San Terry y Todos los Caminantes

Año 25

Del estado del caminante.

Narrado por Adán Uno


Queridos amigos, queridos compañeros animales, queridos moradores de este peligroso camino que es ahora nuestra senda por la vida:

¡Cuánto tiempo ha pasado desde ese último Día de San Terry en nuestro querido Jardín del Edén del Tejado! No nos dimos cuenta entonces de lo mucho mejores que eran aquellos tiempos, comparados con los días oscuros que ahora vivimos. Disfrutábamos de la perspectiva desde nuestro pacífico jardín y, por más que fuera una perspectiva de barrios bajos y crimen, la contemplábamos desde un espacio de restauración y renovación, floreciendo con nuestras plantas inocentes y nuestras abejas industriosas. Levantamos nuestras voces para cantar, seguros de que prevalecería, porque nuestros objetivos eran valiosos y nuestros métodos carentes de malicia. Eso creíamos, en nuestra inocencia. Muchas cosas deplorables han ocurrido desde ese momento, pero el espíritu que nos emocionaba entonces sigue presente.


El Día de San Terry está dedicado a Todos los Caminantes, el primero de todos ellos san Terry Fox, quien tanto corrió con una pierna mortal y otra metálica; quien estableció un brillante ejemplo de coraje ante unas circunstancias tan abrumadoramente adversas; quien nos mostró lo que el cuerpo humano puede hacer en los medios de locomoción sin combustibles fósiles; quien corrió contra la mortalidad, y al final superó su propia muerte y vive en nuestro recuerdo.

En este día recordamos, también, a santa Sojourner Truth, guía de esclavos huidos hace dos siglos, que caminaban muchos kilómetros sin más orientación que las estrellas; y los santos Shackleton y Crozier, de fama antártica y ártica; y san Laurence Titus Oates de la expedición Scott, que caminó hasta donde ningún hombre había caminado antes, y que se sacrificó durante una tormenta por el bien de sus compañeros. Que sus inmortales últimas palabras sean una inspiración para nosotros en nuestro viaje: «Voy a salir un momento y a hacer tiempo.» Los santos de este día son todos caminantes. Sabían muy bien que era mejor viajar que llegar, siempre y cuando viajemos con fe inquebrantable y por motivos no egoístas. Mantengamos esa idea en nuestros corazones, amigos míos y compañeros viajeros.

Es adecuado que recordemos a aquellos que perdimos hasta el momento en este camino. Darren y Quill han sucumbido a una enfermedad, los primeros síntomas de la cual son motivo de grave aprensión. A petición suya los dejamos atrás. Les dimos las gracias por mostrar esa preocupación digna de elogio.

Philo ha entrado en estado de barbecho, y está en paz encima de un garaje, una ubicación que tal vez le recuerda nuestro propio querido Jardín.

No deberíamos haber permitido que Melissa se rezagara. Por mediación de una manada de perros salvajes, ha hecho su presente definitivo a sus compañeros animales, y se ha convertido en parte del gran baile de las proteínas de Dios.

Pongamos luz en torno a nuestros corazones.

Cantemos.


El último kilómetro

Es más largo el último kilómetro,

es allí que flaqueamos;

para correr perdemos fuerzas,

dudamos de la esperanza.

¿Volveremos de esta oscura senda,

con ampollas y agotados,

cuando ya no nos queda la fe

y todo parece triste?

¿Dejaremos el camino estrecho,

carretera secundaria,

por lo rápido y el placer falso,

autopista destructora?

¿Nos quitarán la vida enemigos,

enterrarán el mensaje?

¿Y apagarán con guerras y luchas

la antorcha que acarreamos?

Sucios viajeros, tened ánimo:

por más que nos desaniméis,

por más que caigáis en el camino,

llegaréis hasta el altar.

Corramos, aunque el ojo se nuble

y el coro se debilite;

nos aplaude la naturaleza

para otra vez darnos fuerzas.

Porque en el esfuerzo está la meta,

así somos apreciados;

nos define el alma peregrina,

por ella somos medidos.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

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Ren. San Terry y Todos los Caminantes

Año 25


Cuando me despierto, Toby ya está sentada en su hamaca, haciendo unos estiramientos de brazos. Me sonríe: está sonriendo más últimamente. Quizá lo hace ahora para animarme.

– ¿Qué día es hoy? -dice.

Pienso un momento.

– San Terry, Santa Sojourner -digo-. Todos los Caminantes.

Toby asiente.

– Deberíamos hacer una pequeña meditación -dice-. El camino por el que andarán hoy nuestros pies será peligroso; necesitaremos paz interior.

Cuando cualquiera de los Adanes y las Evas te dice que hagas una meditación, no dices que no. Toby baja de la hamaca, y yo me quedo vigilando por si hay sorpresas mientras ella se coloca en la posición de loto: es muy flexible para la edad que tiene. Cuando llega mi turno, aunque me pongo en posición doblándome como si fuera de goma, no consigo hacer la meditación correctamente. No puedo cumplir con las tres primeras partes: la disculpa, la gratitud, el perdón; lo más difícil es la parte del perdón, porque no sé a quién he de perdonar. Adán Uno diría que tengo demasiado miedo y rabia.

Así que pienso en Amanda, y en todo lo que ha hecho por mí, y en que yo nunca he hecho nada por ella. En cambio me permití sentirme celosa de ella por Jimmy, pese a que lo de Jimmy no fue culpa suya de ninguna manera. Y eso no fue justo. He de encontrarla, y rescatarla de lo que le esté ocurriendo. Aunque quizá ya está colgada de un árbol y ya le han cortado partes de su cuerpo, como le pasó a Oates.

No quiero imaginarlo, así que me imagino caminando hacia ella porque es lo que tengo que hacer.

No es sólo el cuerpo el que viaja, decía Adán Uno. También viaja el alma. Y el final de un viaje es el principio de otro.

– Ahora estoy preparada -le digo a Toby.


Me como una parte de la carne seca de mohair, bebo un poco de agua y escondo las hamacas bajo un arbusto para no tener que cargarlas. Eso sí, hemos de llevar las mochilas, dice Toby, con la comida y las cosas. Luego miramos a nuestro alrededor para asegurarnos de que no hemos dejado rastros obvios. Toby revisa el rifle.

– Sólo necesitaré dos balas -dice.

– Si no fallas -digo.

Una para cada painballer: imagino las balas surcando el aire, justo hacia ¿qué? ¿Un ojo? ¿Un corazón? Me hace estremecer.

– No puedo permitirme fallar -dice ella-. Tienen un pulverizador.

Entonces nos reincorporamos a la senda y continuamos en dirección al mar, hacia donde oía las voces que salían de la noche.


Al cabo de un rato oímos aquellas voces, pero no están cantando, sólo hablando. Hay olor a humo -una hoguera- y niños riendo. Es la gente hecha a medida de Glenn. Tienen que ser ellos.

– Camina despacio -me dice Toby en voz baja-. Las mismas reglas que con los animales. Quédate muy tranquila. Si hemos de irnos, retrocedemos, no nos damos la vuelta y corremos.

No sé lo que espero ver, pero no es lo que veo. Hay un calvero, y en el calvero hay un fuego, y en torno al fuego hay gente, quizá treinta personas. Son todos de colores diferentes -negros, marrones, amarillos y blancos-, pero ninguno es viejo. Y ninguno va vestido.

Un campamento nudista, pienso. Pero sólo es un chiste que me cuento a mí misma. Tienen demasiado buen aspecto, son demasiado perfectos. Parecen anuncios de los balnearios de AnooYoo. Con implantes mamarios y totalmente cerúleos, sin rastro de vello corporal. Desepitelizados. Aerografiados.

En ocasiones no puedes creer en algo hasta que lo ves, y esas personas eran así. No podía creer que Glenn lo hubiera hecho; no creía lo que me había contado Croze, aunque él los había visto. Pero ahora aquí están, justo delante de mí. Es como ver unicornios. Quiero oírles maullar.


Cuando nos localizan -primero uno de los niños, después una mujer, luego el resto-, dejan lo que estaban haciendo para mirarnos, todos juntos. No tienen aspecto asustado ni amenazante: parecen interesados pero plácidos. Es como que te miren los mohair, y están mascando igual que los mohair. Lo que estén comiendo es verde: un par de los niños están tan asombrados por nosotros que se quedan con la boca abierta.

– Hola -dice Toby. A mí me dice-: Quédate aquí.

Camina hacia delante. Uno de los hombres se levanta -estaba acuclillado detrás del fuego- y se coloca delante de los demás.

– Saludos -dice-. ¿Eres amiga de Hombre de las Nieves?

Puedo oír a Toby ponderando sus opciones: ¿quién es Hombre de las Nieves? ¿Si responde sí, pensarán que es una enemiga? ¿Y si responde que no?

– ¿ Hombre de las Nieves es bueno? -pregunta Toby.

– Sí -dice el hombre. Es más alto que los demás, y parece ser su portavoz-. Hombre de las Nieves es muy bueno. Es nuestro amigo. -Los demás asienten con la cabeza, sin dejar de mascar.

– Entonces nosotras también somos amigas suyas -dice Toby-. Y también somos amigas vuestras.

– Sois como él -dice el hombre-. Tenéis piel extra, como la suya. Pero no tenéis plumas. ¿Vivís en un árbol?

– ¿Plumas? -dice Toby-. ¿En su piel extra?

– No, en la cara -dice el hombre-. Vino otro como Hombre de las Nieves. Con plumas. Y otro con él que tenía plumas más cortas. Y una mujer que olía azul pero que no actuaba azul. Quizá la mujer que va contigo es así.

Toby asiente como si lo entendiera todo. Quizá lo entiende. Nunca sé muy bien qué es lo que entiende.

– Huele azul -dice otro hombre-. La mujer que te acompaña.

Ahora todos los hombres están olisqueando en mi dirección, como si yo fuera una flor o un queso. Varios de ellos hacen gala de unas enormes erecciones azules. Croze me lo había advertido, pero nunca había visto nada semejante, ni siquiera en el Scales, donde algunos de los clientes iban con pintura de cuerpo y extensores. Varios de los hombres producían un extraño zumbido, como los que haces cuando pasas el dedo por el borde de una copa de cristal.

– Pero la otra mujer que vino se asustó cuando le cantamos y le ofrecimos flores, y cuando la señalamos con nuestros penes -dice el jefe.

– Sí. Los dos hombres también se asustaron. Se fueron corriendo.

– ¿Era muy alta? -pregunta Toby-. La mujer. ¿Más alta que ésta? -Me señala a mí.

– Sí. Más alta. No estaba bien. Y estaba triste. Habríamos maullado sobre ella y se habría sentido mejor. Luego podríamos haber copulado con ella.

Ha de ser Amanda, pienso. O sea que sigue viva, aún no la han matado. Démonos prisa, quiero gritar. Pero Toby todavía no se va a ninguna parte.

– Queríamos que eligiera con qué cuatro de nosotros copularía -dice el principal-. Quizá la mujer que te acompaña elegirá. ¡Huele muy azul!

Al oír esto, todos los hombres sonríen -tienen dientes blancos y muy brillantes- y sus penes me apuntan y van de lado a lado como colas de perro contento.

¿Cuatro? ¿Todos a la vez? No quiero que Toby dispare a ninguno de estos hombres -parecen muy amables y están de buen ver-, pero no quiero que se me acerquen esos penes azul brillante.

– En realidad mi amiga no es azul -dice Toby-. Es sólo la piel extra. Se la dio una persona azul. Por eso huele azul. ¿Adónde se fueron los dos hombres y la mujer?

– Fueron por la costa -dice el jefe-. Y luego, esta mañana, Hombre de las Nieves fue a buscarlos.

– Podemos mirar debajo de la segunda piel y ver lo azul que es.

– Hombre de las Nieves tiene un pie herido. Maullamos sobre él, pero necesita más maullidos.

– Si Hombre de las Nieves estuviera aquí, descubriría lo del azul. Nos diría cómo tenemos que actuar.

– El azul no ha de desperdiciarse. Es un regalo de Crake.

– Queríamos ir con él. Pero nos dijo que nos quedásemos.

– Hombre de las Nieves lo sabe -dice una de las mujeres.

Hasta el momento, las mujeres no han participado en la conversación, pero ahora todas asienten y sonríen.

– Ahora debemos ir a ayudar a Hombre de las Nieves -dice Toby-. Es nuestro amigo.

– Iremos con vosotras -dice otro hombre, más bajo, de tonalidad amarilla, con los ojos verdes-. Nosotros también ayudaremos a Hombre de las Nieves.

Ahora que me fijo, todos tienen los ojos verdes. Huelen a cítricos.

– Hombre de las Nieves necesita muchas veces nuestra ayuda -dice el hombre alto-. Casi no huele. No tiene poder. Y esta vez está enfermo. Está enfermo en el pie. Va cojo.

– Si Hombre de las Nieves os dijo que os quedarais aquí, debéis quedaros aquí -dice Toby.

Se miran unos a otros: algo les preocupa.

– Nos quedaremos aquí -dice el hombre alto-. Pero tenéis que volver pronto.

– Y traed a Hombre de las Nieves -dice una de las mujeres-. Así podremos ayudarle. Luego puede vivir otra vez en el árbol.

– Y le daremos un pescado. Un pescado lo hace feliz.

– Se lo come -dice uno de los niños, haciendo una mueca-. Lo masca y se lo traga. Crake decía que tenía que hacerlo.

– Crake vive en el cielo. Nos ama -dice una mujer baja.

Parece que piensan que este Crake es Dios. Glenn como Dios, con camiseta negra: es divertido teniendo en cuenta lo que era realmente. Pero no me río.

– También os podemos dar un pescado -dice la mujer-. ¿Queréis un pescado?

– Sí. Trae a Hombre de las Nieves -dice el hombre alto-. Luego cogeremos dos peces. O tres. Uno para ti, uno para Hombre de las Nieves, uno para la mujer que huele azul.

– Haremos lo posible -dice Toby.

Esto parece desconcertarlo.

– ¿Qué es «lo posible»? -dice el hombre.


Salimos de debajo de los árboles a la plena luz del sol y el sonido de las olas, y caminamos por la arena suave y seca hasta la franja más dura y húmeda. El agua se desliza sobre la arena y se retira con un suave siseo, como la respiración de una serpiente grande. Basura brillante salpicaba la orilla: trozos de plástico, latas vacías, cristales rotos.

– Pensaba que iban a saltarme encima -digo.

– Te han olido -dice Toby-. Huelen el estrógeno. Pensaban que estabas en celo. Sólo copulan cuando se ponen azules, son como los babuinos.

– ¿Cómo sabes todo eso? -digo.

Croze me había hablado de los penes azules, pero no del estrógeno.

– Por Pico de Marfil -dice Toby-. Los locoadanes les ayudaron a diseñar esa característica. Se suponía que haría la vida más sencilla. Para facilitar la selección de pareja y eliminar el dolor romántico. Ahora tendríamos que estar en silencio.

Dolor romántico, pensé. Me pregunto qué sabe de eso Toby.


Veo una antigua línea de marea alta: la recuerdo de los viajes de los Jardineros a la playa de Heritage Park. Era tierra seca antes de que el nivel del mar subiera tanto, y de todos los huracanes: aprendimos eso en la escuela. Las gaviotas están volando y anidan en los tejados planos.

Podemos conseguir huevos allí, pienso. Y pescado. Haced un farolillo si estáis desesperados, nos enseñó Zeb. Si hacemos una linterna, los peces nadarán hacia la luz. Hay unos cuantos agujeros de cangrejo en la arena, pequeños. Las ortigas crecen un poco más arriba, en la playa. También podemos comer algas. Todas esas cosas de San Euell.

Estoy soñando otra vez: planificando una comida, cuando en la parte de atrás de mi cerebro sólo hay miedo. Nunca lo conseguiremos. Nunca rescataremos a Amanda. Nos matarán.


Toby ha encontrado unas huellas en la arena húmeda: varias personas con zapatos y botas, y el lugar donde se quitaron los zapatos, quizá para lavarse los pies, y luego volver a ponerse los zapatos y dirigirse hacia los árboles.

Podrían estar entre esos árboles ahora mismo, vigilándonos. Podrían estar observándonos. Podrían estar apuntándonos.

Encima de esas huellas hay otro conjunto. Pies descalzos.

– Alguien que cojea -susurra Toby.

Y pienso que ha de ser Hombre de las Nieves. El loco que vive en un árbol.

Nos sacamos las mochilas y las dejamos donde termina la arena y vuelve a empezar la hierba y los arbustos, bajo los primeros árboles. Toby dice que no necesitamos que el peso nos retrase, y hemos de tener los brazos libres.

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Toby. San Terry y Todos los Caminantes

Año 25


Bueno, Dios, piensa Toby. ¿Cuál es Tu opinión? Suponiendo que existas. Dímelo ahora, por favor, porque puede ser el final: una vez que nos mezclemos con los painballers no tenemos ni la menor posibilidad, según lo veo yo.

¿Las nuevas personas son Tu idea de un modelo mejorado? ¿Así era como tenía que ser el primer Adán? ¿Nos sustituirán? ¿O piensas encogerte de hombros y continuar con la raza humana actual? Si es así, has hecho una elección un poco extraña: un puñado de ex científicos, unos cuantos Jardineros renegados, dos psicóticos que andan sueltos con una mujer casi muerta. No parece la supervivencia del más adaptado, salvo en el caso de Zeb. Pero hasta Zeb está cansado.

Luego está Ren. ¿No podrías haber elegido a alguien menos frágil? ¿Menos inocente? ¿Un poco más duro? Si fuera un animal, ¿qué animal sería? ¿Un ratón? ¿Un tordo? ¿Un ciervo ante los faros de un coche? Se derrumbará en el momento crucial: debería dejarla en la playa. Pero eso prolongaría lo inevitable, porque si yo caigo, ella también caerá. Aunque huya, está demasiado lejos de la cabaña: nunca lo conseguirá, y aunque los deje atrás, se perderá. ¿Y quién va a protegerla de los perros y los cerdos en los bosques? Las personas azules no. Al menos si los painballers tienen un pulverizador que funcione. Será mucho peor para ella si no muere enseguida.

Adán Uno decía que el teclado moral humano es limitado: no hay nada que puedas tocar con él que no se haya tocado antes. Y, mis queridos amigos, lamento decirlo, pero tiene las notas más graves.

Toby se detiene, revisa el rifle. Quita el seguro.


Pie izquierdo, pie derecho, avance silencioso. Los sonidos atenuados de sus pies en las hojas caídas resuenan en sus oídos como gritos. Qué visible, qué audible soy, piensa. En el bosque todo me observa. Están esperando sangre, pueden olería, pueden oírla sonando por mis venas, katush. Por encima de su cabeza, apiñándose en las copas de los árboles, los cuervos son traicioneros: au au au. Esos cuervos quieren sus ojos.

Aun así, cada flor, cada ramita, cada guijarro brilla como si estuviera iluminado desde dentro, como ocurrió en su primer día en el Jardín. Es el estrés, la adrenalina, es un efecto químico: lo sabe muy bien. Pero ¿por qué está integrado?, piensa. ¿Por qué estamos diseñados para ver el mundo sumamente hermoso justo cuando estamos a punto de ser masacrados? ¿Los conejos sienten lo mismo cuando los dientes del zorro les muerden el cuello? ¿Es eso clemencia?

Hace una pausa, se vuelve, sonríe a Ren. ¿Tengo aspecto tranquilizador?, se pregunta. ¿Calmada y bajo control? ¿Tengo aspecto de saber qué cuernos estoy haciendo? No estoy preparada para esto. No soy lo bastante rápida. Soy demasiado vieja, estoy oxidada, no tengo reflejos, me pesan los escrúpulos. Perdóname, Ren. Te estoy llevando a la perdición. Rezo por que si fallo las dos muramos deprisa. Esta vez no habrá abejas que nos salven.

¿A qué santo debería encomendarme? ¿Quién tiene la determinación y la capacidad? La implacabilidad. El juicio. La precisión.

Querido leopardo, querido lobo, querido leonero: prestadme ahora vuestro espíritu.

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Ren. San Terry y Todos los Caminantes

Año 25


En cuanto oímos voces, avanzamos en silencio. Talón en el suelo, dijo Toby, luego arrastrarse sobre el pie, otro talón en el suelo. De esa forma no hay ningún chasquido.

Los voces son masculinas. Olemos el humo de su fuego, y otro olor: carne chamuscada. Me doy cuenta del hambre que tengo: notó que estoy salivando. Trato de pensar en esta hambre en lugar de asustarme.

Miramos a través de las hojas. Son ellos, sí: el de la barba oscura larga, el de la barba rala y la cabeza afeitada al que ya le crece el pelo. Lo recuerdo todo de ellos, y siento ganas de vomitar. Es el odio y el miedo que me atenazan el estómago y me envían sus tentáculos por todo el cuerpo.

Pero ahora veo a Amanda, y me siento muy liviana de repente. Como si pudiera volar.

Tiene las manos libres, pero lleva una soga al cuello. El extremo de la cuerda está atado a la pierna del tipo de la barba oscura. Todavía lleva su uniforme caqui de chica del desierto, aunque está más sucio que nunca. Tiene la cara manchada de polvo, el pelo grasiento y sin brillo, Veo un moretón bajo un ojo y más cardenales en las partes desnudas de sus brazos. Todavía tiene laca de uñas naranja del Scales en los dedos. Al verlo me entran ganas de llorar.

No es más que piel y huesos. Pero ninguno de los otros dos parece tampoco demasiado gordo.

Noto que respiro deprisa. Toby me agarra del brazo y me lo aprieta. Eso significa calma. Vuelve su rostro moreno hacia mí y sonríe con una sonrisa de calavera; los bordes de sus dientes brillan a través de sus labios, tiene los músculos de las mandíbulas tensos, y de repente siento pena por esos dos hombres. Entonces me suelta el brazo y levanta el rifle, muy despacio.

Los dos hombres están sentados con las piernas cruzadas, asando pinchos de carne sobre las brasas. Carne de mofache. La cola a rayas blanca y negra está en el suelo, a un lado. También hay un pulverizador en el suelo. Toby tiene que haberlo visto. Puedo oírla pensar: si disparo a uno de ellos, ¿tendré tiempo de disparar al otro antes de que me dispare él?


– A lo mejor es un puto rollo de salvajes -está diciendo el de barba oscura-. Pintura azul.

– No. Tatuajes -dice el del pelo corto.

– ¿Quién se iba a tatuar la polla? -dice el de barba.

– Los salvajes se tatúan cualquier cosa -dice el otro-. Es un rollo caníbal.

– Has visto demasiadas pelis idiotas.

– Apuesto a que la sacrificarían en dos minutos -dice el de barba-. Después de que se la folien todos.

Miran a Amanda, pero ella está mirando al suelo. El de la barba tira de la cuerda.

– Estamos hablando contigo, zorra -dice.

Amanda levanta la cabeza.

– Un juguete sexual comestible -dice el de pelo corto, y los dos ríen-. Pero ¿has visto las tetas de silicona de esas zorras?

– No son de silicona, son de verdad. La forma de descubrirlo es cortárselas. Las falsas llevan una especie de gel. Tal vez podemos volver y hacer un cambio -dice el de barba-. Con los salvajes. Ellos se quedan ésta, ya que tanto la quieren, le clavan sus pollas azules, y nosotros nos llevamos algunas de esas tiorras suyas. ¡Un trato de puta madre!

Veo a Amanda como la ven ellos: usada, gastada. Sin valor.

– ¿Por qué comerciar? -dice el de pelo corto-. ¿Por qué no volvemos y nos cargamos a esos cabrones?

– No queda suficiente energía para matarlos a todos. La célula está muy baja. Se lo imaginarán y se nos echarán encima. Nos despedazarán y se nos comerán.

– Hemos de alejarnos más -dice el del pelo corto, ahora alarmado-. Ellos son treinta, y nosotros, dos. ¿Y si se nos acercan por la noche?

Hay una pausa mientras se lo piensan. Me pica toda la piel, los odio. No sé a qué está esperando Toby. ¿Por qué no los mata ahora? Entonces pienso que es una antigua Jardinera: no puede hacerlo a sangre fría. Va contra su religión.

– No está mal -dice el de la barba, levantando un palillo de las brasas-. Podemos cazar a otro de estos cabrones sabrosos mañana.

– ¿Vamos a darle de comer a ella? -dice el del pelo corto. Se está chupando el dedo.

– Dale un poco del tuyo -dice el de la barba-. No nos sirve de nada si está muerta.

– A mí no me sirve muerta -dice el del pelo corto-. Tú eres tan pervertido que te follarías un fiambre.

– Hablando de eso, empieza tú. Prepara la muñeca. No me gusta follar seco.

– Me tocó a mí primero ayer.

– Bueno, ¿echamos un pulso?

Entonces, de repente, hay una cuarta persona en el calvero: un hombre desnudo, pero no uno de los hermosos de ojos azules. Este está escuálido y lleno de costras. Tiene una barba larga y enredada y aspecto de demente. Pero lo conozco. O creo que lo conozco. ¿Es Jimmy?

Lleva un pulverizador, y está apuntando a los dos hombres. Va a dispararles. Tiene una mirada maníaca.

Pero también le disparará a Amanda, porque el tío de la barba oscura lo ve, se incorpora sobre sus rodillas y coloca a Amanda delante de él, agarrándola por el cuello. El del pelo corto se agacha detrás de ellos. Jimmy vacila, pero no baja el pulverizador.

– ¡Jimmy! -grito desde los arbustos-. ¡No! ¡Es Amanda!

Debe de pensar que los arbustos le están hablando. Vuelve la cara. Yo salgo de detrás de las hojas.

– ¡De puta madre! La otra tía -dice el de barba-. ¡Ahora tendremos una cada uno! -Está riendo. El de pelo corto se agacha para coger el pulverizador.

Toby entra en el calvero. Tiene el rifle levantado y apuntado.

– No lo toques -le dice al del pelo corto.

Su voz es fuerte y clara, pero plana. Suena peligrosa, y también lo parece: flaca, hecha jirones, enseñando los dientes. Como un banshee de la tele, como un esqueleto que camina; como alguien que no tiene nada que perder.

El del pelo corto se queda de piedra. El que sostiene a Amanda no sabe a qué lado volverse: Jimmy está delante de él, pero Toby está a un lado.

– ¡Atrás! Le partiré el cuello -nos dice a todos nosotros. Su voz es muy alta: eso significa que está asustado.

– Puede que a mí me importe, pero a él no -dice Toby, refiriéndose a Jimmy.

A mí me ordena:

– Coge el pulverizador. No dejes que te agarre.

Al del pelo corto:

– Al suelo.

A mí:

– Cuidado con los tobillos.

Al de la barba:

– Suéltala.

Todo ocurre muy deprisa, pero al mismo tiempo en cámara lenta. Las voces llegan de lejos; el sol es tan brillante que me hace daño; la luz vibra en nuestras caras; brillamos y nos saltan chispas, como si nos estuviera pasando la corriente. Casi puedo ver dentro de los cuerpos, dentro de los cuerpos de todos. Las venas, los tendones, la sangre que fluye. Oigo sus corazones, como el trueno que se acerca.

Pienso que voy desmayarme. Pero no puedo desmayarme, porque he de ayudar a Toby. No sé cómo, pero echo a correr. Paso tan cerca que puedo olerlos. Sudor rancio, cabello graso. Cojo el pulverizador.

– Rodéalo, detrás de él -me dice Toby.

Al painballer:

– Las manos en la nuca.

A mí:

– Dispárale en la espalda si no ves las manos enseguida.

Está hablando como si yo supiera manejar ese cacharro. A Jimmy le dice:

– Ahora tranquilo -como si fuera un animal asustado.

Todo este tiempo Amanda ha permanecido quieta, pero cuando el de la barba oscura la suelta se mueve como una serpiente. Se afloja el nudo, se saca la soga por encima de la cabeza y le azota al tipo en la cara con ella. Luego le da una patada en los huevos. Me doy cuenta de que no le queda mucha fuerza, pero usa toda la que tiene, y cuando él se dobla en el suelo le da una patada al otro. Entonces coge una piedra y golpea a cada uno en la cabeza, y hay sangre. Suelta la piedra y se me acerca renqueando. Está llorando, sollozando, y sé que ha tenido que ser una experiencia terrible, esos días que yo no he estado, porque no es nada fácil hacer llorar a Amanda.

– Oh, Amanda -le digo-. Lo siento mucho.

Jimmy se balancea sobre un pie.

– ¿Eres real? -le dice a Toby. Parece desconcertado. Se frota los ojos.

– Tan real como tú -dice Toby-. Será mejor que los ates -me dice-. Haz un buen trabajo. Cuando se despierten van a estar muy cabreados.

Amanda se limpia la cara con la manga y empezamos a atar a los dos juntos, con las manos a la espalda, un lazo en torno a cada cuello. Tenemos más cuerda, pero basta por el momento.

– ¿Eres tú? -dice Jimmy-. Creo que te he visto antes.

Camino hacia él, despacio y con cautela, porque aún tiene el arma en la mano.

– Jimmy -digo-. Soy Ren. ¿Te acuerdas de mí? Puedes soltar eso. Ya no pasa nada. -Es lo que le dirías a un niño.

Baja el pulverizador y lo rodeo con los brazos y le doy un largo abrazo. Está temblando, pero le quema la piel.

– ¿Ren? -dice-. ¿Estás muerta?

– No, Jimmy. Estoy viva, y tú también. -Le echó el pelo hacia atrás.

– Estoy hecho polvo -dice-. A veces creo que todos están muertos.

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