5 de diciembre

Séate concedido

Madrid. 14.15 horas. Cerca de la Gran Vía.

Esto sí es el final. Y tiene sentido que lo escriba aquí, en Madrid, como lo tenía (no podía ser una casualidad) que el billete de regreso que me sacaron desde Berlín no fuera directo. Cuando lo recibí lo miré tan rápido, y con la cabeza tan puesta en otra parte, que no había reparado en que entre el aterrizaje en Barajas y la salida del avión para las islas había casi siete horas de diferencia. El tiempo suficiente para poder llevar a cabo sin apremios mi misión.

Ya está hecho. No ha sido difícil. Y me ha gustado.


Aprieto el viejo timbre. Ayer por la tarde, cuando telefoneé para pedir cita, me dijeron que si venía yo sola no tenía necesidad de reservar hora. Que en cuanto llegara bastaba con que llamara a la puerta del convento y me atenderían. Después de medio minuto largo, se oye al otro lado una voz que me pregunta qué deseo.

– Llamé ayer, por teléfono. Vengo a ver la iglesia.

– Ah, sí. Vaya a la puerta grande.

Estoy en la calle de San Roque, esquina a la calle del Pez. En pleno corazón del viejo Madrid. Donde se levantan, desde hace casi cuatrocientos años, el convento y la iglesia de las benedictinas de la Encarnación o de San Plácido. El edificio del convento no es el originario, sino una reconstrucción de principios del siglo XX sobre la planta del primero. La iglesia, en cambio, data de la segunda mitad del XVII. Es sólo la iglesia lo que enseñan, porque el convento sigue siendo de clausura. Pero es lo más cerca que puedo estar del alma de Teresa Valle de la Cerda y del lugar donde se gestó su desgracia y luego su redención. Aquí vivió y aquí escribió, también, aquel singular alegato que le permitiría perdurar y hacerse oír a través de los siglos.

Espero frente al portón de la iglesia. Al cabo de un par de minutos oigo el ruido de los cerrojos al descorrerse. Al otro lado de la puerta aparece una monjita casi octogenaria, muy menuda. Diría que no rebasa en mucho el metro cuarenta. Rehuye mi mirada, cohibida, mientras me invita a pasar a la iglesia. Da algunas luces y puedo apreciar en seguida que se trata de un templo espléndido, con una alta bóveda y una valiosa colección de arte sacro. Nadie lo diría por su discreta apariencia desde la calle. Y mejor, desde luego, que algunos ignoren las riquezas que se guardan tras esos muros.

La monjita me pide que espere, que va a buscar a la compañera que sabe explicarlo todo. Y desaparece. Me quedo sola en medio de la iglesia. Contemplo el enorme lienzo que cuelga en el centro del retablo del altar mayor. Me estuve informando ayer, en Internet. Es La Encarnación, de Claudio Coello. Siete metros de altura y un colorido al que una reciente restauración ha devuelto todo su esplendor. Muchos museos pagarían lo que fuera por tener algo así. Y aquí está, escondido, sin otro espectador que lo disfrute aparte de las monjas, los pocos fieles que acudan a misa y los excéntricos que vienen como yo a visitar la iglesia. En otro tiempo, en la sacristía estaba colgado nada más y nada menos que el Cristo de Velázquez. Hasta que se lo llevó Godoy, y de ahí acabó yendo a parar al Prado.

La monjita reaparece junto a otra. Apenas un centímetro más alta, y más o menos de la misma edad. Viene algo sofocada, ajustándose la toca, que porfía por írsele hacia atrás. Me saluda, recuperando aún el resuello. Le tiendo la mano, que me estrecha con cierta timidez, y le agradezco que tengan la deferencia de atenderme.

Quedamos a solas la segunda monja y yo. Efectivamente, es la que se lo sabe. Me informa sobre cada cuadro, cada talla y cada retablo que contiene la iglesia. No sólo acerca del artista, sino también del motivo de la obra. Descubro así que san Plácido fue uno de los dos primeros discípulos de san Benito, el fundador de la orden. O que la imagen de san Roque obedece a la devoción que se le tenía en aquel barrio por ser el santo protector contra la peste.

– En fin, ahora tenemos otras pestes, como usted sabe.

– Pues sí. Y más contagiosas.

– Y que lo diga usted.

Me enseña con orgullo las pinturas de Coello, la del altar mayor y otras cuatro más, todavía pendientes de restaurar. Y las tallas del portugués Pereira, y los frescos de Francisco de Ricci. Y por último, en una capilla lateral, la otra joya de la iglesia: la talla del Cristo Yacente de Gregorio Fernández. Guardada en una suntuosa urna de madera dorada y cristal, resulta una pieza sobrecogedora.

– Antes no estaba aquí, el Cristo. Pero lo pusimos en esta capilla para que pudieran verlo mejor las visitas. Hubo que hacer una obra y entonces fue cuando aparecieron los dos cuerpos, justo bajo este altar. Esos que decían que si uno era el de Velázquez.

– ¿Ah, sí? No sabía.

– A alguien se le ocurrió que podía ser. Por lo del Cristo suyo, que también estuvo aquí, hasta que se lo llevaron. Y porque el esqueleto apareció con el uniforme de caballero de Santiago.

– Bueno, caballeros de Santiago había muchos.

– Yo no sé, decían que si iban a mirarle el ADN ése. Lo que sí sé es la que nos montaron con la cosa de los huesos. Televisiones, periodistas, al final ya nos tenían mareadas con la historia.

Por último, me enseña el coro. Está ya en el convento, es decir, en la parte de la clausura, tras la reja. No paso del umbral, pero la monjita me dice que cuando vienen pocos fieles a la misa entran al coro a oírla con ellas, así que me atrevo a internarme un par de pasos. Al fondo del coro hay un cuadro. El Cristo de Velázquez.

– Es una copia. Muy buena. Se la encargó al mejor copista del Prado una señora muy devota, pariente de una hermana, para regalárnoslo. Así tapamos un poco el hueco del que nos quitaron.

– ¿Y cuántas son ustedes, ahora?

– Quince, nada más. Y mayores. Hay que renovar, pero de momento así estamos. Mucho convento para poca monja.

– Sí que debe de ser grande. He visto que ocupa toda la manzana.

– Es muy hermoso. Y tenemos dentro un jardín que da gusto. Es el respiro que tenemos, porque aquí en este barrio…

– Lo sé, lo he visto. En las fotos del satélite.

– ¿Cómo?

– En Internet. Hay fotos de satélite de Madrid. Y se ve el convento, y el jardín de ustedes, que es de lo poco verde de este barrio.

– Señor, qué cosas.

– También en Internet hay varias páginas con opiniones y comentarios de gente que ha venido a visitar la iglesia. Las estuve mirando ayer, para enterarme de cómo había que hacer para verla.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué dicen?

– Dan información, y cuentan sus impresiones. En general, salen muy satisfechos. Y ahora ya entiendo por qué.

– Claro, me imagino que lo del Internet será como todo. Se puede usar para hacer el mal y se puede usar para hacer el bien.

– Desde luego.

Por un segundo me siento un poco violenta, cuando comprendo que no todos los usos que yo hago de la Red serían para la hermana virtuosos, precisamente. Pero si Cristo admitió entre los suyos a la Magdalena, me permito confiar en que no le moleste mi visita.

– ¿Y sabe usted si está enterrada aquí la fundadora? Quiero decir, la primera priora, Teresa Valle.

– Que yo sepa está el fundador, Jerónimo de Villanueva. Precisamente esta iglesia es su mausoleo. Pero ella, no lo sé. Los archivos se perdieron cuando la guerra. Entraron los rojos, sacaron a todas las monjas y se quedaron con el convento. Dicen que todos los libros y todos los papeles estaban por ahí, tirados por la plaza.

– Qué pena.

– ¿Es usted profesora?

– Historiadora. Estoy trabajando sobre la historia del convento en los primeros años. El proceso de la Inquisición y todo eso.

– Tenga usted cuidado, que hay muchas leyendas.

– Lo sé. Por eso hay que mirar los archivos. Lástima que se perdieran los de aquí. Lo que sí se conserva, por lo menos, es el pliego de descargos de Teresa. Está en la Biblioteca Nacional. Así que tenemos su versión. Por suerte, puede defenderse ella misma.

– No sabía. Y dónde está enterrada, tampoco puedo decirle.

– Imagino que aquí, en alguna parte.

– Puede ser.

Durante un momento, mientras la monja va apagando las luces, me quedo mirando el altar, y la llama roja del sagrario. Lo primero que me pidió el Inquisidor fue que rezara allí y que le diera las gracias a Teresa en su nombre. De nada me sirvió advertirle que hacía tanto que no rezaba que no recordaba ni una sola oración. Me dijo que lo hiciera con mis palabras, lo que me saliera. Mientras veo a la monja ir y venir apagando luces, improviso algo. Doy las gracias y le mando a Teresa mi afecto, además del de mi amigo. Y ya que estoy delante de Dios, por primera vez en tanto tiempo, le pido que lo ayude a curarse. En cuanto a mí, dudo qué pedir. ¿Qué es lo que yo quiero? Ni siquiera lo sé, como no sé si hay alguien escuchándome tras esa llama roja. Si estás ahí, digo al fin, dame tiempo, hasta que me llegue eso que nunca termina de llegarme. Eso que yo necesito, que sabré no perder y me ayudará a dejar de temblar.

Cuando me reúno con ella en el zaguán, la monjita me ofrece un folleto sobre la iglesia y una estampa del Cristo.

– Los vendemos. Si le interesan, el folleto cuesta cuatro euros y la estampa cincuenta céntimos.

– Me los quedo.

Me entrega el folleto y la estampa y yo le pongo en la mano el donativo que el Inquisidor me encargó dar a las monjas de San Plácido. Multiplica holgadamente los cuatro euros con cincuenta.

– Pero, esto es mucho…

– Es un donativo. Por su amabilidad. Y para que sigan teniendo esta iglesia tan cuidada. Muchas gracias por todo.

– Es usted extranjera, ¿verdad?

– Sí. De Escocia.

– Espere.

Desaparece en el convento y regresa al cabo de unos instantes con una medallita plateada. Me la ofrece.

– Tenga, una medalla de san Benito, nuestro fundador. Dicen que es muy milagroso. Para que se la lleve con usted a Escocia.

– Lo haré. Gracias.

He salido de nuevo a la mañana soleada de Madrid con una sensación difícil de describir. De pronto pienso en lo que le he dicho a la monja: que soy historiadora y que estaba trabajando. Después de todo, no he faltado a la verdad. Mejor o peor, he levantado esta historia que es a la vez la del Inquisidor, la de Teresa y la mía. Aquí está, aunque no sepa muy bien para qué sirve. Pero es un esfuerzo contra el olvido. Ese que ya ha empezado a devorar este convento, donde ya nadie sabe el lugar en que reposa la mujer que lo fundó y donde dentro de nada, al paso que van, ni siquiera habrá monjas. El olvido que nos amenaza a todos y al que todos nos damos antes o después, por necesidad, por cansancio o por miedo.

Luego he caminado entre la gente, por estas calles donde abundan los yonquis, los borrachos y las prostitutas: los vecinos que el tiempo, unido a la desidia de los responsables municipales, les ha acabado deparando a las monjitas. Esta ciudad me resulta a la vez áspera y cálida. Pienso que ayer estaba en el gélido Berlín, tan distinto, y que dormiré en mi isla esta noche. Los lugares se suceden pero yo sigo aquí, varada a la orilla de mi melancolía.

Ahora estoy en un cibercafé, con mi pequeña maleta apoyada en la pared. De uno de sus departamentos sobresale el libro de Kierkegaard que me regaló el Inquisidor. He leído en el avión el discurso que él me dijo: O lo uno o lo otro. Acaba con un sueño en el que el autor está frente a todos los dioses, que le permiten formular un deseo, sólo uno. Y él les dice: Sólo escojo una cosa, tener la risa de mi parte. A lo que el Olimpo en pleno estalla en una carcajada. De ello deduce que le han concedido el deseo, y aprecia el buen gusto de los dioses, pues habría sido impropio responder con seriedad. «Séate concedido».

Tengo en la mano la medallita plateada que me ha dado la monja. Según ella, el santo al que representa es muy milagroso. Y no debe de faltarle razón. Sé del milagro que hizo con Teresa, y del que hizo con el Inquisidor. Por qué no va a echarme una mano a mí.

Desde el ordenador, Johnny Cash canta con voz casi agónica:


In myyy life, I love you mooore…


También yo, estoy segura, voy a oír algún día la risa de los dioses.


Murcia -Getafe-Berlín-Mollina-Cazorla-Viladecans

19 de octubre de 2006 – 16 de octubre de 2008

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