Aquella noche, la de nuestra segunda conversación, tardé en dormirme. Mentalmente reproducía una y otra vez, con intensidad febril, todo lo que habíamos hablado. Teniendo en cuenta las circunstancias, no estaba descontenta de mí misma. Le había aguantado el pulso a un contrincante de cuidado, que además estaba mejor preparado que yo. Y eso me llenaba de satisfacción, entre otras cosas, porque sabía que había sido sometida a una prueba, y que, de no haberla superado, allí habría quedado todo. También él, justo era reconocerlo, había salido airoso de aquella escaramuza. Si hasta allí había llamado mi atención, ahora me interesaba, y mucho. Tenía que afinar mi estrategia para traspasar su coraza. Casi sin darme cuenta, había pasado, de querer, a necesitar saber más. Debería haberlo tomado como una señal de alerta, pero para bien o para mal esa clase de señales estamos programados para ignorarlas, cuando la inclinación o el deseo toman las riendas de nuestros actos.
Sabía que la tercera conversación sería pronto. Y sabía que ahí tendría que emplearme a fondo, para obtener lo que quería. Sobre ese convencimiento, urdí mi plan. Era atrevido y no estaba exento de riesgo, pero nunca he sido timorata. Me hizo sentir bien. Volvió la noche siguiente. Esta vez, simplemente se conectó. Y aguardó a que yo abriera el fuego. Todo un síntoma.
Buenas noches, Inquisidor.
Buenas noches, Theresa.
Te agradezco que no hayas decidido infligirme una semana de morderme las uñas.
¿Por qué me da que tú nunca te has mordido las uñas?
Era una forma de hablar. Me alegra verte.
Gracias. Uno nunca llega a ser lo bastante cínico como para que no le halague ser bienvenido.
Qué tal tu día.
Bien. Me gusta el verano. Y sobre todo aquí. Es un sitio ideal para mí por otras razones, pero la verdad es que tienen un invierno de mierda.
Qué malo eres. Cómo te gusta hacerme sufrir. Sabes que con eso me picas, sin que me sirva para adivinar dónde vives.
Lo sé, perdona.
Aquí llega diciembre y sigue siendo verano. Siempre es verano. Siempre el mismo día, una y otra vez. ¿Has visto esa película, Groundhog Day? No sé cómo la titularían en español…
De forma poco imaginativa. Atrapado en el tiempo. Sí, la vi.
Pues esto es igual, pero con hamacas y motos de agua. A veces me dan ganas de imitar a Bill Murray y decirles burradas a los turistas que entran en la librería. Total, mañana vendrán otros, idénticos, que pedirán los mismos libros y tampoco tendrán pasado ni futuro, al menos en lo que a mí me concierne.
Haz la prueba, seguro que resulta divertido.
Bueno, no debo estrechar más el margen del negocio.
Eso es verdad. Ah, el bendito cálculo comercial. He ahí un motor de la conducta humana realmente puro. Ojalá todos los demás fueran así. tan claros, tan transparentes… Y tan respetuosos del prójimo.
Mira, nunca lo había mirado así.
Bueno, yo es que he meditado mucho sobre la materia. Durante una época de mi vida vendí cosas. Y creo que es una experiencia por la que toda persona debería pasar. Sobre todo antes de tener alguna responsabilidad sobre otros que le permita darles órdenes. El vendedor debe aprender a persuadir, es decir, a mover suavemente la voluntad de los demás, frente al déspota, que es aquel que por no haber aprendido otro modo se acostumbra a torcerla por la fuerza. Aunque a veces tengo mis dudas sobre el valor pedagógico de lo que uno ha experimentado en carne propia. No está demostrado que haberlo tenido difícil vuelva a la gente más considerada con las dificultades ajenas. En muchos casos, es al revés. Excita la impiedad. O peor, el deseo de revancha.
Puede ser. Pero no me parece mala, tu idea.
Eres muy amable. En fin, perdona la divagación. Te aseguro, para tu tranquilidad, que no me dedico a escribir libros de autoayuda.
Bueno, eso es un alivio. De hecho, me consta que escribes cosas muy distintas. Incluso diría que opuestas a la autoayuda.
Qué le voy a hacer, la vena masoquista es herencia de mi estirpe. Provengo del país que más y hasta fecha más reciente se ha maltratado a sí mismo de toda la Europa occidental…
Jajaja. Sí, probablemente. Pero en eso me caéis bien, los españoles. Vuestro sentimiento trágico de la vida * me inspira ternura.
Quita, quita. Que hemos sido unas malas bestias. A mí la Historia de España me da grima. Y más aún la forma en que la recordamos.
¿Cómo la recordáis?
Poco y obtusamente. Dando por buenas todas las simplezas, cada uno las de los suyos, pero al final todas cortadas por el mismo patrón.
No creo que en eso seáis muy diferentes de cualquier otro país.
Ya. Pero a mí las tonterías ajenas no me afectan, y hasta me distraen. Con las de los míos, en cambio, se me llevan los demonios.
No cabe duda. Eres muy español.
No tengo muy claro que eso sea un cumplido, precisamente.
Para mí sí. Estudié vuestro idioma y vuestra historia. Y al final me he venido a vivir a vuestro país. Bueno, más o menos.
Bien, entonces no me ofenderé.
¿Y te ofenderás si te recuerdo que soy curiosa y que hay cierta historia que aún no me has contado? Perdona que cambie de tema tan bruscamente… O si te parezco demasiado directa.
Desde luego, no te recreas en preámbulos.
La vida es corta. No te enfadarás conmigo, ¿no?
No, no me enfado. Sólo me remito a lo que ya te dije.
¿A qué parte? Al final, me hiciste concebir esperanzas…
¿Eso hice? No sé. Como tampoco sé por qué te interesa tanto.
Vamos, claro que lo sabes. No puedes contar una historia, dar a entender que escondes algo tras ella y pedirle al que te escucha que no te pregunte qué es lo que estás ocultando. Bueno, sí, puedes hacerlo. Pero no debes esperar que el otro se conforme.
Es mi historia. No se la debo a nadie. La doy a quien quiero y como quiero. Y te dije que te costaría convencerme de contarte más.
Comprendo. Tengo que darte razones para que lo hagas.
Es posible que no puedas. Muy posible.
Pero no me dices que sea imposible.
Sería presuntuoso. No te conozco apenas. No sé de lo que eres capaz.
Sabes que con eso me estás provocando. Es lo que buscas, ¿no?
No sé, ¿tú crees?
He estado pensando. Sobre lo que me dijiste anoche y me acabas de repetir ahora. Es justo. No puedo pedirte tu historia así. Tengo que ganármela, aún. Lo que sí me he ganado, creo, es que me prestes atención. Al menos me he esforzado, ¿no?
Sí, eso no puedo negarlo.
Pero ahora tengo que ganarme también tu confianza. Que quieras compartir conmigo lo que no compartes con nadie.
Lo has expresado muy bien. Y ya ves que no es poca cosa.
Le he dado muchas vueltas. Sólo tengo algo para convencerte.
¿Qué tienes, Theresa?
Mi propia historia. Estoy dispuesta a dártela. Sin más. Ahora.
Vaya. Eso es muy generoso por tu parte.
También he pensado en los reparos que podías oponerle a mi oferta. Se me ocurren tres. Uno: que no tienes manera de saber si lo que te cuento es una invención. Dos: que, aunque todo sea cierto, no tiene por qué interesarte. Tres: que puede interesarte, pero no tanto como para contarme a cambio tu historia.
Sí. Son tres reparos razonables.
Pero los tres puedo vencerlos con un solo argumento: yo voy a darte mi historia primero. Tú juzgarás si te parece verdadera o no, si te interesa o no, y si justifica o no que me cuentes la tuya.
Deduzco, pues, que no me pides mi compromiso previo.
No. Ningún compromiso. Apuesto. Que me vas a creer. Que te interesa conocer mi historia. Que querrás corresponderme.
Muy segura estás. ¿Y si yo te dijera que prefiero que no me cuentes nada de ti? No serías la primera persona a la que se lo digo…
Pero no vas a decírmelo. ¿O sí?
Lo que voy a decirte es algo que te debo, por simple honradez y porque creo que tú estás siendo honrada conmigo. No me atraen demasiado los chismes, y mucho menos chismorrear mis cosas. Piénsate bien los detalles que me das de tu persona y tu vida. Porque es muy dudoso que yo vaya a darte, bajo ninguna circunstancia, ciertos detalles de mí. Y si esperas reciprocidad respecto de esos detalles, no vas a tenerla.
No me preocupa dar más de lo que recibo. No suelo llevar la cuenta de esas cosas. Ni doy a los detalles más importancia de la que tienen. Lo que yo quiero es echarle un vistazo a tu alma.
No te prometo nada. Estás advertida.
Lo estoy. ¿Quieres mi historia entonces?
Si tú quieres contarla…
Quiero. Por qué no. Contar las historias ayuda a asumirlas. Y más cuando te escucha alguien que puede entenderlas.
Tampoco puedo asegurarte que sea ese alguien.
Ni yo necesito esa seguridad.
Escucho, pues.
Bien… Ya sabes que soy escocesa y que nací en Inverness. Conoces el lugar, así que no tengo que entretenerme en describírtelo. Una ciudad tranquila, pequeña, tirando a aburrida. Sobre todo en los largos inviernos. En verano se anima más, y hasta vienen bastantes turistas, por la tontería del monstruo del lago, que a fin de cuentas ha resultado ser un hallazgo. Hay mentiras que valen tanto o más que una verdad. Porque el monstruo no existe, pero las libras que nos ha traído su leyenda, sí.
Entre ellas, las que me dejé yo. Visité el museo, incluso.
No te sientas mal por ello. Todos lo hacen. Es inevitable husmear allí donde se crea un misterio. Aunque resulte increíble, y aunque nadie haya encontrado nunca rastro de nada, como en nuestro lago. Bueno, pues allí, en el frío Inverness, tuve una infancia más o menos feliz y una adolescencia accidentada, entre otras cosas porque coincidió con el divorcio de mis padres. Por suerte, era buena en los estudios. Conseguí una beca para ir a Edimburgo y me quité de la circulación. Desde entonces he salido adelante por mis propios medios y nunca he vuelto a vivir en mi ciudad natal. He sido bastante pobre, por temporadas, pero a cambio me libré de ser utilizada como arma arrojadiza en las peleas entre papá y mamá y he podido mantener una relación cómodamente distante con ambos. Cosa que no pueden decir mis pobres hermanos menores, por cierto. Pero no te voy a aburrir con el folletín de mi familia. No tiene nada de extraordinaria, incluso podría resultar vulgar, y aunque supongo que un psicólogo diría otra cosa, para mí no es demasiado decisiva. No les culpo de nada de lo malo ni creo que les deba nada de lo bueno que he llegado a tener. Salvo lo que me llegara a través de los genes, y eso me lo pasaron sin poder evitarlo.
Un psicólogo discreparía, seguro. Pero yo no lo soy.
Pues eso. El quid de mi historia es por qué, a los treinta y seis años, y después de haber visto y hecho otras cosas, me he refugiado en esta isla tan distinta de la que me vio nacer, en un pueblo cualquiera de una costa devastada por la especulación, en un trabajo que no me apasiona y en un matrimonio que me apasiona todavía menos, con un hombre al que nunca he amado y al que respeto lo imprescindible para poder convivir.
Contundente, el quid de tu historia. Ahora sí que estoy intrigado.
Hay un porqué, por supuesto. Si alguien tuviera que resumir mi biografía hasta aquí, supongo que diría que soy una especialista en tomar caminos equivocados. O quizá ésa no sea la palabra. Más bien se trata de caminos que al cabo de un tiempo resultan no ser los que me corresponden, aunque de entrada me pareciesen de lo más prometedor. Eso sí, tengo una virtud. Cuando todo se estropea, no me importa borrar la pizarra de arriba abajo. Y una vez que lo he hecho me angustio un poco, como cualquiera, pero no me derrumbo. Sé que aun así puedo mantenerme en pie. Sé que puedo convivir con mi propia infelicidad. Por eso me atrajo tu blog. Porque, como alguna vez mi vida, olía a naufragio, pero también a resistencia.
No haré comentarios a eso.
Ya ves, estudié Historia, fui una alumna brillante, lo tenía todo a favor para convertirme en profesora. Y un día, de pronto, la Historia dejó de tener sentido para mí. No es que hubiera dejado de interesarme; es que ya no encajaba en mi vida, porque todo se me había vuelto del revés. Pero perdona, me temo que estoy dando rodeos. Te había prometido una historia y estoy tardando en contártela. Es, podemos describirlo así, un drama en tres actos. Ya conoces el final, esta isla, esta vida donde me has conocido. Pero empecemos por el primer acto.
Que no es la infancia, deduzco de lo anterior…
No. En el primer acto yo tengo veintidós años. Soy lista, soy joven y no tengo miedo. He visto hundirse mi hogar sin que la catástrofe me afectara demasiado. He creado mi propio espacio y abierto mi propio camino. Con la beca y trabajos por horas pago mis facturas. Estoy a punto de terminar una carrera que me gusta y se me da bien, y en la que se me ofrecen buenas perspectivas de futuro. Y hay algo más: soy atractiva, y lo bastante consciente de lo que eso representa como para saber aprovecharlo. Disfruto de la sensación de poder que mi cuerpo puede proporcionarme, pero no me dejo arrastrar por ella como una adolescente atolondrada. Sé que me basta desabrochar un par de botones para producir efectos infalibles. Pero también sé que puedo arrepentirme de producirlos. Y los controlo.
Imagino que al darme el detalle de tu atractivo físico no pierdes de vista que estás hablando con un hombre. ¿Cuentas con que la mención cause en mí alguno de esos efectos infalibles que dices?
Me temo que he perdido alguna infalibilidad. Ya no tengo veintidós años. Y por ahora no me he desabrochado ningún botón.
No, has hecho algo mucho más sutil y malicioso.
¿Ah, sí?
Está bien, olvídalo, no voy a caer en la trampa. Perdona que te haya interrumpido. Sigue. Si quieres.
Quiero. El caso es que, hasta ese momento, todo ha sido bastante divertido e intrascendente. He pasado buenos y malos ratos, pero mi corazón está limpio de rasguños. Justo entonces, se cruza en mi vida alguien. Lo llamaremos el Profesor…
Ay, me da que esta historia ya la he leído.
No seas malvado. No voy a decirte que no se parezca a otras. Incluso a muchas. Pero cuando la estaba viviendo, yo la sentía como algo único y asombroso. La mirase por donde la mirase. Todo me parecía prodigioso, imposible, apabullante. Me superaba y al mismo tiempo me hacía sentir dueña del mundo.
Interpreto que se trata de una historia de amor. Todas parecen así. Al menos al protagonista, y más si tiene veintidós años.
Anda, deja que te cuente… Y luego sigues siendo cáustico, si lo deseas. Lo que a mí me fascinaba era, para empezar, tener pendiente de mí, enamorado como un muchacho, al hombre más sabio y más inteligente que jamás había conocido. A un hombre con una vida ya hecha, y con una posición que ponía en peligro por mí. Me fascinaba, también, la atracción irresistible que yo sentía por él, es decir, por alguien que me sacaba veinticinco años. Quién me lo iba a decir, a mí, que siempre había visto con asco a esas parejas de maduro y jovencita, porque sólo podía explicármelas, desde el lado femenino, por el más vil interés. Y sobre todo, lo que me parecía increíble era que aquella especie de olla a presión en la que vivíamos no terminara de estallar. Que pasaran los meses, los años, y que aquel incendio, ni por su parte ni por la mía, y después de haberlo intentado tanto el uno como el otro, hubiera manera de apagarlo.
Suena a una historia de dependencia.
Puedes llamarlo así. A mí nunca me había durado la pasión, y desde el principio contaba con que tarde o temprano a él se le pasaría el capricho. Pero no. Yo seguía colgada de él, y él seguía colgado de mí. Los dos teníamos motivos para creer que era un error. Rompíamos, tratábamos de endurecernos, pero siempre volvíamos. Hasta que dejamos de romper y lo aceptamos, como una condena. Y así vivimos tres años. Felices, diría.
Pues eso es mucho decir.
Lo sé. Pero así lo siento, al recordarlo ahora. Fueron seguramente mis mejores tiempos. Los más plenos. Él fue mi maestro, en tantas cosas. Gozaba escuchándole, mirándole, aprendiendo todo lo que me enseñaba. Y yo… Nunca he tenido como entonces la sensación de ser el sueño de un hombre hecho carne. Me adoraba, más allá de toda prudencia, de todo límite, de toda razón. Como cualquier mujer, en el fondo, desea que la adoren.
Está bien. Lo has conseguido. Me has intrigado. Qué pasó.
Lo que tal vez no imaginas, aunque la historia te parezca tan consabida. Después de mantener durante tres años nuestra relación en la clandestinidad, abandonó su casa, pidió a su mujer el divorcio y se vino a vivir conmigo. Alquilamos un apartamento próximo a la universidad, donde él seguía dando clase y yo colaboraba ya con una beca de investigación y preparaba mi tesis. Es extraño: desde el primer día viví en ese apartamento de los dos, que había sido mi sueño, con una sensación de catástrofe. Y sin embargo, aparentemente, todo iba bien. No discutíamos, era cariñoso y atento, y el sexo funcionaba como nunca. Pero un día, a los siete meses de vivir juntos, me dejó sobre la cómoda un cheque por los cinco meses que nos quedaban de alquiler, hizo las maletas y se marchó sin darme ninguna explicación. Le llamé mil veces, pero no me cogió el teléfono.
No irás a decirme que volvió con su ex mujer.
No. Se fue a Estados Unidos. Le habían hecho varias ofertas que siempre había rechazado, pero esta vez encontró razones para aceptar. Durante tres años no supe de él. No llamó, no escribió. Ni yo a él, por orgullo. No entendía nada, y me torturaba no saber, pero me sentía demasiado dolida y demasiado humillada para preguntarle. Luego me enteré de que había vuelto, con una nueva esposa, norteamericana. Pero entonces yo ya no estaba en la universidad. Y no creí que debiera ir a visitarle.
Debió de ser muy doloroso para ti.
Doloroso es poco. En muchos aspectos él me había abierto los ojos al mundo y me había enseñado la forma de mirarlo. Me había moldeado, haciéndome tan suya como ya nunca podría serlo de nadie más. Me había dejado creer que él también era mío, hasta el punto de romper con toda su vida anterior. Y de golpe, cuando nuestro horizonte parecía despejado, se fue. Más que sola o abandonada, sentí que me quedaba huérfana. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Creí volverme loca. Hubo momentos en los que tuve la certeza de que me iba a morir.
¿Qué pasó? ¿Otra mujer?
No. Según me contaron, a la americana la encontró allí, y no inmediatamente. Se fue solo. He pensado mucho sobre ello, como puedes suponer. Creo que el ánimo se le vino abajo, sin más. Y que le dio vergüenza mostrarlo ante mí. Por eso optó por irse y por el silencio. No quiso contarme lo que había. Cómo decirle a un creyente que has perdido la fe.
No fue muy considerado, de todos modos.
No, desde luego que no. Y entonces le odié, aunque luego tendría ocasión de comprenderle mejor. A veces parece que Dios o quien sea toma nota cuando le recriminamos demasiado algo a alguien. Y andando el tiempo nos coloca en situación de tener que revisar la dureza de nuestros juicios. Por otra parte, es cierto que el Profesor me rompió el corazón, pero también me hizo un regalo que le tengo que agradecer. Con sólo veintiséis años, me obligó a aprender algo mucho más importante que todo lo que me había enseñado hasta entonces: que aun después de perderlo todo, no está todo perdido, porque siempre, no importa cuánto ni cómo caigas, se puede resucitar. Cuando vi que podía seguir viviendo sin él, y con todo el destrozo que me dejó largándose de aquella manera, fue como una revelación. He vuelto a sufrir, y el sufrimiento ha vuelto a resultarme insoportable, y hasta atroz alguna vez; pero ya nunca he vuelto a caer en la desesperación que aquella ruptura me produjo.
Fin del primer acto…
Efectivamente. Veo que tienes sentido del drama. Y así es como empiezo el acto segundo: he gastado mi llanto, he comprobado que no voy a morirme aún, pero mi estado dista mucho de ser envidiable. Por un lado, me siento utilizada y despreciada. No puedo evitar pensar que él nunca me ha querido, que estuve bien como aventura para escapar a la rutina de su matrimonio, pero que le resulté insuficiente para convertirme en el eje de su vida, cuando llegó el momento y la ocasión…
Con lo que mezclas dos cosas. Cabe la posibilidad de que fueras insuficiente para convertirte en el eje de su vida y a la vez que él te quisiera. Incluso que te quisiera tanto que no pudiera soportar decepcionarte.
No voy a negártelo. Pero esa posibilidad entonces se escapaba a mi imaginación. Entonces, para mí, lo uno implicaba necesariamente lo otro. Y había otra cosa que no dejaba de atormentarme: la culpa. En los peores momentos, tenía la sensación de estar sufriendo el justo castigo por mi delito: haber seducido a un hombre casado, haber roto su familia, haber alterado el curso natural de las cosas para satisfacer mi antojo…
El curso natural de las cosas… Se ve que eras joven, Theresa. ¿Qué fue, sino la naturaleza, lo que os hizo caer al uno en los brazos del otro? Lo que pasa es que nos han acostumbrado a confundir lo natural con lo bueno, y lo bueno con lo que convenga al que lo juzga. Y la naturaleza tiene su propio programa, en el que pintamos muy poco.
Ya lo sé… El caso es que, entre el despecho y el remordimiento, tuve que buscar por dónde salir. Y no se me ocurrió nada mejor que optar por la evasión. Durante el día me enfrascaba en el estudio, y durante la noche me entregaba a todo aquello que pudiera hacerme olvidar mis penas. Me acosté con todos los que podía, que eran demasiados. A lo sumo me encariñé momentáneamente con alguno, pero a la mayoría los olvidé apenas los despachaba o me despachaban, que de las dos formas podía mirarse. No digo que no disfrutara, y a veces mucho, es lo que tiene la variedad, la aventura, etcétera; pero cada día tenía el alma más gris y la sonrisa más desvencijada. Por lo menos me sirvió para pasar el tiempo, en esos meses en los que mi tiempo no tenía mayor objeto. Hasta que encontré a quien conseguiría que volviera a tenerlo. Lo llamaré el Redentor…
Suena casi místico.
Lo fue, en cierto modo. Él me sacó del agujero donde estaba metida y me devolvió a la luz. Por él dejé la universidad y la Historia, que se habían vuelto para mí un pasatiempo tan vacío como mis correrías nocturnas. Fue él quien me convenció de que, si quería romper de una vez con el pasado, debía empezar por abandonar aquel lugar y aquella ocupación que me mantenían unida al recuerdo de todo lo perdido. Fue él quien me ofreció una nueva vida, un nuevo trabajo, una nueva casa. Me lié la manta a la cabeza y me fui con él a Londres. Y no me arrepentí de hacerlo. Me sentí revivir, y con su ayuda pude restañar las dos heridas que no habían dejado de sangrar desde que el Profesor me abandonara: la de mi orgullo y la de mi conciencia. Volví a sentirme digna. Volví a sentirme buena. Y me empeñé, con todas mis fuerzas, en corresponderle y en hacerle feliz.
Lo que lograste, imagino. Pero no indefinidamente.
Eres sagaz, Inquisidor.
Bueno, me has dado pistas. Sé que ya no estás con él. Y por alguno de tus comentarios anteriores, adivino que esta vez fuiste tú la mala.
La mala. La débil. La desertora. La que perdió la fe. Y lo más grande del asunto es que no me di cuenta. No hasta que, después de haberle sido escrupulosamente fiel durante cinco años, me encontré dando gritos como una loca encima de otro tipo, y pensando que era una cerda y una idiota por hacerle aquello a un buen hombre que me quería y al que quería, pero a la vez que no lo podía impedir, que no tenía razones suficientes para impedirlo, o lo que era lo mismo, que el maravilloso cuento de la redención por el amor se había acabado.
En fin, así es la vida.
Naturalmente, me resistí durante un tiempo a aceptarlo. Quise enmendarme, creer que todo podía volver a ser como antes, que no había sido más que un accidente, etcétera. Pero a los veinte accidentes, siempre con el mismo partenaire, la conclusión se impuso: mi salvador se había quedado sin poderes, y yo volvía a ser una niña perdida en el bosque. Porque el tipo al que me estaba cepillando, y no me engañaba al respecto, no era ni sería nunca nada. Tan sólo el certificado de defunción de mi bonita historia de regeneración tras el desastre. El billete de regreso hacia la intemperie de la que el Redentor me había rescatado.
¿Cómo acabó? ¿Te pilló? ¿Confesaste?
Me dejé pillar. No es tan penoso como confesar, ni tan vergonzante como que te pillen. Surte el efecto catártico de la confesión y tiene la ventaja de que no has de esforzarte en buscar las palabras para nombrar lo que sólo puede dolerte y doler al otro. Además en mi caso la papeleta era más difícil. No sólo rompía mi pareja. También perdía mi trabajo y mi casa, que tenía gracias a él. Sabía que no podía evitar el desenlace, pero no tenía valor para sentarme fríamente delante de él y desencadenarlo. Así que lo dejé suceder. Fue cruel. Pero más simple. Fui expulsada y eso me ayudó luego, para poder superarlo.
A primera vista, sería él quien tuviera que superarlo, ¿no? Fuiste tú la que se cansó y se buscó otro plan.
Me tiraba a otro, solamente. Pero no tenía nada, había perdido lo que me había mantenido en pie durante los últimos cinco años y no podía responsabilizar de la pérdida a nadie más que a mí. En cierto sentido, lo pasé mucho peor que cuando me abandonaron. Esta vez la culpa fue inmensa, insufrible. Porque yo quería seguir queriéndole como antes, sin que hubiera en mi corazón espacio para nada más, pero primero había dejado de hacerlo, luego le había engañado, y al final no había encontrado otra forma de separarme de él que herirlo hasta el punto de obligarlo a echarme. Me sentía malvada, estúpida, incluso llegué a dudar seriamente de mi salud mental. Porque lo más terrible era que seguía sintiendo mucho cariño por él.
Entiendo. Y deduzco que pasaste, encima, apuros materiales…
Severos. De golpe en paro, sin casa… Imagina.
¿No pediste ayuda?
A papá y a mamá, descartado. No me había librado de ellos con dieciocho años para ir a meterme bajo el ala de ninguno de los dos con treinta y tres. Me busqué la vida, sin muchos escrúpulos, tengo que reconocerlo. Viví un tiempo en el apartamento del tipo con el que me había liado, hasta que me conseguí una habitación en otra parte y un trabajo de recepcionista en un hotel con el que poder pagarla. Por suerte me di prisa, porque la convivencia empezó a naufragar en seguida. No sé quién le había dicho que era válido el silogismo según el cual ser capaz de arrancarme orgasmos le daba derecho a esperar que supeditara mi vida a la suya en todos los órdenes, desde hacerle de criada hasta compartir sus deplorables gustos y su tediosa afición al fútbol. Por eso me preocupé de que no supiera adónde me iba a vivir ni dónde trabajaba. Un día me largué del apartamento, sin avisar, y eché la llave en el buzón. Cambié de móvil y de e-mail. Y listo. Lo había conocido a través de Internet. Ésa es la ventaja de las comunicaciones en nuestro tiempo: con la misma facilidad con que las estableces, puedes cortarlas. Cuando menos si aceptas ser nómada, y yo lo acepto.
Con lo que se cierra el segundo acto, o mucho me equivoco.
No, no te equivocas. El segundo acto termina justamente aquí y así: con la protagonista salvando como puede los pocos muebles de su vida, otra vez triste y culpable, más triste y más culpable, pero a la vez más dura. Lista para el siguiente paso, que no la llevará al paraíso soñado, sino a una forma de aceptación, que es, al final, lo que nos permite estar y seguir en el mundo.
Lo admito. Te las arreglas para despertar mi curiosidad.
De eso se trata.
Pero no deja de sorprenderme. Voy a serte sincero. No debería interesarme lo que me cuentas. No me gusta que la gente me cuente su vida sentimental porque, dejando de lado el hecho de que todos los amores y desamores se parecen demasiado, casi todo el mundo tiende a una solemnidad empalagosa, por el afán de justificarse y consolarse, cuando entra en esa materia. Tú no. Sabes distanciarte. Eres fría y meticulosa, incluso respecto de tu propio drama.
No creas. No soy tan fría. Aunque venga del frío…
Sí al evocarlo, al menos.
Trato de ser fiel a los hechos, nada más. Y te estoy hablando de dolores pasados. No te voy a decir que no quede un rescoldo, pero una aprende a estar atenta para no poner en él la mano y no dejarse quemar por él. Eso es todo.
Perdona la interrupción, otra vez. Sigo escuchando.
Gracias. El tercer acto es el más sencillo, el más corto, y quizá el más aburrido de todos. No hay grandes pasiones ni grandes traiciones ni grandes éxtasis como en los dos anteriores. De hecho la protagonista vive deliberadamente entregada a una existencia solitaria y pasiva, tanto que resulta casi insípida.
Me cuesta creerlo.
Pues créelo. Durante meses, apenas salí de casa para otra cosa que no fuera ir a trabajar. Había perdido el contacto con mis amigos de infancia, con los de la universidad, y en Londres sólo había establecido relaciones a través del Redentor. Cuando hice por perderle a él, las perdí en el mismo paquete. No conocía a más gente que la del hotel, y me las arreglé para evitar cualquier acercamiento con ninguno. Fue entonces cuando me enganché de veras a Internet. La Red abastecía todas mis necesidades de contacto con el mundo exterior. Me proporcionaba entretenimiento, una conversación sin compromisos cuando tenía ganas de hablar con alguien, y desahogo si se terciaba. Hay quienes desdeñan la relación virtual por la falta de encuentro físico y de apego real entre quienes la practican. Para mí, esto era una ventaja: no corría el riesgo de enredarme con nadie que pudiera perjudicarme, o a quien yo quien pudiera perjudicar. Por eso no dejaba que nada durase mucho y tampoco que me calara más de la cuenta. Buscaba intercambios en los que hubiera una mínima cortesía: no exigía más, ni dejaba que me lo exigieran. Y descubrí que, en esos términos, la experiencia podía ser, con un poco de suerte, más convincente y satisfactoria que en tantas ocasiones que recordaba del mundo real.
No me parece inverosímil. En el fondo no hay tanta diferencia. A fin de cuentas el mundo real también nos lo inventamos.
¿Qué quieres decir?
Bueno, lo que llamamos realidad material no es más que una representación de nuestra mente, formada a partir de los estímulos que le hacen llegar los sentidos. Y que siempre está desfasada, además.
¿Desfasada? ¿En qué sentido?
Nunca vemos lo que es, sino lo que ha sido hace un lapso de tiempo. Años, si se trata de una estrella, fracciones de segundo si se trata de nuestra uña. Pero nuestra percepción es siempre recuerdo, y el recuerdo, como sabe cualquiera que haya vivido un poco, siempre conlleva una deformación. Así que, si lo piensas bien, todo es virtual.
Bueno, yo no filosofaba tanto. Me limitaba a constatar mis sensaciones, y a considerarlas sin prejuicios. Y si me permites la confidencia, viví muchos ciberpolvos bastante mejores que una buena parte de los que en la realidad no virtual había tenido la dudosa fortuna de protagonizar.
No comentaré nada.
No seas mojigato. A veces pareces un Inquisidor de verdad.
No soy mojigato. Sólo me abstengo de comentar. ¿O se esperaba que hiciera alguna observación al respecto?
No, hoy no.
Me alegro. Habría lamentado defraudar tus expectativas.
No estoy del todo segura de eso, pero en fin, a lo que íbamos. Ya no me queda mucho del tercer y último acto, como ya habrás imaginado. El hotel en que trabajaba pertenecía a una cadena que también tenía un establecimiento en Glasgow. Mi jefe, un hombre singularmente amable al que además había dado razones para apreciarme como trabajadora, pensó que me gustaría regresar a Escocia y me dijo que había un puesto allí y que podía gestionarme el traslado. No había contemplado nunca esa posibilidad, tampoco me atraía especialmente, pero nada me retenía en Londres. Le dije que sí y me mudé a Glasgow, donde la fortuna quiso que sólo viviera tres meses. Allí conocí al que hoy es mi marido. Llamémosle el Apaciguador.
Entenderé que a partir de aquí no me des más detalles. No quiero saber nada que no sea de mi incumbencia, y tampoco quiero tener la sensación de que traicionas conmigo la intimidad conyugal.
Qué anticuado eres, señor Inquisidor.
Puede que sea anticuado, lo admito. Pero sobre todo se trata de que prefiero no traspasar ciertos límites.
Sólo estoy contándote una historia, no te preocupes. Y no voy a pasar de ahí. Tampoco pensaba ser demasiado exhaustiva en mi relato. Creo que te basta con saber que él se alojó en el hotel durante un par de semanas, que el trato profesional condujo a una cita que acepté porque me pareció un hombre cálido y tranquilo del que no había nada que temer y que tres meses después consentí en casarme con él, abandonar mi trabajo y acompañarle aquí porque supo confirmarme esa primera impresión. Y sobre todo, porque le dije que no estaba enamorada de él, que posiblemente nunca lo estaría y que no iba a aceptar que ningún hombre se creyese mi dueño, y no consideró que nada de eso representara una razón para retirar su propuesta. Desde entonces vivo con él, lo que creo que a él le hace razonablemente feliz y a mí me permite sentirme razonablemente libre y en paz. Al menos, tanto como nunca lo estuve. Me trata bien, no me dice lo que tengo que hacer y no me pide jamás explicaciones. No es amor, al menos no lo es por mi parte, pero me ha permitido desterrar el desasosiego de mi vida. Y no tengo que mentir, ni pedir que me mientan, lo que resulta todo un alivio.
De modo que el drama tiene final feliz.
Intuyo cierta ironía en tus palabras, señor Inquisidor. No me malinterpretes. No me he convertido en una cínica ni nada por el estilo. He encontrado un arreglo que me permite hacer las paces conmigo misma, después de todas mis equivocaciones. Sé que no es óptimo, puede que tampoco sea definitivo, pero no estoy estafando a nadie. Y si algún día se me presenta algo mejor, estoy abierta a probarlo. Por qué no. Mis fracasos no me han arrebatado la fe. Sólo me han hecho dejarla en suspenso.
No sé si entiendo bien el matiz. Y tampoco voy a hacerte la pregunta que cualquiera, llegado a este punto, te haría en mi lugar.
Hazla. Eso no te desacreditará ante mí.
Ya te dije, no me gustan los chismes.
Déjame adivinar. Te preguntas dónde está y qué hace mi buen Apaciguador, ahora mismo, a las cuatro y media de la mañana, mientras su esposa está chateando con otro hombre.
Yo no me pregunto nada, insisto.
Pues respondiendo a eso que no te preguntas, mi marido duerme. Y no sabe lo que estoy haciendo, pero es muy consciente de que no me siento obligada a contarle todo lo que haga, dentro de los márgenes que dejamos establecidos en su día.
Tampoco te preguntaré por esos márgenes.
Entonces tampoco te responderé que son bastante amplios. Me gusta ser leal, así que me preocupo de definir los términos de mis lealtades de modo que no tenga que incumplirlos.
Ya veo. Gracias por la confianza, Theresa. Por si te sirve de algo, te diré que no me ha aburrido tu historia. En ningún momento. Y me ha resultado verdaderamente instructiva. Te estoy agradecido.
Sabes que no buscaba instruirte, precisamente.
Lo sé.
¿Y?
Y… Vuelve a ser muy tarde.
Tengo reloj.
Mañana, a medianoche.
¿Qué pasará, mañana a medianoche?
Algo. Buenas noches, Theresa.