13 de noviembre

En el principio, otro náufrago

Puedo fecharlo con toda exactitud, porque obra en mis archivos un documento que así me lo permite sin fiarme a las imprecisiones de la memoria. Fue el día 15 de junio de 2007 cuando me tropecé, curioseando por la Red en busca de otra cosa, con el blog de alguien que desde su misma presentación se identificaba como un náufrago. Por aquel entonces mi vida discurría en una especie de atonía, con la que en términos generales me sentía contenta, después de haber saboreado una serie de emociones tan intensas como indeseables. Tal vez por eso me llamó especialmente la atención la forma en que en su perfil personal se expresaba el dueño de la bitácora, que llevaba además el para mí atractivo título de Cuaderno del Inquisidor. No estará de más consignar en este punto que mi inconclusa tesis doctoral, en la que trabajé durante mis dos años como becaria de investigación en la universidad, versaba sobre la extracción social de los funcionarios del Santo Oficio* en la España del siglo XVII. El tema no era demasiado original (como ya se había preocupado de advertirme, con su profesoral escepticismo, mi director de tesis) y supongo que mis aptitudes para reinventarlo resultaban demasiado escasas, lo que explica el fracaso de mi tentativa. Pero de este frustrado empeño me quedó la curiosidad hacia aquella gente, a la que aprendí a ver con un sesgo menos horripilante que el resto de mis compatriotas (y me refiero a aquellos que conocían del asunto algo más que los dos tópicos de rigor). No debe extrañar, por tanto, que al encontrar aquel Cuaderno me detuviera en él. Y fue al leer el perfil de su autor cuando me quedé enredada en su peculiar forma de describirse, que anunciaba una personalidad, real o ficticia, no menos peculiar. Lo transcribo a continuación (perdónenme los que no entiendan español, pero prefiero no traducir sus palabras): *


Yo he sido otro hombre. De vez en cuando me vienen jirones de sus andanzas y se entremezclan con las impresiones cotidianas, los pensamientos y las preocupaciones del individuo que ahora soy. En términos generales, no tenemos demasiado que ver, aquel otro hombre que fui y yo. Su vida era muy distinta de la mía, como también lo eran su carácter, sus aspiraciones o sus miedos. No deja de resultarme extraño cargar el baúl de su memoria, y que todo lo que contiene esté a mi disposición. A veces no querría que lo estuviera; otras, en cambio, revuelvo distraídamente su contenido y saco tal o cual retazo de su vida para observarlo con nostalgia y asombro. Supongo que la nostalgia la pone la pizca que de él queda dentro de mí, junto a sus recuerdos. En cuanto al asombro, es mi legítima pertenencia. En cierto sentido, silo pienso con detenimiento, cada instante de mi existencia representa un milagro.

Yo he sido otro hombre, no sé si mejor. Durante algún tiempo creí que sí, que aquel otro tenía superiores cualidades innatas, unas circunstancias más halagüeñas y, en definitiva, más suerte que yo. Le envidié, y creo que en algunos momentos hasta llegué a odiarle, por disponer de tantas facilidades de las que yo carecía. Con el tiempo, sin embargo, hube de aprender a verle sin resentimiento, que es lo mismo que decir sin considerarme inferior a él. A primera vista, él me aventajaba en todo, eso es cierto. Era más joven, más simpático, más brillante, entre otras muchas cosas. Pero ahondando un poco en su peripecia y en la mía, había algo en lo que me iba a la zaga: aquel otro hombre no había dado nunca la cara a la noche, ni había asomado la punta de los pies al abismo. No había tenido que enfrentarse al espejo para hallar día tras día en la mirada de los ojos dibujados en el azogue la espesa bruma del remordimiento. No se había visto solo, derrotado y sin esperanza. Para él, estar vivo tan sólo era una cómoda rutina. Para mí, ha llegado a ser una proeza.

Hubo un tiempo en que decidí morir. No quiero decir que simplemente lo planeara, como tanta gente hace por aburrimiento o capricho, y sin mayores consecuencias. Lo que digo es que yo lo logré. Estuve muerto durante varios meses, tan muerto que nada hice, nada sentí, nada me sucedió. Me acuerdo de lo que hubo en aquel tiempo como si no hubiera tenido de todo ello sino la percepción indiferente de un espíritu que desde ultratumba contemplara los afanes de los vivos, tan ajenos a su naturaleza como imposibles de compartir. Nada me alegraba y nada me ofendía. Estaba fuera del mundo, y ni siquiera llegaba a plantearme la necesidad de preguntarme si eso era bueno o malo. Amanecían los días, la gente iba y venía ante mis ojos, llegaba la noche, la gente se refugiaba en sus casas. Yo los observaba, en realidad no se me escapaba ningún detalle, y hasta alcanzaba a imaginar lo que hacían cuando no podía verlos; pero carecía de opinión sobre sus acciones. Ni siquiera me sentía obligado a protestar cuando alguno de ellos no se daba cuenta de que yo estaba muerto y trataba de perjudicarme. Si me era posible sin mucho esfuerzo, lo esquivaba. Si no, le dejaba hacer. Me sorprendía que ninguno notara que sus insultos, sus vejaciones y sus golpes eran vanos, que no se puede dañar más a quien ha sufrido el daño absoluto y definitivo. Pero así era.

Es difícil dejar de estar muerto. Mucho más difícil que nacer, de hecho. En lo que aún no existe, hay una pulsión por existir. En lo que ha dejado de existir, la inercia es de sentido contrario, va hacia la nada y en ella se sumerge y se regodea. Un cadáver no está menos lleno de energía que un embrión; pero mientras que la de éste puja trémula por construir, la del otro bulle furiosa por consumar la desintegración de su edificio.

Algo detuvo la desintegración de mi cadáver y me devolvió a la vida. Por eso estoy aquí, escribiendo esto. Y lo digo en un doble sentido. Porque gracias a haber dejado de estar muerto puedo escribir, y porque haber regresado de la nada me impone la obligación de decirlo y contarlo. Diré y contaré aquí qué me mató y qué me revivió, pero no lo haré en seguida ni directamente. Para mostrarlo mejor, contaré algo que no me ocurrió a mí. No sé si puedo afirmar que encontré la historia y me pareció a propósito para ilustrar la mía. Más bien creo que fue esta historia la que me encontró a mí, para darme la posibilidad de expresar a través de ella mi propia experiencia de un modo menos burdo y trivial. Dicho esto, tampoco quisiera resultar demasiado solemne. Todo lo que leáis aquí está extraído del sufrimiento, mío y de otros. Pero quien no quiera asumir tanta responsabilidad puede leerlo, sin más, como una novela.


Así se presentaba el Inquisidor. Y su blog, en efecto, aunque a su extraño modo, venía a ser como una novela. Cuando yo lo encontré, llevaba escritos tres capítulos. Los leí del tirón, pero permítaseme que aquí los dosifique, para mantener el interés (espero que no se me juzgue demasiado mal por recurrir a este truco, con el que la historiadora se rebaja a folletinista). Mañana colgaré el primero.

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