la herida de la pierna.

– ¿Cómo te has hecho esto? -pregunta.

– No lo sé. -Ren está susurrando-. Me caí.

Toby le limpia el corte y le aplica un poco de miel. Pilar decía que contenía antibiótico. Debería haber un botiquín de primeros auxilios en algún sitio del balneario.

– Quédate quieta. No querrás tener gangrena -le dice a Ren. Le ha quitado toda la capa de suciedad y la ha limpiado con una esponja-. Te daré un poco de sauce y manzanilla. -Y adormidera, piensa-. Has de dormir.

Ren estará más segura en el suelo que en la mesa: hace un nido de toallas rosas, la ayuda a bajar, añade más acolchado porque Ren no puede llegar al baño; está demasiado débil, caliente como unas ascuas.

Toby lleva el preparado de sauce en un vasito. Ren traga, y su garganta se mueve como la de un pájaro. No devuelve nada.

No vale la pena intentarlo con los gusanos todavía. Ren necesita poder estar coherente para eso, ser capaz de obedecer instrucciones: no rascarse, por ejemplo. Lo primero es bajar la fiebre.


Mientras Ren duerme, Toby rebusca en su almacén de hongos desecados. Elige los que potencian el sistema inmunitario: reishi, maitake, shitake, yesquero del abedul, zhu ling, melena de león, oruga vegetal, hongo yesquero. Los pone en agua hervida para que se empapen. Luego, por la tarde, prepara un elixir de hongos -lo hierve, lo cuela, lo enfría- y le da a Ren treinta gotas.

El cubículo apesta. Toby levanta a Ren, la hace rodar a un lado, levanta las toallas del suelo, la limpia. Se pone los guantes con un propósito: si Ren tiene disentería no quiere pillarla. Coloca toallas limpias, vuelve a acomodar a Ren. Los brazos le pesan, no aguanta la cabeza; está refunfuñando.

Va a haber un montón de trabajo, piensa Toby. Y cuando Ren se recupere -si se recupera- habrá dos bocas que alimentar en vez de una. Las reservas de comida se acabarán en la mitad de tiempo. Lo poco que queda.

Quizá la fiebre acabará con Ren. Quizá morirá durmiendo.

Toby piensa en el Ángel de la Muerte en polvo. No haría falta mucho dado el estado debilitado de Ren. Terminaría con su sufrimiento. La ayudaría a volar con alas blancas. Quizás eso sería más amable. Una bendición.

Soy una persona indigna, piensa Toby. Sólo por tener semejante idea. Conoces a esta chica desde que era una niña, ha venido a pedirte ayuda, tiene todo el derecho a confiar en ti. Adán Uno diría que Ren es un regalo precioso que se le ha concedido a Toby para que ella pueda demostrar su altruismo y compartir esas cualidades superiores que los Jardineros tan ansiosamente quisieron sacar de ella. Toby no puede verlo de esa forma, al menos en este momento. Pero tendrá que seguir intentándolo.

Ren suspira, gruñe y aletea. Está teniendo una pesadilla.


Cuando oscurece, Toby enciende una vela y se sienta a su lado, escuchándola respirar. Inspira, espira, inspira, espira. Irregular. A intervalos pone la mano en la frente de Ren. ¿Más fría? Debería haber un termómetro en el edificio; por la mañana lo buscará. Le toma el pulso: rápido, irregular.

Se echa una cabezadita en la silla y lo siguiente que sabe es que se despierta en la oscuridad con un olor a chamuscado. Enciende la linterna: la vela ha caído, y una esquina de la sábana rosa de Ren está humeante. Por suerte está húmeda.

Eso ha sido terminalmente estúpido, se dice Toby. No habrá más velas a menos que esté bien despierta.

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Toby. Día de San Mahatma Gandhi

Año 25


Por la mañana, Ren no está tan caliente. Su pulso es más firme, e incluso es capaz de sostener la taza de agua caliente en sus manos temblorosas. Toby le ha puesto menta esta vez, además de miel y sal.

Una vez que Ren se vuelve a dormir, Toby lleva las sábanas sucias y las toallas al tejado para lavarlas. Se ha llevado sus prismáticos y, mientras las sábanas y las toallas se empapan, examina los terrenos del balneario.

Cerdos a lo lejos, en el rincón suroeste del prado. Dos mohair, uno azul y otro plateado, paciendo tranquilamente juntos. No hay leoneros. Perros ladrando en algún sitio. Buitres volando en torno al lugar funerario de los cerdos.

– Alejaos de aquí, arqueólogos -dice Toby.

Se siente aturdida, casi mareada, con el ánimo de contar chistes. Tres enormes mariposas rosas vuelan en círculos sobre su cabeza, se posan en las sábanas húmedas. Quizá creen que han encontrado la mariposa rosa más grande de todas. Quizás es una cuestión de amor. Están chupando. No se trata de amor, pues, sino de sal.

Algunos dirán que el amor es mera química, amigos míos, decía Adán Uno. Por supuesto, es químico: ¿dónde estaría cualquiera de nosotros sin química? Pero la ciencia es simplemente una forma de describir el mundo. Otra forma de describirlo sería decir: ¿dónde estaría cualquiera de nosotros sin amor?

Querido Adán Uno, piensa Toby. Estará muerto. Y Zeb, muerto también, pese a sus ilusiones. Aunque quizá no; porque si yo estoy viva -y lo que es más, si Ren está viva-, entonces cualquiera puede estar vivo también.

Dejó de escuchar en su radio de cuerda hace meses, porque el silencio era muy descorazonador. Sin embargo, sólo porque no oiga a nadie no quiere decir que no haya nadie. Lo cual había estado entre las pruebas hipotéticas de Adán Uno de la existencia de Dios.


Toby limpia la pierna infectada de Ren, aplica más miel. Ren come un poco, bebe un poco. Más elixir de hongos, más sauce. Después de mucho rebuscar, Toby encuentra un botiquín de primeros auxilios del balneario; hay un tubo de crema antibiótica, pero está caducado. No hay termómetro. ¿Quién pidió esta mierda?, piensa. Ah sí, yo.

En cualquier caso, los gusanos son mejores.

Por la tarde levanta los gusanos de la fiambrera y los mete en agua tibia. Luego los traslada a una gasa del botiquín de primeros auxilios, aplica otra gasa encima y las fija a la herida. Los gusanos no tardarán en comerse la gasa: saben lo que les gusta.

– Esto dolerá -le dice a Ren-, pero te hará sentir mejor. Trata de no mover la pierna.

– ¿Qué son? -dice Ren.

– Son tus amigos -dice Toby-. Pero no hace falta que mires.

Su impulso homicida de la noche anterior ha terminado: no arrastrará a Ren muerta al prado para que la devoren los cerdos y los buitres. Ahora le gustaría curarla, acariciarla, porque ¿acaso no es un milagro que Ren esté ahí? ¿Que haya superado el Diluvio Seco sin daños graves? O no muy graves. Sólo tener una segunda persona en las instalaciones -incluso una persona débil, incluso una persona enferma que duerme la mayor parte del tiempo- basta para que el balneario parezca una morada acogedora y no una casa encantada.

Yo era el fantasma, piensa Toby.

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Toby. San Henri Fabre, santa Anna Atkins, san Tim Flannery, san Ichida-san, san David Suzuki, san Peter Matthiesen

Año 25


Los gusanos tardan tres días en limpiar la herida. Toby los vigila de cerca: si salen del tejido muerto, empezarán con la carne viva.

La segunda mañana, la fiebre de Ren ha desaparecido, aunque Toby continúa dándole gotas de hongos para asegurarse. Ren ya está comiendo más. Toby la ayuda a subir por la escalera y la sienta en el banco de imitación madera del tejado, en la primera luz de la mañana. Los gusanos son fotofóbicos: la luz los lleva a lo más profundo de la herida, que es donde los necesitan.

No hay movimiento en el prado. No hay sonidos del bosque.

Toby intenta preguntar a Ren dónde ha estado desde que estalló el Diluvio Seco, cómo ha escapado, cómo llegó aquí, por qué se ha vestido con esas plumas azules; pero sólo lo intenta una vez porque Ren rompe a llorar. Todo lo que dice es:

– ¡He perdido a Amanda!

– No importa -dice Toby-. La encontraremos.

La cuarta mañana, Toby retira el emplaste de gusanos: la herida está limpia, y sanando.

– Ahora, has de volver a poner tus músculos en forma -le dice a Ren.

Ren empieza a caminar, sube y baja la escalera, recorre los pasillos. Ha ganado un poco de peso: Toby la ha estado alimentando con los últimos tarros de Merengue Facial de Limón de AnooYoo, que contiene un montón de azúcar y nada tóxico que Toby recuerde. Instruye a Ren en algunos ejercicios de las viejas clases de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana de Zeb: el satsuma, el unagi. Centrada como un fruto, sinuosa como una anguila. Necesita recordarlo también ella; ha perdido práctica.


Al cabo de unos pocos días, Ren cuenta su historia, o un poco de su historia. Sale a borbotones de palabras puntuados por largos periodos de mirar al espacio. Le contó que había estado encerrada en el Scales, y cómo Amanda llegó desde el desierto de Wisconsin y averiguó el código de la puerta. Luego Shackie, Croze y Oates aparecieron como por arte de magia, y ella se sintió muy feliz: se habían salvado porque estaban en Painball al desencadenarse la pandemia. Pero luego tres hombres horribles del Equipo Dorado de Painball llegaron al Scales, y ella, Amanda y los chicos salieron corriendo. Ella había dicho que podían ir a AnooYoo porque Toby podría estar allí, y casi lo consiguieron: estaban caminando entre los árboles y luego… Apagón. Ren no puede pasar de ahí.

– ¿Qué aspecto tenían? -pregunta Toby-. ¿Tenían alguna…? -Quería decir «marca distinguible», pero Ren niega con la cabeza, lo que significa que ese tema está cerrado.

– He de encontrar a Amanda -dice, enjugándose las lágrimas-. Tendré que hacerlo. La matarán.

– Toma, suénate la nariz -dice Toby, pasándole una servilleta rosa-. Amanda es muy lista. -Es mejor hablar como si Amanda siguiera viva-. Tiene muchos recursos. No le pasará nada.

Está a punto de decir que hay escasez de mujeres y que por lo tanto seguro que preservarán y racionarán a Amanda, pero se lo piensa mejor.

– No lo entiendes -dice Ren, llorando más fuerte-. Hay tres, son de Painball, no son ni humanos. He de encontrarla.

– Ya veremos -dice Toby, para tranquilizarla-. Pero no sabemos dónde la han… dónde se ha ido.

– ¿Adonde irías tú? -dice Ren-. En su lugar.

– Quizás al este -dice Toby-. Al mar. Donde puedan encontrar pescado.

– Podemos ir allí.

– Cuando estés lo bastante fuerte -dice Toby. Han de irse a otro sitio de todos modos: la comida se está agotando deprisa.

– Ahora estoy lo bastante fuerte -dice Ren.


Toby da una batida en el jardín, desentierra otra cebolla solitaria. Saca tres bardanas de cerca del borde del prado y un poco de zanahoria silvestre: las raíces larguiruchas y blancas de protozanahorias.

– ¿Crees que podrías comerte un conejo? -le pregunta a Ren-. Si lo corto en trozos muy pequeños y lo preparo en una sopa.

– Supongo que sí -dice Ren-. Lo intentaré.

La propia Toby también está lista para convertirse en carnívora plena. El sonido del rifle es algo de lo que preocuparse, pero si todavía hay painballers acechando en el bosque ya saben que tiene un arma. No hay nada malo en recordárselo.

Suele haber conejos verdes cerca de la piscina. Toby dispara a uno de ellos desde el tejado, pero no parece que le haya dado. ¿Es la conciencia que le está afectando la puntería? Quizá necesita un blanco mayor, un venado o un perro. No ha visto a los cerdos últimamente, ni a ninguno de los corderos. Justo cuando estaba preparándolo todo para comérselos, se han ido.

Encuentra las mochilas en un estante de la sala de lavandería. No ha estado abajo desde que las bombas dejaron de funcionar, y el aire huele a humedad. Por fortuna, las mochilas no son de algodón sino de sintético impermeable. Las saca del tejado, las limpia con la esponja, las pone a secar al sol.

Coloca los víveres disponibles en la encimera de la cocina. No lleves tanto peso que quemes más calorías de las que puedas comer, le dice la voz de Zeb. Las herramientas son más importantes que la comida. Tu mejor herramienta es tu cerebro.

El rifle, por supuesto. Munición. Palita para arrancar raíces. Cerillas. Encendedor de barbacoa, que no durará mucho pero que puede agotar. Una navajita de bolsillo con tijeras y pinzas. Cuerda. Dos plásticos grandes para tener a mano en caso de lluvia. Linterna a cuerda. Vendas de gasa. Cinta aislante. Fiambreras. Bolsas de tela para comestibles silvestres. Olla. Tetera. Papel higiénico, un lujo, pero no se puede resistir. Dos Zizzy Froots de tamaño medio de un minibar del balneario, con sabor a frambuesa: comida basura, pero comida, porque tiene calorías. Las botellas pueden usarse después, para llevar agua.

Cucharas, de metal, dos. Tazas, de plástico, dos. Lo que queda de protector solar. El último aerosol de SuperD. Prismáticos: pesados pero necesarios. El palo de la fregona. Azúcar. Sal. Lo que queda de miel. Las últimas Joltbar. Los últimos bocaditos de soja.

El jarabe de adormidera. Los hongos secos. Los Ángeles de la Muerte.


El día antes de irse, se corta el pelo bien corto. Tiene un aspecto rapado -le recuerda a Juana de Arco en un mal día-, pero no quiere que la agarren del pelo por detrás, para cortarle el cuello. También corta el pelo a Ren. Estarán más frescas así, le dice.

– Deberíamos enterrar el pelo -dice Ren.

Lo quiere fuera de la vista por alguna razón que Toby no logra escrutar.

– ¿Por qué no lo ponemos en el tejado? -dice Toby-. Así los pájaros podrán hacer un nido con él.

No pensaba malgastar calorías cavando un sepulcro para el pelo.

– Ah. Vale -dice Ren. Esta idea parece complacerle.

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Toby. San Chico Mendes, mártir

Año 25


Salieron del edificio del balneario justo antes del alba. Iban vestidas con chándal rosa, con los pantalones sueltos y la camiseta con la boca de beso y el ojo guiñado delante. Zapatillas de lona rosas de las que las señoras se ponían para saltar a la comba y entrenar con pesas. Sombreros rosas anchos. Olían a SuperD y a SolarNix rancio. En sus mochilas hay monos rosas, para cuando el sol esté bien alto. Si al menos no fuera todo tan rosa, piensa Toby, como la ropa de los bebés o las fiestas de cumpleaños de las niñas. No es un color intrépido. Y es una elección fatal para el camuflaje.

Sabe de la gravedad de la situación, como solían decir las noticias, por supuesto que sí. Aun así, se siente animada. Tiene la risa tonta, como si estuviera un poco borracha. Como si fueran a irse de picnic. Será una inyección de adrenalina.

El horizonte oriental está brillando; la niebla se levanta de los árboles. El rocío brilla en las matas de lumirrosas, haciendo espejo de la tenue luz espectral de sus flores. La dulzura del prado húmedo respira en torno a ellas. Los pájaros están empezando a revolotear y piar; en las ramas desnudas, los buitres extienden sus alas para secarlas. Una pavoceta bate sus alas hacia ellas desde el sur, planea sobre el prado y desciende en picado para posarse en el borde de la piscina, ahora cubierta con una capa verde.

A Toby se le ocurre que puede que no vuelva a admirar esa vista. Es asombroso cómo el corazón se aferra a cualquier cosa familiar, gimoteando: «Es mío, es mío.» ¿Ha disfrutado de su estancia obligada en el balneario de AnooYoo? No. Pero ahora es su territorio: ha dejado las células muertas de su piel por todas partes. Un ratón lo comprendería: es su nido. Despedida es la canción que entona el Tiempo, decía Adán Uno.

En algún sitio, los perros están ladrando. Ella los ha oído a intervalos en los últimos meses, pero hoy suenan más cerca. No le hacía gracia. Sin nadie para alimentarlos, cualquier perro que queda seguro que se ha vuelto salvaje.

Había subido al tejado antes de salir para examinar los campos. No había cerdos, ni mohair, ni leoneros. Al menos a la vista. Qué poco he podido ver, piensa. El prado, la senda, la piscina, el jardín. El linde del bosque. Le gustaría evitar adentrarse entre los árboles. La naturaleza puede ser estúpida como ella sola, decía Zeb, pero es más lista que tú.

Piensa en el bosque, con sus cerdos escondidos y los leoneros. Y también painballers, por lo que sabe. No me obliguéis. Puede que sea rosa, pero tengo un rifle. Y balas también. Tienen más alcance que un pulverizador. Así que largaos, capullos.


El territorio del balneario y su perímetro boscoso están separados de Heritage Park por una valla rematada por alambre de espino electrificado, aunque la electricidad ya no funciona. Cuatro puertas, este, oeste, norte, sur, con senderos serpenteantes que las conectan. El plan de Toby es pasar la noche junto a la puerta oriental. No está demasiado lejos para que Ren camine: todavía no está lo bastante fuerte para caminatas heroicas. A la mañana siguiente, pueden empezar a avanzar de manera gradual hacia el mar.

Ren todavía cree que encontrarán a Amanda. La encontrarán, y Toby disparará a los painballers dorados con el rifle, y luego Shackleton, Crozier y Oates reaparecerán de donde se hubieran escondido. Ren todavía no está libre de los efectos de su enfermedad. Quiere que Toby la cure y que le solucione todo, como si ella fuera todavía una niña; como si Toby fuera aún Eva Seis, con poderes adultos mágicos.

Pasan junto al monovolumen rosa accidentado, doblan la curva de una carretera, otros dos vehículos: un coche solar, otro tamaño todoterreno que tragaba basuróleo. Se percibe un olor oxidado y dulce mezclado con el olor a chamuscado.

– No mires dentro -dice Toby a Ren cuando pasan.

– No te preocupes -dice Ren-. Vi muchas cosas así en las plebillas, cuando veníamos desde el Scales.

Más lejos hay un perro: un spaniel, muerto no hace mucho. Algo lo ha desgarrado: las moscas zumban sobre las entrañas, pero todavía no hay buitres. El animal que lo haya matado seguramente volverá a su presa: los depredadores no desperdician. Toby atisba los matorrales del lado del camino: las enredaderas están creciendo casi audiblemente, bloqueando la vista. Qué montón de kudzu.

– Deberíamos caminar más deprisa -dice.

Pero Ren no puede caminar más deprisa. Está cansada, la mochila le pesa demasiado.

– Creo que me está saliendo una ampolla -dice.

Se detienen bajo un árbol para tomar un trago de Zizzy Froot. Toby no puede sacudirse la sensación de que algo está agazapado en las ramas, esperando a saltar sobre ellas. ¿Los leoneros pueden trepar? Se obliga a calmarse, a respirar más profundamente, a tomarse su tiempo.

– A ver esa ampolla -le dice a Ren.

Todavía no es una ampolla. Rasga un trozo de su mono y lo usa para envolver el pie de Ren. El sol está a las diez. Se ponen los monos y Toby embadurna sus caras con más SolarNix; luego las rocía con SuperD.

Ren empieza a renquear antes de que lleguen a la siguiente curva de la carretera.

– Atajaremos por el prado -dice Toby-. Es más corto por aquí.

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