Mi querida Theresa: *
En su día convinimos decirnos sólo verdad. Por eso tengo que empezar pidiéndote que aceptes que no te explique la índole precisa del contratiempo que me llevó a interrumpir de forma tan descortés nuestra última conversación, y que durante estas semanas me ha impedido reanudarla. No es algo que desee contarte, creo que ni siquiera debo hacerlo, y siento de tal modo este impedimento que con cualquier cosa que pudiera decirte, por vaga que fuera, correría el riesgo de sugerir lo que no es, llevándote a interpretar algo distinto de lo que realmente ocurrió. Y eso, mentirte, es lo último que me permitiría, contigo que has sido, me consta, veraz e íntegra conmigo. Así que me limito a pedirte perdón, sin poder darte excusa alguna.
Dicho lo anterior, tal vez estés tan enfadada que no te apetezca seguir leyendo. Pero de todos modos yo tengo que escribir esto, que no sé muy bien cómo calificar. Es, o pretende ser, una confesión, aunque no vaya a entrar en los pormenores que normalmente asociamos a esa palabra. También quiere ser una prueba: no me gustaría que pensaras, porque no es así, que me he dedicado a jugar contigo. Hace tiempo que perdí interés por los juegos, al menos por los de cierto tipo, y por eso me resultaría muy desagradable pasar ante ti por jugador. Me importa mucho demostrarte que no lo soy. Por último, intento dar cumplimiento a aquello a lo que me comprometí, porque no quiero que quede en ti la sensación de que algo me hizo cambiar de idea. He incumplido compromisos en el pasado, y esa experiencia, unida a una larga meditación posterior, me ha enseñado una lección que procuro aplicar a rajatabla: no te comprometas nunca a la ligera, pero una vez que lo hagas, revienta o rómpete antes de fallar. Porque lo peor de las deudas insatisfechas no es el menoscabo que uno pueda sufrir en la consideración del acreedor: del acreedor uno puede protegerse, apartarse, incluso borrarlo de la mente. La consecuencia más dañina de nuestros incumplimientos es que nos van empujando, de un modo tan imperceptible como inexorable, hacia el borde de nuestro propio abismo interior. No se trata de que los demás no se fíen de uno, sino de acabar no fiándose de uno mismo: llegados a ese punto, no hay manera de impedir el desastre. Tardé mucho en aceptar que debía comprometerme a algo contigo. Pero cuando lo hice, fue con el convencimiento de que tenía sentido y lo podía cumplir. Y ese convencimiento, por eso estoy aquí ahora, no me ha abandonado.
Así que hago esto para ti, pero lo hago también por mí. Y no te engaño, me siento raro, porque en el fondo no sé quién eres, porque nunca nos hemos mirado a los ojos ni estoy seguro de que me conviniera conocerte. De hecho, creo que en este momento estoy decidiendo, por si había alguna remota posibilidad, que nunca te conoceré. Eso es lo que me permite hacer contigo lo que no hago con nadie. Hablar directamente de mí.
Busqué una historia ajena porque no tengo la naturalidad que tú tienes para hablar de mis propias cosas. Un día me dijiste que eso quería decir que me avergonzaba de lo que había sido o había hecho y no te lo negué. Es una de las razones que me mueven a ser reservado con lo que a mí se refiere y a preferir ocuparme de las andanzas de otros. Pero no la única. Quizá tampoco la principal. Podríamos discutir qué sentido tiene contar una historia: mal mirado no es más que gastar o perder el tiempo, limitado, que podemos destinara vivir. Pero el hecho es que las contamos, y dejamos que nos las cuenten, una y otra vez, y ya que este acto parece resultarnos ineludible, debemos encontrar la manera de hacerlo provechoso. Como consumidores de historias, escoger aquellas que nos enriquezcan, por estimulantes, por emocionantes, por iluminadoras. Como narradores, contar aquellas que podamos enriquecer, y con las que podamos enriquecer a los demás y a nosotros mismos. Por eso, justamente, me abstengo de contar mi historia.
Si tiene algún sentido contarla, extremo que antes habría que resolver, creo que no soy yo quien debe hacerlo. Disto mucho de ser el narrador que le aportaría esa consistencia que a una historia cabe exigirle: me sobrepasa, no termino de entenderla, y cada vez que la recuerdo la degrado un poco. Podría intentarlo, si algún día estuviera fuera de mí. Entretanto, renuncio: que me cuente otro, cualquiera de los que han tenido noticia de mi paso por la Tierra. Tú misma, si te apetece. Lo harías bien, seguro. Una buena historia no tiene por qué ser completa ni exacta. Basta con que sea verdadera, y con que el que la cuenta tenga la capacidad de ponerle alma.
Yo me creí capaz deponerle alma a la historia de Teresa Valle. El alma, la verdad y la coherencia que no podía ponerle a mi propia historia. Creí tener la distancia suficiente para comprenderla y para hacerla comprender, y a la vez una afinidad con los personajes que me permitía darles cuerpo y hacérselos sentir al lector. Por eso empecé a escribirla. Luego me entraron dudas, y por eso la interrumpí. Pero sé que mi frustrada y estrambótica empresa novelesca no es lo que ahora te interesa. No voy a hablarte de ella, sino de lo que de ella me sirve para acercarte a esa historia mía que, sin contarla, tengo que encontrar en esta carta el modo de contarte.
Me preguntaste si yo era el inquisidor. Te respondí que sí y no. Que era el inquisidor, pero también sus dos víctimas. Con eso, sin decírtelo, te lo dije todo. En ellos tres, detalles aparte, está resumida mi historia entera: la sustancia contradictoria de lo que he sido y por tanto soy. Sobre este asunto de la identidad he desarrollado una teoría que a lo mejor te hace recelar de mi salud mental, del mismo modo que un día, según me dijiste, llegaste a dudar de la tuya. Confidencia por confidencia, te la cuento. A lo largo de la vida, es inevitable, todos sufrimos cambios y accidentes. Con el tiempo vamos acumulando así personas que hemos sido, y luego hemos dejado de ser. Al llegar a cierta edad, somos tanto el que en ese momento vive como una colección más o menos larga de muertos. Pero los muertos, contra lo que suele creerse, no se están quietos, y además son rencorosos: desearían ver al que está vivo incorporado a su lúgubre compañía. El resultado es que siempre estamos, en cierta forma, sosteniendo un pulso contra todos nuestros yos muertos. Podemos seguir adelante mientras nuestro yo vivo sea más fuerte que todos ellos. El día que ellos pueden más, la partida se acaba. Por eso, en la vida, conviene no dejar de ser demasiadas veces. Para no reforzar más de la cuenta las filas del enemigo.
Yo no he sido muy prudente, a este respecto. No sólo cargo con unos cuantos muertos, sino que algunos de ellos son rivales de cuidado. Puedo hacer sin embargo una lectura optimista: si logro mantenerlos a raya es que mi yo actual es fuerte también. Por eso me empeño en conservarlo, porque me permite enfrentarme a mi pasado y salir airoso, y porque temo que si él cae no seré capaz de levantar un nuevo yo que pueda plantarle cara a ese batallón de muertos del que él habrá pasado a formar parte.
Y ahora vuelvo a nuestros tres personajes. Ahora puedo decirte quiénes son y qué significan. El implacable inquisidor es uno de mis yos muertos. El flaco confesor, otro. Y en cuanto a la irreductible Teresa… Quiero creer que a estas alturas ya lo habrás adivinado. Seguro que sí.
Teresa es mi yo actual.
Cuando me contaste tu historia, me la presentaste como un drama en tres actos. Me pareció una buena forma de hacerlo, y creo que también puedo aplicar a la mía la misma fórmula. A veces nos esforzamos inútilmente en complicar las cosas y en tratar de ser originales, cuando la mejor solución es tan simple como consabida. Desde hace siglos, la trinidad ha servido al hombre para describir el mecanismo de su propio razonar, para explicar el despliegue del ser en el tiempo y hasta para acercarse a la comprensión de Dios. No es extraño que sirva, además, para darle forma a un relato. Por otro lado, coincide que yo tengo aquí tres personajes. A cada uno de ellos viene a corresponderle el protagonismo de un acto de mi drama.
Primer acto. Fray Francisco. Ya he podido comprobar que de los tres es el personaje que menos parece interesarte. No me sorprende, y supongo que para cualquiera que tenga conocimiento del proceso es el que despierta menos simpatías. Se trata de un hombre en el fondo débil, que se aprovecha del ascendiente que por su condición de confesor tiene sobre las monjas para manipularlas y para satisfacer, nunca sabremos hasta qué punto, su vanidad y sus más primarios instintos. Mientras puede prevalerse de su autoridad, y de la impunidad que le proporciona, se conduce con una osadía que llega a ser temeraria: en sus confianzas físicas y verbales con las monjas, en su continua violación de la clausura, y hasta en las doctrinas heréticas que se permite compartir con la priora, y por las que ya sufrió una vez un escarmiento que debería haberle vuelto más cauto. Pero cuando la maquinaria inquisitorial se le viene encima, se desmorona y admite su incapacidad para resistirse a la tentación, es decir, para gobernarse a sí mismo. Con ello trata, cobardemente, de evitarse un mal mayor. Todo su atrevimiento, toda su heterodoxia, toda su elocuencia, se desvanecen. Se retracta de todo, acepta ser un miserable rijoso y se humilla ante el tribunal. Y la Inquisición le perdona la vida, pero lo aplasta como a una cucaracha.
Yo lo entiendo bien, a fray Francisco. Porque también yo he sido débil y he utilizado la ventaja de una posición para alcanzar mis propios fines, y porque luego, cuando mi comportamiento quedó en evidencia, no supe justificarlo ante otros ni ante mí mismo y no encontré otra salida que rendirme y declararme culpable. Pero debajo de todo eso hay algo más, algo que nos aporta la clave para interpretar las imprudencias del confesor y que también tiene que ver con mi propio caso. Al darse cuenta de que tenía a su merced a aquella treintena de muchachas desprevenidas, fray Francisco debió de experimentar una especie de euforia. No hay que descartar que, dejándose arrastrar por ella, acabara convenciéndose de que no había pecado alguno en su proceder. Dios le había dado la oportunidad de llevar a la práctica, con aquellas mujeres sometidas a su voluntad y en un entorno providencialmente resguardado del mundo exterior, las creencias por las que en otro tiempo había sido condenado. ¿Acaso no tenía ahí un indicio de que esas creencias gozaban del beneplácito divino? Lo que sospecho es que, a partir de cierto momento, fray Francisco llegó a sentirse autorizado a no respetar los límites que la intransigente doctrina de la Iglesia le marcaba. Desde ahí, muy bien pudo ir más allá, hasta creerse llamado a protagonizar, junto a sus hipnotizadas monjas, la reforma de la Iglesia misma.
También yo, mi querida Theresa, llegué a creer que se me permitía lo que para otros, en su visión estrecha y convencional de la vida, estaba prohibido. Cuando infringí las reglas no lo hice con una sensación de torpeza, sino pensando que en mis actos había una suerte de legitimidad, de necesidad incluso. No te diré que no me estorbara la conciencia, o que no cayera en la cuenta de que estaba saltándome unas normas a las que yo mismo me había atenido hasta entonces, pero mi delito me producía una embriaguez tan irresistible, y me hacía sentir dentro de mí una fuerza tan poderosa, que no admitía ninguna posibilidad de contención. Desoír aquella llamada podía ser mi deber ante otros; pero también implicaba traicionarme a mí mismo. Así fue como crucé la raya. Sin titubear. Con entusiasmo.
En algún momento pasó por mi cabeza la idea de que mi infringimiento era una prueba de valor, de singularidad, incluso de grandeza. El mundo está lleno de corderos mansos que obedecen por miedo o por falta de ocasiones y de imaginación para salirse del redil. Yo ya nunca sería como ellos, había tenido el coraje de saltar la valla y arriesgarme a las consecuencias. Pero mi arrogancia duró tanto, o tan poco, como mi impunidad. Cuando me vi expuesto a esas consecuencias, se vino abajo. Como fray Francisco, en vez de sostener ante el tribunal mi herejía, renegué de ella, me sometía la ortodoxia y pedí perdón. No tuve la fortaleza para permanecer impenitente, y esa claudicación echó por tierra todas mis pretensiones anteriores. Los valientes, los singulares, los grandes, no se humillan ante el inquisidor. Se mantienen firmes y se ganan la hoguera. Y con ella el respeto.
Al final no ardí en la hoguera, pero tampoco me perdonaron. Tuve mi castigo y, como el del confesor, no fue benévolo. Me supuso quebrantos considerables, en todos los aspectos. Perdí mis propiedades, mi reputación y, sobre todo, el apoyo de personas que eran importantes para mí. De creerme capaz de cualquier cosa, pasé a no tener la menor seguridad para emprender nada. De un golpe, volaron mi libertad, mi dignidad y mi ilusión de vivir. El deterioro me resultó tan brutal que me quedé en estado de shock, reducido a una impotencia que no había soñado ni en mis peores pesadillas. Hasta ese momento, mi existencia había sido una continua progresión, en todos los sentidos: lo último que había contemplado era que pudiera sufrir un retroceso tan drástico y tan inapelable como aquél. Mi mente no estaba preparada para asumirlo y se bloqueó. Cuando lo recuerdo desde aquí, no puedo evitar pensar que uno no termina de conocerse a sí mismo hasta que tiene que enfrentarse a un revés que le suponga una pérdida realmente trascendental. Por resumirlo en una sola frase: no sabemos quiénes somos hasta que nos llega la hora de ser menos de lo que hemos sido.
He imaginado a menudo lo que debió de sentir fray Francisco en la reclusión a la que fue condenado. Privado para siempre de su dignidad eclesiástica y de la posibilidad de volver a tener bajo su dirección espiritual una manada de dóciles cervatillas. Vejado, despreciado, solo. Sé por experiencia hasta qué punto puede llegar a dolerle a un hombre verse así, despojado a la vez de aquello de lo que un día disfrutó y de la estima de sus semejantes. Pero eso, a fin de cuentas, es sólo una parte del dolor, la más inmediata, y no es la más difícil de soportar. Hay otra parte que resulta mucho más terrible. Tanto, que puede llegar a matarte. Como me mató a mí.
Y aquí da comienzo el segundo acto. Que trata de cómo, sin dejar de ser fray Francisco, me convertí en el inquisidor. Cuando tomé plena conciencia de la catástrofe, y de cómo se me había venido encima, mi primera obsesión fue tratar de entender por qué me había sucedido aquello. Examiné una y otra vez los hechos: las actitudes, las acciones y las omisiones, tanto mías como de otros. En medio del destrozo, creí que ante todo debía ser justo, conmigo y con los demás. A la infelicidad y a la derrota no quería sumar la equivocación. Debía encontrar, pensé, una forma de reivindicarme.
Pero no puede elegir un camino más erróneo para perseguir ese objetivo. El ejercicio de escrutinio al que entonces me entregué se reveló nefasto, por no decir devastador. No logré encontrar ninguna razón sólida en mi conducta, que examinada de forma retrospectiva me parecía tan sólo irreflexiva e insensata. Más que mi posible maldad, me avergonzaba mi incuestionable estupidez, el modo absurdo en que me había expuesto y había perdido. Con la perspectiva del tiempo, me costaba comprender cómo había podido creer en algún momento que de aquello saldría algo diferente del descalabro en que había concluido todo. La única explicación admisible era que mi naturaleza era deficiente, que todo se debía a una tara que me lastraba y a la que nunca me podría sobreponer. El inquisidor, ya instalado dentro de mí, machacaba inmisericorde al inerme fray Francisco, sin ofrecerle un solo resquicio que le permitiera justificarse. En cambio, cuando sopesaba la dureza de mi penitencia, lo que implicaba valorar los actos de aquellos que me la infligían, el inquisidor se mostraba comprensivo. Cualquier atropello del que se me hiciera objeto tenía motivación suficiente en mi falta. Quien abre la caja de Pandora, ha de saber soportar todo lo que contiene.
Lo peor de enfrentarse a la acusación sostenida por uno mismo, y de tener a uno mismo como verdugo, es que nadie conoce mejor nuestros rincones oscuros y nuestros puntos débiles. A otro puede escapársele alguna infracción, o podemos confiar en que fallará algún golpe. Pero cuando el oponente está dentro, todos nuestros yerros quedan a la vista y todas las cuchilladas hacen carne. La desnudez es tan absoluta que uno comprende la esterilidad de la resistencia. Como le ocurre a fray Francisco en el potro. Como me ocurrió a mí, mientras ordenaba al alguacil que le diera vueltas al torno con el que estiraba mis propios miembros y aumentaba mi propio dolor. Desdoblado en juez y reo, exterminaba en mí toda esperanza.
Fue entonces, en el momento en que mi propia alma tomó la forma de aquel implacable acusador que todo lo veía y todo lo castigaba, cuando supe que estaba acabado. No tenía ningún sentido perseverar en una vida normal, hacer proyectos o pensar en el futuro, cuando había quedado establecida, por sentencia de un juez al que nunca podría sustraerme, mi completa e irrevocable culpabilidad. Dejé de pelear y a partir de ahí me limité a realizar los actos indispensables para mantener mi supervivencia física.
En algún momento, la lógica me llevó a explorar la idea de añadir a la muerte de mi espíritu la muerte de mi cuerpo. En cierto modo, carecía de sentido seguir alimentando y sosteniendo una carcasa cuyo motor y cuyos circuitos esenciales habían quedado inutilizados. Pero cuando me puse a pensar en la mecánica del asunto, me pareció tan ridícula como innecesaria. Si se analiza bien, el suicidio es un acto de voluntad, de una voluntad tan intensa y extrema que obliga a generar la fuerza suficiente para provocar que deje de funcionar una máquina que aún tiene energía para seguir funcionando. Yo no tenía esa voluntad, y tampoco me veía en la tesitura de tener que provocar un desenlace tan aparatoso y tan desagradable para los que le sobreviven a uno. Ni siquiera para acabar con mi sufrimiento. El sufrimiento, a partir de un cierto punto, genera su propia conformidad. En mi caso, había llegado a persuadirme de que aquella extraña dicotomía, entre un cuerpo que alentaba y un espíritu inerte, no tardaría mucho en resolverse por sí sola. No tenía más que esperar, con paciencia y sin miedo. Qué puede temer, en fin, aquel a quien lo peor le ha sucedido ya.
No podría precisarte ahora cuánto duró el triunfo del inquisidor. Sé que fueron muchos meses. Durante ese tiempo, mi otro yo, el del fraile pisoteado y prisionero, no intentó rebelarse: aceptó su suerte, mientras se desconectaba paulatinamente del mundo. En su celda tenía muy poco, pero aun de ese poco que no le habían requisado dejó de servirse. Descubrí así el verdadero ascetismo, que no es el de quien se mortifica o se priva para lograr recompensa, sino el de quien acaba encontrando, en la renuncia a todo, su propia forma de ser y existir. Desde entonces sé que un hombre puede arreglarse con la mitad de la mitad de la mitad de lo que tuvo. Y que en ello puede fundar su equilibrio, cuando no encuentra otro punto de apoyo.
Podría haber seguido así indefinidamente. El inquisidor era fuerte, y fray Francisco no. Uno tenía el poder de imponer sus designios, y el otro estaba incapacitado, no ya para oponerse a ellos, sino incluso para luchar por su propia causa. Pero si estoy aquí escribiéndote, Theresa, es porque al final logré desembarazarme de ambos. Y cuando digo esto, no quiero decir que hayan desaparecido por completo de la escena. Sé, como antes te dije, que siguen ahí. No me he librado del todo (nunca me libraré del todo) de las flaquezas y el masoquismo del fraile, ni del rigor y la saña del inquisidor. Pero ahora, tanto el uno como el otro forman parte de mi compañía de muertos. Encontré quien acabara con ellos, y me devolviera a mía la vida.
Y de eso trata el tercer y último acto. El que habría dado sentido a mi abortada novela, si hubiera tenido la constancia para escribirla hasta el final. Porque bien puede haberte parecido otra cosa, a juzgar por el fragmento que leíste, pero lo que con ella intentaba era hacer un canto a lo que nos permite vivir, a pesar de nuestros errores, y resucitar, a pesar de nuestros desfallecimientos. Esto fue lo que encontré en la personalidad de Teresa Valle, pero también fue lo que un día, cuando ya no contaba con ello, me tropecé en mi propio interior. Quizá deba aclarar, de todos modos, que mi intención al escribir una historia sobre esta cuestión no era ofrecer a los afligidos alivio para sus males. De la clase de mal que nos ocupa no hay que aliviarse. Hay que hacerle sitio. Conocerlo. Y adueñarse de él.
Hemos hablado mucho sobre Teresa Valle, en los últimos días. Es gracioso que siempre me ha dado la impresión de que te sentías obligada a defenderla contra lo que interpretabas que eran ataques hacia ella por mi parte. En el fondo, no sé si lo sabes (y espero que no te moleste que te lo diga, porque lo hago con cariño), eres una moralista. Cuando yo sugería que nuestra priora no era inocente, o que no decía siempre la verdad ante sus jueces, o que trasladaba sus culpas a aquellos demonios imaginarios y al confesor, o que se había aprovechado de la protección de sus amigos poderosos para salvarse, o que hacía gala de una memoria y una desmemoria selectivas, tu lectura era que todo aquello la desacreditaba, y tu simpatía por ella te abocaba a rebatirme. No te dabas cuenta de que mi simpatía por ella es mayor que la tuya, porque me lleva a estar de su lado no sólo en aquello que resulta irreprochable desde el punto de vista moral, sino también en todas esas circunstancias y acciones que a ti, después de todo, no dejan de resultarte censurables. Para mí, Teresa estaba en su derecho de recordar sólo lo que le interesara, de mentir para negar aquello que la comprometía, de cargar a los demonios y al confesor y a quien pasara por allí todo lo que pudiera y de aprovechar para su causa cualquier recurso espurio, ya fueran sus amistades, sus influencias, o el interés de quienes la iban a juzgar. Es más, era su obligación. Porque ante todo debía preservarse, frente a quienes se habían arrogado la odiosa potestad de destruirla. Aunque no fuera inocente, lo que tampoco, dicho sea de paso, la desacredita ante mí. Nadie es inocente, y sólo los imbéciles y los canallas pretenden serlo. La humanidad es incompatible con la inocencia, y pese a ello, todos los humanos merecemos vivir. La culpa no nos hace inferiores: es la que da testimonio de nuestra condición. Por eso no debemos dejar que nos aplasten con ella, y tampoco rehuirla. Se puede ser culpable y salvarse. Lo que nos condena, Theresa, es la debilidad.
Hay algo que hasta aquí no he mencionado, y que sería ingrato por mi parte omitir. Después de mi caída en desgracia, vine a conocer en mis carnes aquello que advirtiera hace siglos Ovidio, y que Cervantes cita en el prólogo a la primera del Quijote: en tanto repartas dicha, contarás muchos amigos; cuando el horizonte se nuble, estarás solo. Miré a mi alrededor y vi que muchos de los que hasta allí me acompañaban habían desaparecido. Sin embargo, no todos se fueron, y aun aparecieron algunos con los que no contaba (lo que daría para otro aforismo, más alentador que el clásico: cuando el horizonte se nuble, discernirás los verdaderos). Con esto quiero decir que no quedé en ningún momento totalmente desprovisto de calor de mis semejantes. Pero mi experiencia es que esa solidaridad con el caído sólo le ayuda a no terminar de despeñarse por el barranco. La tarea de volver a ponerse en pie es siempre solitaria. Y sólo cuando uno mismo encuentra dentro de sí la fuerza que le pertenece y que le es propia, puede aspirar a recuperar el terreno y reintegrarse al combate.
No sé cómo lo hizo Teresa, o cómo le sucedió. Igual que hice con fray Francisco, muchas veces me la imaginé a ella, primero en la cárcel secreta de la Inquisición de Toledo, y luego en su propio convento, encerrada y degradada de su antiguo rango. Mi intuición es que optó por robustecer su carácter a través de la oración y de la virtud, para demostrarse a sí misma que podía curarse de la liviandad y el atolondramiento en que había caído bajo la funesta influencia del confesor. Una vez hecho esto, acometió la purga de su memoria, en la que no tenía sentido mantener el vestigio de unos deslices y unos desvaríos que nunca más se volverían a repetir.
En mi caso, el camino fue más sinuoso. Un día me di cuenta de algo: el tiempo iba pasando y yo no sólo seguía allí, sino que poco a poco recobraba las fuerzas. Mi ánimo, en apariencia, no había variado: mantenía mi desistimiento y mi desinterés por todo, y afrontaba mecánicamente las tareas, para mí sin sentido, en que se consumían mis días. Pero aquello con lo que contaba desde el momento en que había arrojado la toalla, irme extinguiendo poco a poco en aquella existencia sin objeto, o perder de pronto ante cualquier contratiempo el precario equilibrio en que la sostenía, no terminaba de suceder. En la más absoluta indigencia, sin la más mínima perspectiva, no sólo resistía, sino que cada vez me costaba menos resistir. Entonces fue cuando lo comprendí todo. Yo no era, o no sólo, aquel fraile frágil e inconsistente. Y el inquisidor que había decretado mi aniquilación, sumándose a quienes me habían condenado por mis actos, tampoco era un juez tan inapelable como había creído hasta allí. Dentro de mí, había algo que me había pasado inadvertido y que de pronto quedaba al descubierto: un mástil firme que no sabía doblarse ante la tormenta, y que la tormenta no lograba partir. Un fuste que desmentía el veredicto que me había sido impuesto, y que desafiaba la autoridad de quien había decidido desarbolarme.
Cuando reparé en ello, recobré el orgullo suficiente para alzar la vista y echar una ojeada a mi alrededor. Todo había adquirido una luz distinta. Repasé la historia de mi caída y encontré en ella circunstancias que antes, empeñado en la autoflagelación, había pasado por alto. Miré a la cara de quienes me acusaban y vi cómo sus ojos esquivaban los míos. No eran más, ni mejores que yo. Comprendí por qué me había hundido en aquella sima deplorable: porque cuando esos otros me habían negado el perdón, yo había acatado su condena, considerándome inferior a ellos. Pero nada me obligaba a someterme a su venganza. Al entregarse a ella, eran ellos quienes proclamaban su incompetencia para juzgarme, que me autorizaba a recusarlos y a dictar, por mí y ante mí, mi propia absolución. Y con ella, mi puesta en libertad y mi regreso al mundo del que había sido expulsado.
Y eso fue lo que hice. Me sacudí al fraile penitente y me encaré con el inquisidor, dispuesto a echarlo a patadas. Naturalmente, lo que no pude, ni pretendí, fue negar la realidad. No sustituí el recuerdo de mis errores por una historia dulcificada en la que mi actuación fuera modélica. Pero tampoco dejé que el alegato del fiscal estableciera la verdad a la que la posteridad, y sobre todo en lo que a mí me tocaba, hubiera de atenerse. Lo eché abajo en todo lo que pude: no sólo en aquello que era falso, sino también en aquello que afirmaba sin pruebas o que podía poner en duda, con fundamento o sin él. Otros muchos reproches, que en su día había dado por válidos, los rechacé sin más. No estaba dispuesto a consentir que se me afeara lo que yo no juzgaba ilícito. Y no tuve mayores escrúpulos en procurarme cualquier ventaja que me permitiera mejorar mi situación; lo único que me prohibí fue perjudicar a otros para conseguirlo.
Del mismo modo que no podía borrar todas mis culpas, tampoco podía negar la magnitud de la pérdida que había sufrido, a la que se sumaba un agravio que ahora se mostraba a mis ojos con una nitidez hasta entonces desconocida, y que no podía dejar de resultarme especialmente doloroso. Porque al recapitular la historia comprobaba que no era el único que había violado las reglas, ni siquiera el que las había violado más gravemente, y sin embargo, sobre nadie había caído el peso del castigo como había caído sobre mí. Y todo, porque yo había resultado ser el más desprotegido.
Pero comprendí que lo último que debía hacer era entonar una queja del tipo «no me lo merezco, qué injusticia han cometido conmigo y qué infortunado soy». La pérdida, como la culpa, nos atormenta cuando no somos capaces de aceptarla como algo natural, justificado, incluso necesario. La defensa contra la culpa no es querer ser inocente a todo trance, sino admitir los errores cometidos y a partir de ahí procurarse el perdón, el ajeno si es posible y si no, y en todo caso, el propio. La defensa contra la pérdida no es empeñarse en demostrar que no la merecemos. Todo lo contrario.
Sigo creyendo, no puedo ocultártelo, que hay pérdidas que no merecí. Fueron demasiado grandes y se me impusieron con artes que nunca podré considerar legítimas. Pero respecto de la mayoría acabé aceptando que no sólo merecía, sino que necesitaba sufrirlas, aunque en ese momento yo mismo no fuera consciente de ello. Desde entonces, sobre todo en mis relaciones con otras personas, parto de esta premisa: tenemos lo que merecemos tener, y perdemos lo que merecemos perder. Porque sólo merecemos tener lo que necesitamos, y cuando necesitamos algo sabemos cuidarlo y no lo perdemos. Y merecemos perder lo que no necesitamos, y cuando no necesitamos algo no sabemos cuidarlo y dejamos de tenerlo. No sólo resulta lógico, sino que admitirlo así sirve para estar en paz con uno mismo, responsabilizarse de la propia vida y no convertirse en uno de esos pelmas que van por ahí cargando en la cuenta de los demás sus propios fracasos.
Me sobrepuse a mis culpas, acepté mis quebrantos. Dejé de ser mi víctima y mi torturador. Los arrojé, a los dos, lejos de mí. Así me puse en pie. Y regresé. Pero como Teresa después de su absolución, ya no era el mismo. Me había convertido en alguien más desconfiado, quizá más malicioso, seguramente más triste. Desde luego, no puedo decir que hubiera recobrado la felicidad. La moraleja de mi historia no es que al final siempre sale el sol, se marchan las nubes y uno vive y baila de nuevo bajo un hermoso cielo azul. Lo que mi pequeño drama personal me enseñó fue, creo, algo mucho más útil. que se puede vivir, y también bailar, bajo la lluvia y bajo el frío, sin paraguas, sin impermeable y hasta sin zapatos, siempre que uno sepa encontrar dentro de sí la resolución de salir adelante. Y que por eso no hay que rezar para que no se vaya el buen tiempo, que nunca dura eternamente, sino para no convertirnos en cómplices de la adversidad, que siempre, antes o después, nos acaba alcanzando. La vida puede ser amarga, puede ser injusta, puede empeorar hasta lo indecible, y aun así somos capaces de vivirla y de sacarle partido, tanto como ni siquiera podemos imaginar. Por eso tenemos para con ella y para con nosotros mismos la obligación de alzar la cabeza y seguir, siempre. De ser fuertes y no rendirnos, pase lo que pase. En eso se resume todo, y lo que a eso se oponga, a la basura.
Es posible que ante el Dios de lo alto se salven los bondadosos; y es una bella idea, además. Pero aquí abajo los que se salvan son quienes tienen la voluntad de no dejarse vencer. Nuestros actos no se pesan en la balanza de lo que es justo o es injusto, en el sentido moral que a esos conceptos solemos atribuirles; es decir, lo que está mal o está bien. Un viejo filósofo griego, Trasímaco, sostenía (si hemos de creer a Platón) que lo justo es aquello que conviene al más fuerte. Por decir eso (o porque el chivato de Platón le colgó la frase) lo han despellejado sin piedad a lo largo de los siglos. Pero aquel buen hombre no hizo otra cosa que sintetizar, en muy pocas palabras, la ley que rige el funcionamiento de la única justicia de la que podemos decir algo con conocimiento de causa, que es la que imparten los hombres.
Por eso tenemos que ser fuertes, para que la justicia humana, que es la que nos hacen los demás y nos hacemos nosotros mismos, resuelva a favor y no en contra de nuestra conveniencia. A mí no me salvó mi bondad ni mi sentido de la justicia, en la acepción moral del término; más bien creo que lo que pueda tener de bueno y de justo, en un momento determinado, estuvo a punto de acabar conmigo. Lo que me permitió sobrevivir fue que estaba hecho de una pasta más dura que el puñal que quisieron clavarme.
Fue poco después de llegar a este convencimiento cuando me encontré con la historia de Teresa, fray Francisco y el inquisidor. Ahora creo que puedes entender por qué me interesó hasta el punto de investigarla, conseguir el manuscrito e ingeniar una novela que la contase. Y por qué elegí que el narrador fuera el inquisidor y comenzara en el momento en que cree haberlos doblegado a ambos, a Teresa y al fraile. Si la hubiera terminado, habría llegado a un momento muy distinto: cuando la priora logra su absolución, y el inquisidor ha de contemplar impotente cómo se le escurre la presa. Porque pudo triturar al confesor, que se somete a su poder, pero no a esa mujer que a pesar de la ignominia que le ha echado encima se niega a derrumbarse. Que tiene la desfachatez, incluso, de acusarlo de falsario y de prevaricador, sin que el tribunal al que presenta su alegato, y que la absuelve, considere necesario defender el buen nombre de su representante. Y ése habría sido el final de mi libro: el triunfo de Teresa, la derrota de los otros dos. No se trataba, como interpretabas en el comentario que dejaste en el blog, de un relato expiatorio. Sino de un ajuste de cuentas.
Hay, eso sí, un límite que no he traspasado. Como tú, no he querido convertirme en un cínico. Sigo creyendo que en la vida uno debe comportarse, siempre que esté en su mano (y mala señal será si no lo está con frecuencia), con arreglo a lo que considera que es moralmente justo. Y creo, también, que de eso, al menos en la mayoría de las personas, se nutre la fortaleza que llegado el caso podemos demostrar frente a la desgracia o frente a la incomprensión ajena. La fortaleza de Teresa Valle se asienta sobre el hecho de que en el fondo su alma es noble y generosa. Y sea cual sea su culpa, por eso es capaz de superarla y a la postre librarse de ella. Y al revés, tanto la debilidad del fraile, como el fracaso final del inquisidor, tienen que ver con sus respectivas ruindades, que desvirtúan sus dotes y sus recursos.
Pero tampoco, aunque los convierta en los perdedores de mi historia, dejo de identificarme con ellos y entender su actitud. No puedo ensañarme con el pobre fraile acorralado, ni tampoco negarle al inquisidor que tenía motivos para proceder como procedió, de acuerdo con el encargo que había recibido y con lo que en aquel convento se encontró cuando empezó a hurgar. Por eso, no me atormento más de la cuenta a propósito de aquellas reacciones que en su día tuve, y que me recuerdan la endeblez de fray Francisco, frente a sí mismo y frente a sus acusadores. Ni me permito odiar a aquellos que me hicieron objeto de su odio. No creo que los llevase a ello una naturaleza perversa, sino la necesidad de encontrar un culpable para sus males. Una reacción humana, que tampoco soy quién para juzgar. Me limito a negarles el derecho de imponerme su visión y cobrarse mi cabeza.
Esto es lo que puedo contarte. Quizá te defrauda. Quizá lo encuentras demasiado inconcreto, y crees que debería decirte quién o qué está detrás de cada metáfora. Créeme si te digo que en lo que te he contado hay algo mucho más importante. Aunque como sé que eres porfiada, igual que nuestra Teresa, casi puedo imaginarme tu réplica mental, al leer esto: qué sentido tiene entonces ocultar lo accesorio. Pero lo tiene, te lo aseguro.
En fin, si esta confesión no cubre tus expectativas, o consideras que no corresponde a lo que tú me contaste, te pido que me perdones. Como te pido que me perdones, otra vez, por haber desaparecido así. Y si no lo haces, pues ya sabes… Me perdonaré yo mismo. Pero no creo que haga falta. Tú tampoco ignoras que perdonar es el acto que nos hace más grandes. Y al revés. Que pocas cosas resultan más mezquinas que perpetuar un mal, como es la culpa de un semejante, cuando uno tiene en su mano borrarlo.
Tu Inquisidor