DIECISÉIS

En el sueño era pequeña, una niña. Tenía el coche estrellado delante, donde lo había estampado el otro coche, y parecía de papel de aluminio arrugado. La portezuela estaba abierta. Entré y reconocí la tapicería, tan clara que era casi blanca, con una mancha de líquido oscuro, no muy grande. Acerqué la mano para tocarla.

Se me mancharon los dedos de rojo. Nunca había visto tanta sangre. El parabrisas tenía una telaraña de grietas y estaba combado hacia fuera, por donde mi madre lo había golpeado con la cara. Había salido despedida por la puerta, y había muerto junto a la carretera; por eso el asiento no estaba encharcado.

Me quedé mirándome los dedos, llenos de sangre. En realidad debería estar seca y ser sólo una mancha, pero en mi sueño siempre estaba fresca.

En aquella ocasión notaba un olor a carne putrefacta. Había algo que no encajaba. De repente me di cuenta de que el olor no formaba parte del sueño; era de verdad.

Me desperté al instante y miré a mi alrededor en la oscuridad, con el corazón en un puño. Mi mano buscó la Browning, que reposaba en su segundo hogar, una funda sujeta a la cabecera de la cama. Su tacto era firme, sólido y reconfortante. Me quedé sentada, con la espalda apretada contra la cabecera y la pistola en la mano.

La luz de la luna que se colaba entre las cortinas iluminó un cuerpo de hombre, que no reaccionó a la pistola ni a mi movimiento; siguió arrastrando los pies por la moqueta. Había tropezado con mi colección de pingüinos de peluche, que se extienden como una marea peluda bajo la ventana de mi dormitorio, y había derribado unos cuantos, pero no parecía capaz de pasar por encima, así que avanzaba entre ellos con dificultad, como si vadeara un río.

Sin dejar de encañonarlo, tanteé la mesilla con la otra mano y encendí la lámpara. La luz me deslumbró, y parpadeé rápidamente para adaptarme. Cuando se me contrajeron las pupilas vi que estaba ante un zombi.

En vida había sido un hombre corpulento, y tenía unos hombros anchos y musculosos. Tenía las manos grandes y de aspecto fuerte. Se le había secado un ojo, que parecía una ciruela pasa, pero me miraba con el otro. No había nada en su mirada: ni impaciencia ni nerviosismo ni crueldad; era la mirada vacía de un instrumento, y evidentemente, Dominga Salvador movía los hilos. Seguro que le había dado la orden de matar.

Si la señora había levantado el zombi, yo no podría desactivarlo. No podía ordenarle que hiciera nada hasta que hubiera cumplido su encargo. Tras matarme sería dócil como un corderito muerto, pero hasta entonces…

Bien pensado, mejor no esperar.

Tenía la Browning cargada con balas explosivas Glazer bañadas en plata. Hacen tales boquetes que pueden matar a un hombre con sólo acertar en el tronco, pero a un zombi le daría igual que le faltara medio pecho; con corazón o sin él, seguiría avanzando. Si se da en un brazo o una pierna, la amputación es automática; claro que para eso hace falta puntería.

El zombi no parecía tener prisa. Arrastraba los pies entre los peluches caídos con la determinación de los muertos. No es que tengan una fuerza sobrehumana, pero lo de reservar energías no va con ellos. Casi cualquier ser humano podría hacer una hazaña sobrehumana, como levantar un coche. Pero sólo una vez, y a costa de desgarrarse músculos, troncharse varios cartílagos y partirse la columna. El cerebro tiene inhibidores que nos impiden destrozarnos, pero en los zombis no funcionan. El cadáver podría descuartizarme, aunque de resultas quedase igual de descuartizado. Desde luego, si Dominga hubiera pretendido matarme de verdad, habría mandado un zombi más fresco; aquel estaba tan descompuesto que no me costaría esquivarlo y llegar a la puerta. 0 no…

Aseguré la posición de la pistola con la mano izquierda, sin apartar la derecha de su sitio: con el dedo en el gatillo. Disparé, y la explosión llenó el dormitorio con un ruido ensordecedor. El zombi acusó el impacto, y su brazo derecho se dispersó en una lluvia de carne y esquirlas de hueso. No sangró; llevaba muerto demasiado tiempo.

Siguió avanzando.

Apunté al otro brazo. Aguanta la respiración, aprieta el gatillo… Justo en el codo; bien. Los dos brazos iban serpenteando hacia la cama por la moqueta. Ya podía desmenuzarlo, que todos los pedacitos seguirían intentando matarme.

La pierna derecha, a la altura de la rodilla. Aunque no se la seccioné por completo, el zombi cayó de lado. Tumbado boca abajo, empezó a empujarse con la pierna buena. Por la otra le goteaba un líquido oscuro de olor nauseabundo.

Tragué saliva, y el olor se me quedó en la garganta. Puaj. Salí de la cama por el lado más alejado de la cosa, y la rodeé. El zombi supo en el acto que me había movido e intentó girar para seguir desplazándose hacia mí, impulsándose con su única pierna útil. Los brazos empezaron a reptar más deprisa, hundiendo los dedos en la moqueta. Disparé contra la pierna que le quedaba desde menos de medio metro, y los fragmentos me pringaron los pingüinos. Mierda.

Los brazos casi habían llegado a mis pies descalzos. Pegué dos tiros rápidos y destrocé las manos contra la moqueta blanca. Los brazos sin manos se debatieron, intentando darme alcance.

Noté el roce de una tela a mis espaldas, un movimiento en la penumbra de la sala; la puerta estaba abierta detrás de mí. Cuando di media vuelta supe que era demasiado tarde.

Unos brazos me sujetaron contra un pecho demasiado firme, y unos dedos se me clavaron en el brazo derecho, aplastándome la pistola contra el cuerpo. Aparté la cabeza para ocultar la cara y el cuello tras el pelo, y unos dientes se me hundieron en el hombro. Solté un grito.

Tenía la cara apretada contra el zombi, que me seguía clavando los dedos. Me iba a destrozar el brazo. La pistola estaba pinzada entre su cuerpo y el mío, y los dientes no me soltaban el hombro, pero no se trataba de colmillos, sino de una simple dentadura humana. A pesar de que el dolor era insoportable, no me pasaría nada grave si conseguía liberarme.

Aparté la cabeza y apreté el gatillo. Todo su cuerpo se echó hacia atrás, y se le desprendió el brazo izquierdo. Conseguí zafarme, con el brazo del zombi aún colgado del mío. Los dedos no aflojaban la presa.

Me quedé en la puerta del dormitorio mirando el cadáver que había estado a punto de acabar conmigo. Era de un hombre blanco, de metro ochenta y cinco, con la constitución de un culturista, y no llevaba mucho tiempo muerto: el hombro desgarrado le sangraba. Los dedos me apretaron el brazo con más fuerza; no podía rompérmelo, pero yo tampoco podía quitármelo; no tenía tiempo.

Atacó con el otro brazo extendido. Yo apunté con las dos manos, con la impresión de moverme a cámara lenta. El brazo que me sujetaba intentó impedírmelo, como si siguiera conectado al cerebro. Disparé dos veces. El zombi se derrumbó al recibir un tiro de refilón en la pierna izquierda, pero ya se había acercado más de la cuenta, y me arrastró al caer.

Aterrizamos en el suelo, conmigo debajo. Conseguí mantener la Browning en alto y los brazos libres. El peso del zombi me aplastaba; no podía evitarlo. La sangre le brillaba en los labios. Disparé a quemarropa con los ojos cerrados, no sólo porque no quería verlo, sino para evitar que me entraran esquirlas de hueso.

Cuando volví a mirar, de la cabeza sólo quedaban un trozo de mandíbula y otro de cráneo. La mano del brazo que le quedaba avanzó hacia mi cuello, y la que yo tenía colgada ayudaba a su cuerpo. No podía disparar; no tenía el ángulo adecuado.

Oí que algo pesado se arrastraba detrás de mí. Decidí correr el riesgo de girar la cabeza y vi que el primer zombi se me acercaba con la boca abierta; era lo único con lo que todavía era capaz de hacerme daño.

Grité y me volví hacia el zombi que tenía encima. Casi me había alcanzado el cuello con la mano, pero conseguí apartarme y ponerle delante su propio brazo seccionado, y lo agarró. Vaya. Así que sin cerebro ya no era tan listo. Noté que el brazo cortado sufría un espasmo, y los dedos que me sujetaban se aflojaron cuando la carne reventó como un melón maduro, soltando sangre. Me liberé, y el zombi siguió aplastando su propio brazo hasta partirle los huesos.

Oí acercarse al otro zombi. Virgen santa.

– ¡Policía! ¡Salgan con los brazos en alto! -gritó una voz de hombre desde el pasillo.

– ¡Socorro! -Decidí que no era el momento adecuado para hacerme la dura.

– ¿Qué está pasando aquí, señorita?

Tenía al primer zombi casi encima; volví la cabeza y prácticamente me di de narices con él. Le metí la Browning en la boca abierta, y sus dientes rasparon el cañón. Apreté el gatillo.

De repente había un policía en la puerta, recortado contra la oscuridad. Visto desde el suelo, era gigantesco. Pelo castaño rizado, algo canoso; bigote; pistola en mano.

– Joooder -dijo. El segundo zombi soltó su brazo destrozado e intentó alcanzarme de nuevo. El policía lo sujetó firmemente por el cinturón y tiró de él con una mano-. ¡Sácala de aquí!

Su compañero fue a entrar en el dormitorio, pero no le di tiempo. Salí de debajo del cadáver y corrí al salón a cuatro patas; no hacía falta que me lo pidieran dos veces. Me ayudó a incorporarme, sujetándome por el brazo derecho. El de la Browning.

Normalmente, cualquier policía habría empezado por ordenarme que tirase la pistola; a veces es difícil discriminar quién es el malo, y cualquier persona armada lo es hasta que demuestre lo contrario. La presunción de inocencia no funciona con armas de por medio.

Me quitó la pistola, y se lo permití. Sé cómo van las cosas.

Oímos un disparo procedente del dormitorio, y los dos dimos un brinco. El policía que me sujetaba tendría mi edad, pero en aquel momento me sentía como si tuviera un millón de años. Nos giramos y vimos al primer policía disparando al zombi, que se había liberado y se había puesto de pie. Las balas lo retrasaban, pero no lo detenían.

– Ven aquí, Brady -gritó.

El policía más joven desenfundó y avanzó un poco, pero vaciló y se quedó mirándome.

– Ayúdalo -le dije.

Asintió y empezó a disparar contra el zombi. Los tiros resonaban como truenos en la habitación. Me zumbaban los oídos, y el olor de la pólvora lo impregnaba todo. En las paredes surgían más y más agujeros, y el zombi continuaba avanzando. Sólo lograban incomodarlo un poco.

El problema de la policía es que no puede usar balas explosivas Glazer. Pocos agentes se topan con cosas sobrenaturales con tanta frecuencia como yo; casi siempre están persiguiendo a malhechores humanos, y a los poderes fácticos no les hace ninguna gracia que se le vuele una pierna a un chorizo de tres al cuarto sólo por haber disparado. Los policías no deben cargarse a quienes intentan cargárselos a ellos, ¿no?

Así que tenían balas normales, puede que con un bañito para platear la píldora, pero nada que pudiera pararle los pies a un nomuerto. Los polis se cubrían mutuamente: cuando uno disparaba, el otro cambiaba el cargador. El zombi seguía avanzando, con el brazo que le quedaba extendido, buscándome a mí. Mierda.

– Usa mi pistola -dije-. Tiene balas explosivas.

– Te he dicho que la sacaras de aquí, Brady -dijo el primer policía.

– Necesitabas ayuda -protestó Brady.

– No quiero civiles.

Huy. Me había llamado civil.

Brady no volvió a cuestionarlo; retrocedió hacia mí, apuntando al zombi pero sin disparar.

– Acompáñeme, señorita, tenemos que salir de aquí.

– Dame mi pistola -dije. Me miró y sacudió la cabeza-. Trabajo en la Brigada Regional de Investigación Preternatural. -Eso era verdad. Esperaba que me tomara por policía; eso era mentira, pero el chaval se enredó al atar los cabos y me devolvió la Browning-. Gracias. -Avancé hacia el policía mayor-. Estoy en la Santa Compaña.

– Pues haz algo -dijo mirándome de reojo, sin dejar de apuntar al zombi.

Habían encendido la luz de la sala. Ahora que nadie le disparaba, el zombi avanzaba a paso normal, como quien sale de paseo, aunque sin cabeza y con un solo brazo. Hasta parecía más vivaz; igual percibía mi proximidad.

Estaba en mejores condiciones que el primer zombi; podía lisiarlo, pero no dejarlo fuera de combate. En fin, algo es mejor que nada, así que disparé de nuevo contra la pierna que ya le había tocado. Tuve más tiempo para apuntar y le di de lleno.

Se derrumbó otra vez, pero siguió avanzando con demasiada rapidez, apoyándose en el brazo y la otra pierna; por fin le quedaba sólo una. Empecé a sonreír y luego a reír, pero enseguida se me pasaron las ganas. Me acerqué rodeando el sofá; después de lo que le había visto hacer con su propio brazo, no quería más accidentes. No me apetecía que me espachurrase nada.

Aparecí detrás de él, y dio la vuelta más deprisa de lo que debería para enfrentárseme. Tuve que dedicarle dos disparos a la otra pierna. Ya no recordaba cuántas balas había usado. ¿Me quedaban dos, una o ninguna?

Me sentí como Harry el Sucio, con la diferencia de que a mi adversario le daba tres leches cuántas veces hubiera disparado. No se le puede preguntar a un muerto si se siente afortunado.

Seguía arrastrándose, sin piernas ni nada; le bastaba con un brazo. Disparé casi a bocajarro, y la mano estalló dejando una flor carmesí en la moqueta blanca. Siguió avanzando con la única ayuda del muñón.

Volví a apretar el gatillo, pero sólo sonó un clic. Mierda.

– No me quedan balas -dije mientras me alejaba. La cosa aún intentaba seguirme.

El policía mayor se acercó y lo sujetó por los tobillos. Cuando tiró de él hacia atrás se quedó con una pierna en la mano.

– ¡Joder! -Soltó la pierna, que se puso a revolverse, como una serpiente con la columna partida.

Me quedé mirando el cadáver, que no cejaba en su empeño de alcanzarme, aunque a duras penas. El policía lo sujetaba en vilo por una pierna, pero el zombi no dejaba de intentarlo. Y seguiría intentándolo hasta que lo incinerásemos o hasta que Dominga Salvador le ordenara algo distinto.

En la puerta aparecieron más agentes de uniforme, que se abalanzaron sobre el zombi descuartizado como buitres sobre un despojo, con la diferencia de que se debatía y se esforzaba por cumplir su misión: acabar conmigo. Menos mal que había suficientes policías para sujetarlo hasta que llegaran los del laboratorio forense. Cuando hubieran terminado de investigar los cadáveres, un equipo de exterminadores los incineraría.

Antes los llevaban al depósito para examinarlos, pero siempre se escapaban trocitos, que se escondían en los sitios más insospechados. Al final, la forense se había negado a recibir zombis que no estuvieran muertos del todo, y tanto los de la ambulancia como los técnicos del laboratorio estaban de acuerdo con ella. Yo los entendía, pero el fuego tenía el inconveniente de que destruye las pruebas. ¿Malo o peor?

Yo estaba en la sala, a un lado. Con todo aquel lío se habían olvidado de mí, y me parecía muy bien, porque no estaba de humor para más combates con zombis. De repente me di cuenta de que sólo llevaba una camiseta enorme y las bragas, y la sangre me pegaba la camiseta al cuerpo. Empecé a acercarme al dormitorio, creo que con intención de ponerme unos pantalones, pero lo que vi en el suelo me hizo parar en seco.

El primer zombi era como un insecto al que le hubieran arrancado las patas: no podía moverse, pero lo intentaba. Era un tronco que seguía tratando de cumplir sus órdenes y aniquilarme.

Dominga Salvador había intentado borrarme del mapa. Dos zombis, y uno de ellos como nuevo. Pretendía matarme. Aquella idea se me quedó clavada en el cerebro, como una canción pegadiza. Habíamos intercambiado amenazas, pero ¿a qué venía tanta violencia? Matarme, nada menos. No existían recursos legales que me permitieran detenerla, y ella lo sabía, así que ¿por qué se tomaba tantas molestias para eliminarme?

¿Porque tenía algo que ocultar, tal vez? Me había dado su palabra de que ella no había levantado al zombi asesino, pero quizá su palabra no significara nada. Era la única explicación posible: tenía que estar involucrada. ¿Lo habría levantado personalmente? O si no, ¿sabría quién había sido? De eso nada; si no lo hubiera levantado ella misma, tampoco creo que hubiera intentado matarme menos de cuarenta y ocho horas después de nuestra conversación, porque despertaría sospechas. Dominga Salvador había levantado un zombi que se le había ido de las manos; así de fácil. Podía ser todo lo malvada que quisiera, pero tampoco era ninguna psicópata, y no tenía sentido que se dedicara a crear zombis asesinos para soltarlos por ahí. La reina del vudú la había cagado soberanamente, y sería eso lo que más la molestaba, más que las muertes o una posible acusación de asesinato. No podía permitir que su reputación quedara en entredicho.

Contemplé la habitación. Aparte de los restos sanguinolentos y hediondos, tenía todos los pingüinos pringados de sangre y otras guarrerías. ¿Conseguirían salvarlos los sufridos empleados de mi tintorería? Con la ropa hacían maravillas.

Las balas explosivas no atraviesan las paredes, y ese era otro de los motivos por los que me gustaban. No me habría techo gracia acribillar a los vecinos. Las balas de los policías eran más perforantes, y había un montón de redondeles perfectos.

Era la primera vez que me atacaban en casa, al menos a esa escala. Debería estar prohibido; todo el mundo tiene derecho a estar a salvo en su propia cama. Ya, ya lo sé, a los malos les dan igual las prohibiciones. Entre otras cosas, por eso son los malos.

Sabía quién había levantado el zombi; sólo me faltaba demostrarlo. Había sangre por todas partes; sangre y cosas peores. La verdad es que ya me iba acostumbrando al olor, pero era asqueroso, Todo el piso apestaba. Además, casi todo era blanco: las paredes, la moqueta, el sofá, el sillón… Las manchas resaltaban como heridas recientes, y los agujeros de bala y la escayola resquebrajada hacían juego con la sangre.

Me habían destrozado la casa. Demostraría que había sido Dominga, y después, si tenía suerte, le devolvería el favor.

– Donde las dan las toman -susurré, aunque nadie me escuchaba. Empecé a notar el sabor de las lágrimas en la garganta, mezclado con el cosquilleo de un grito incipiente. No quería llorar, pero me parecía mejor que gritar.

Llegaron los enfermeros. Una de ellos era una negra bajita, más o menos de mi edad.

– Ven, cariño, vamos a echarte un vistazo -dijo con voz amable, mientras me alejaba de la carnicería con delicadeza. Ni siquiera me importó el apelativo. Estaba deseando que me abrazaran y me consolaran. Lo necesitaba desesperadamente, pero no veía cómo conseguirlo-. Tenemos que ver cuánto sangras antes de llevarte a la ambulancia, cariño.

– La sangre no es mía -dije sacudiendo la cabeza, con una voz que parecía llegar de muy lejos.

– ¿Qué?

La miré, esforzándome por fijar la vista en ella Lo sucedido empezaba a afectarme. No es algo que me pase normalmente, pero una noche tonta la tiene cualquiera.

– La sangre no es mía. Tengo un mordisco ex el hombro, nada más.

Por su expresión vi que no me creía. No podía culparla; lo habitual, cuando me ven cubierta de sangre, es que den por supuesto que estoy sangrando. Casi nadie tiene en cuenta que está tratando con una mata-vampiros y levantamuertos dura como el acero.

Las lágrimas amenazaban con volver; me mordían los párpados. Mis pingüinos estaban pringados de sangre. Las paredes y la moqueta me la sudaban: se podían cambiar. Pero había coleccionado esos putos peluches durante años. Dejé que la enfermera me apartara, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas. No estaba llorando; sólo me lagrimeaban los ojos. Porque mis juguetes estaban salpicados de trozos de zombi. Lo que hay que aguantar.

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