DOCE

La zona de San Luis donde se encuentra Dave el Muerto tiene dos nombres: el oficial es la Orilla, y el otro, Villasangre. Es el último grito en barrios vampíricos, y toda una atracción. El vampirismo ha conseguido convertir San Luis en la meca del turismo. Cabría esperar que se conformaran con las montañas Ozak, que es el mejor sitio para pescar del país, o con musicales dignos de Broadway, o tal vez con el Jardín Botánico, pero no. La verdad es que no hay color: nada les planta cara a los nomuertos. Hasta a mí me cuesta…

Lo único visible en las ventanas de cristal tintado de Dave el Muerto son los anuncios de cerveza. La luz del atardecer cedía paso al crepúsculo. Los vampiros no saldrían hasta que cayera la noche, así que tenía algo menos de dos horas. Más que de sobra para entrar, echar un vistazo al expediente y salir… si todo fuera como la seda. Ja.

Me había puesto unos pantalones cortos negros, un polo azul marino, unas deportivas negras con detalles en azul, unos calcetines blancos y negros, y un cinturón de cuero negro. El cinturón me servía para anclar la funda de sobaco. También llevaba un blusón sin mangas, estampado en blanco y azul, para ocultar la Browning Hi-Power que llevaba bajo el brazo izquierdo. No estaba mal el atuendo, pero el sudor me caía a chorros por la espalda. Demasiado calor para el blusón, pero con la Browning tenía trece balas aseguradas; y hasta catorce, si hiciese la animalada de llenar el cargador y dejar otra en la recámara.

Todavía no había para tanto, o eso creía, pero por si acaso me había guardado otro cargador en el bolsillo. Ya sé que ahí se llena de pelusa, pero ¿dónde iba a meterlo si no? Prometo que un día de estos me compraré una funda de lujo con cartuchera, pero todos los modelos que me había probado me daban complejo de bandolero, aparte de que los tendrían que adaptar a mi tamaño.

Casi nunca llevo cargador de repuesto cuando salgo con la Browning. Seamos realistas: si hacen falta más de trece balas, no hay nada que hacer. Lo triste era que no había cogido la munición extra pensando en Tommy, ni en Gaynor, sino en Jean-Claude: el amo de los vampiros de la ciudad. No es que las balas bañadas en plata pudieran matarlo, pero los disparos le dolerían, y cicatrizaría muy despacio, casi a ritmo de humano.

Quería estar fuera del barrio antes del anochecer porque prefería no toparme con Jean-Claude. Estaba segura de que no pretendía hacerme daño, pero por buenas que fueran sus intenciones, ya sabemos que lo cortés no quita lo valiente. Me había ofrecido la inmortalidad sin el engorro del vampirismo, pero al parecer, el paquete incluía toda una eternidad con él. Era alto, pálido, guapo y más sexy que un body de encaje.

Le había dado por convertirme en su sierva humana, pero a mí no me daba la gana ser la sierva de nadie, ni siquiera a cambio de la vida eterna, la juventud eterna y un ligero riesgo para el alma. El precio era demasiado alto, aunque Jean-Claude no lo viera así. Llevaba la Browning por si tenía que convencerlo.

Cuando entré en el bar me quedé a ciegas. Esperé hasta que los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, como en las películas del Oeste, cuando el protagonista se para en la puerta del saloon y parece que inspecciona a los parroquianos. Siempre he sospechado que no es que esté buscando al malo, sino que tiene las pupilas contraídas y no ve tres en un burro. Pero nadie le pega un tiro antes de que recupere la vista, nunca he sabido por qué.

Eran las cinco y pico de un jueves, y casi todos los taburetes y todas las mesas estaban ocupados. El bar bullía de ejecutivos trajeados, tanto hombres como mujeres. Algún cliente que otro llevaba botas de trabajo y un bronceado que terminaba en el codo, pero casi todos eran de clase media aspirando a alta: Dave el Muerto se había puesto de moda a pesar de los esfuerzos en sentido contrario.

Encima parecía la hora feliz. Mierda. Los yupis habían acudido en manada con la esperanza de ver a un vampiro. Cuando llegara el momento ya estarían entonadillos; todavía más interesante, hala.

Irving estaba sentado en la esquina de la barra, y me saludó al verme. Le devolví el saludo y empecé a abrirme paso hacia él. Tuve que hacer maniobras para colarme entre dos tipos con traje y encaramarme al taburete con muy poca elegancia.

Irving me dedicó una sonrisa radiante y se inclinó para hablarme al oído. La marejada de conversaciones era tan intensa que no se distinguía una palabra.

– Te imaginarás la cantidad de dragones que he tenido que abatir para reservarte ese taburete. -Noté el olor del whisky en su aliento.

– Los dragones son una mariconada; deberías probar con vampiros. -Abrió los ojos desmesuradamente, pero continué sin darle tiempo a formular la pregunta; hay gente que no tiene sentido del humor-. Era una broma. Además, por aquí no ha habido dragones nunca.

– Ya lo sé.

– Sí, claro.

Bebió un trago de whisky. El líquido amarillento resplandecía con la luz tenue.

Luther, el camarero y encargado de día, estaba en el otro extremo de la barra viéndoselas con un grupo de parroquianos rebosantes de alegría. Si hubieran estado un poco más contentos, habrían entrado en coma allí mismo.

Luther es un tipo grande, no a lo alto, sino a lo ancho, pero tiene una grasa tan sólida como los músculos. Su piel es tan negra que tiene reflejos morados, y la brasa del cigarrillo que sujetaba entre los labios resplandeció con un naranja intenso cuando dio una calada. No conozco a nadie a quien se le dé mejor hablar mientras fuma.

Irving abrió el maletín de cuero que tenía a los pies y sacó una carpeta de cuatro dedos de grosor, sujeta con una goma gigante.

– Coño. ¿Puedo llevármelo a casa?

– Tengo una compañera que está escribiendo un reportaje sobre hombres de negocios que no son lo que parecen -contestó negando con la cabeza-. He tenido que prometerle a mi primogénito para que me dejara llevarme esto, pero se lo tengo que devolver mañana.

Miré la pila de papeles y suspiré. El hombre que tenía a la derecha estuvo a punto de estamparme el codo en la cara.

– Lo siento, nena -balbuceó girándose hacia mí-. Suerte que no te he dado.

– Mucha, sí -confirmé. Sonrió y se volvió hacia su amigo, otro hombre de negocios que se reía estrepitosamente de algún chiste. Con alcohol suficiente, todo tiene gracia-. Aquí es imposible leer -le dije a Irving.

– Te seguiré hasta donde quieras -contestó con una sonrisa.

Luther se plantó delante de mí, se sacó un cigarro del paquete que siempre llevaba encima y lo encendió con el que acababa de fumarse. Después aspiró profundamente y echó el humo por la nariz y la boca. Hablando de dragones…

Apagó la colilla en el cenicero que siempre llevaba de un lado a otro, como si fuera un osito. Fuma como un carretero, le sobran kilos por todas partes, y calculo que tendrá más de cincuenta años, pero nunca se pone enfermo. Deberían contratarlo de mascota en alguna tabacalera.

– ¿Otro? -le preguntó a Irving.

– Vale.

Luther sacó una botella de detrás de la barra, rellenó el vaso y le colocó una servilleta limpia debajo.

– ¿Qué te pongo, Anita?

– Lo de siempre.

Me sirvió un zumo de naranja disfrazado de destornillador. Soy abstemia, pero ¿qué pintaba en un bar si no bebía?

– El amo me ha dado un recado para ti -dijo mientras limpiaba el mármol con un paño blanquísimo.

– ¿El amo de los vampiros de la ciudad? -preguntó Irving emocionado. Olfateaba la noticia.

– ¿Qué quiere? -pregunté sin el menor atisbo de interés.

– Quiere hablar contigo, sin falta. -Miré a Irving y volví a mirar a Luther, intentando enviarle el mensaje telepático de que cerrara la boca delante de la prensa. No lo captó-. Ha hecho correr la voz -continuó-, y si alguien te ve, tiene que darte el recado.

Irving nos miraba como un cachorro nervioso.

– ¿Qué quiere de ti el amo de la ciudad, Anita?

– Recibido -le dije a Luther.

– No piensas ir a verlo, ¿verdad? -me preguntó sacudiendo la cabeza.

– No.

– ¿Por qué? -preguntó Irving.

– No es asunto tuyo.

– ¿Y extraoficialmente?

– Tampoco.

– Escúchame, niña. -Luther me miró muy serio-. Vete a verlo. Ahora mismo, todos los vampiros y los freaks tienen que decirte que el amo quiere hablar contigo. Lo siguiente será que se ofrezcan a acompañarte.

Bonito eufemismo para un secuestro.

– No tengo nada que decirle.

– Ve con cuidado, no dejes que las cosas se desmadren -insistió Luther-. No pierdes nada por hablar con él.

Eso era lo que él creía.

– Puede ser.

En el fondo, Luther tenía razón: tendría que hablar con Jean-Claude más tarde o más temprano, y seguro que más tarde seria menos agradable.

– ¿Por qué quiere hablar contigo? -preguntó Irving, con los ojos brillantes como los de un pájaro que hubiera visto un gusano.

Decidí contraatacar con otra pregunta:

– ¿Tu compañera no te ha dado ninguna pista sobre las partes relevantes del expediente? No puedo leerme Guerra y Paz en una noche.

– Dime lo que sepas del amo y te doy las pistas que quieras.

– Muchísimas gracias, Luther.

– No pretendía azuzarlo -dijo Luther, mientras su cigarrillo subía y bajaba. Nunca entendí cómo lo hacía; supongo que esa destreza labial sólo se adquiere tras años de práctica.

– Dejad de tratarme como si tuviera la puta peste bubónica, joder -dijo Irving-. Sólo intento hacer mi trabajo.

Bebí un trago de zumo de naranja y lo miré.

– Te estás metiendo en camisas de once varas… No puedo darte información sobre el amo, de verdad.

– Querrás decir que no te da la gana.

– Pues no me da la gana -contesté encogiéndome de hombros-, y no me da la gana porque no puedo.

– Eso es un razonamiento circular.

– Te aguantas. -Me terminé el zumo, aunque no me apetecía-. Escúchame, Irving: teníamos un trato. El expediente a cambio de los artículos sobre los zombis. Si quieres echarte atrás, pues qué se le va a hacer, pero dímelo, porque no tengo tiempo para andar con tiras y aflojas.

– Me mantendré fiel a mi palabra -dijo con la voz más afectada que le permitió el ruido ambiental.

– Entonces dame alguna pista de una vez, que quiero largarme de aquí antes de que el amo dé conmigo.

– Tienes problemas, ¿no? -De repente se había puesto serio.

– Es posible. Échame un cable, por favor.

– Venga, échale un cable -dijo Luther.

Tal vez fuera el por favor, o tal vez, la presencia imponente de Luther. En cualquier caso, Irving asintió.

– Según mi compañera, es inválido y va en silla de ruedas. -No dije nada; no quería que supiera qué me interesaba-. Y además le gustan las minusválidas.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté recordando a Cicely, la chica de mirada vacía.

– Ciegas, paralíticas, mujeres con miembros amputados… Cosas por el estilo.

– ¿Sordas?

– También su tipo.

– ¿Por qué? -Yo y mis preguntas sagaces.

– Puede que sea para no sentirse en inferioridad de condiciones por lo de la silla de ruedas. Mi compañera no sabe por qué; sólo que tiene esa fijación.

– ¿Qué más te ha dicho?

– Que nunca lo han acusado de ningún delito, pero corren rumores muy bestias. Se sospecha que está relacionado con la mafia, pero nadie tiene pruebas.

– ¿Algo más?

– Una ex novia lo demandó para intentar sacarle una pensión. Desapareció.

– Y ya podemos darla por muerta.

– Exacto.

Sonaba verosímil. Y si ya les había encargado a Tommy y a Bruno que mataran a alguien, no le costaría nada darles la orden por segunda vez. O puede que la hubiera dado montones de veces y no lo hubieran pillado nunca.

– ¿Qué hace para la mafia que le haga necesitar dos guardaespaldas?

– Así que has conocido a sus especialistas en seguridad… -Se lo confirmé asintiendo-. A mi compañera le encantaría hablar contigo -comentó.

– No le habrás dicho nada de mí, ¿verdad?

– ¿Por quién me has tomado? -Me dedicó una sonrisa radiante.

Lo dejé estar.

– Bueno, y ¿qué hace para la mafia?

– Sospechamos que se encarga de blanquear dinero.

– ¿No tenéis nada concreto?

– Nada. -Y no le hacía ninguna gracia.

Luther sacudió la cabeza y echó la ceniza en el cenicero. Cayó un poco en la barra, y la limpió con el paño.

– No parece una compañía muy recomendable -me dijo-. Yo en tu lugar me mantendría lejos de él.

Era un buen consejo, pero por desgracia…

– No creo que me deje en paz.

– No voy a preguntar; no quiero saberlo.

Varios clientes hacían señas frenéticas para que los atendiera, y Luther se fue hacia ellos. El espejo de detrás de la barra me permitía controlar todo el bar, y hasta podía ver la puerta sin girarme. Era práctico y reconfortante.

– Yo sí que voy a preguntar. Yo sí que quiero saberlo -dijo Irving. Cuando vio que me limitaba a negar con la cabeza, añadió-: Además sé una cosa que tú no sabes.

– ¿Y me interesa? -Asintió con tanto ímpetu que se le agitó el pelo frito. Suspiré-. Venga, dímelo.

– Tú primero.

– Ya te he dicho todo lo que pensaba decirte esta noche, Irving. -Me tenía hasta los mismísimos-. Tengo el expediente, pero si me puedes ahorrar un poco de tiempo, te aseguro que me vendrá de puta madre.

– Joder, contigo no tiene gracia ponerse en plan periodista implacable. -No, si al final empezaría a hacer pucheros.

– Dímelo de una vez si no quieres que me ponga violenta.

Soltó una risita; sospecho que no se lo había temado en serio. Bendita inocencia.

– Tachán…

Se llevó una mano a la espalda, con un gesto de mago de feria, y sacó una foto en blanco y negro. Era de una mujer de veintitantos años, con el pelo castaño, largo y bien peinado, y la gomina justa para afilar las puntas. Era guapa, pero no la reconocí. Evidentemente, no era ningún posado; su expresión no parecía la de alguien que espera que le saquen una foto.

– ¿Quién es?

– Era la novia de Gaynor hasta hace cinco meses.

– ¿Tiene alguna minusvalía? -Miré aquel rostro atractivo de expresión franca; por la foto no se podía saber.

– Es Wanda la Tragamillas. Ha conseguido convertir en negocio su silla de ruedas. Hay gente que se la rifa.

– ¿En serio? -Lo miré sin poder evitar que los ojos se me abrieran como platos. Una prostituta en silla de ruedas… Demasiado raro para mí. Sacudí la cabeza-. Vale. ¿Dónde puedo encontrarla?

– Nosotros también queremos ir.

– Por eso tenías la foto aparte.

– Wanda no soltará prenda si te presentas sola. -Ni siquiera tuvo el detalle de simular vergüenza.

– ¿Ya ha hablado con tu compañera? -Irving frunció el ceño, y sus ojos perdieron el brillo de triunfo. Sabía qué significaba aquello-. No quiere hablar con la prensa, ¿verdad?

– Tiene miedo de Gaynor.

– No es para menos.

– ¿Y por qué esperas que te cuente a ti lo que no nos cuenta a nosotros?

– ¿Por mi irresistible encanto personal?

– Menos lobos, Blake.

– ¿Qué sitios frecuenta?

– Ah, mierda. -Irving apuró el whisky de un trago-. Trabaja en un putero que se llama El Gato Pardo.

¿Sería por la peli o por aquello de que de noche, todos los gatos…? Qué ingenioso.

– ¿Dónde está?

Contestó Luther, aunque no lo había visto volver.

– En la calle principal del Tenderloin: Grand, esquina con la Veinte. Pero no deberías ir sola.

– Soy mayorcita.

– Sí, pero no lo pareces, y no creo que te apetezca liarte a tiros con el primer mindundi que te meta mano. Si vas con alguien que imponga un poco, todo eso que te ahorras.

– Yo no iría solo, desde luego -dijo Irving encogiéndose de hombros.

No me hacía gracia reconocerlo, pero tenían razón. Puede que sea una matavampiros de la hostia, pero no se me nota a simple vista.

– De acuerdo, me llevaré a Charles. Tiene pinta de poder vérselas sólito con un equipo de fútbol americano, aunque es un pedazo de pan.

– Pues no dejes que vea según qué cosas-dijo Luther, riendo mientras soltaba el humo-, no sea que se te desmaye.

Pobre Charles; se desmaya una vez en público, y la gente le cuelga el sambenito.

– Lo mantendré a salvo.

Dejé en la barra más dinero del necesario. No es que Luther me hubiera dado demasiada información, pero siempre me proporcionaba datos muy útiles. En cualquier caso, valían mucho más de lo que le pagaba, pero no se quejaban porque estaba relacionada con la policía. Dave el Muerto había sido poli, pero sus superiores lo echaron por convertirse en nomuerto. Qué gente más quisquillosa. Él se seguía haciendo el ofendido, pero en realidad quería echar una mano, así que me daba la información a mí, y yo les transmitía a sus antiguos compañeros lo que me parecía.

En aquel momento, Dave apareció por la puerta de detrás de la barra. Miré las ventanas oscuras; no se notaba nada, pero si el dueño del bar estaba en pie, ya era de noche. Mierda. Me tocaba volver al coche rodeada de vampiros. Por lo menos llevaba la pistola; algo es algo.

Dave es alto y corpulento, y el pelo castaño le empezaba a clarear cuando murió. No había seguido perdiéndolo, pero tampoco lo había recuperado. Me dedicó una sonrisa suficientemente amplia para que le viera los colmillos, y un murmullo de nerviosismo recorrió el bar. Los susurros se extendieron como las ondas en un estanque. Había aparecido un vampiro: empezaba el espectáculo.

Nos saludamos con un apretón de manos. La de Dave estaba cálida, firme y seca, y él estaba sonrosado y alegre: ya había comido. ¿Se habría dejado la víctima? Seguro que sí. Dave no era mal tipo para ser un nomuerto.

– Luther me dice muchas veces que has estado, pero siempre vienes de día. Me alegro de que te hayas quedado un poco más.

– La verdad es que tenía intención de salir del barrio antes de que se hiciera de noche.

Frunció el ceño.

– ¿Vas preparada? -me preguntó.

Le dejé entrever la pistola, y el metomentodo de Irving abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡Vas armada! -Pareció que lo decía a gritos, pero no.

El bullicio se había convertido en un murmullo de expectación. Suficiente para que nos oyeran los parroquianos, pero a eso habían ido: a escuchar a los vampiros, a hacerles confidencias a los muertos.

– ¿Por qué no lo publicas en portada? -dije bajando la voz.

– Lo siento. -Irving se encogió de hombros.

– ¿De qué conoces a nuestro intrépido reportero? -preguntó Dave.

– A veces me ayuda a investigar.

– Vaya, vaya, investigar. -Sonrió sin que se le vieran los colmillos; un truco que se aprendía con los años-. ¿Luther te ha dado el recado?

– Sí.

– ¿Vas a ser lista o tonta?

Dave es un poco bestia, pero me cae bien de todas formas.

– Tonta, probablemente.

– Ya sé que tienes una relación muy especial con el nuevo amo, pero no te confíes. Sigue siendo un maestro vampiro, y siempre es peligroso joderlos. No te busques un lío con él.

– Eso es justamente lo que pretendo evitar.

Dave sonrió tanto que se le vieron los colmillos.

– ¡Mierda! ¿Quieres decir que…? Naaa, lo que quiere es algo más que echar un buen polvo.

Así que consideraba que yo tenía un buen polvo. Todo un detalle por su parte. Supongo.

– Sí -confirmé.

– ¿De qué va esto, Anita? -dijo Irving. Muy buena pregunta. La conversación lo tenía dando saltitos en el taburete.

– No es asunto tuyo.

– Anita…

– No seas cargante, Irving.

– ¿«No seas cargante»? No había oído esa expresión desde que murió mi abuela.

– Pues deja de darme el coñazo -le dije con firmeza, mirándolo a los ojos-. ¿Te gusta más así?

– Sólo intento hacer mi trabajo -dijo extendiendo los brazos en un gesto de rendición.

– Pues hazlo en otro sitio. -Me bajé del taburete.

– Ha dado instrucciones de localizarte -me dijo Dave-. Si algún vampiro actúa con exceso de celo…

– ¿Quieres decir que emplearían la fuerza? -Asintió-. Llevo pistola, crucifijo y toda la pesca. No te preocupes.

– ¿Te acompaño al coche? -preguntó Dave.

– Gracias mil -dije mirándolo a los ojos marrones y sonriendo-, pero puedo cuidarme sola.

La verdad era que muchos vampiros estaban cabreados con Dave por facilitarle información al enemigo. Yo era la Ejecutora, y si un vampiro se pasaba de la raya, me avisaban a mí para que le parase los pies. Con los nomuertos no había cadena perpetua ni hostias: pena de muerte o nada. Las cárceles no eran para los vampiros.

En California lo habían intentado, pero un maestro vampiro se les escapó, y se cargó a veinticinco personas en una sola noche. No les chupó la sangre; sólo las mató. Supongo que el encierro lo había puesto de mal humor. Las puertas y los guardas estaban cubiertos de crucifijos, pero el caso es que sólo funcionan si quien los lleva cree en ellos y, desde luego, dejan de funcionar en cuanto un maestro vampiro convence a alguien para que se los quite.

Para los vampiros, yo era el equivalente de la silla eléctrica y, qué sorpresa, no les caía muy bien.

– Yo la acompaño -dijo Irving. Pagó sus copas y se levantó. Yo llevaba el carpetón debajo del brazo, y al parecer, no estaba dispuesto a perderlo de vista. Cojonudo.

– Tendrá que protegerte a ti también -dijo Dave.

Irving abrió la boca para contestar, pero se lo pensó mejor. Podía decirles que era licántropo, pero no quería que nadie se enterase. Se esforzaba mucho, mucho por parecer completamente humano.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? -insistió Dave.

Última oportunidad de tener escolta vampírica hasta el coche. Se estaba ofreciendo a protegerme del amo, pero no daba la talla; no llevaba ni diez años muerto.

– Me alegra saber que te preocupas tanto por mí.

– Anda, largo.

– Cuídate -dijo Luther.

Les sonreí a los dos y me volví para marcharme del bar, del que se había apoderado algo parecido al silencio. No creía que la gente hubiera pescado gran cosa de nuestra charla, pero tenía la impresión de que todo el mundo me miraba. Contuve el impulso de volverme y decir «¡Buuu!». Estoy segura de que más de uno habría gritado.

Sería por la cicatriz en forma de cruz que tengo en el brazo. Sólo los vampiros tienen marcas como esa, ¿no? Salen cuando la carne impía se marca con un crucifijo. La mía me la habían hecho con un hierro candente, por encargo de un maestro vampiro que ya estaba criando malvas. Le había parecido gracioso. Ja.

O quizá fuera sólo por Dave. Igual ni se había fijado en la cicatriz y me estaba volviendo paranoica. Llevarse bien con un vampiro respetuoso de la ley levanta sospechas. Pero a la que ven unas cuantas cicatrices raras se imaginan lo peor. Pero tampoco es tan grave. Las sospechas son sanas: ayudan a seguir con vida.

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