Soy un pecador. Dilapidé en el camino los dones que recibí y mi alma está sumida en la inmundicia y la zozobra. Y sin embargo, Señor, aún puedo ser emisario de Tu gracia y contribuir a que Tu luz triunfe sobre la oscuridad. Por eso, aunque sepa que no hay redención posible para mis faltas, no desperdicio mis horas lloriqueando por ahí. Mis dedos, temblorosos de culpa y de miedo, siguen siendo capaces de servir a la suprema tarea: escribir Tu palabra tersa e imperecedera sobre la sucia y movediza página del mundo. Aunque yo sea un poeta viejo y corrompido, todavía se me concede añadir versos al poema más sublime. Y a ese afán entrego mis días.
Soy inquisidor del Santo Oficio. Vivo en Toledo, España, y corre el año del Señor de mil seiscientos veintitantos, pero no busquéis entre mis palabras ninguna que lo denote de manera inequívoca, ni os asombre leer alguna que entonces no fuera de uso corriente. Vosotros y yo sabemos que lo que soy no lo soy de verdad, porque esto es un cuento, y como de los cuentos importa sobre todo el fondo y el sentido, si os parece no vamos a perder demasiado tiempo con zarandajas filológicas. Tampoco esperéis que me entretenga en describiros lugares y vestimentas o me prodigue en anécdotas que proporcionen un sabor de época: si es eso lo que os interesa, buscad un libro de Historia o una de esas novelas que alevosamente la desvalijan y empeñosamente la remedan. Por mi parte, prefiero ir al grano. Ya os he dicho quién soy y dónde estoy. Ahora me toca explicar en qué ando metido.
Tengo ante mía una mujer. En los últimos días he interrogado a varias. Todas están aterrorizadas, muchas se muestran incoherentes y algunas me resultan francamente exasperantes. Para mí que casi todas ellas están locas, y eso me plantea un inconveniente enojoso: si por un lado la demencia, sumada a la intimidación, favorece que digan lo que creen la verdad, por otro su estado de delirio fuerza a temer que su deposición sea pródiga en tan sentidos como inservibles disparates. He tenido que expurgar las fantasías y las alucinaciones de unas y otras para establecer aquellos hechos en los que sus testimonios concuerdan, y de ese ejercicio empieza a desprenderse ya una interpretación preliminar: los delitos a los que me enfrento son vulgares, aunque extraordinarios sean el lugar, la manera y la intensidad de su comisión. A otros podrán impresionar las patrañas de demonios que estas infelices han arrojado como cortina de humo para enmascarar su atolondrado comportamiento. Pero no es quien esta causa instruye proclive a achacar a pintorescos diablos subalternos lo que incumbe al Diablo mayor, que siempre tiene entreabierta la puerta trasera de toda alma humana.
Y no me mueve a esta actitud ningún reparo teológico, porque contrariamente a lo que suelen imaginar de mi oficio los profanos, soy más jurista que teólogo: jurídica es mi formación, y la recta aplicación de las normas a la calificación de las conductas y al impulso del procedimiento mi preocupación principal. Bien me consta que no estoy mucho más cerca del conocimiento de Dios que quienes se sientan ante mí, así que las sutilezas del dogma las dejo prudentemente a los doctores en él expertos. Yo sólo busco almas humanas desviadas, dentro de los supuestos a los que se extiende mi jurisdicción; cuando las encuentro, trato de convencerlas para que se arrepientan y aparten de sus errores. Si no lo logro, las cedo a quien las purificará contra su voluntad. En suma: mi trabajo es demasiado serio para prestar más atención de la cuenta a las paparruchas diabólicas que cualquier mentecato (o mentecata) pueda sacarse del recalentado magín.
Por eso me sorprende que esta mujer, tan distinta de las otras en su temple y carácter, trate de endosarme también semejantes dislates. No es tan insensata como para no reparar en que todas esas posesiones y todos esos demonios de ridículos nombres no son sino el fruto de la debilidad nerviosa y la enajenación de quienes sufrían las primeras y decían hablar con los segundos. Su insistencia en atribuir la descomposición habida en su comunidad a la acción de tales espíritus malignos resulta de una ingenuidad demasiado esforzada, y su pretensión de haberse visto ella misma arrebatada en sus actos por uno de los demonios, rayana en la temeridad, por inverosímil. La prisión, al cabo de los días, la ha desgastado en lo físico, y así lo delata el semblante demacrado y el porte algo más abatido; pero en lo tocante al ánimo sigue entera, afirmando con claridad y negando con determinación, en especial cuando se la confronta con lo que según ella son calumnias de quienes hasta hace poco le debían obediencia y respeto.
Mientras la miro, trato de hallar su punto débil. Su noble cuna (mucho más que la mía, dicho sea de paso) y la dignidad que aun en esta situación le concede su condición de priora y fundadora del convento, la acorazan frente a las acusaciones de las demás monjas. En vano he tratado de hacerla contradecirse, o de sorprenderla con las imputaciones de mayor descrédito cuando la veía desfallecer. La presión, lejos de doblegarla, parece estimularla a la resistencia. Y cuando se ha derrumbado ante mí, deshecha en lágrimas, no ha sido nunca para desdecirse o admitir nada, sino para dolerse ante el Altísimo de lo cruel de su fortuna, y para proclamar su incomprensión de las razones por las que se ve obligada a pasar esta prueba.
Pero esta tarde tengo una estrategia diferente. Aunque hasta ahora haya aguantado ante mí, atisbo dónde está la médula de su vergüenza. Dónde sus protestas se debilitan y se quiebra su orgullo. Y creo haber averiguado cómo acercarme de forma que sus defensas no sean eficaces. Ella me observa como si adivinara que no va a ser un interrogatorio como los anteriores. La dejo saborear esa sensación, para que el temor mine su fortaleza.
– No tenéis buen aspecto, doña Teresa -le digo al fin-. Lo sentiría mucho si el padecimiento que la cárcel os provoca fuera debido a mi negligencia, pero vos sabéis que la que lo prolonga es vuestra negativa a colaborar.
– Por favor, decidme en qué puedo colaborar -responde, algo más nerviosa de lo acostumbrado-, que no sea faltando a la verdad de lo sucedido, y os aseguro que no hallaréis a nadie más ni mejor dispuesto.
– Sé que vuestra disposición no es mala -admito, indulgente-. Sé que en todo esto fuisteis arrastrada en la dirección errónea por quien tenía la obligación de guiaros por el recto camino. Pero no podéis aspirar a Salir sin penitencia de este mal paso. Porque inducida o no, vos sabéis que admitisteis lo que no debíais, que quisisteis creer lo que no podía creerse, y que con vos expusisteis así a la herejía, y al grave pecado que suponía seguirla, a aquellas a quienes teníais bajo vuestra autoridad. Fue del desasosiego nacido del pecado, y de la disolución del espíritu a que llevó su práctica continuada, de donde brotaron los demonios imaginarios a los que vos y vuestras monjas queréis hacer cargar con la responsabilidad de todo el entuerto.
Observo cómo ha encajado mis palabras. En su mirada hay ahora una especie de horror. Sin duda peca de soberbia, y tengo la convicción de que ha sucumbido al vicio tanto por engaño como por liviandad. Pero la suya es un alma de noble consistencia, y así como ha cedido a la tentación, es igualmente capaz de vencerla y regenerarse. Mientras la veo a mi merced, constato con envidia que estoy encausando a alguien que, más allá de este tropiezo, puede llegar a participar de la Gracia como nunca podré yo mismo. Ahuyento en seguida este pensamiento, que me distrae de mi tarea.
– Entendedme bien -añado, con mi tono más amable-. No niego que la ofuscación os haya podido llevar en algún momento a creer cierto lo que sólo era una alucinación. Pero aquí y ahora, y lejos de esas in fluencias nefastas, os sobra seso para percataros de que aquel delirio colectivo no fue la fuente del mal, sino su consecuencia. También sabéis dónde y cómo fallasteis, y, por tanto, qué tenéis que reconocer para salir todo lo bien parada que en estas circunstancias se os ofrece. Y que no es poco, porque el Santo Oficio no niega su compasión a quienes abjuran de sus errores.
La mujer que tengo ante mí trata de descifrar lo que con tan precisa intención acabo de decirle y sopesa sus posibilidades. Por fuerza ha de darse cuenta de que no contestar en seguida a mi propuesta atestigua sus dudas y refuerza mi poder sobre ella. Percibo que mi maniobra está resultando efectiva, pero no me privo de proporcionarle un argumento más:
Aquí existen ya indicios fuertes de herejía, aunque no sean definitivos. A falta de una confesión prestada de grado, dispongo de un recurso extraordinario para obtenerla. Pero me repugna pensar en la sola posibilidad de aplicarlo en vuestro caso. Primero, por el hábito que vestís, y segundo, porque vos no sois quien corrompió, sino una más de sus víctimas.
Ni remotamente contemplo someterla a tormento; no es tanta mi abyección, y en mi práctica sigo las pautas servidas por Francisco Peña en su comentario al Directorium inquisitorum de Eymeric: «Si el delito se puede probar de otra manera que con la tortura, no debemos recurrir a ella». Sé que puedo probar los delitos de esta mujer por la persuasión, porque tiene a quien trasladarle el grueso de la infamia y por fuerza ha de ver la salida que le estoy brindando. Es para ese otro para quien reservo el suplicio, pero ella no puede leer mis pensamientos y mi velada amenaza la inquieta.
– ¿Qué queréis exactamente que os diga? -murmura.
– Quiero que admitáis que recibíais caricias del confesor, que lo bañabais y veíais sin ropa y que tomabais los alimentos masticados de su boca.
– Ya he contestado antes a eso -protesta, con voz quebradiza.
– ¿Lo admitís, pues?
– Sólo admito que hubo caricias y trasiego de bocados, pero no era lúbrico su propósito, o así lo percibía yo. Todo lo interpretaba por mi parte como fruto y expresión de afecto y de confianza paternal, y lo consentía por la reverencia que debía a quien allí estaba, según designio de mis superiores en la orden, para dirigir mi espíritu y el de las hermanas a mi cargo.
Es lista, eso ya lo tengo sobradamente visto a lo largo de todas las sesiones anteriores. Pero ahora tiene la oportunidad de usar su inteligencia para hacer algo más que bloquear mis acometidas. La estoy invitando a servirse de ella para escapar a la perdición, aunque no sea sin quebranto, y tengo que ponérselo lo bastante claro como para que deje de perder el tiempo con esa estrategia obtusa que ni a ella ni a mí nos soluciona nada.
– Eso bien pudo ser -admito-, pero al mismo tiempo colijo que hubo otra cosa, que es la que a mí me importa. Voy a ayudaros. ¿En algún momento concebisteis que aquellas acciones pudieran no ser tan paternales, es decir, que el confesor buscara desahogar su avidez carnal, y aun así consentisteis, en la creencia de que acceder a tal cosa no constituía pecado?
No contesta en seguida. El tiempo discurre lento sobre su silencio y tras sus ojos de gacela acorralada adivino el ajetreo de su cerebro. Procuro que la mirada de los míos le transmita un adarme de confianza, que me sienta de su parte, en lo que mi cometido y el caso me lo permiten.
– No niego -dice al fin, bajando la vista- que en algún momento pasara por mi cabeza esa idea. Ni que fuera lo bastante débil y me hallara tan confusa y fuera de mí que llegara a creer que podía darla por buena. Pero…
– Un momento -la interrumpo-. Admitid, antes de lo que vayáis a decir en vuestro descargo, que en esa creencia, inducida por el confesor, consentisteis en prestaros a tales actos y tolerasteis que otras se prestaran.
– Puede ser -dice, doblegándose por primera vez a mi voluntad-. Pero juro que no fue una creencia sostenida y que, al contrario, siempre quise ver que todo era como decía antes, sin malicia ni deseo impuro.
– Ya os he dicho que en eso os creo -asiento, con la magnanimidad a que me invita mi triunfo, tan laboriosamente obtenido-. En fin, declarado vuestro error, sólo resta que abjuréis ahora de él con toda la firmeza de que seáis capaz. Hecho esto, podréis esperar justicia, pero también clemencia.
– Si llegué a cometer el error que decís, fruto de la turbación de mi ánimo, tened por seguro que abjuro absolutamente, ahora y cuantas veces sean precisas para ser acogida de nuevo como fiel sierva del Señor.
Alza hacia mí sus ojos, deslumbrantes y arrasados en lágrimas. En este momento la admiro, y entiendo la concupiscencia del torpe presbítero con que la Providencia tuvo a bien probarla. Sospecho que podría obligarla a confesar más culpa, pero no lo necesito para mi recto fin. Estigmatizada debe quedar, porque así lo justifica su fallo, pero no destruida. Ahora ya la tengo donde debe estar. Y también tengo lo que de ella buscaba.
– Amén -concluyo, dando gracias al Señor por haber permitido, una vez más, que el más ruin de sus ministros se enaltezca en su servicio.