De los dones de santa Rachel; y de la libertad del espíritu.
Narrado por Adán Uno
Queridos amigos, queridos compañeros animales, queridos compañeros mortales:
¡Qué causa de regocijo es este mundo reorganizado en el cual nos encontramos! Es verdad, hay cierta… no digamos «decepción». Los escombros dejados por el Diluvio Seco, como los que deja cualquier diluvio al retirarse, no son atractivos. Pasará tiempo hasta que aparezca nuestro ansiado Edén, amigos.
Ahora bien, qué privilegiados somos de ser testigos de estos primeros momentos preciosos de renacimiento. Cuánto más nítido está el aire ahora que la contaminación del hombre ha cesado. Este aire recién limpiado es para nuestros pulmones como el aire de las nubes es para los pulmones de las aves. ¡Qué ligeras, qué etéreas han de sentirse al volar sobre los árboles! Durante siglos, las aves se han relacionado con la libertad del espíritu, en contraposición a la pesada carga de la materia. ¿Acaso la paloma no simboliza la gracia, que todo lo perdona, que todo lo acepta?
Es en el espíritu de ese espíritu de gracia que damos la bienvenida en nuestro viaje a tres compañeros mortales: Melinda, Darren y Quill. Han escapado por milagro del Diluvio Seco al haberse hallado providencialmente aislados: Melinda en una clínica de yoga y adelgazamiento en lo alto de una colina, Darren en un pabellón de aislamiento hospitalario y Quill en una celda. Nos regocijamos de que aparentemente ninguno de los tres haya estado expuesto a la contaminación viral. Aunque no comparten nuestra fe -o todavía no comparten nuestra fe en el caso de Quill y Melinda- son nuestros compañeros animales; y nos alegramos de ayudarlos en este momento común de juicio.
Estamos también agradecidos por esta morada temporal, que, aunque es una antigua franquicia de Happicuppa, nos ha amparado del sol abrasador y la tormenta inclemente. Gracias a las habilidades de Stuart -en especial, su conocimiento del cincel- hemos conseguido entrar en el almacén, procurándonos así acceso a muchos productos Happicuppa: el sucedáneo de leche deshidratada, el jarabe con aroma de vainilla, el mokaccino mix y los envases individuales de azúcar, tanto sin refinar como blanco. Todos conocéis mi opinión sobre los productos de azúcar refinado, pero hay tiempos en que las reglas deben adaptarse. Gracias a Nuala, nuestra indomeñable Eva Nueve, por la habilidad con la que ha improvisado un nutritivo refrigerio.
Recordamos en este día que la Happicuppa Corp estaba en contravención directa del espíritu de santa Rachel. Sus productos crecidos al sol, pulverizados con pesticidas, destructores de hábitat forestal eran la mayor amenaza de las criaturas emplumadas de Dios en nuestros tiempos, igual que el DDT fue su mayor amenaza en los tiempos de santa Rachel Carson. Fue en el espíritu de santa Rachel que algunos de nuestros antiguos miembros más radicales se unieron a campañas militantes contra Happicuppa. Otros grupos estaban protestando por el tratamiento de los trabajadores indígenas, pero aquellos ex jardineros protestaban por sus políticas contrarias a la vida de las aves. Aunque no podíamos aprobar los métodos violentos, respaldamos la intención.
Santa Rachel consagró su vida a los que tienen plumas, y por lo tanto al bienestar de todo el planeta, porque cuando las aves enfermaban y se extinguían, ¿no indicaba esto el agravamiento de la enfermedad de la vida en sí? Imaginad la pena de Dios al contemplar el sufrimiento de Sus más exquisitas y melodiosas creaciones emplumadas.
Santa Rachel fue atacada por las poderosas corporaciones químicas de la época, y desdeñada y puesta en la picota por decir la verdad, pero su campaña prevaleció al fin. Por desgracia, la campaña contra Happicuppa no tuvo el mismo éxito, pero ese problema lo ha solucionado ahora un poder mayor: Happicuppa no ha sobrevivido al Diluvio Seco. Como lo expresaban las Palabras Humanas de Dios en Isaías 34: «De generación en generación quedará arruinada, y nunca jamás habrá quien pase por ella… Allí anidará la víbora, pondrá, incubará y hará salir del huevo. También allí se juntarán los buitres.» Y así ha ocurrido. Ahora mismo, amigos, la selva debe estar regenerándose.
Cantemos.
Cuando Dios despliegue sus alas lucientes
Cuando Dios despliegue sus alas lucientes
y vuele desde el azul del Cielo,
aparecerá como paloma
de tonos puros y centelleantes.
Después del cuervo adoptará la forma
para mostrarnos que hay belleza
en todos los pájaros que ha hecho,
los antiguos y también los nuevos.
Irá con cisnes, volará con halcones,
con la cacatúa y la lechuza,
el coro del alba cantará,
cazará con las aves acuáticas.
Se presentará luego igual que un buitre,
el pájaro sagrado de antaño,
que come la muerte y corrupción,
y con ello restaura la vida.
Bajo Sus alas hallaremos refugio,
nos librará de trampas y redes;
caer el gorrión verán sus ojos,
del águila marcarán la tumba.
Porque quienes derraman sangre de pájaro
por simple placer y diversión
la santa paz de Dios asesinan,
la que bendijo el séptimo día.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
Caminamos por el prado relumbrante. Hay un zumbido como de un millar de minúsculas vibraciones; enormes mariposas rosas flotan alrededor. El aroma de trébol es muy fuerte. Toby anda a tientas con el palo de su fregona. Yo trato de fijarme en dónde piso, pero hay muchos baches y tropiezo, y cuando miro veo que es una bota. Se escabullen los escarabajos.
Más adelante hay algunos animales. No estaban allí hace un minuto. Me pregunto si habían estado tumbados en la hierba y luego se habían levantado. Me quedo atrás, pero Toby dice:
– No pasa nada, sólo son mohair.
Nunca he visto uno vivo antes, sólo en la red. Se quedan allí mirándonos, moviendo las mandíbulas de un lado a otro.
– ¿Me dejarán que los acaricie? -digo.
Son azules y rosa y plateados y violeta; parecen caramelo o nubes en un día soleado. Muy alegres y pacíficos.
– Lo dudo -dice Toby-. Hemos de caminar más deprisa.
– No nos tienen miedo -digo.
– Deberían tenerlo -dice Toby-. Venga, vámonos.
Los mohair nos vigilan. Cuando estamos más cerca de ellos, se reúnen y se alejan lentamente.
Al principio, Toby dice que vamos a la puerta oriental. Luego, después de que caminamos un rato por el camino pavimentado, dice que está más lejos de lo que pensaba. Empiezo a marearme, porque hace mucho calor, sobre todo dentro del mono, así que Toby dice que nos dirigiremos hacia los árboles que hay al final del prado porque se estará más fresco allí. No me gustan los árboles, está demasiado oscuro, pero sé que no puedo quedarme en el prado.
Hay más sombra bajo los árboles, pero no hace más frío. Hay humedad, y no hay brisa, y el aire es denso, como si contuviera más aire que otro aire. Pero al menos estamos protegidas del sol, así que nos quitamos los monos y caminamos por el sendero. Noto ese rico olor profundo de la madera podrida, el olor a hongo que recuerdo de los Jardineros, cuando íbamos al parque por San Euell. Las enredaderas han ganado terreno a la grava, pero hay muchas ramas rotas y pisadas, y Toby dice que alguien más ha pasado por allí; aunque no hoy, porque las hojas se han mustiado.
Hay cuervos más adelante, armando bulla.
Llegamos a un arroyo con un puentecito. El agua se riza sobre las piedras, y veo pececitos de agua dulce. En la orilla opuesta hay signos de tierra removida. Toby se queda quieta, gira el cuello para escuchar. Luego cruza el puente y observa el agujero cavado.
– Jardineros -dice- o alguien listo.
Los Jardineros te enseñaban que nunca hay que beber directamente de un arroyo, y menos de uno que esté cerca de una ciudad: había que hacer un agujero al lado, así el agua se filtraba al menos un poco. Toby tiene una botella vacía, de la que hemos estado bebiendo. La llena en el abrevadero, de manera que sólo la capa superior del agua entra en la botella: no quiere lombrices ahogadas.
Delante, en un pequeño claro, hay setas. Toby dice que son lengua de vaca (Hydnum repandum) y que eran una variedad otoñal, cuando todavía había otoño. Las cogemos, y Toby las guarda en una de las bolsas de tela, y cuelga la bolsa fuera de la mochila para que las setas no se aplasten. Luego continuamos.
Lo olemos antes de verlo.
– No grites -dice Toby.
Por esto han estado graznando los cuervos.
– Oh, no -susurro.
Es Oates. Está colgado de un árbol, retorciéndose lentamente. Le han pasado la soga por debajo de los brazos y la han atado a la espalda. No lleva ropa alguna, salvo calcetines y zapatos. Esto lo empeora, porque así parece menos una estatua. Tiene la cabeza echada hacia atrás, demasiado lejos porque le han cortado la garganta; los cuervos vuelan en torno a ella, buscando desesperadamente un punto de apoyo. El pelo rubio de Oates está apelmazado. Veo una herida abierta en la espalda, como las de los cadáveres que abandonaban en los solares después de un robo de riñón. Pero estos riñones no los han robado para ningún trasplante.
– Alguien tiene un cuchillo muy afilado -observa Toby.
Ahora estoy llorando.
– Han matado al pequeño Oatie -digo-. Estoy mareada.
Me derrumbo en el suelo. Ahora mismo no me importa si me muero aquí: no quiero estar en un mundo donde hacen algo así a Oates. Es injusto. Estoy tragando aire a enormes bocanadas, llorando tanto que apenas veo.
Toby me agarra por los hombros, me levanta y me agita.
– Basta -me dice-. No tenemos tiempo para esto. Ahora vamos.
Me empuja hacia el camino.
– ¿Al menos podemos bajarlo? -logro decir-. Y enterrarlo.
– Lo haremos después -dice Toby-. Pero ya no está en su cuerpo. Ahora está en espíritu. Chis, está bien.
Toby se detiene y me rodea con los brazos y me acuna adelante y atrás, luego me empuja suavemente hacia delante. Hemos de llegar a la puerta antes de la tormenta de la tarde, dice, y las nubes se están moviendo rápido desde el sur y el oeste.
Año 25
Toby se siente apaleada -ha sido brutal, horripilante-, pero no puede mostrarle sus sentimientos a Ren. Los Jardineros alentaban que se llorara la muerte -dentro de ciertos límites- como parte del proceso curativo, pero ahora no hay tiempo para eso. Las nubes de tormenta son verde amarillentas, los relámpagos violentos: Toby se teme un tornado.
– Date prisa -le dice a Ren-. A menos que quieras que se te lleve el viento.
Durante los últimos cincuenta metros se agarran de la mano y corren contra el viento con la cabeza baja.
La puerta es retro Tex-Mex, con líneas redondeadas y techo de paneles solares de imitación adobe: lo único que le falta es una torre y algunas campanas. Ya hay kudzu trepando por las paredes. La verja de hierro forjado ha quedado abierta. En el jardín ornamental, con su anillo de piedras blanqueadas (Bienvenidos a AnooYoo deletreado con petunias, pero ahora invadido de verdolaga y lechuga de las liebres), algo se está pudriendo. Los cerdos, seguramente.
– Hay unas piernas -dice Ren-. En la puerta.
Los dientes le castañetean: todavía se encuentra en estado de shock.
– ¿Piernas? -dice Toby.
Se siente afrentada: ¿cuántos medios cadáveres van a encontrar en un día? Se acerca a la puerta a mirar. No son piernas humanas, son patas de mohair: un juego completo de cuatro; sólo las partes inferiores de las patas, las delgadas. Hay un poco de pelo en ellas, de color lavanda. También hay una cabeza, pero no es una cabeza de mohair: es la cabeza de un leonero, el pelaje dorado desaliñado, las cuencas de los ojos vacías y cicatrizadas. La lengua también falta. La lengua de leonero había sido un preciado plato de gourmet en Rarity. Toby vuelve al lugar donde Ren está temblando, tapándose la boca.
– Son de mohair -le dice-. Las prepararé en una sopa. Con nuestras fantásticas setas.
– Oh, no puedo comer nada -dice Ren con voz compungida-. Era sólo… Era un niño. Yo lo llevaba a todas partes.
Las lágrimas resbalan por sus mejillas.
– ¿Por qué lo han hecho?
– Has de comer -dice Toby-. Es tu deber.
¿Deber de qué?, se pregunta. Tu cuerpo es un don de Dios y debes honrarlo, decía Adán Uno. Pero ahora mismo no siente esa convicción.
La puerta de la verja está abierta. Mira por la ventana a la zona de recepción -no hay nadie- y empuja a Ren adentro: la tormenta se acerca con rapidez. Acciona un interruptor: no hay corriente. Ve la habitual ventanita antibalas de control, un escáner de documentos, el escáner de dedos y las cámaras de iris. Te quedabas allí sabiendo que tenían pulverizadores montados en la pared apuntando a tu espalda y controlados desde la sala interior donde se arrellenaban los guardas.
Toby ilumina con la linterna a través de la ventana del mostrador hacia la oscuridad del espacio interior. Escritorios, archivadores, basura. En el rincón, una forma: lo bastante grande para ser alguien. Alguien muerto, alguien dormido, o, en el peor de los casos, alguien que los ha oído venir y pretende ser una bolsa de basura. Luego, una vez que se calmen, habrá un acercamiento furtivo, un destello de caninos, cuchilladas y cortes.
La puerta de la sala interior está entreabierta: olisquea el aire. Moho, por supuesto. ¿Qué más? Excremento. Carne en descomposición. Otros matices desagradables. Lamenta no tener la nariz de un perro, para distinguir un olor de otro. Cierra la puerta. Sale al exterior, a pesar de la lluvia y el viento, y carga con la piedra más grande del borde de la jardinera de flores ornamentales. No basta para parar a una persona fuerte, pero podría reducir a alguien más débil o enfermo. No quiere ser asaltada desde atrás por un monigote carnívoro hecho jirones.
– ¿Por qué estás haciendo esto? -pregunta Ren.
– Por si acaso -dice Toby.
No lo elabora. Ren ya está temblando bastante: un horror más y se derrumbará.
La tormenta impacta con toda su potencia. Una oscuridad más espesa aúlla en torno a ellas, resuenan truenos. A la luz de los relámpagos, el rostro de Ren viene y va, con los ojos cerrados, su boca en forma de O aterrorizada. Agarra el brazo de Toby como si estuviera a punto de caer por un acantilado.
Después de lo que se le antoja mucho tiempo, los truenos se alejan. Toby sale a inspeccionar las patas de los mohair. Le pica la piel: las patas no han caminado hasta allí por sí solas, y todavía están muy frescas. No hay señal de fuego: quien había matado al animal no había cocinado el resto allí. Toby se fija en las marcas de corte: el señor cuchillo afilado ha pasado por aquí. ¿Estará muy cerca?
Mira a ambos lados de la calle, ahora salpicada de hojas. No hay movimiento. El sol vuelve a brillar. Se eleva vapor. Hay cuervos en la distancia.
Usa su propio cuchillo para cortar la mayor parte de la piel peluda de una de las patas de mohair. Si tuviera una buena cuchilla de carnicero podría cortarlo en trozos lo bastante pequeños para su olla. Al final, coloca una punta en la parte superior de la escalera que conduce a la puerta y la otra en el suelo, y golpea con una roca. Ahora viene el problema del fuego. Podría pasarse mucho rato rebuscando madera seca entre los árboles y aún así terminar con las manos vacías.
– He de entrar ahí -le dice a Ren.
– ¿Por qué? -pregunta Ren con voz débil. Está acurrucada en el vestíbulo vacío.
– Hay material que podemos usar para hacer fuego -dice Toby-. Ahora escucha. Podría haber alguien dentro.
– ¿Una persona muerta?
– No lo sé -dice Toby.
– No quiero más muertos -dice Ren con ansiedad.
Puede que no haya elección, piensa Toby.
– Coge el rifle -dice-. Esto es el gatillo. Quiero que te quedes aquí. Si alguien que no sea yo sale por esa puerta, dispárale. No me dispares por error, ¿vale?
Si a ella la matan, al menos Ren tendrá un arma.
– Vale -dice Ren. Agarra el rifle con torpeza-, pero no me gusta.
Esto es una locura, piensa Toby. Ren está tan nerviosa que me dispararía por la espalda si estornudo. Pero si no verifica esa habitación no habrá forma de dormir esta noche, y puede que tenga la garganta cortada por la mañana. Y ni hablar de fuego.
Entra con la linterna y el palo de fregona. Hay papeles por el suelo, lámparas rotas. Cristales rotos crujen bajo sus pies. Ahora el olor es más intenso. Zumban moscas.
Se le eriza el vello en los brazos, la sangre se le agolpa en la cabeza.
El montón en el suelo es definitivamente humano, cubierto con una especie de manta horripilante. Ahora atisba la cúpula de una cabeza calva, unos pelos. Da un empujoncito en la manta con el palo de la fregona, manteniendo el bulto enfocado con la linterna. Un gemido. Otro empujoncito más fuerte: hay un pequeño retorcimiento en la ropa. Ahora hay unas rendijas de ojos, y una boca, labios con costras y ampollas.
– Qué coño -dice la boca-. ¿Quién coño eres?
– ¿Estás enfermo? -pregunta Toby.
– Un capullo me disparó -dice el hombre.
Sus ojos parpadean a la luz.
– Apaga la puta linterna.
No hay signos de sangre goteando de la nariz, boca u ojos. Con un poco de suerte, no está infectado.
– ¿Dónde te disparó? -pregunta Toby.
La bala ha tenido que ser la suya, de aquella vez en el prado. Aparece una mano: venas rojas y azules. Aunque está consumido y sucio, con los ojos hundidos por la fiebre, no cabe duda de que es Blanco. Ella tenía que saberlo porque lo había visto de cerca.
– La pierna -dice-. Me fue como el culo. Los cabrones me han dejado aquí.
– ¿Dos hombres? -dice Toby-. ¿Tenían una mujer con ellos? -logra que su voz suene firme.
– Dame un poco de agua -dice Blanco.
Hay una botella vacía en el rincón, cerca de su cabeza. Dos botellas, tres. Costillas mordisqueadas: ¿el mohair lavanda?
– ¿Quién más está fuera? -dice él con voz ronca. Le cuesta respirar-. ¿Más zorras? He oído más.
– Deja que te vea la pierna -dice Toby-. Quizá pueda ayudarte.
No será la primera persona que ha fingido una herida.
– Me estoy muriendo, coño -dice Blanco-. ¡Apaga esa luz!
Toby ve varios cursos de acción en forma de pequeñas arrugas en la frente de él. ¿La ha reconocido? ¿Tratará de agredirla?
– Quita la manta -dice Toby- y te traeré un poco de agua.
– Quítala tú -ruge Blanco.
– No -dice Toby-. Si no quieres ayuda te encerraré aquí.
– La cerradura está rota -dice-. Zorra flaca. ¡Dame agua!
Toby localiza el otro olor: el problema, se está descomponiendo.
– Tengo Zizzy Froot -dice-. Eso te gustará más.
Sale por la puerta y cierra tras de sí, pero no antes de que Ren eche un vistazo.
– Es él -susurra-. El tercero, el peor de todos.
– Respira hondo -dice Toby-. Estás a salvo. Tú tienes el rifle y él no. Pero apunta al suelo.
Toby hurga en su mochila, encuentra lo que queda de Zizzy Froot, se bebe un cuarto del líquido tibio, azucarado y con gas: «No desperdicies.» Luego llena la botella con adormidera y añade un buen chorro de amanita en polvo por si acaso. El Ángel de la Muerte, garante de oscuros deseos. Si tienes dos malas opciones, elige la menos mala, habría dicho Zeb.
Abre la puerta con el palo de la fregona e ilumina el interior con la linterna. Sin duda Blanco se está arrastrando por el suelo, haciendo una mueca por el esfuerzo. En una mano tiene el cuchillo: lo más probable era que intentara acercarse al máximo para poder agarrarla por los tobillos cuando entrara. Llevársela por delante con él o usarla como moneda de cambio para conseguir a Ren.
Los lobos rabiosos muerden. ¿Qué más hay que saber?
– Toma -dice Toby.
Le pasa rodando el Zizzy Froot. El cuchillo de Blanco cae haciendo un ruido cuando agarra la botella, la abre con manos temblorosas, bebe. Toby espera para asegurarse de que se lo traga todo.
– Ahora te sentirás mejor -le dice con voz amable. Cierra la puerta.
– ¡Saldrá! -dice Ren. Está pálida.
– Si sale, le dispararemos -dice Toby-. Le he dado unos calmantes para que se tranquilice. -Dice en silencio palabras de disculpa y liberación, las mismas que usa en el caso de un escarabajo.
Espera hasta que la adormidera haya hecho efecto y vuelve a entrar en la habitación. Blanco respira con dificultad: si la adormidera no acaba con él, lo hará el Ángel de la Muerte. Levanta la manta: tiene el muslo hecho un asco; la carne en descomposición y la ropa en descomposición se han mezclado. Le hace falta contenerse mucho para no vomitar.
Luego revisa la habitación en busca de productos inflamables, recogiendo lo que puede: papel, restos de sillas rotas, una pila de cedés. Hay una segunda planta, pero Blanco está bloqueando la puerta a lo que ha de ser la escalera y ella no está preparada para acercarse tanto a él. Busca ramas secas bajo los árboles: con el mechero de barbacoa, el papel y los cedés, al final prende. Prepara una sopa de huesos con la pata del mohair, añadiendo las setas y un poco de verdolaga del lecho de flores; comen sentadas junto al humo del fuego, por los mosquitos.
Duermen en la terraza, usando un árbol para trepar. Toby arrastra las mochilas arriba, y las otras tres patas de mohair, para que nada ni nadie se las robe durante la noche. La terraza de guijarros es húmeda: se tumban en los plásticos. Las estrellas brillan más; la luna es invisible. Justo antes de que se vayan a dormir, Ren susurra:
– ¿Y si se despierta?
– No volverá a despertarse -dice Toby.
– Oh -dice Ren en voz baja.
¿Es admiración por Toby o simplemente temor ante la muerte? No habría sobrevivido con una pierna en ese estado, se dice Toby a sí misma. Tratar de curarla habría sido un desperdicio de gusanos. Aun así, acaba de cometer un asesinato. O un acto de clemencia: al menos no murió sediento.
No te engañes, cielo, dice la voz de Zeb en su cabeza. Tenías la venganza en mente.
– Que su espíritu marche en paz -dice en voz alta. Sea como sea, el cerdo cabrón.
Año 25
Toby se despierta justo antes del alba. En la distancia hay un leonero, con su extraño rugido quejumbroso. Ladran los perros. Toby mueve los brazos, luego las piernas: está rígida como una losa de cemento. La humedad de la niebla le cala hasta la médula.
Aquí llega el sol, una rosa ardiente que se eleva de las nubes de color melocotón. Las hojas de los árboles están cubiertas de gotitas de rocío que brillan bajo una luz rosa cada vez más intensa. Todo tiene un aspecto muy fresco, como recién creado: las piedras en el tejado, los árboles, las telas de araña que cuelgan de rama en rama. La dormida Ren parece luminosa, como bañada en plata. Con el mono rosa en torno a su cara oval y la niebla goteando en sus largas pestañas, se la ve frágil y espiritual, como si estuviera hecha de nieve.
La luz se proyecta directamente sobre Ren, que abre los ojos.
– Oh, mierda, mierda -dice-. ¡Llego tarde! ¿Qué hora es?
– No llegas tarde a nada -dice Toby, y por alguna razón las dos se echan a reír.
Toby explora con los prismáticos. Al este, adonde van a dirigirse, no hay movimiento; en cambio, al oeste hay un grupo de cerdos, la mayor reunión que Toby ha visto hasta la fecha: seis adultos, dos crías. Están estirados a la vera del camino como perlas de carne redondas en un collar; tienen la cabeza baja y resoplan como si estuvieran siguiendo una pista.
Siguiendo nuestra pista, piensa Toby. Quizá son los mismos cerdos: los cerdos enfadados, los cerdos del funeral. Se levanta, agita el rifle y les grita:
– ¡Alejaos! ¡Largo!
Al principio se quedan mirando, pero cuando Toby baja el rifle y les apunta se mueven con torpeza hacia los árboles.
– Es casi como si supieran lo que es un rifle -dice Ren.
Está mucho más firme esta mañana. Más fuerte.
– Oh, lo saben -dice Toby.
Bajan del árbol, y Toby enciende el Kelly. Aunque no hay señales de nadie alrededor, no quiere arriesgarse a hacer un fuego mayor. Está preocupada por el humo, ¿alguien lo olerá? La regla de Zeb era: los animales huyen del fuego, a los humanos los atrae.
Cuando el agua hierve, Toby prepara el té. Luego da un hervor más a la verdolaga. Eso les dará calor para su caminata temprana. Después pueden tomar más sopa de mohair, de las tres patas restantes.
Antes de salir, Toby verifica la habitación de la casa del guarda. Blanco está frío; huele todavía peor, si eso es posible. Lo hace rodar a la manta y lo arrastra a la tierra removida del lecho de flores. Es entonces cuando encuentra en el suelo la navaja que se le había caído. Afilada como una cuchilla; con ella rasga su camisa por delante. Torso velludo. Si hubiera sido concienzuda, lo habría abierto -los buitres se lo habrían agradecido-, pero recuerda el olor mareante de las entrañas del verraco muerto. Los cerdos se ocuparán de ello. Quizá verán a Blanco como una ofrenda de expiación para ellos y la perdonarán por haber disparado a su compañero. Deja el cuchillo entre las flores. Buena herramienta, pero mal karma.
Se las ve y se las desea para cerrar la verja de hierro forjado; el cierre electrónico no funciona, de modo que usa un trozo de la cuerda que lleva para cerrarlo. Si los cerdos deciden seguirlas, la verja no los detendrá mucho tiempo -pueden cavar un túnel-, pero al menos los entretendrá.
Ahora ella y Ren están fuera de los terrenos de AnooYoo, caminando por el sendero bordeado de hierba que atraviesa Heritage Park. Llegan a un claro con mesas de picnic; el kudzu crece en los cubos de basura, sobre las barbacoas, sobre las mesas y los bancos. A la luz del sol, que calienta más cada minuto, las mariposas flotan en el aire y vuelan en espiral.
Toby se orienta: colina abajo, al este, ha de estar la costa y luego el mar. Al suroeste, el Arboretum, con el arroyo donde los niños Jardineros dejaban sus arcas en miniatura. El camino que conduce a la entrada al Solar Space debería unirse en algún sitio cercano. Cerca de allí enterraron a Pilar: claro, allí está su saúco, que ahora es bastante alto y está en flor. Las abejas zumban alrededor.
Querida Pilar, piensa Toby. Si estuvieras aquí hoy tendrías algo sabio que decirnos. ¿Qué sería?
Más adelante oyen balidos y cinco, no, nueve, no, catorce mohair suben por la orilla y salen al camino. Plata, azul, morado, negro, uno rojo con el pelo trenzado… Y ahora hay un hombre. Un hombre con una sábana blanca, atada a la cintura. Es una imagen bíblica: incluso porta un báculo para azuzar a los mohair sin duda. Cuando las ve, se vuelve, observándolas en silencio. Se pone las gafas de sol; también tiene un pulverizador. Lo lleva como si tal cosa a un costado, pero deja que se vea con claridad. Tiene el sol a su espalda.
Toby se queda quieta, le pica la cabeza y los brazos. ¿Es uno de los painballers? La convertirá en un colador antes de que pueda apuntarlo con el rifle: la posición del sol le da ventaja a él.
– ¡Es Croze! -dice Ren.
Corre hacia él con los brazos abiertos, y Toby ciertamente espera que tenga razón. Y ha de tenerla, porque el hombre se deja abrazar. Suelta el pulverizador y su báculo y agarra con fuerza a Ren, mientras los mohair caminan tranquilos, mascando flores.
Año 25
– Croze -digo-. ¡No puedo creerlo! ¡Pensaba que estabas muerto!
Estoy hablando en su sábana, porque nos abrazamos tan fuerte que me he embutido en él. No dice nada -quizás está llorando-, así que hablo yo.
– Apuesto a que pensabas que yo también estaba muerta. -Y noto que asiente con la cabeza.
Lo suelto y nos miramos. Trata de sonreír.
– ¿De dónde has sacado la sábana? -pregunto.
– Hay un montón de camas -dice-. Van mejor que los pantalones, no te dan tanto calor. ¿Has visto a Oates? -Suena preocupado.
No sé qué decir. No quiero estropear este momento hablándole de algo tan triste. Pobre Oates, colgando de un árbol con la garganta cortada y sin riñones. Pero entonces lo miro a la cara y me doy cuenta de que no lo he entendido bien: es por mí que está preocupado, porque ya sabe lo de Oates. El y Shackie iban delante de nosotros en el sendero. Me habrían oído gritar, se habrían escondido. Luego habrían oído los gritos, toda clase de gritos. Después -porque por supuesto habrían vuelto a ver lo ocurrido- habrían oído los buitres.
Si le digo que no, lo más probable es que finja que Oates sigue vivo, para no inquietarme.
– Sí -digo-. Lo vimos. Lo siento.
Mira al suelo. Pienso en cómo cambiar de tema. Los mohairs han estado mordisqueando a nuestro alrededor -quieren estar cerca de Croze-, así que digo:
– ¿Son tu rebaño?
– Hemos empezado a pastorearlos -dice-. Más o menos ya los tenemos domesticados. Pero no dejan de escaparse.
A quién se refiere con el plural, quiero preguntar, pero Toby se acerca, así que digo:
– Esta es Toby, ¿recuerdas?
Y Croze dice:
– No jodas, de los Jardineros.
Toby hace uno de sus saludos y dice:
– Crozier. Vaya si has crecido. -Como si fuera una reunión escolar.
Es difícil hacerle perder pie. Toby le tiende la mano y Croze se la estrecha. Es muy extraño: Croze con una sábana como si fuera Jesús, aunque su barba no es muy poblada, y Toby y yo vestidas de rosa con los ojos guiñados y bocas con pintalabios; y Toby con tres patas de mohair moradas sobresaliendo de la mochila.
– ¿Dónde está Amanda? -pregunta Croze.
– No está muerta -digo demasiado deprisa-. Sé que no está muerta.
Croze y Toby intercambian una mirada por encima de mi cabeza, como si no quisieran decirme que mi mascota se ha escapado.
– ¿Y Shackleton? -pregunto.
– Está bien -dice Croze-. Volvamos a casa.
– ¿Qué casa? -pregunta Toby.
Y él dice:
– La cabaña. Donde teníamos el Árbol de la Vida. ¿Recuerdas? -me dice-. No está muy lejos.
Las ovejas se dirigen hacia allí de todos modos. Da la impresión de que saben adónde van. Nosotros las seguimos.
El sol calienta tanto ahora que siento que está hirviendo dentro de nuestros monos. Croze lleva parte de la sábana envuelta en torno a la cabeza; tiene aspecto de sentirse mucho más fresco que yo.
Es mediodía cuando llegamos al parque del Árbol de la Vida. Los columpios de plástico no están, pero la cabaña es la misma -incluso hay pintadas en aerosol de las plebillas-, salvo que han estado construyendo. Hay una valla hecha de palos y planchas y alambre y un montón de cinta aislante. Croze abre la puerta, y la oveja entra y enfila hacia un corral en el patio.
– Traigo el rebaño -grita Croze, y un hombre con un pulverizador sale de la puerta de la casa y a continuación dos hombres más.
Luego cuatro mujeres: dos jóvenes, una un poco mayor, y una mayor aún, quizá tan mayor como Toby. Su ropa no es de Jardineros, pero no son prendas nuevas ni bonitas. Dos de los hombres llevan sábanas, el tercero harapos y una camisa. Las mujeres llevan monos como los nuestros.
Nos miran. No son miradas amables, sino ansiosas. Croze dice sus nombres:
– ¿Estás seguro de que no están infectadas? -dice el primer hombre, el que lleva el pulverizador.
– Ni hablar -dice Croze-. Estuvieron aisladas todo el tiempo.
Nos mira en busca de confirmación y Toby asiente.
– Son amigas de Zeb -añade Croze-. Toby y Ren.
Entonces nos dice:
– Esto es Loco Adán.
– Lo que queda de nosotros -dice el más bajo.
Dice sus nombres: el suyo es Beluga, y los otros tres son Pico de Marfil, Manatí y Zunzuncito. Las mujeres son Lotis Azul, Zorro del Desierto, Nogal Antillano y Tamarao. No nos estrechamos las manos: ellos aún están inquietos por nosotras y nuestros gérmenes.
– Loco Adán -dice Toby-. Me alegro de conoceros. Seguí parte de vuestro trabajo en línea.
– ¿Cómo entrabas en el campo de juego? -le pregunta Pico de Marfil a Toby.
Está fijándose en su antiguo rifle como si estuviera hecho de oro.
– Yo era Rascón -dice Toby.
Se miran el uno al otro.
– Tú -dice Lotis Azul-. ¡Tú eras Rascón! ¡La dama secreta! -Ríe-. Zeb nunca nos quiso decir quién eras. Pensábamos que era una tía cañón que tenía.
Toby esboza una pequeña sonrisa.
– Aunque decía que eras fuerte -dice Tamarao-. Insistió en ello.
– ¿Zeb? -dice Toby, como si estuviera hablando consigo misma. Sé que quiere preguntar si sigue vivo, pero le da miedo.
– Loco Adán era un gran montaje -dice Beluga-. Hasta que nos pillaron.
– Nos delató el puto Rejoov -dice Nogal Antillano, la mujer más joven-. El cabrón de Crake.
Tiene la piel marrón, pero habla con acento inglés. Ahora que Toby les ha dicho que era otra persona son mucho más afables.
Estoy confundida. Miro a Croze y dice:
– Era eso que estábamos haciendo, lo de la biorresistencia. Por eso nos metieron en Painball. Estos son los científicos que pillaron. ¿Recuerdas que te lo conté en el Scales?
– Ah -digo.
Pero todavía no lo tengo claro. ¿Por qué los pilló Rejoov? Fue un secuestro de cerebros, como lo que le había ocurrido a mi padre.
– Tuvimos visita -dice Pico de Marfil a Croze-. Después de que fueras a por las ovejas. Dos tipos, con una mujer y un pulverizador y un mofache muerto.
– En serio -dice Croze-. Es fundamental.
– Dijeron que habían estado en Painball, como si debiéramos respetarlo -dice Beluga-. Querían cambiar la mujer por células de pulverizador y carne de mohair. La mujer y el mofache.
– Apuesto a que fueron ellos los que se llevaron el mohair lavanda -dice Croze-. Toby encontró las patas.
– ¡Mofache! ¿Qué cambiaríamos por eso? -dice Nogal Antillano, indignada-. No nos estamos muriendo de hambre.
– Deberíamos haberles disparado -dice Manatí-. Pero tenían a la mujer como escudo.
– ¿Qué llevaba puesto? -digo, pero no me hacen caso.
– Dijimos que no -dice Pico de Marfil-. Es cruel para la chica, pero están desesperados por las células, lo cual significa que se les están acabando. Así que nos ocuparemos de ellos después.
– Es Amanda -digo.
Podrían haberla salvado. Aunque no los culpo por no aceptar el trato: no hay que darles células de pulverizador a tipos que las usarán para matarte.
– ¿Qué pasa con Amanda? -digo-. No deberíamos ir a rescatarla.
– Sí, hemos de reunir a todos ahora que el Diluvio ha pasado -dice Croze-. Como hemos dicho. -Me está apoyando.
– Así podremos, bueno, reconstruir la raza humana -digo.
Sé que suena estúpido, pero es lo único que se me ocurre.
– Amanda puede ayudarnos de veras, es muy buena en todo.
Pero me sonríen con tristeza como si supieran que es inútil. Croze me coge la mano y me aleja de ellos.
– ¿Lo dices en serio? -pregunta-. ¿Lo de la raza humana? -Sonríe-. Tendrás que tener hijos.
– Quizá todavía no -digo.
– Vamos -dice-. Te enseñaré el jardín.
Tienen una cocina, y algunos biodoros violetas portátiles en un rincón, y algún módulo solar que están arreglando. No faltan componentes de cualquier cosa en las plebillas, aunque hay que tener cuidado con los edificios en ruinas.
El huerto está detrás: todavía no han plantado gran cosa.
– Tuvimos ataques de cerdos -dice-. Cavaron por debajo de la valla. Le disparamos a uno, así que quizá los demás captaron la idea. Zeb dice que son supercerdos, porque son un híbrido con tejido cerebral humano.
– ¿Zeb? -digo-. ¿Zeb está vivo?
Me siento mareada de repente, toda esa gente muerta volviendo a la vida: es abrumador.
– Claro -dice Croze-. ¿Estás bien?
Me pone el brazo en torno a la cintura para impedir que me caiga al suelo.
Año 25
Ren y Crozier se han ido paseando detrás de la cabaña. No hay peligro, piensa Toby. Amor joven, sin duda. Ella le está contando a Pico de Marfil lo del tercer hombre, el muerto. Blanco. El escucha con atención.
– ¿La pandemia? -pregunta él.
– Una bala infectada -dice Toby. No menciona la adormidera y los Ángeles de la Muerte.
Mientras están hablando, se acerca una mujer desde detrás de la casa.
– Eh, Toby -dice.
Es Rebecca. Más mayor, menos rellenita, pero sigue siendo Rebecca. Sólida. Agarra a Toby por los hombros.
– Estás demasiado flaca, cariño -dice-. No importa, tenemos beicon. Engordarás seguro.
El beicon no es un concepto que Toby pueda captar ahora mismo.
– Rebecca -dice. Y quiere añadir: «¿Por qué estás viva?», pero ésa es cada vez más una pregunta sin sentido. ¿Por qué están vivos todos ellos? Así que se limita a decir-: Es maravilloso.
– Zeb dijo que lo lograrías. Siempre lo decía. Eh. ¡Sonríeme!
A Toby no le gusta el uso del pasado. Tiene un tufo de lecho de muerte.
– ¿Cuándo lo decía? -pregunta.
– Coño, lo dice casi todos los días. Ahora ven a la cocina, come algo. Cuéntame dónde has estado.
Así que Zeb está vivo, piensa Toby. Ahora que sabe que es cierto siente que siempre lo había sabido. También lo duda: no será verdad hasta que lo vea. Hasta que lo toque.
Tienen café -raíces de diente de león tostadas, explica Rebecca con orgullo-, y un poco de raíces de bardana con hierbas y una rebanada de… ¿puede ser cerdo frío?
– Estos cerdos son un incordio -dice Rebecca-. Se pasan de listos. -Mira a Toby a los ojos, desafiante-. Necesidad obliga -dice-. Bueno, al menos sabemos lo que hay dentro, no como en los SecretBurgers.
– Está delicioso -dice Toby, sin mentir.
Después de su aperitivo, Toby entrega las tres patas de mohair que le quedan. No están muy frescas, pero Rebecca dice que están bien para el caldo. A continuación se zambullen en la historia. Toby explica su tiempo en el balneario de AnooYoo y les cuenta de la llegada de Ren; Rebecca describe su falsa identidad vendiendo seguros de vida en comunidades cerradas del oeste mientras colocaba ingeniosas bioformas del Loco Adán, y cómo tomó el último tren bala hacia el este -era un riesgo porque había mucha gente tosiendo, pero llevaba cono nasal y guantes- y luego se escondió en la Clínica de Estética con Zeb y Katuro.
– En nuestra vieja sala de reuniones, ¿te acuerdas? -dice-. Nuestros suministros de Ararat aún estaban allí.
– ¿Y Katuro? -pregunta Toby.
– Está bien. Tiene un germen de alguna clase, pero no es el malo; ya lo ha superado. Ha salido con Zeb y Shackleton, y con Rinoceronte Negro. Están buscando a Adán Uno y al resto. Zeb dice que si alguien ha podido superarlo, son ellos.
– ¿En serio? ¿Hay alguna posibilidad? -dice Toby. ¿Me buscó a mí?, quiere preguntar. Probablemente no. Habría pensado que me las arreglaría bien sola. Y lo había hecho, ¿no?
– Hemos estado escuchando onda corta a todas horas, y también emitiendo. Hace un par de días por fin tuvimos una respuesta -dice Rebecca.
– ¿Era él? -Toby ya estaba preparada para creer cualquier cosa-. ¿Adán Uno?
– Sólo oímos una voz. Y decía «estoy aquí», «estoy aquí».
– Tengamos fe -dice Toby. Y ella la tiene; o intenta tenerla.
Fuera están ladrando los perros y hay una confusión de gritos.
– Mierda. Ataque de perros -dice Rebecca-. Trae el arma.
Los locoadanes con pulverizadores ya están en la valla. Hay perros grandes y pequeños, unos quince, meneando las colas. Los de los pulverizadores empiezan a disparar. Antes de que Toby consiga hacerlo, hay siete perros muertos y el resto ha huido.
– Híbridos de WatsonCrick -dice Pico de Marfil-. En realidad no son perros, sólo lo parecen. Te arrancarían la garganta. Los usaban en motines de prisiones y cosas por el estilo (no podías hackearlos como el código de un sistema de alarma), pero se escaparon durante el Diluvio.
– ¿Están criando? -dice Toby. ¿Tendrán que enfrentarse a oleada tras oleada de estos no perros o son escasos en número?
– El Señor lo sabe -dice Pico de Marfil.
Lotis Azul y Nogal Antillano salen para asegurarse de que los perros están muertos. Luego Tamarao, Zorro del Desierto, Rebecca y Toby se unen a ellos, y despellejan y trocean, con los hombres del pulverizador cerca por si acaso vuelven otros perros. Las manos de Toby recuerdan cómo hacerlo de hace mucho tiempo. El olor también es el mismo. Un olor de infancia.
Las pieles de los perros quedan de lado, la carne se trocea y se echa en una olla. Toby está un poco mareada. Pero también tiene hambre.
Año 25
Le pregunto a Croze si debería ayudarles a despellejar los perros, pero Croze dice que ya hay suficiente gente haciéndolo y yo parezco cansada, así que ¿por qué no me tumbo en la cama, dentro de la cabaña? La habitación está fría y huele a la cabaña que recordaba, así que me siento a salvo. La cama de Croze es sólo una plataforma, pero tiene un edredón de lana de mohair y una sábana, y Croze me dice «Que duermas bien», y luego se aleja, y yo me saco la ropa de AnooYoo porque hace calor y el mohair es suave y sedoso, y me voy a dormir.
Cuando me despierta la tormenta de la tarde, Croze está arrebujado detrás de mí, y me doy cuenta de que está preocupado y triste; entonces me vuelvo y nos estamos abrazando y él quiere sexo. Pero de repente yo no quiero tener sexo sin amor, y no he querido a nadie de verdad después de Jimmy; desde luego no en el Scales, donde sólo estaba actuando siguiendo los guiones pervertidos de otras personas.
También hay un lugar oscuro en mí, como tinta derramada en mi cerebro: no puedo pensar en sexo en ese lugar. Tiene zarzas, y hay algo respecto a Amanda, y no quiero estar allí. Así que digo:
– Todavía no.
Y aunque Croze siempre era bastante grosero parece entenderlo; así que sólo nos abrazamos y hablamos.
Tiene un montón de planes. Construirán esto, construirán aquello; se librarán de los cerdos, o los domesticarán. Después de que los dos painballers estén muertos -él se ocupará personalmente de ello- nos llevará a mí, a Amanda y a Shackie a la playa para pescar un poco. En cuanto al grupo Loco Adán -Pico de Marfil, Nogal Antillano, Tamarao y Rinoceronte Negro, todos- son realmente listos, así que pondrán en marcha las comunicaciones en un pispás.
– ¿Con quién vamos a comunicarnos? -pregunto, y Croze dice que ha de haber más gente en alguna parte.
Entonces me cuenta acerca de los locoadanes. Estaban trabajando con Zeb hasta que los localizó Corpsegur gracias a un locoadán con el nombre en código de Crake, y terminaron como esclavos cerebrales en un lugar llamado la cúpula del Proyecto Paraíso. La opción era eso o ser pulverizados, así que aceptaron los trabajos. Más tarde, cuando llegó el Diluvio y los vigilantes desaparecieron, desactivaron la seguridad y salieron, pero no fue demasiado difícil para ellos porque eran cerebritos.
Me había contado parte de eso antes, pero no había dicho «Proyecto Paraíso» ni «Crake».
– Un momento -digo-. ¿En eso estaban trabajando en la cúpula? ¿En la inmortalidad?
Sí, dice Croze: todos estaban ayudando a Crake con ese gran experimento: una especie de híbrido genético humano perfecto y hermoso que podía vivir eternamente. Eran los mismos que habían hecho el trabajo difícil con la BlyssPluss, pero a ellos no les dejaron tomarla. Tampoco es que les tentara demasiado: te daba el mejor sexo jamás soñado, pero tenía graves efectos secundarios, como la muerte.
– Así es como se inició la pandemia -dice Croze-. Dijeron que Crake les ordenó ponerlo en la pastilla supersexual.
Volví a sentirme afortunada por haber estado en el Cuarto Pringoso porque podría haberme tragado a escondidas la pastilla BlyssPluss aunque Mordis decía que no había drogas para las scalies. Sonaba genial, como una realidad completamente distinta.
– ¿Quién haría algo así? -digo-. ¿Una pastilla sexual envenenada?
Fue Glenn, tuvo que ser él. Era la clase de cosas de las que hablaba al capitoste de Rejoov en el Scales. No habló de la parte del veneno, claro. Recordaba esos apodos, Oryx y Crake. Pensé que era sólo charla de sexo, con Glenn y su amante principal: mucha gente usaba nombres de animales entonces. Pantera, tigre y glotón, minino y chucho. Así que no era charla de sexo, sino nombres en clave. O quizá las dos cosas.
Por una fracción de segundo pienso en contarle todo esto a Croze: que sabía muchas cosas de Crake de una vida anterior. Pero entonces tendría que contarle qué hacía en el Scales: no sólo la danza de trapecio, ni siquiera que Glenn nos hacía maullar y cantar como pájaros, sino las otras cosas, las cosas de la habitación con el techo de plumas. A Croze no le gustaría oírlo: los hombres odian imaginarse a otros hombres haciendo contigo cosas que ellos mismos desearían hacerte.
Así que pregunto:
– ¿Y la gente híbrida? ¿Los perfectos? ¿Llegaron a hacerlos? -Glenn siempre quiso que todo fuera más perfecto.
– Sí, los hicieron -dice Croze, como si fuera algo cotidiano, hacer gente.
– Supongo que murieron con todos los demás -digo.
– No -dice Croze-. Viven en la costa. No necesitan ropa, comen hojas, maúllan como gatos. No es mi idea de la perfección. -Ríe-. ¡La perfección se parece más a ti!
Lo dejé pasar.
– Te lo estás inventando -digo.
– No, lo juro -dice Croze-. Tienen esas enormes…, se les ponen las pollas azules. Y hacen sexo en grupo con esas mujeres de culo azul. Es perverso.
– Es una broma, ¿no? -digo.
– Lo vi con mis propios ojos -dice Croze-. Se supone que no tenemos que acercarnos por si acaso la cagamos. Pero Zeb dice que los podemos ver a distancia, como en el zoo. Dice que no son peligrosos: somos nosotros los que somos peligrosos para ellos.
– ¿Cuándo podré verlos?
– Cuando nos ocupemos de esos painballers -dice Croze-. Tendré que ir con vosotros. Hay otro tipo allí abajo, duerme en un árbol, habla solo, loco como una cabra, sin ofender a las cabras. Lo dejamos solo, supongo que podría estar infectado. No quiero que te moleste.
– Gracias -digo-. Este Crake del Proyecto Paraíso, ¿qué aspecto tiene?
– Nunca lo vi -dice Croze-. Nadie me lo dijo.
– ¿Tenía un amigo? -pregunto-. En lo de la cúpula. -Cuando Glenn llevó a Jimmy al Scales esa vez, sin duda estaban metidos en algo juntos.
– Rinoceronte Negro dice que no era muy de amigos. Pero tenía un colega allí, además de su novia: se suponía que los dos planeaban el marketing. Rino decía que el tipo era un desperdicio. Contaba un montón de chistes estúpidos y bebía demasiado.
Ese sería Jimmy, pensé.
– ¿Lo consiguió? -digo-. ¿Salir de la cúpula? Con la gente azul.
– ¿Cómo voy a saberlo? Da igual, ¿a quién le importa? -dice Croze.
A mí. No quiero que Jimmy esté muerto.
– Eso es muy duro -digo.
– Eh, tranqui -dice Croze.
Me rodea con un brazo, deja que su mano caiga sobre mi pecho, como por accidente. Yo se la saco.
– Vale -dice con voz decepcionada. Me besa en la oreja.
La siguiente cosa que sé es que Croze me despierta.
– Han vuelto -dice.
Se apresura a salir y yo me visto, y cuando salgo al patio veo a Zeb, y Toby lo está abrazando. Katuro está allí; y el hombre al que llaman Rinoceronte Negro, que es negro. Shackie también está allí, sonriéndome. Aún no sabe nada de los dos painballers y Amanda. Croze tendrá que contárselo. Si lo hago yo me hará preguntas y sólo tengo malas respuestas.
Me acerco muy despacio a Zeb -tengo vergüenza- y Toby lo suelta. Está sonriendo, no es una sonrisa forzada, sino real, y pienso: aún puede ser guapa en ocasiones.
– Pequeña Ren. Has crecido -me dice Zeb.
Tiene el pelo más gris que la última vez que lo vi. Sonríe y me aprieta un momento el hombro. Lo recuerdo cantando en nuestra ducha, con los Jardineros; recuerdo las veces que fue bueno conmigo. Me gustaría que estuviera orgulloso de mí por haberlo logrado, aunque esa parte fue más que nada suerte. Me gustaría verlo más sorprendido y feliz de que estuviera viva. Pero debe de tener mucho en lo que pensar.
Zeb y Shackie y Rinoceronte Negro tienen pulverizadores y mochilas, y ahora han empezado a abrir las mochilas y a sacar cosas. Latas de sojadinas, un par de botellas -parece licor- y un puñado de Joltbars. Tres células para los pulverizadores.
– De los complejos -explica Katuro-. Muchos tienen las puertas abiertas. Han entrado saqueadores.
– CryoJeenyus estaba bien cerrado -dice Zeb-. Supongo que pensaban que podían salvarse dentro.
– Ellos y todas las cabezas congeladas que tienen ahí -dice Shackie.
– No creo que saliera nadie -dice Rinoceronte Negro.
Lamento oírlo, porque Lucerne debía de estar dentro de ese complejo, y a pesar de cómo había actuado últimamente, fue mi madre, y la amaba. Miré a Zeb, porque quizá también él la amaba.
– ¿Encontrasteis a Adán Uno? -dice Pico de Marfil.
Zeb niega con la cabeza.
– Miramos en el Buenavista -dice Zeb-. Estuvieron allí mucho tiempo: ellos, u otros. Había todos los signos. Luego buscamos en varios Ararat, pero nada. Deben de haberse movido.
– ¿Le dijiste que vivía alguien en la Clínica de Estética? -digo a Croze-. ¿En esa pequeña habitación de detrás de las cubas de vinagre? ¿Con el portátil?
– Sí -dice Croze-. Fue él. Y Rebecca y Katuro.
– Vimos a ese tipo loco, renqueando y hablando solo -dice Shackie-. El que duerme en el árbol, cerca de la orilla. Pero él no nos vio.
– ¿No le disparasteis? -dice Pico de Marfil-. ¿Por si es contagioso?
– Para qué malgastar munición -dice Rinoceronte Negro-. No durará mucho.
Cuando el sol baja hacemos un fuego en el patio y preparamos sopa de ortiga con trozos de carne -no sé bien de qué clase- y bardana y parte del queso de leche de mohair. Espero que ellos empiecen la comida con «Queridos amigos, somos las únicas personas que quedan sobre la tierra, demos gracias» o alguna oración Jardinera por el estilo, pero no lo hacen; sólo cenamos.
Después de que hayamos terminado, hablan de qué hacer a continuación. Zeb dice que han de encontrar a Adán Uno y los Jardineros antes de que nada ni nadie lo haga. Irá al Sumidero mañana para verificar el Jardín del Edén, algunos de los pisos francos de las células trufa, y otros lugares a los que podrían haber ido. Shackie dice que lo acompañará, y Rinoceronte Negro y Katuro también. Los otros han de quedarse y defender la casa de los perros y cerdos, y también de los dos painballers en caso de que vuelvan.
Entonces Pico de Marfil le habla a Zeb de Toby y de que ahora Blanco está muerto, y Zeb mira a Toby y dice:
– Bien hecho, cielo.
Es bastante chocante que llamen cielo a Toby, es algo así como llamar a Dios «cachas».
Me armo de valor y digo que hemos de encontrar a Amanda y salvarla de los painballers. Shackie dice que vota por eso, y creo que lo dice en serio. Zeb explica que lo lamenta mucho, pero que hemos de comprender que sólo hay dos alternativas. Amanda es sólo una persona y Adán Uno y los Jardineros son muchos; y Amanda decidiría lo mismo.
Así que digo:
– Vale, entonces iré sola.
Y Zeb dice:
– No seas tonta.
Como si todavía tuviera once años.
Entonces Croze dice que vendrá conmigo, y le aprieto la mano para darle las gracias. Pero Zeb dice que lo necesitan en la casa, que no pueden prescindir de él. Si espero a que vuelvan Shackie, Rinoceronte Negro y Katuro, dice, enviarán tres tipos conmigo, con pulverizadores, lo cual nos dará muchas más opciones.
Pero digo que no hay bastante tiempo, porque si esos painballers quieren comerciar con Amanda, significa que están cansados de ella y que podrían matarla en cualquier momento. Sé cómo funciona, digo. Es como en el Scales con las temporales -es prescindible-, así que de verdad he de encontrarla ahora mismo, y sé que es peligroso, pero no me importa. Entonces me echo a llorar.
Nadie dice nada. Luego Toby dice que vendrá conmigo. Se llevará su propio rifle, no tiene mala puntería, dice. Quizá los painballers han usado su última célula de pulverizador, lo cual aumentaría las posibilidades.
– No es buena idea -dice Zeb.
Toby hace una pausa, luego dice que es la mejor idea que se le ha ocurrido, porque no puede dejarme vagar sola por el bosque: sería un crimen. Y Zeb asiente y dice:
– Tened cuidado.
Así que está decidido.
Los locoadanes cuelgan unas hamacas con cinta aislante en el cuarto principal para Toby y para mí. Toby aún está hablando con Zeb y el resto, así que me voy a acostar sola. Con una manta de mohair, la hamaca es muy cómoda; y aunque me preocupa mucho encontrar a Amanda y lo que ocurrirá entonces, consigo conciliar el sueño.
Cuando nos levantamos a la mañana siguiente, Zeb, Shackie, Katuro y Rinoceronte Negro ya han salido, pero Rebecca le cuenta a Toby que Zeb le ha dibujado en el viejo arenero de los niños un mapa donde están la cabaña y la orilla, para que se oriente. Toby lo estudia un buen rato con una extraña expresión en el rostro, una especie de sonrisa triste. Aunque quizá sólo lo ha estado memorizando. Luego lo borra.
Después de desayunar, Rebecca nos da un poco de carne seca, y Pico de Marfil saca dos hamacas ligeras para nosotras porque no es seguro dormir en el suelo, y llenamos nuestras botellas de agua del pozo que han cavado. Toby deja allí un puñado de cosas -sus botellas de adormidera, sus hongos, su contenedor de lombrices, todo el material médico-, pero se lleva la olla, el cuchillo, las cerillas y un poco de cuerda, porque no sabemos cuánto tardaremos. Rebecca la abraza y dice:
– Ten cuidado, cariño.
Y salimos. Caminamos y caminamos; a mediodía paramos a comer. Toby está escuchando todo el tiempo: demasiados cantos de aves de las malas, como cuervos -o si no ningún canto-, significa cuidado, dice. Pero todo lo que oímos son trinos de fondo.
– Fondo de pantalla de pájaros -dice Toby.
No paramos de caminar, y comemos otra vez, y caminamos un poco más. También hay muchas hojas; te quitan aire. Además, me pone nerviosa porque la última vez que caminamos por un bosque nos encontramos a Oates colgado.
Cuando anochece, elegimos unos árboles altos, instalamos las hamacas y nos subimos. Pero me cuesta dormir. Entonces oigo cantar. Es hermoso, pero no es un canto normal: es claro, como el cristal, pero con capas. Suena a campanas.
El canto se desvanece, y creo que quizás eran imaginaciones mías. Y entonces, pienso, serán las personas azules: ha de ser así como cantan. Imagino a Amanda entre ellos: la están alimentando, cuidando, maullándole para curarla y reconfortarla.
Es pura ficción. Imaginaciones. Sé que no debería hacerlo: debería enfrentarme a la realidad. Pero la realidad es demasiado oscura. Hay demasiados cuervos.
Los Adanes y las Evas solían decir: «Somos lo que comemos», pero yo prefiero decir: «Somos lo que deseamos», porque si no puedes desear, para qué molestarte.