La casa de Harold Gaynor, resplandeciente bajo el sol de agosto, estaba rodeada de un césped verde intenso, elegantemente tachonado de árboles. Bert Vaughn, mi jefe, aparcó en la gravilla del camino, tan blanca que parecía sal gema tamizada a mano. Les aspersores, audibles aunque situados fuera del campo visual, proporcionaban una hierba inmaculada en mitad de la sequía más intensa que había sufrido Missouri en los veinte últimos años. Pero no había ido a hablar con el propietario de las medidas de ahorro de agua, sino de levantar muertos.
No me refiero a la resurrección; a tanto no llego. Me refiero a los zombis: los cadáveres putrefactos y tambaleantes en plan La noche de los muertos vivientes. Esos zombis. Aunque la cosa no es tan espectacular como en las películas de Hollywood; simplemente, soy reanimadora. Es un trabajo más; hay quien se dedica a vender.
Sólo hacía cinco años que la reanimación tenía su epígrafe de actividad económica; antes era sólo una maldición vergonzosa, una experiencia religiosa o una atracción turística. Y sigue siéndolo en algunas zonas de Nueva Orleans, pero aquí en San Louis es un negocio, y muy rentable, en gran medida gracias a mi jefe. Es un marrullero, un embaucador y un cretino, pero vaya si sabe ganar dinero; algo muy útil para cualquier empresario.
Bert había sido jugador de fútbol americano en la universidad. Medía un metro noventa y tenía unos hombros impresionantes, aunque empezaba a criar barriga cervecera. Un traje azul oscuro hecho a medida se encargaba de ocultarla, pero por ochocientos dólares, ya podría ocultar una manada de elefantes. Llevaba el pelo rubio platino cortado al uno; quién me iba a decir que ese peinado volvería a ponerse de moda. Su bronceado de marino dominguero le realzaba el tono claro de los ojos y el pelo.
Bert se ajustó la corbata de rayas azules y rojas, y se enjugó una gota de sudor de la frente.
– Han dicho en las noticias que se está estudiando la posibilidad de usar zombis en los campos contaminados de pesticidas. Podría salvar vidas.
– Los zombis se pudren, Bert. No hay manera de evitarlo, y las neuronas no les duran lo suficiente para que sirvan de mano de obra.
– Era sólo una idea; el caso es que los muertos no tienen derechos.
– Por ahora.
Levantar muertos para usarlos de esclavos está mal. Está mal y punto, pero nunca me hacen caso. Al final, el Gobierno decidió regularlo y organizó un comité nacional, formado por reanimadores y otros expertos; los integrantes teníamos que inspeccionar las condiciones laborales de los zombis de nuestra zona.
¿Condiciones laborales? No se enteraban de nada; los zombis no pueden tener condiciones laborales dignas, y si las tuvieran ni se darían cuenta. Puede que caminen y hasta que hablen, pero están muy, muy muertos.
Bert me dedicó una sonrisa indulgente, y contuve el impulso de largarle un par de hostias.
– Charles y tú estáis en ese comité, ¿no? -comentó-. Lo de visitar las empresas y ver cómo tratan a los zombis es una publicidad cojonuda para Reanimators, Inc.
– No lo hago por eso.
– Ya lo sé: es una de esas causas perdidas que tanto te gustan.
– Hijoputa prepotente -le dije con una sonrisa encantadora.
– ¿Verdad? -contestó radiante.
Sacudí la cabeza; nunca consigo ganarle un duelo dialéctico, porque le da tres leches lo que opine de él, siempre que siga trabajando en su empresa.
Me habían vendido la chaqueta azul marino como si fuera de verano, pero era mentira; en cuanto me bajé del coche, el sudor me resbaló columna abajo. Bert se volvió hacia mí, entrecerrando los ojitos. Con unos ojos como los suyos, las miradas de desconfianza salen solas.
– Todavía llevas la pistola -me dijo.
– La chaqueta la esconde; el señor Gaynor no se dará ni cuenta.
El sudor empezaba a formar charcos bajo las correas de la pistolera, y me daba la impresión de que la blusa de seda se estaba licuando. Intento no usar pistolera de sobaco con ropa de seda, porque las correas la arrugan y se forman bolsas, pero me gustaba tener a mano la Browning Hi-Power de 9 mm.
– Vamos, Anita, no creo que la necesites para ir a ver a un cliente en plena tarde. -La voz de Bert tenía el tono condescendiente que se usa con los niños: «Vamos, bonita, sabes que lo digo por tu bien».
Pero no lo decía por mi bien; lo que no quería era espantar a Gaynor. Nos había mandado un cheque de cinco mil dólares… sólo por ir a su casa a hablar con él. Señal de que sería muy generoso si aceptábamos el caso, y Bert se ponía tierno sólo de pensarlo. A fin de cuentas, a él no le tocaba reanimar el cadáver; me tocaba a mí.
La pega era que, probablemente, Bert tenía razón: no necesitaría la pistola en pleno día. Probablemente.
– De acuerdo, abre el maletero.
Bert abrió el portaequipajes de su casi flamante Volvo mientras yo me quitaba la chaqueta, y se situó delante de mí para que no me vieran desde la casa. Menudo drama si se dieran cuenta de que guardaba una pistola en el coche. ¿Y qué iban a hacer? ¿Cerrar a cal y canto y pedir ayuda a gritos?
Enrollé las correas y dejé la pistolera en el maletero impoluto, que tenía el olor plasticoso y vagamente quimérico de los coches nuevos. Cuando bajó el capó, me quedé parada como si pudiera seguir viendo la pistola.
– ¿Vienes o qué? -preguntó.
– Ah, sí. -No me hacía ninguna gracia quedarme desarmada, fuera cual fuera el motivo. Supongo que era mala señal. Bert me indicó por señas que lo siguiera.
Eché a andar cuidadosamente por la gravilla con mis tacones negros. Las mujeres podemos elegir entre un montón de colores, pero los zapatos cómodos son cosa de hombres.
Bert estaba frente a la puerta y lucía ya su mejor sonrisa profesional, supurante de sinceridad y a juego con el alarde de buena disposición de sus ojos gris claro. Era una máscara que podía ponerse con la soltura de quien acciona un interruptor; si quisiera, podría sonreír así a alguien que le confesara un parricidio…, siempre que estuviera dispuesto a pagar por reanimar el cadáver.
Cuando se abrió la puerta supe que Bert se había equivocado al decirme que no necesitaría pistola. El tipo medía poco más de metro setenta, pero llevaba un polo naranja a punto de reventar y una cazadora negra que parecía demasiado pequeña; era como un insecto justo antes de la muda, y daba la impresión de que las costuras cederían en cuanto se moviera. Unos vaqueros negros lavados a la piedra le ceñían la estrecha cintura, como si lo hubieran estrujado antes de que se secara la arcilla. Tenía el pelo muy rubio. Nos miró en silencio con ojos vacuos, como los de un autómata, y estuve a punto de darle una patada en la espinilla a Bert cuando vislumbré una funda de sobaco bajo la cazadora.
– Hola, soy Bert Vaughn. Mi colaboradora, Anita Blake. -O no había visto la pistola o se hacía el sueco, pero el caso es que le dedicó una sonrisa radiante-. Tenemos una cita con el señor Gaynor.
El guardaespaldas, porque no podía ser otra cosa, se apartó del umbral. Bert lo interpretó como una invitación a pasar, y yo lo seguí a regañadientes. A Gaynor se le salía la pasta por las orejas y quizá necesitara guardaespaldas. Puede que hubiera recibido amenazas, o bien era uno de esos a los que les gusta la ostentación y se rodean de gorilas, los necesiten o no.
Pero también era posible que se tratara de otra cosa, algo para lo que hicieran falta armas, músculos y tipos de ojos muertos e inexpresivos. No era un pensamiento halagüeño.
El aire acondicionado estaba a tope, y el sudor se me quedó pringoso al instante. Seguimos al guardaespaldas a través de un gran recibidor alargado con las paredes recubiertas de madera oscura de pinta carísima. El suelo lucía una alfombra de aspecto oriental, probablemente tejida a mano.
En la pared de la derecha había unas puertas de madera descomunales; el gorila las abrió y, de nuevo, se hizo a un lado mientras cruzábamos el umbral. Pasamos a una biblioteca; fijo que nadie se había leído ninguno de los libros, pero llenaban las paredes de arriba abajo en estanterías oscuras. Había incluso un segundo piso lleno de estantes, al que se accedía por una elegante escalera curvada y estrecha. Todos los volúmenes estaban encuadernados y tenían un tamaño uniforme, y sus colores apagados se combinaban formando un collage. Ni que decir tiene que los muebles estaban tapizados en cuero rojo claveteado en bronce.
Un hombre que estaba junto a la pared más alejada sonrió al vernos entrar. Era corpulento y de cara rechoncha y afable, con doble papada. Estaba sentado en una silla de ruedas eléctrica y tenía las piernas tapadas por una manta de cuadros.
– Señor Vaughn, señorita Blake, cuánto les agradezco que hayan venido. -La voz hacía juego con la cara: era afable, puñeteramente amistosa.
Uno de los sillones de cuero estaba ocupado por un negro delgado. Seguro que medía más de metro ochenta, aunque era difícil calcular cuánto: estaba hundido en el asiento, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados; sólo las piernas ya eran más largas que yo. Me miraba con los ojos marrones como si tuviera que aprenderme de memoria para un examen.
El guardaespaldas rubio se apoyó en una estantería, pero no podía cruzarse de brazos: le faltaba chaqueta y le sobraban músculos. No es nada conveniente apoyarse en la pared para hacerse el duro si no se pueden cruzar los brazos: echa a perder el efecto.
– Ya han conocido a Tommy -dijo Gaynor. Señaló al otro guardaespaldas con un gesto y añadió-: Este es Bruno.
– ¿Te llamas así de verdad, o es un apodo? -le pregunté a Bruno, mirándolo a los ojos.
– Es mi nombre. -Se mostró ligeramente incomodado-. ¿Por qué? -me preguntó al ver que sonreía.
– Es que nunca había conocido a un guardaespaldas que se llamara Bruno de verdad.
– ¿Se supone que eso tiene gracia?
Negué con la cabeza. No era culpa del pobre Bruno; es como ser chica y llamarse Venus. Todos los Brunos tienen que ser guardaespaldas; es de cajón. ¿Policía, quizá? Nooo, era nombre de malo. Volví a sonreír.
Bruno se incorporó con un movimiento que denotaba fuerza y flexibilidad. No parecía ir armado, pero su presencia imponía. «Cuidado -decía-. Peligro.»
Supongo que no debería haber sonreído.
– Anita, por favor -interrumpió Bert-. Lo siento, señor Gaynor, señor… Bruno. La señorita Blake tiene un sentido del humor algo particular.
– No te disculpes en mi nombre, Bert; no me gusta. -Además, no sabía por qué se había molestado; tampoco es que hubiera pensado en voz alta.
– Bueno, bueno -dijo Gaynor-, no pasa nada. ¿Verdad, Bruno?
Bruno negó con la cabeza y me miró, más perplejo que enfadado.
Bert me lanzó una mirada asesina y se volvió, todo sonrisas, hacia el hombre de la silla de ruedas.
– En fin, señor Gaynor, supongo que no andará sobrado de tiempo, así que díganos: ¿cuánto tiempo hace que falleció el zombi que desea levantar?
– Así me gusta: directo al grano. -Gaynor se interrumpió y se quedó mirando hacia la puerta, por la que entraba una mujer.
Era alta, de piernas largas, rubia, y tenía los ojos de color azul zafiro. Llevaba un vestido, si es que podía llamárselo así, rosado de un tejido sedoso que se ceñía a su cuerpo ocultando lo que imponía la decencia, pero sin dejar mucho margen a la imaginación. Recorrió la alfombra con los pies embutidos en unos zapatos de tacón de aguja de color rosa, perfectamente consciente de estar acaparando las miradas masculinas.
Echó la cabeza hacia atrás y rió, pero no se oyó ningún sonido: su rostro se iluminó, movió los labios y le centellearon los ojos, pero todo en absoluto silencio, como si le hubieran apagado el volumen. Se apoyó con la cadera en Harold Gaynor y le pasó la mano por los hombros. Él le rodeó la cintura con un brazo, con lo que le subió más aún la falda, por si no fuera ya bastante corta.
¿Sería capaz de sentarse con ese vestido sin montar un espectáculo? Ni de coña.
– Les presento a Cicely -dijo Gaynor. La chica le enseñó a Bert unos dientes profident, con esa risita insonorizada que le hacía chispear los ojos. Cuando me miró a mí, le flaqueó la sonrisa y se le apagaron los ojos, mostrando un conato de inseguridad. Gaynor le dio unas palmaditas en la cadera, y ella recuperó la sonrisa y nos saludó con una inclinación de cabeza-. Quiero que levanten un cadáver de doscientos ochenta y tres años.
Me quedé mirándolo alucinada; no sabía si se daba cuenta de lo que pedía.
– Bueno -dijo Bert-, casi trescientos años; demasiados para levantar un zombi. La mayoría de los reanimadores sería incapaz, directamente.
– Soy consciente de ello -dijo Gaynor-; por eso he solicitado los servicios de la señorita Blake. Sé que ella puede hacerlo.
– ¿Anita? -Bert me miró. Yo nunca había levantado un muerto tan antiguo.
– Sí que puedo -dije. Bert y Gaynor intercambiaron una sonrisa, complacidos-. Pero no me da la gana.
Bert se volvió lentamente hacia mí; su sonrisa se había esfumado. La de Gaynor, en cambio, seguía en su sitio. Los guardaespaldas estaban inmóviles, y Cicely me miraba con amabilidad inexpresiva.
– Un millón de dólares, señorita Blake -dijo Gaynor con su voz suave y afable.
Vi que Bert tragaba saliva y que agarraba con fuerza los brazos del sillón. No había nada que se la levantara más que el dinero; seguro que no se le había empinado más en toda su vida.
– ¿Entiende lo que está pidiendo, señor Gaynor? -le pregunté.
Gaynor asintió.
– Yo suministraré la cabra blanca. -Su voz no había perdido ni un ápice de amabilidad, y seguía sonriendo, pero los ojos se le habían ensombrecido. Estaba inquieto, expectante.
– Vamos, Bert -dije poniéndome en pie-. Nos marchamos.
Bert me cogió del brazo.
– Siéntate, Anita, por favor. -Me quedé mirándole la mano hasta que me soltó. Su máscara de cordialidad se resquebrajó, dejándome ver la cólera que sentía, pero enseguida recuperó la compostura-. Es una remuneración muy generosa.
– Lo de «cabra blanca» es un eufemismo. Se refiere a un sacrificio humano.
Mi jefe miró a Gaynor y volvió a mirarme a mí. Me conocía lo suficiente para creerme, pero se resistía.
– No lo entiendo -dijo al fin.
– Cuanto más antiguo es el zombi, de mayor envergadura es la muerte necesaria para levantarlo -expliqué-. Y cuando han pasado unos siglos, no vale nada que esté por debajo de un sacrificio humano.
Gaynor había dejado de sonreír y me miraba con gesto sombrío. Cicely seguía con cara amistosa, casi sonriente. ¿Habría algo de seso detrás de aquellos ojos tan azules?
– Pero ¿de verdad quiere hablar de asesinatos delante de Cicely? -le pregunté.
Gaynor me brindó una sonrisa exagerada. Mala señal.
– No entiende una palabra de lo que decimos. Es sorda.
Me quedé mirándolo fijamente, y él asintió. Cicely me miraba confiada. Estábamos hablando de sacrificios humanos, y ella ni siquiera se daba cuenta; si sabía leer los labios, lo disimulaba muy bien. Supongo que hasta los minusválidos, digo los incapacitados, pueden frecuentar las malas compañías, pero a mí no me parecía bien.
– No soporto a las mujeres que cotorrean sin parar -dijo Gaynor.
– No trabajaría para usted ni por todo el oro del mundo -dije sacudiendo la cabeza.
– ¿Y no podrías matar un montón de animales, en vez de uno solo? -preguntó Bert. Como empresario será cojonudo, pero no tiene ni pajolera idea de reanimación.
– No -dije mirándolo fijamente.
El seguía quietecito en su sillón. La perspectiva de dejar escapar un millón de dólares le estaría dando retortijones, pero no se le notaba. Siempre tan competente en las negociaciones.
– Tiene que haber alguna forma de arreglarlo -dijo con voz tranquila y una sonrisa profesional. Seguía intentando llegar a un acuerdo; no entendía de qué iba todo aquello.
– ¿Conocen a alguien más que pueda reanimar un zombi de esta edad? -preguntó Gaynor.
Bert me miró, desvió la mirada hacia el suelo y luego la levantó en dirección a Gaynor. La sonrisa profesional había desaparecido; por fin le había entrado en la cabeza que hablábamos de asesinato. La pregunta era: ¿le importaría?
Siempre me había preguntado hasta dónde era capaz de llegar mi jefe, y estaba a punto de averiguarlo. Pero que yo no supiera si iba a rechazar el encargo dice mucho sobre él.
– No -dijo Bert en voz muy baja-. No, supongo que yo tampoco puedo ayudarlo, señor Gaynor.
– Si es cuestión de dinero, puedo aumentar la oferta, señorita Blake.
Un estremecimiento recorrió los hombros de Bert, pobre. Pero lo disimuló bien: un punto para él.
– No soy asesina a sueldo, señor Gaynor -dije.
– No es eso lo que tengo entendido -soltó Tommy, el rubio. Lo miré: seguía con los ojos vacuos, de autómata.
– No me dedico a matar personas por dinero.
– Se dedica a matar vampiros por dinero.
– Son mandamientos judiciales, y no lo hago por el dinero.
Tommy sacudió la cabeza y se apartó de la pared.
– Se dice que le gusta ensartar vampiros -dijo-… y que no tiene reparos en matar a quien sea para llegar hasta ellos.
– Me consta que ha matado a personas, señorita Blake -dijo Gaynor.
– Sólo en defensa propia. Nunca he asesinado a nadie.
– Creo que ya va siendo hora de que nos marchemos. -Bert se había puesto en pie.
Bruno se levantó con un movimiento fluido y se quedó con los brazos a los lados y las manazas medio cerradas. Seguro que era alguna postura de artes marciales. Tommy seguía de pie y se había abierto la cazadora para mostrar la pistola, como en las películas del Oeste. Era una Magnum 357; eso hacía agujeros muy grandes.
Me quedé plantada mirándolos; ¿qué otra cosa podía hacer? Igual era capaz de apañármelas con Bruno, pero Tommy iba armado, y yo no. Fin de la discusión.
Me trataban como si fuera peligrosísima. Con uno sesenta no impongo demasiado, pero basta con levantar muertos y matar vampiros para que la gente se lo piense mejor. A veces me sentaba mal que me trataran como a un monstruo, pero dadas las circunstancias… Se podía aprovechar.
– ¿De verdad creéis que he venido desarmada? -pregunté como quien no quiere la cosa.
Bruno miró a Tommy, que hizo un amago de encogerse de hombros.
– No, no la he cacheado -dijo. Cuando el negro soltó un bufido, añadió-: Pero no lleva pistola.
– ¿Quieres apostarte la vida? -pregunté sonriente mientras echaba la mano hacia atrás, lentamente; que pensaran que llevaba una pistolera en la espalda.
Tommy se puso tenso y flexionó los dedos junto a la pistola. Si desenfundaba, moriríamos, pero estaba dispuesta a volver del otro mundo para atormentar a Bert.
– No hay ninguna necesidad de que muera nadie, señorita Blake -dijo Gaynor.
– Desde luego que no. -El nudo que se me había formado en la garganta se deshizo, y empecé a apartar la mano del arma imaginaria. Tommy hizo lo propio con la de verdad. Bien por los dos.
Gaynor volvió a sonreír, como si fuese un Papá Noel bonachón y lampiño.
– No hace falta decir que no les serviría de nada informar a la policía.
– No tenemos pruebas -dije asintiendo-. Y ni siquiera nos ha dicho a quién quiere levantar de entre los muertos, ni por qué.
– Sería su palabra contra la mía -añadió.
– Y estoy segura de que tiene amigos influyentes -dije con una sonrisa.
– Puede estarlo. -Su sonrisa se acentuó, y se le marcaron unos hoyuelos en las mejillas regordetas.
Les volví la espalda a Tommy y a su pistola. Bert me siguió, y salimos al sol bochornoso del verano. Bert parecía aturdido, y en aquel momento casi me caía bien: me alegraba saber que hasta él tenía límites, que había algo que no estaba dispuesto a hacer ni por un millón de dólares.
– ¿En serio serían capaces de matarnos? -Su voz mostraba más firmeza que sus ojos, ligeramente acuosos. Qué valiente. Abrió el maletero sin necesidad de que se lo pidiera.
– ¿Con el nombre de Harold Gaynor en la agenda y el ordenador? -Cogí la pistolera y me la puse-. ¿Sin saber si le habíamos mencionado la visita a alguien? -Negué con la cabeza-. Demasiado arriesgado.
– Entonces, ¿por qué les has hecho creer que ibas armada? -Me miró a los ojos mientras hacía la pregunta, y por primera vez detecté incertidumbre en su mirada. El super-tacañón necesitaba unas palabras de consuelo, pero ya no me quedaban.
– Fácil, Bert: podía equivocarme.