Berlín. 20.03 horas. Kurfürstendamm. Así se llama la calle donde está el cibercafé desde el que escribo. En tanto se me ocurre algo mejor, titulo esto con su nombre, que ni siquiera sé lo que significa. Es una calle comercial, impersonal, algo inhóspita. O será el frío. Al fondo hay una iglesia en ruinas, con la torre mutilada. Han perfilado con cemento el roto que le hicieron las bombas para congelar su silueta en esa instantánea de su destrucción. Por la noche la iluminan con focos. Su forma quebrada resulta extrañamente bella.
Por qué demonios estoy escribiendo esto. ¿Importa el paisaje? ¿Esta anotación es diferente de las otras porque la hago en un lugar público, en esta ciudad extranjera donde nunca había estado hasta hoy, y no en la librería o en mi casa, donde escribí las anteriores? Qué tonterías digo. Pues claro. Es diferente por eso y porque ahora, de improviso, este blog ha perdido su razón de ser.
Por primera vez, estoy escribiendo al azar, sin pensar. ¿Debo contarlo? ¿Debería, en cambio, guardarlo para mí? ¿Con quién tengo el deber que ha de prevalecer sobre el resto? ¿Con él? ¿Conmigo misma? ¿Con los lectores mudos o acaso inexistentes con quienes compartí todo lo anterior? ¿En función de qué debo tomar la decisión? ¿Importa algo lo que decida? Al final, ¿importa algo?
Pero estoy aquí. Me espera una habitación de hotel donde pasaré la noche sola, y me temo que no voy a poder dormir. El hotel es confortable, incluso lujoso. Por ese lado no tengo queja. Pero todavía no termino de entender todo esto. ¿Y qué es lo que hace el ser humano cuando no entiende algo? Convertirlo en una historia.
Para qué voy a retrasarlo más. Tengo que contarlo. No lo puedo evitar. Luego tal vez me arrepienta y lo borre todo, pero no se me ocurre nada mejor que hacer. Soy una chica escocesa perdida en Berlín en una noche de otoño que sabe a invierno. Y voy a escribir. Con esta máquina que me da la posibilidad de hacer sonar mis palabras en todo el universo. Y en ninguna parte a la vez.
No prometo contarlo todo, ni con exactitud. Pondré lo que me salga y como me salga. Directamente. Basta de rodeos.
Al salir del avión, noto de golpe el frío. Dura apenas un instante; en seguida entro en el edificio de la terminal y la calefacción lo compensa. Pero a mí se me queda clavado en los huesos, malacostumbrados a la perpetua bonanza de las islas. Todavía sigue ahí cuando atravieso la puerta de la zona de salidas. Viajo sólo con equipaje de mano. No sé a qué he venido, pero no olvido que tengo billete de vuelta para el día siguiente. Para qué traer peso innecesario.
En todo el camino desde el avión estoy tratando de imaginar a Anna Giovanelli. Por el nombre la supongo italiana, morena, de profundos ojos oscuros. Pero cuando salgo y diviso el cartel con mi nombre, en letras grandes, observo que lo sujeta una mujer rubia, de ojos color miel. Es más alta y un poco mayor que yo. No mucho. No creo que haya cumplido todavía los cuarenta. Más que atractiva, resulta agradable. Instantáneamente cálida. Sé que no me conoce y me aprovecho, durante esos pocos segundos en los que aún puedo ser sólo una más de las posibles versiones de la persona a la que espera, para observarla. Luego me dirijo a ella y me presento.
Sonríe, me tiende la mano y me saluda en español. Lo hace con una naturalidad que me desarma. Como si fuera, qué sé yo, alguien de la organización de un congreso que recibe a un participante.
– Perdone, ¿entiende español, verdad? -se disculpa de pronto.
Le digo que sí, que no se preocupe, en mi español del que no consigo que se vaya el acento británico, aunque ahora esté revuelto con el de las islas. Ella habla un español impecable. Sin acento.
Me dice que ha traído su coche y me ofrece ayuda con mi pequeña maleta, pero le hago ver que no es necesario. En el camino al aparcamiento me habla del tiempo, del que hace aquí en Berlín, y también se interesa por el que dejé atrás, en las islas. Me cuenta que conoce varias. Desde el cajero automático hasta el coche, y durante el primer tramo del viaje, eso centra la conversación.
Si no fuera tan amable, si no pareciera todo tan normal, le haría ver de algún modo que sería un detalle por su parte explicarme algo de lo que está sucediendo, adónde me lleva, etcétera. Pero ella me sigue hablando de playas, volcanes y comida, como si no tuviera más deber que distraer a la desconocida durante el trayecto. Como si creyera que alguien me ha informado ya, y que a ella tan sólo le toca trasladarme y hacer que todo resulte lo más cómodo y banal posible. A lo mejor eso es lo que cree, pienso, y le sigo la corriente con la sensación de estarme comportando de un modo tan idiota e incoherente como nunca en toda mi vida. Al llegar a las primeras calles de la ciudad, cambia de asunto y empieza a darme explicaciones sobre la geografía y la historia de Berlín. No sabría decir si es una experta en la materia o si no hace más que repetir con gracia lo que a ella le han contado. Pero consigue no callar en todo el tiempo, así que me rindo a su locuacidad y aprovecho para descubrir lo que pueda de esta ciudad que contemplo por primera vez. Me sorprende por lo heterogénea. Hay avenidas señoriales, plazas futuristas, pero también calles descuidadas, como detenidas en el tiempo. Anna me explica que atravesamos el antiguo Berlín Oriental, que está aún en pleno proceso de renovación urbanística. No sé si lo celebro o lo lamento. No me disgustan esas fachadas descoloridas.
Bajamos por la avenida Unter den Linden, la que fuera arteria principal de la vieja capital prusiana, como puntualmente se me hace saber. Rodeamos la puerta de Brandeburgo y pasamos a lo que antes de la caída del muro era la zona occidental. Anna me señala el Reichstag y me habla de la reciente reforma del edificio, según el proyecto del arquitecto británico Norman Foster. Me empiezo a preguntar si era necesario pasar por aquí o si es que le han encargado que me lleve a hacer un recorrido por las principales atracciones de la ciudad. Poco después le toca el turno al memorial de los caídos rusos en la conquista de Berlín. Me hace notar la circunstancia curiosa de que el monumento quedó en la zona occidental, y de cómo, aun en los momentos más crudos de la Guerra Fría, lo custodiaba una guardia soviética que cada mañana atravesaba la frontera. A ambos lados de la avenida se extiende una densa masa de árboles. Todo es un parque. Aunque más bien parece un bosque.
– El Tiergarten -explica mi guía-. El pulmón de la ciudad.
El recorrido turístico acaba pocos minutos después, ante la puerta de un hotel. Anna para el motor y me informa:
– Le he reservado habitación aquí para esta noche. Si quiere puede registrarse ya y dejar el equipaje. ¿Necesita que la acompañe?
Por primera vez tengo la presencia de ánimo suficiente como para hacer algo que no sea dejarme llevar. Le digo:
– Supongo que hablarán inglés, ¿no?
Anna asiente y sonríe. Su sonrisa es bondadosa, complaciente.
No me demoro mucho en el hotel. Los trámites del registro son rápidos. Dejo mi maleta en la habitación y paso un momento al baño. Me entran ganas de echarme agua en la cara, pero me contengo: no me apetece volver a maquillarme. Tampoco me he pintado mucho, puede pasar sin retocar. Sólo me lavo las manos.
Cuando vuelvo, Anna está en el coche, armada con su invariable gesto de afabilidad. Por un momento cruza por mi mente la idea de abofetearla. ¿Ocurriría algo o seguiría sonriendo? Quince minutos después, tengo ocasión de arrepentirme de esta frivolidad mía. Sucede cuando Anna, que ha aparcado el coche en el garaje situado en el sótano de un edificio residencial de aspecto pudiente, saca la llave del contacto, me mira por primera vez dentro de los ojos y sin esa amabilidad postiza, aunque sin despojarse de la suavidad que parece inseparable de su carácter, me hace esta advertencia:
– Está muy delicado. Según los médicos, no debería recibir visitas, pero ha insistido mucho en verla a usted. Sólo le ruego que procure no sobresaltarlo. Y le aviso que sólo puedo dejarle media hora, tres cuartos todo lo más. Ah, y ante todo: gracias por venir.
Lo último lo dice tomando mi mano. Tiene dedos largos, tibios.
En el ascensor me siento irreal, desorientada, incompetente. Acaso debería preguntar qué tiene, si es muy grave, qué sé yo. Pero me puede más la vergüenza. No sé quién es ella, ni si va a tomar cualquier pregunta que le haga como una indiscreción por mi parte. La casa está en el quinto piso. El último. La puerta es una magnífica obra de carpintería y está muy limpia y cuidada. No sé en el pasado, pero ahora creo poder asegurar que no es un hombre pobre.
El resto, hasta la habitación donde él me aguarda, lo recorro como en una especie de alucinación. Apenas me fijo en el rostro de la persona que nos abre, la decoración de la vivienda. Me quitan el abrigo como si fuera una niña aturdida. Me preguntan si deseo un refresco, un café, una infusión. Digo café. Es la palabra más corta.
La habitación está al fondo del piso. Tiene amplios ventanales, pero a través de ellos Berlín sólo derrama una pobre luz gris. No está en la cama, como había temido, sino sentado en una butaca de respaldo envolvente. Tampoco está en pijama. Se ha puesto (o le han puesto) una camisa azul y una chaqueta fina de punto. Está esperándome. Anna debe de haberle avisado por teléfono, pienso, cuando la he dejado sola en el coche a la puerta del hotel.
Voy a describirlo. Por qué no. Es un hombre de cabellos claros. Ojos azules. Piel blanca. Cuesta precisar su edad. Diríase al final de la cincuentena, pero puede que la enfermedad le haya echado algunos años encima. Su aspecto no es muy bueno, pero tampoco el de alguien postrado por el mal. Se mantiene erguido, lo que me permite apreciar que es alto. Sus ojos centellean. Sus manos se sujetan con firmeza a los brazos de la butaca. Intenta levantarse al verme.
– No -lo disuade Anna, con afectuosa energía-. Creo que las dos ya estamos enteradas de que eres un caballero. No hagas alardes.
Y luego se dirige a mí:
– Estaré en la habitación de al lado.
Se desliza silenciosa hasta la puerta y cuando sale la cierra a su espalda. Ahora estamos solos. En la misma habitación. En la misma casa de la misma calle de la misma ciudad de este dislocado y a la vez ultraconectado mundo. Los dos. Theresa y el Inquisidor. A ambos nos cuesta creerlo. Ni él ni yo previmos que esto pasaría.
Ahora tengo que intentar reconstruir lo que nos decimos. No puedo ser fiel, estoy usando la memoria. Pero es lo que hay.
Espero que me perdones por hacerte venir aquí, y con tan poco tiempo. Aunque quiero pensar que si estás aquí es que me lo perdonas.
Claro. Cómo no iba a perdonártelo.
Siento haber desaparecido así. Imagino lo que se te habrá pasado por la cabeza. Ahora que me ves, ya no hace falta que te lo explique.
Ni que me pidas perdón, tampoco. ¿Cómo estás?
Mal, aunque he estado peor. Si me preguntas si me voy a morir, naturalmente, antes o después. Parece que tengo más papeletas para lo primero, pero no están seguros. Puede que dure. O eso me dicen, y ya les he pedido que no me cuenten cuentos, que quiero saber por dónde piso.
Yo… Me dejas sin palabras.
No te preocupes. Lo tengo asumido. Y sólo verte ya me hace bien.
Es que esto es…
Tan raro, ¿no? Y que lo digas. Míranos. Vaya dos.
Pues sí. Vaya dos.
Por suerte, no tenemos que aparentar nada.
No, eso no.
A fin de cuentas, ya sabemos lo que somos.
Como poca gente lo sabe, quizá.
Quizá. Qué paradoja, ¿verdad?
O no. Nunca hemos necesitado engañarnos.
Eres morena. No te imaginaba así. Tan poco británica.
Puede que algún náufrago de la Armada Invencible se cepillara a alguna honesta escocesa, ramas arriba de mi árbol genealógico… Es el chiste que hacía en la universidad cuando me decían eso.
No es del todo improbable. Eres del norte, por donde rodearon aquellos desgraciados con sus barcos después de quedarse sin municiones.
Tú tampoco pasarías por español, si quisieras evitarlo.
En mi caso sí sé el origen. Hubo un alemán. Pero se instaló en España mucho antes de 1945, no tienes por qué inquietarte.
Menos mal. Que bastantes impresiones llevo ya hoy.
También veo que no presumes sin fundamento. Eres atractiva.
¿Presumo de eso?
Algo, diría yo.
Bah, qué más da. Para lo que me ha servido.
La belleza es poder. Claro que te ha servido. Te sirve. Y te seguirá sirviendo, si sabes impedir que el tiempo afee tu alma. Y tú sabrás.
¿Por qué me llamaste? Creí que preferías que no nos viéramos.
Y lo prefería. Pero desde que te dije eso hasta ahora han sucedido muchas cosas, y no todas malas, no creas. Me han hecho replantearme algunas de mis actitudes. Y en cuanto a ti… He pensado que te debía este encuentro. También supongo que no quería dejar de verte, antes de irme.
Te lo agradezco.
Lo que siento es resultar tan decepcionante.
¿Por qué dices eso?
Tus dudas eran fundadas. No tengo 25 años. Y en mi estado de forma hasta la petanca es un deporte de riesgo.
No me gustan tan jóvenes. Y puedo pasar sin la petanca.
Gracias por tu piedad. En fin, como dicen en Sudamérica.
¿Qué dicen?
A partir de cierta edad, o das pena, o das plata. *
Muy bueno. Pero tú dispones de otros recursos.
No temas. Ahora sí que estoy retirado de verdad.
Ya oí eso antes. Y no me lo creí. Afortunadamente.
Eres una mujer encantadora, Theresa. Y ahora hablo en serio. Me siento privilegiado por haber podido conocerte. Quería que lo supieras.
Si sigues por ahí, voy a llorar. Y también hablo en serio.
Sí, tienes razón. Mejor no sigo. Aparte de eso, hay otros dos motivos por los que quería verte.
Tú me dirás.
Quería darte algo. Y pedirte algo también.
Sabes que no tienes por qué darme nada.
Lo sé. Por eso te lo doy.
¿Qué es? Ah. Kierkegaard. O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida. Qué detalle. ¿Estás seguro de que quieres desprenderte de él?
Sé que contigo estará bien. Yo ya no lo necesito.
¿Y estos folios?
Lo que faltaba. Lo que en su día no te di.
No entiendo.
Lo entenderás cuando los leas. Pero no lo hagas ahora. Luego tendrás tiempo. Como ya te habrán dicho, en mi estado se me racionan todos los placeres, y también el de tu compañía. Por cierto, ¿conocías Berlín?
No, es mi primera visita.
Le pedía Anna que te sacara la vuelta para mañana por no robarte más tiempo del imprescindible. Pero si puedes y quieres quedarte más, díselo y te cambiará el billete y te ampliará la reserva en el hotel.
Gracias. Debo volver mañana sin falta.
Aprovecha la tarde, entonces. Ella te aconsejará qué ver.
¿Puedo preguntarte algo? A lo mejor es impertinente.
Pregunta.
¿ Anna es tu secretaria?
No.
Es una de las tres, ¿verdad?
Verdad.
¿Una de las dos pródigas?
Por descontado.
¿La que te fustigaba o la incomprensible?
¿Necesitas que te responda a eso?
No.
Vino a verme al hospital, cuando se enteró. Y tan pronto como la vi, tuve la sensación de que el tiempo no había pasado entre nosotros. Que había algo que se había quedado ahí metido, aunque yo no lo quisiera.
Quién te lo iba a decir.
A la vida le gusta jugar con nosotros. Lo que necesitas, no siempre te lo encuentras en el momento en que puedes tenerlo. Pero tampoco sabes nunca lo que pasará más adelante. Ahora las circunstancias son otras. Las suyas y sobre todo las mías. Yo diría que las mías son para salir corriendo, pero por suerte ella no lo ve así. Y quiere quedarse a compartirlas.
Entonces es que es de las buenas. O que persigue heredarte.
Es de las buenas. Ya sabe que me va a heredar otra persona.
En ese caso me alegro. De verdad. Me consuela saber que me has abandonado por alguien que merece la pena.
Ella estaba antes. Y a ti no pude abandonarte. Nunca te tuve.
¿Está al tanto de quién soy y de qué me conoces?
Sí. Pero no de tus intimidades. Ya sabes que eso lo guardo.
Lo sé. Me asombra verte con una mujer. ¿Qué ha sido de todas tus teorías y prevenciones? ¿ Y de tu ángel exterminador?
El ángel ahora está demasiado ocupado, exterminándome a mí. Y en cuanto a lo demás, tenías razón. A veces, necesitamos a otro que nos salve. A mí es ella quien me ha salvado de ésta, por ahora, y me da fuerzas para seguir. Estoy jodido, pero me siento afortunado. Por tenerla.
Ya ves, no somos tan malas, las mujeres.
Claro que no. Al final, la mujer es la casa, y es bueno tener una casa.
La mujer es la casa… Que no te oiga una feminista.
Me da igual. La feminista que se busque al que le diga lo que quiera oír. A mí me gusta la mujer que no hace aspavientos a ser la casa de los suyos. Al revés, que quiere y puede serlo y sabe que eso no la limita.
Mientras no confundas ser la casa con limpiar la casa…
No lo confundo. Limpiar sabe cualquiera. Hasta yo.
Supongo que cada uno tiene su idea de lo que es la casa. Pero si ésa es la tuya, y tienes quien te la dé y consigues que le compense, me parece bien. Yo no soy feminista. Vivo y dejo vivir.
¿Sabes, estos días me acordaba de ti, oyendo una canción.
¿Cuál?
Tengo el disco por ahí. Sobre ese altavoz. ¿Puedes cogerlo?
Sí, cómo no.
Quédatelo, si quieres. Te gustará.
Johnny Cash. Desde luego, nunca dejarás de sorprenderme.
La canción no es suya. Corte número 8.
Aquí dice que el 8 es… In My Life.
Justo.
De otro John. Lennon.
El mismo.
¿Qué me dijiste una vez de él? Ah, sí. Que no lo contratarías como filósofo. ¿Es que has cambiado de opinión?
No. Aquí lo contrato como poeta, que es algo mucho más difícil. Y a Cash para cantarlo. Grabó ese disco cuando ya estaba muy enfermo. Óyelo. En esa voz suya, grave, y a la vez cansada y rota, es estremecedor.
¿Y por qué te hacía pensar en mí?
Sobre todo, por uno de los versos. Ese que dice lo de no perder nunca el afecto por lo que hubo en tu vida.
¿Debo entender que eso me otorga un lugar en tu vida?
Desde luego.
Gracias. Pero soy realista. Me toca aceptar que es otra la que se lleva el último verso, que es el mejor.
Tú puedes ser ese último verso de quien quieras.
Nadie puede eso. Se te concede o no. Y está bien así.
No te me hagas fatalista, al final.
No, claro que no. Pienso seguir esperando. Tú acabas de decirlo. Nunca sabes lo que pasará más adelante.
Algo sí sé, en cualquier momento entrará Anna a decirnos que se nos ha acabado el tiempo. Y aún me queda algo. Lo que quería pedirte.
Adelante.
Creo que entenderás por qué te lo pido a ti. Es más, que no había otra persona a quien pudiera pedírselo.
Si está en mi mano, lo haré. No lo dudes.
Gracias, Theresa.
No voy a contar ahora lo que me ha pedido. Estoy algo cansada. Si acaso mañana, cuando haya cumplido el encargo.
Tampoco voy a contar, ni ahora ni nunca, lo que he leído en el papel que me ha dado. Son tres folios, manuscritos. Su caligrafía es pequeña e irregular, y al principio me costó entenderla. En resumen, lo que ahí me desvela es aquello por lo que tantas veces le pregunté. La historia detrás de la historia. Los detalles. Ahora, al fin, sé lo que hizo y qué le pasó. Y por qué ha acabado aquí, en Berlín. No es una historia agradable, ni ejemplar, pero tenía razón: lo que importa es lo que le sucedió por dentro. Su dolor, su culpa, su reconstrucción. Como él me lo contó yo lo he contado, e incluso he podido añadir el último capítulo: el de la reparación que le ha dado al final la vida. Más no se me puede exigir. Y yo no debo decir más.
Antes de irme, he cogido su mano. Quería tocarlo, aunque fuera sólo eso, un roce, un instante. La he sentido caliente, quizá por la fiebre. Ha apretado mis dedos y nos hemos mirado. Ha vuelto a darme las gracias. Le he dicho que era yo quien le estaba agradecida y que confiaba en que se pondría bien. Y eso ha sido todo. Con lo que aquí, en tantas noches en blanco, llegamos a compartir.
En la puerta del ascensor hemos coincidido con una muchacha de unos veinte años. Alta, castaña, de vivaces ojos azules. Ha saludado a Anna con familiaridad y han estado intercambiando información sobre el enfermo. La chica tenía un aplomo insólito para su edad. Anna me ha presentado. Una amiga de tu padre. De España. La voy a llevar a su hotel y ahora vuelvo. La chica no ha hecho el menor gesto de extrañeza. Tampoco me ha preguntado nada. Encantada, me ha dicho, y se ha metido en la casa en seguida. Creo que sería incapaz de reconocerme, si volviéramos a vernos. Mejor así.
Anna me ha dado una serie de recomendaciones sobre los lugares que debía visitar de la ciudad. Ha sido muy atenta y no le guardo ningún rencor, pero he preferido ignorarlas y dar una vuelta a mi aire. Al final he acabado caminando sola por los senderos del Tiergarten, bajo un frío casi polar. En cierto momento han empezado a caer copos de nieve. Entonces he pensado que por encima de todo debo alegrarme de que estén a su lado, las dos. Porque no está solo, y necesita tener esa luz femenina. Y mientras las lágrimas corrían por mis mejillas, y los mocos por mis labios, me he sentido como Marcello Mastroianni en la escena final de Le notti bianche.
Quien quiera saber por qué, la tiene en YouTube. Acabo de verla, como la perfecta imbécil que soy. No aprenderé nunca.