Odió los entierros. Por lo menos, aquel no era de nadie que me cayera especialmente bien en vida. Triste pero cierto. En vida, Peter Burke había sido un hijo de la grandísima puta, y no iba a canonizarlo sólo porque la hubiera palmado. Nunca he entendido que la muerte, sobre todo si es violenta, pueda convertir a los cabrones más abyectos en bellísimas personas.
Y ahí estaba yo, a pleno sol de agosto, con mi vestidito negro y mis gafas oscuras, contemplando a los dolientes. Habían colocado un dosel sobre el ataúd, y había flores, y sillas para los familiares. Os preguntaréis qué pintaba yo allí, si me llevaba tan mal con el muerto. El caso es que Peter Burke había sido reanimador. Y no es que fuera muy bueno, pero como formamos un grupito reducido y gregario, cuando muere uno, los demás vamos al entierro. Es una regla sin más excepción que la propia muerte… O, teniendo en cuenta a qué nos dedicamos, puede que ni eso.
Se pueden tomar medidas para evitar que un cadáver regrese en forma de vampiro. Pero los zombis son algo muy distinto, y sólo la incineración puede impedir que un reanimador los levante. El fuego es prácticamente lo único que temen y respetan los zombis.
Podíamos haber reanimado a Peter para preguntarle quién le había pegado un tiro, pero el tiro en cuestión había sido justo detrás de la oreja… con una bala explosiva de una Magnum 357. No se podría llenar una caja de cerillas con lo que quedaba de su cabeza. Era posible levantarlo, sí, pero no que hablara: hasta los zombis necesitan boca.
Manny estaba a mi lado, y parecía incómodo con su traje oscuro. Rosita, su mujer, estaba muy erguida, con sus fuertes manos morenas aferradas a un bolso de charol negro. Mi madrastra la habría definido como una mujer ancha de huesos. La permanente, con el pelo negro cortado por debajo de las orejas, no le favorecía; debería habérselo dejado más largo, para enmarcar el círculo perfecto de su cara.
Charles Montgomery se cernía detrás de mí como una montaña oscura. Tiene pinta de jugador de fútbol americano, y cuando frunce el ceño, a la gente le entran ganas de salir corriendo. Parecerá un chico duro… pero ya le cuesta lo suyo no desmayarse con la sangre de los animales. Y menos mal que tiene pinta de negro temible, porque su tolerancia al sufrimiento es casi inexistente: llora con las películas de Walt Disney y aún no ha superado la muerte de la madre de Bambi. Qué tierno.
Caroline, su mujer, estaba en el trabajo. No había conseguido cambiarte el turno a nadie, pero a saber si lo había intentado. No es mala chica, pero nos mira un poco de aquella manera porque nos dedicamos a eso de los abracadabras. Es enfermera y se pasa el día rodeada de médicos, así que para resarcirse necesitará mirar a alguien por encima del hombro.
Al otro lado del ataúd, casi delante de todo, estaba Jamison Clarke, un hombre alto y delgado, y el único negro pelirrojo y de ojos verdes que he conocido en la vida. Me hizo un gesto de saludo, y se lo devolví.
Todos los reanimadores de Reanimators, Inc. habíamos asistido. Bert y Mary, nuestra secretaria de día, se habían quedado en las oficinas. Sólo esperaba que Bert no aceptara ningún trabajo que no pudiéramos o no quisiéramos hacer; era un peligro no tenerlo vigilado.
El sol me castigaba la espalda como una mano de hierro candente. Los hombres no dejaban de toquetearse la corbata. El olor empalagoso de los claveles me saturaba la garganta. No es frecuente ver ramos de claveles en las casas. Las margaritas, las rosas y las azucenas tienen usos más alegres, pero los claveles y los gladiolos son flores de cementerio. Por lo menos, los largos tallos de gladiolos no tienen olor.
Bajo el dosel, en la primera fila de butacas, había una mujer desmadejada como una muñeca rota. Sus sollozos eran tan estridentes que ahogaban las palabras del cura. Yo estaba atrás y apenas distinguía un murmullo acompasado.
Había dos niños cogidos de la mano de un anciano. ¿Sería su abuelo? Estaban pálidos y ojerosos, y su expresión denotaba un conflicto entre el miedo y la tristeza. Su madre se había desmoronado y no les servía de ayuda. Estaba tan concentrada en su dolor que no pensaba en el de sus hijos, como si sólo sufriera ella. Y qué más.
Yo tenía ocho años cuando murió mi madre, y nunca había logrado llenar el vacío. Era un dolor que no desaparecía nunca, como si me hubiera quedado incompleta. Se aprende a soportarlo y seguir adelante, pero continúa ahí.
Había un hombre sentado junto a ella, acariciándole la espalda en círculos interminables. Tenía el pelo corto y oscuro, casi negro, muy cuidado, y era ancho de hombros. De lejos guardaba un extraño parecido con Peter Burke. Fantasmas a la luz del sol.
El cementerio tenía bastantes árboles, que arrojaban sombras grisáceas. Al otro lado del camino de grava había dos hombres que esperaban en silencio: los sepultureros. Tenían que terminar su trabajo.
Miré el ataúd y su manto de claveles rosa. A un lado había un montículo cubierto por el verde chillón de la hierba falsa. Era la tierra que acababan de sacar y que volverían a echar al agujero.
No se debe permitir que los dolientes vean la tierra arcillosa que caerá sobre el ataúd lustroso. Paladas de tierra que ocultan la madera y cubren al marido, al padre, atrapándolo para siempre en una caja revestida de plomo. Un buen ataúd impide el paso del agua y los gusanos, pero no detiene la putrefacción. Por mucho que el cadáver de Peter Burke estuviera rodeado de raso, aunque le hubieran puesto corbata y lo hubieran acicalado, seguía siendo un cadáver.
El final del entierro me pilló distraída. La gente, aliviada, se levantó al unísono, y el hombre de pelo negro ayudó a la desconsolada viuda a incorporarse. Estuvo a punto de caer de bruces, y otro hombre corrió en su ayuda. La mujer se tambaleó entre ellos, arrastrando los pies.
Volvió la cabeza, desmañada, para mirar atrás, soltó un grito estremecedor y se abalanzó sobre el ataúd. Aplastó las flores y se puso a arañar la madera, buscando los cierres que mantenían la tapa en su sitio.
Todos nos quedamos mirando anonadados. Los dos niños tenían los ojos muy abiertos. Mierda.
– Que alguien la detenga -dije subiendo demasiado la voz. La gente me miró, pero me dio igual.
Me abrí paso a empujones entre los asistentes que se disgregaban y las hileras de sillas. El hombre de pelo negro había sujetado a la mujer por las manos, y ella gritaba y forcejeaba en el suelo. El vestido negro se le había subido hasta los muslos.
Llevaba una combinación blanca. El rímel se le había corrido por toda la cara como si fuera sangre negra.
Me planté delante del hombre que llevaba a los dos niños. Estaba paralizado mirando a la mujer.
– Disculpe -dije. No reaccionó-. Disculpe. -Parpadeó y me miró como si acabara de aparecer ante él-. ¿No sería mejor que los niños no vieran esto?
– Es mi hija -dijo. Tenía la voz pastosa. ¿Estaría colocado, o era sólo por la congoja?
– Tiene mis condolencias, pero debería llevarse a los niños al coche. -La viuda había empezado a soltar alaridos inarticulados. La niña estaba temblando-. Esa será su hija, pero también tiene que pensar en sus nietos. Sea un buen abuelo y sáquelos de aquí.
– ¿Cómo se atreve? -La cólera le encendió los ojos. No parecía dispuesto a escucharme; su dolor no aceptaba intromisiones. El niño, el mayor, que tendría unos cinco años, me miraba con unos ojos marrones enormes. Estaba pálido como un fantasma-. Creo que es usted quien debería irse.
– Tiene razón. Toda la razón.
Rodeé la escena y salí atravesando la hierba azotada por el calor del verano. No podía ayudar a aquellos niños, igual que nadie me había ayudado a mí. Pero yo había sobrevivido. Y ellos también sobrevivirían, probablemente.
Manny y Rosita me esperaban. La mujer me abrazó.
– ¿Te vienes a comer el domingo después de misa?
– Me temo que no puedo -contesté con una sonrisa-, pero gracias por la invitación.
– Va a venir mi primo Albert. Es ingeniero; un buen partido.
– No necesito ningún buen partido, Rosita.
– Ganas demasiado dinero para ser mujer -contestó con un suspiro-. Por culpa de eso no necesitas un hombre.
Me encogí de hombros. Si algún día me casaba, cosa que empezaba a dudar, no sería por dinero, sino por amor. Mierda, ¿es que esperaba que apareciera el amor de mi vida? Ni de coña.
– Tenemos que ir a buscar a Tomás a la guardería -dijo Manny, asomándose por detrás de su mujer con una sonrisa de disculpa. Rosita le sacaba casi treinta centímetros. También era mucho más alta que yo.
– Saludadlo de mi parte -dije.
– Deberías venir a comer -insistió Rosita-. Albert es muy guapo.
– Gracias por haber pensado en mí, pero creo que paso.
– Vamos -dijo Manny-. El niño nos espera.
Rosita se dejó arrastrar al coche, aunque a regañadientes. Le resultaba ofensivo que yo tuviera veinticuatro años y no pensara en el matrimonio. En eso coincidía con mi madrastra.
No veía a Charles por ningún lado. Habría vuelto corriendo al despacho a ver a algún cliente. Al principio pensé que Jamison también se habría marchado, pero estaba esperándome en el césped.
Su atuendo era impecable: traje cruzado y corbata estrecha color burdeos, con topos oscuros, sujeta con un alfiler de ónice y plata. Me sonrió, y eso era mala señal.
Alrededor de sus ojos verdosos se extendía el vacío, como si le hubieran borrado el color. Cuando se llora un montón, la piel pasa del rojo intenso al blanco traslúcido.
– Me alegro de que hayamos venido tantos -dijo.
– Sé que erais amigos, Jamison. Lo siento.
Asintió y bajó la vista. La seguí y vi que tenía unas gafas de sol entre las manos. Después me miró fijamente, muy serio.
– La policía no le ha dicho nada a la familia -comentó-. Le pegan un tiro a Pete, y sus parientes no tienen ni idea de qué ha pasado.
Tenía ganas de decirle que la policía hacía todo lo humanamente posible, porque era la verdad, pero se cometen demasiados asesinatos en San Luis al cabo del año. Le pisábamos los talones a Washington DC en la carrera por el título de capital del crimen de los Estados Unidos.
– Hacen lo que pueden, Jamison.
– ¿Y por qué no nos mantienen informados? -Se le crisparon las manos, y oí el ruido del plástico al romperse. Él no pareció darse cuenta.
– No lo sé.
– Tú tienes contactos en la policía. ¿No podrías intentar enterarte de algo?
Su mirada era sincera, llena de auténtico dolor. Normalmente pasaba soberanamente de Jamison; a fin de cuentas, ni siquiera me caía bien. Era un ligón, un engreído y un tolerante de mierda que consideraba a los vampiros personas con colmillos. Pero aquel día… Aquel día parecía humano.
– ¿Qué quieres que pregunte?
– Si hacen progresos, si tienen sospechosos… Esas cosas.
Eran preguntas vagas, pero importantes.
– Intentaré averiguar algo.
– Gracias, Anita -dijo emocionado-. Gracias, de verdad. -Me tendió la mano y la acepté. Entonces reparó en las gafas de sol rotas-. Mierda, noventa y cinco dólares a la basura.
¿Se había gastado esa pasta en unas gafas de sol? Tenía que ser una broma. Un grupo se estaba alejando con la familia, por fin, con la viuda rodeada de parientes bienintencionados que la llevaban prácticamente a rastras. Los niños, con su abuelo, cerraban la marcha. Nadie hace caso de los buenos consejos.
Un hombre se apartó del grupo y se nos acercó. Era el que me había recordado a Peter Burke. Medía uno ochenta, aproximadamente, y tenía la piel bronceada, un bigote negro y una perilla fina, casi de cabra. Era como un galán misterioso de cine, pero había algo en sus movimientos, o tal vez en el mechón blanco que tenía justo encima de la frente, que invitaba a adjudicarle el papel de villano.
– ¿Va a ayudarnos? -Sin preámbulos. Sin saludos.
– Sí -contestó Jamison-. Anita Blake, John Burke, el hermano de Peter.
Quería preguntarle si era el famoso John Burke, mi alma gemela, el reanimador y matavampiros más conocido de Nueva Orleans. Nos estrechamos la mano. Su apretón era fuerte, casi doloroso, como si quisiera comprobar mi reacción. No rechisté, y me soltó. Igual no se había dado cuenta de que apretaba con mucha fuerza, pero lo dudaba.
– Siento mucho lo de tu hermano. -Lo decía en serio. Me alegraba de decirlo en serio.
– Gracias por ofrecerte a conseguir información.
– Me sorprende que no le hayas pedido a la policía de Nueva Orleans que lo pregunte.
– La policía de Nueva Orleans y yo tenemos ciertas desavenencias. -Tuvo el detalle de mostrarse incómodo.
– ¿De verdad? -pregunté con los ojos como platos. Estaba al tanto de los rumores, pero quería oír la verdad: siempre supera a la ficción.
– Acusaron a John de haber participado en asesinatos rituales -dijo Jamison-. Sólo porque es sacerdote vodun.
– Oh. -Vaya. Pues era exactamente lo que me había llegado por radio macuto-. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí, John?
– Casi una semana.
– ¿De verdad?
– Peter llevaba dos días desaparecido cuando encontraron el… cadáver. -Se humedeció los labios, y sus ojos oscuros enfocaron algo que había detrás de mí. ¿Habrían empezado a trabajar los sepultureros? Me volví para mirar, pero la tumba seguía igual-. Te agradeceremos muchísimo cualquier ayuda que puedas prestarnos.
– Haré lo que pueda.
– Tengo que volver a la casa. -Movió los hombros como para desentumecer los músculos-. Mi cuñada se lo ha tomado muy mal.
Me mordí la lengua. Qué mayor. Pero había una cosa que no podía dejar pasar.
– ¿Puedes encargarte de tus sobrinos? -Se volvió para mirarme con un ceño de perplejidad-. Quiero decir, mantenerlos al margen de las escenas escabrosas.
– Se me ha hecho un nudo en la garganta al ver que se tiraba sobre el ataúd -dijo asintiendo-. ¿Qué habrán pensado los niños?
Se le anegaron los ojos, pero los mantuvo muy abiertos para evitar que escaparan las lágrimas. Yo no sabía qué decir. No quería verlo llorar.
– Hablaré con la policía para averiguar lo que pueda, y cuando tenga algo se lo diré a Jamison.
John Burke asintió lentamente. Sus ojos eran como un vaso en que sólo la tensión superficial impide que se derrame el agua.
Me despedí de Jamison, fui al coche y puse el aire acondicionado a tope. Cuando arranqué y me alejé, los dos hombres seguían al sol, en mitad de la hierba requemada.
Hablaría con la policía, a ver si averiguaba algo. Pero además tenía otro nombre para Dolph: John Burke, el reanimador más famoso de Nueva Orleans, sacerdote vodun. A mí me parecía un buen sospechoso.