Esperé que volviera a dar señales de vida en los días siguientes. Pero fueron transcurriendo sin que se conectara o, mejor dicho, sin que me fuera visible su conexión. Hace tiempo me descargué una utilidad que me permite averiguar cuáles de los contactos que tengo agregados en mi programa de mensajería instantánea han optado por ocultarse de mí aun cuando estén en línea. Como es natural, no pude resistirme a hacer la comprobación con el Inquisidor, y no me sorprendió descubrir que se había tomado la molestia de ponerse a salvo de mi curiosidad, al menos temporalmente. No me había eliminado como contacto, pero me tenía como no admitida: de este modo, él podía verme a mí sin que yo pudiera verle a él. El «no conectado» que me indicaba el programa, por tanto, bien podía obedecer a la realidad o bien significar que estaba allí agazapado, aguardando quién sabía a qué.
Por mi parte, de todas maneras, no perdí el tiempo durante esos días. El Inquisidor me había proporcionado un dato importante: tenía en su poder un facsímil del manuscrito que contenía el pliego de descargos de Teresa Valle (que no Silva) de la Cerda. En ese documento, decía, había encontrado las claves para su personal interpretación del carácter de la priora y del sentido de la historia, y se había complacido en jugar conmigo aprovechando mi ignorancia del texto, con esa odiosa superioridad del que se jacta de disponer de una información de la que su interlocutor carece. No voy a ocultar que con ello me había golpeado en mi amor propio. Pero lo que el Inquisidor no sabía era que no se hallaba ante un rival que se dejara burlar ni subestimar impunemente. No por casualidad obtuve con la calificación de summa cum laude el diploma universitario que me acredita como historiadora, y aunque llevara años apartada de los archivos, no había perdido el instinto.
El facsímil de un manuscrito español del siglo XVII… El primer lugar donde la lógica invitaba a mirar era la Biblioteca Nacional de Madrid. En otro tiempo, una contrariedad, porque vivo a dos mil kilómetros de Madrid, con un mar de por medio. Pero esa distancia es nada en la era de Internet. Entré en la página web de la Biblioteca Nacional. Escribí en su buscador, razonablemente potente, las palabras «san plácido teresa valle de la cerda descargos». Y a la primera me escupió el siguiente resultado:
Título: Papeles referentes a los sucesos del Monasterio de la Encarnación o de San Plácido, de Madrid, en el s. XVII [Manuscrito]
Publicación: [ca. 1650]
Descripción física: 28 h.; 21 x 15 cm.
Nota general: V.a. Mss/718, Mss/883, Mss/10901 y Mss/13637
Contiene: Acusación y sentencia de Dña. Teresa Valle de la Cerda, priora del Monasterio de San Plácido de Madrid (h. I-IOV). Memorial de Dña. Teresa Valle de la Cerda al Consejo de la Inquisición dando sus descargos, año de 1637, por el cual se dio sentencia en favor a las monjas del dicho S. Plácido, dándolas por libres, con la sentencia y Auto de tribunal de la Inquisición de Madrid, en 5 octubre 1638 (h. 11-26v).
No cabía ninguna duda. Era el que buscaba. Anoté las referencias y recorrí el menú de la web hasta localizar el servicio de obtención de copias de documentos digitalizados. Rellené el formulario y cursé mi petición. Pensé que tendría que esperar más tiempo, pero dos días después recibí en mi buzón de correo electrónico el facsímil del manuscrito. Al abrir el fichero y encontrarme con aquella alambicada caligrafía del siglo XVII, no pude reprimir una sonrisa de satisfacción. En menos de setenta y dos horas, me las había arreglado para recortarle al Inquisidor buena parte de su ventaja.
No era la letra de Teresa Valle, como había imaginado en un primer momento. Se trataba de la copia realizada por un tercero, probablemente un escribano, de la acusación original contra la priora, la sentencia condenatoria, su pliego de descargos y la sentencia absolutoria dictada a la vista de éste y de las nuevas calificaciones realizadas por diez doctores teólogos con motivo de la apelación.
La acusación era demoledora: proclamaba la culpabilidad de Teresa, en connivencia con el confesor del convento, respecto de una larga retahíla de prácticas heréticas y sacrílegas. Según los inquisidores, ambos habían extendido entre las monjas toda suerte de creencias contrarias al dogma, desde la que sostenía la ausencia de pecado en determinados tratos carnales cuando se hacían con amor a Dios, hasta las que tenían que ver con una reforma de la iglesia de la que el fraile y la priora serían impulsores, tras la muerte del Papa. Ambos la habrían anunciado como una «segunda redención», de la que once monjas serían apóstoles (once, y no doce, para que no hubiera entre ellas un Judas). Junto a las otras veinticinco monjas supuestamente endemoniadas, los dos habrían llevado a cabo reiteradas profanaciones del sacramento de la eucaristía, amén de cometer infracciones del sexto mandamiento tales como caricias, darse la comida masticada en la boca y permitir las religiosas al confesor que les tocase los pechos. Finalmente, a Teresa se la acusaba de fingir un ayuno de treinta días, para revestirse de un falso aroma de santidad, y de inventarse profecías con el objeto de ganarse el favor de personajes poderosos de la Corte. En particular, al conde-duque de Olivares (no se le mencionaba por su nombre, pero una anotación al margen revelaba su identidad), cuya desazón por no tener un hijo que lo sucediera era bien conocida, le habría anunciado que Dios le haría pronto la merced de darle la descendencia que ansiaba. Todo ello, según razonaba el fiscal, venía provocado por el afán de notoriedad y los delirios de grandeza de la priora, que la habían incitado a compartir las herejías del confesor y a prestarse a extenderlas entre sus súbditas. Y en cuanto a los demonios que pretendidamente la poseían, tanto a ella como a la mayoría de las monjas (sólo cinco decían haberse librado), el autor del escrito acusatorio no los consideraba más que una burda fabulación, urdida para tratar de eximirse de la responsabilidad que les tocaba por sus acciones.
Después de leer semejante alegato, y la breve sentencia que lo confirmaba e imponía la pena, me pregunté cómo habría hecho la pobre Teresa para defenderse. La papeleta era cualquier cosa menos sencilla, no sólo por la contundencia de la acusación, sino por la abundancia y lo pormenorizado de las imputaciones, que además se decían respaldadas por múltiples y coincidentes testimonios recogidos por el instructor de la causa entre las propias monjas.
Emprendí la lectura del texto de la priora con una expectación que ya casi no recordaba ser capaz de experimentar. Gracias al Inquisidor me había embarcado en un juego que me resultaba a la vez emocionante y absorbente, quizá en contraste con la monotonía que había dejado que se adueñase de mi existencia. En las peripecias de aquellos seres muertos siglos atrás, en las voces que atravesando el tiempo me las traían, tenía la reconfortante sensación de evadirme de mi propio ser, sin sospechar, todavía, que había iniciado algo que había de llevarme hasta sus más recónditas profundidades.
Pero entonces estaba lejos, como digo, de imaginar adónde me conducirían mis pesquisas. Quería saber lo que el Inquisidor me había escamoteado durante nuestra conversación, y con algo muy semejante al placer leí las primeras palabras de Teresa:
A los pies de V.A. bengo compelida de la fuerza de la obediencia, que me obliga a que postrada a ellos suplique se buelba a ver un proceso que contra mí se sentenció el año pasado de 1630 en este Santo Tribunal… *
A medida que avanzaba en su discurso, comprendí por qué el Inquisidor me había hablado de la inteligencia y de la fuerza de aquella mujer. Y al mismo tiempo adiviné por qué cuestionaba su inocencia. Yo misma empecé a albergar al respecto algunas dudas, mientras sopesaba tanto sus explicaciones como sus silencios, aunque sospeché que no íbamos a estar de acuerdo en cómo y cuánto había podido faltar Teresa a la verdad en su memorial. La próxima vez, si es que la había, estaría en condiciones de discutirlo.