19 de noviembre

La versión de don Marcelino

Fue bastante fácil. Definí la búsqueda con los datos más concretos con que contaba, que reuní en la siguiente cadena: «fray francisco confesor teresa priora monjas endemoniadas». En la primera página de resultados que me ofreció el buscador encontré dos documentos que hablaban del caso. Uno bastante largo, publicado el 30 de noviembre de 1867 en el semanario El Museo Universal, y otro más sucinto, correspondiente a la Historia de los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo. Creo que merece la pena copiar este último (el otro me pareció excesivamente enfático y parcial, amén de que resulta demasiado extenso para insertarlo aquí):


Más atención merece, siquiera por lo ruidoso, el proceso de las monjas de la Encarnación Benita de San Plácido, de Madrid. Pocos años llevaba de fundación este convento, y con no poca fama de perfección religiosa, cuando comenzaron a advertirse en él extrañas novedades, que muy luego abultó la malicia. Díjose que casi todas las monjas (veinticinco de las treinta que había) estaban endemoniadas, y entre ellas la priora y fundadora, doña Teresa de Silva, moza de veintiocho años y de noble linaje. El confesor, Fr. Francisco García Calderón, natural de Barcial de la Loma, en Tierra de Campos, no se daba paz a exorcizarlas, y entre visajes y conjuros se pasaron tres años, desde 1628 a 1631, hasta que el Santo Oficio juzgó necesario tomar cartas en el asunto y llevó a las cárceles secretas de Toledo al confesor, a la abadesa y a las monjas. Tras varios incidentes de recusación, fue sentenciada la causa en 1633, declarando al padre Calderón «sospechoso de haber seguido a varios herejes, antiguos y modernos, especialmente a gnósticos, agapetos y nuevos alumbrados, y los errores de los pseudo Apóstoles, los de Almarico, Serando y Pedro Joan». Tuvo, añade la sentencia, deshonesto trato con una beata, hija suya de confesión, ya antes castigada en el Santo Oficio por alumbrada y por pacto expreso con el demonio, y aún después de muerta predicó él un sermón en loor de ella y la hizo venerar por santa. Decía que «los actos ilícitos no eran pecados, antes, haciéndose en caridad y amor de Dios, disponen a mayor perfección, y no son estorbo para la oración y contemplación, sino que por ellos mismos, y poniendo el corazón en Dios, se puede conseguir un alto grado de oración». Tenía pensamientos de reforma de la Iglesia y de que él y sus monjas habían de convertir al mundo, a lo cual llamaba segunda redención y complemento de la primera. Pensaba llegar a ser cardenal y Papa y excitar a los príncipes a la conquista de Jerusalén, y trasladar allí la Sede apostólica, y reunir un concilio, en que se explicaría el sentido oculto del Apocalipsis y el de los plomos del Sacro-Monte (!!).

Y, finalmente, llamaba inicuo e injusto al Tribunal de la Fe. Por más que Fr. Francisco negó lo de ser alumbrado ni hereje y dijo que en los actos libidinosos había procedido «como flaco y miserable», sin pensar ni dogmatizar que fuesen buenos, se le condenó a abjuración de vehementi, a sufrir ciertos disciplinazos y a reclusión perpetua en una celda de su convento, «con obligación de ayunar tres días a la semana y no comulgar sino en las tres Pascuas». Las monjas abjuraron de levi * y se las repartió por varios conventos con diversas penitencias. La abadesa quedó privada de voto activo y pasivo en la comunidad por ocho años. Y, sin embargo (¡ejemplo singular de lo falible de la justicia humana aun en los tribunales más santos y calificados!) fue inicua la sentencia, a lo menos en lo relativo a las monjas, y el mismo Tribunal vino a reconocerlo por nueva sentencia diez años adelante. Y las cosas acaecieron de este modo: tales muestras de fervor, buena vida y humildad cristiana daba en su penitencia la priora, que, convencidos de su inocencia los prelados de su religión, lograron de ella, no sin dificultad, que apelase al Consejo de la Suprema contra la sentencia de la Inquisición toledana, moviéndola a este paso no tanto el cuidado de su buen nombre como la honra de todo el instituto benedictino, comprometido al parecer por aquel escandaloso proceso. Doña Teresa hizo constar que todo había sido maraña urdida por Fr. Alonso de León, enemigo acérrimo del confesor, y por el comisionado de la Inquisición, Diego Serrano, que aturdió a las monjas, y falsificó sus declaraciones, y les hizo firmar cuanto él quiso, minis et terroribus. Probó hasta la evidencia que jamás había penetrado en su monasterio la herejía de los alumbrados ni otra alguna y que eran atroces calumnias las torpezas que se imputaban a las religiosas. Dijo que realmente ella y las demás se habían creído endemoniadas y que el confesor las exorcizaba de buena fe, pero que quizá hubiera sido todo efecto de causas naturales (fenómenos nerviosos que hoy diríamos). «Sólo Dios sabe -añade la priora- cuán lejos estuve de los cargos que me hicieron, los cuales fueron puestos con tal unión, enlace y malicia, que, siendo verdaderas todas las partes de que se componían en cuanto a mis hechos y dichos, resultaba un conjunto falso y tan maligno, que no bastaba decir la verdad sencilla de lo sucedido para que pareciese la inocencia…, y así, con la verdad misma me hice daño, por las malas y falsas consecuencias que se sacaban contra mi.» Hay tal sinceridad y candor en todas las declaraciones de la priora, hasta en lo que dice del demonio Peregrino, de quien se juzgaba poseída, que ni por un momento puede dudarse de su culpabilidad. No así de la del confesor, que parece hombre liviano y enredador, aunque no fuera hereje. Él confesó tratos deshonestos, pero con cierta beata, nunca con las monjas. La Inquisición mandó revisar los autos, hizo calificar de nuevo las proposiciones por los más famosos teólogos de varias órdenes y por sentencia de 5 de octubre de 1638 restituyó a las monjas en su buen nombre, crédito y opinión, dándoles testimonio público de esta absolución, de la cual se envió un traslado al Papa y otro al Rey. Del confesor nada se dice, lo cual prueba que no le alcanzó el desagravio.


Así lo contaba el que pasaba por mejor conocedor de las desviaciones habidas en la larga y accidentada historia del catolicismo español. Citaba como apoyo manuscritos y relaciones de la época, entre ellos el alegato exculpatorio redactado por la propia priora para la revisión de su proceso ante el Consejo de la Suprema Inquisición, y que tan eficaz había resultado según contaba don Marcelino. Cotejando la versión de éste con el cuaderno del Inquisidor, apreciaba no pocas coincidencias, incluso sospeché que era una de las fuentes que el misterioso blogger había utilizado. Pero también advertía algunas discrepancias, sobre todo en la severidad con que se presentaba a doña Teresa, finalmente absuelta no sólo por el tribunal del Santo Oficio sino también por el célebre historiador. El inquisidor de la ficción, en cambio, la juzgaba digna de castigo, así fuera más leve, y además lograba que confesara las faltas que le imputaba.

También parecía que en el retrato del Inquisidor, que sólo podía ser trasunto de aquel Diego Serrano, comisionado que instruyera la primera causa, se había tomado no pocas libertades el autor de la novela. No en cuanto a su empeño en inculpar a la priora y destruir al confesor, cuestión que, ya fuera cierta o no, había alegado la religiosa; pero sí en todas las interioridades de su carácter, que muy dudosamente aparecerían recogidas en documento alguno.

Podía equivocarme, pero pensé que en esas «manipulaciones» de la historia estaba la clave. Y eso aumentó mi curiosidad y mis deseos de entrar en contacto con el autor de aquel extravagante blog.

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