Offline. Cada mañana, desde que despierto, mi vida no es más que el camino pedregoso que me conduce hasta esa palabra. Me levanto, me aseo, me visto, desayuno, a veces incluso compro el periódico o hago algún recado, pero esta prórroga de los preámbulos sólo sirve para agravar el dolor. Haga lo que haga para retrasarlo, acaba llegando el instante en que desde la pantalla me miran esas siete letras cargadas de negación y ausencia: O-F-F-L-I-N-E. Y tan pronto como las leo, me siento morir. Un sorbo más de muerte que sumar a los que ya llevo, a cuenta de la que me tirará por tierra algún día.
Conozco desde hace tiempo el dolor. No es, ni mucho menos, algo nuevo para mí. Tengo treinta y seis años y mi vida se ha venido abajo al menos un par de veces. Pero aquellos que dicen que conocer el dolor, y sobreponerse a él, te prepara para enfrentarlo en el futuro, se equivocan o mienten. El dolor siempre es joven e inapelable, como la mirada que te reclama desde los ojos de un niño.
Offline. La palabra me golpea en mi lengua materna por culpa de mi pereza. A ella se debe que siga usando la versión del programa de mensajería instantánea que me descargué en el ordenador portátil cuando aún estaba allá arriba, en mi tierra sin luz. Si me lo hubiera descargado aquí, leería en su lugar una expresión más bien insípida, como a veces resultan estos españoles en su orgullosa resistencia a imitarnos en cuestiones de idioma: «No conectado». *
Pero no, es mi palabra, mi lengua, con su vibración simple y rotunda, la que se me clava y cala sin compasión en mi alma. Offline. Leerla me certifica que aquel de quien quisiera saber ya no está unido a la red en la que sucedían nuestros encuentros. Desde hace dos semanas, esas siete letras son la inscripción grabada sobre la lápida que arrastro, sin que de nada me hayan servido todos los argumentos que he manejado, y no han sido pocos, para probar ante mí misma la estupidez de sentirme tan afligida por algo semejante. Es estúpido, desde luego. Y además carece de cualquier lógica. Pero cada día me levanto, enciendo el ordenador… y lloro.
Hace ya dos semanas que no sé nada del Inquisidor. Aunque también podría decir que en realidad hace cinco meses, el tiempo que ha transcurrido desde que me lo tropecé por vez primera, que no sé nada de él. Nunca vi su rostro, ni oí su voz. No podría asegurar que es un hombre, ni siquiera que exista, en la forma en que convencionalmente existen las personas. Y sin embargo, haberlo perdido, el solo pensamiento de que así sea, convierte mi existencia convencionalmente irrefutable en algo inerte y sin objeto. En estos cinco meses, descubro ahora, me había habituado a ser para él. El viejo y pueril error que hace años, cuando el primer descalabro, me juré que la hija de mi madre jamás se volvería a permitir.
La experiencia tiene por un lado la desventaja de que a partir de cierto momento casi todo lo que te ocurre, y sobre todo si es para mal, te recuerda algo que ya sucedió antes; pero por otro te proporciona el consuelo de saber que, tras la sensación de que el camino no continúa más allá, todavía resulta posible encontrar una nueva ruta, siempre que no interrumpas la marcha. En estos quince días he pasado del sobresalto a la desolación, de la impotencia a la rabia, del enfado a la angustia. He proseguido a pesar de todo con mis quehaceres, o lo que es lo mismo, con mi vida absurda en este lugar demencial (no me quejo de la una ni del otro; trato de ser coherente con mis decisiones y yo misma elegí refugiarme en una existencia anómala y desarraigada). Pero esta mañana me he dado cuenta de que eso no bastará para superar mi malestar, aunque me sirva, mal que bien, para gastar las horas. Necesito entender, llegar al corazón de esta amargura, aunque con ello me arriesgue a aumentarla. Y a la vez tengo que ocupar mis energías en alguna tarea que me sirva para construir a partir de lo que ha ocurrido. No se puede vivir sin saber lo que hay de veras dentro de uno, ya lo dijo Sócrates, pero tampoco sin un proyecto que otorgue algún aliciente a la terca mecánica de abrir los ojos cada mañana y dejarles ver la luz.
De pronto, me he acordado de que soy historiadora. Es curioso que una labor a la que dediqué una década de mi vida y una buena parte de lo mejor de mi inteligencia haya acabado resultándome tan ajena. Hace diez años que dejé todo aquello. Entonces me parecía que me liberaba de un engorro, de una de esas elecciones que suele propiciar la inmadurez y que era una suerte poder deshacer a tiempo. Pero ahora, al acordarme, he sentido nostalgia, sobre todo, de la sencillez con que transcurrían las jornadas en la biblioteca o en el archivo: de lo gratificante que era el trabajo de ir buscando aquí y allá piezas para ensamblarlas en un conjunto armonioso y convincente, aunque el punto de partida, la realidad histórica en cuestión, fuera un magma caótico y no obedeciera a designio alguno. Siempre que remataba un trabajo académico tenía la sensación de ser una falsificadora, porque era consciente de que pesaba menos en mí el afán de desentrañar la escurridiza verdad que el de presentar mis tesis y mis conclusiones de una manera seductora y elegante. Habrá quien considere escandalosa esta actitud, pero, a quien sustente tal opinión, sólo puedo decirle que no tiene ni la más mínima idea de lo que ha sido la Historia desde Heródoto, y que más vale coronar empresas factibles, aunque sean cuestionables, que aspirar a pisar cimas sublimes que no pasan de ser una entelequia. No existe ni existirá nunca una Historia verdadera, porque a nadie le interesó jamás la verdad, sino que su versión prevaleciera sobre el resto.
Esta mañana me he acordado de mi antiguo oficio porque de repente he comprendido que además de un barullo de sentimientos, dudas, temores y sospechas, aquí tengo también una historia. Y que mientras sumirme en lo primero sólo me conduce al desconsuelo, dedicar mis esfuerzos a escribir la segunda es una forma de desahogo y de emprender algo positivo y reparador. No sólo tengo algo que contar, sino que dispongo de los materiales idóneos para construir mi relato. Poseo, respecto de muchos de los avatares de mi historia, los documentos originales, la voz misma de sus actores. Ello no quiere decir que mi narración vaya a ser fidedigna, porque incluso en el caso de que sólo me limitara a seleccionar y ordenar los materiales, en la forma de escogerlos y colocarlos intervendrían inevitablemente mis emociones, o mi necesidad de darle un sentido a lo que acaso carezca de él. Tampoco hay que presuponer que esas voces, aun siendo las auténticas, sean siempre sinceras: no podría afirmarlo en toda circunstancia de la mía propia, y menos aún de la que no me pertenece. No estoy segura, en fin, de que mi historia vaya a interesarle a nadie; me limito a apostar que lo que a mí me atrajo y me intriga bien puede atraer e intrigar a otros, y recurro a exponerlo en este espacio, a disposición de cualquiera, para hacer más probable la rara conjunción con algún lector cuya amabilidad justifique mi empeño. No podré escribir todos los días, y cuando lo haga, unas veces tendré tiempo para extenderme y otras no tanto. Trataré, con todo, de ser lo más ordenada posible y de no hurtar nada que resulte indispensable para entender los hechos.
Contar una historia es un acto que revela nuestra pequeñez, porque con él confesamos que necesitamos a otro, que estará ahí o no. Pero al acometerlo siento que me empujan potencias descomunales e incomprensibles. Todos los que participamos de la condición humana somos simultáneamente una decepcionante obviedad y un misterio insondable. La historia que iré recogiendo aquí no es más que una manera de reclamar, hermanos, vuestra atención hacia mi insignificante e incierta peripecia. Me complacería que os fascinara, para qué ocultarlo, pero me conformo con que al leerla sintáis que tiene algo que ver con vuestra propia aventura. Todo empezó, precisamente, el día que yo atendí un reclamo parecido a éste…