Sonó el despertador, y me puse a soltar manotazos a los botones; más tarde o más temprano daría con el de apagado. Pero al final tuve que apoyarme en un codo y hasta abrir los ojos para desconectar la cosa, y me quedé mirando los números luminosos: las seis de la mañana. Joder. Había llegado a casa a las tres.
¿Por qué lo había puesto a las seis? No tenía ni idea; después de tres horas de sueño no suelo andar muy lúcida. Volví a tumbarme entre las sábanas calentitas, y estaba a punto de cerrar los ojos cuando me acordé de Dominga Salvador.
Habíamos quedado a las siete; eso es madrugar y lo demás son tonterías. Me libré como pude de las sábanas y me quedé un momento sentada en la cama. Salvo por el zumbido del aire acondicionado, reinaba un silencio sepulcral.
Me levanté, pensando en ositos de peluche recubiertos de sangre.
Al cabo de un cuarto de hora ya estaba vestida. Siempre me duchaba al volver del trabajo, por tarde que fuera; no soportaba la idea de meterme entre las sábanas limpias pringada de sangre de pollo reseca. A veces es de cabra, pero suele ser de pollo.
Elegir el atuendo había tenido lo suyo: no quería parecer irrespetuosa ni achicharrarme. Claro que no habría sido tan difícil si no tuviera intención de llevar pistola. Llamadme paranoica, pero no estaba dispuesta a salir de casa sin ella.
Los vaqueros desteñidos, los calcetines y las zapatillas deportivas fueron la parte fácil. Después me puse una pistolera de cintura con una Firestar de 9 mm, la sustituía de la Browning Hi-Power, que abulta demasiado para llevarla debajo del pantalón.
Sólo faltaba una camisa que tapara la pistola sin dejarla inaccesible, pero eso es más difícil de lo que parece. Al final me puse una camiseta que llegaba poco más allá de la cintura y di unas vueltas delante del espejo.
La pistola no se veía, siempre que no levantara los brazos más de la cuenta. Por desgracia, la camiseta era de un rosa muy, muy claro. La verdad es que no alcanzo a entender cómo me pudo dar por comprármela. Puede que me la hubieran regalado; eso esperaba, porque la idea de haberme gastado el dinero en algo rosa era más de lo que podía soportar.
Aún no había abierto las cortinas, y el piso estaba en penumbra. Había encargado expresamente unas cortinas muy tupidas, pues no sentía demasiada debilidad por ver la luz del día. Encendí la lámpara del acuario, y los peces ángel subieron hacia la superficie, boqueando implorantes.
Los peces no están mal como animal doméstico. No hay que sacarlos a pasear, recogerles la porquería ni adiestrarlos; basta con limpiar el acuario de vez en cuando y darles de comer, aparte de que les importa una mierda a qué hora vuelvo.
El olor del café recién hecho llenó la casa, y me senté a la mesa de la cocina a tomarme una taza de Colombia. Lo sacaba del congelador y lo molía justo antes de prepararlo; no hay otra forma de tomar café, aunque si no hay más remedio, me lo tomo como sea.
Sonó el timbre y pegué un salto, derramando el café. ¿Nerviosa yo? Dejé la Firestar en la mesa de la cocina en vez de llevármela a la puerta. ¿Veis? No soy tan paranoica; sólo soy muy, muy prudente.
Eché un vistazo por la mirilla y abrí. Era Manny Rodríguez. Me saca unos cinco centímetros, y tiene unos rizos oscuros entreverados de canas que le enmarcan una cara enjuta y un bigote negro. Con sus cincuenta y dos años, no me importaría llevarlo de apoyo en cualquier situación peligrosa… menos en una.
Nos estrechamos la mano, como siempre. Tiene un apretón firme y seco. Me sonrió, enseñándome el contraste entre su tez morena y unos dientes blanquísimos.
– Huele a café.
– Ya sabes que no desayuno otra cosa -dije devolviéndole la sonrisa.
Entró y cerré la puerta con llave; la fuerza de la costumbre.
– Rosita dice que no te cuidas. -Imitó la voz de reproche de su mujer, exagerando el acento mexicano, y añadió-: No come nada; así está de flaca. Pobrecilla, sin marido, ni siquiera novio… -Sonrió.
– Mi madrastra está de acuerdo con ella. La angustia pensar que acabaré hecha una solterona.
– ¿Cuántos años tienes? Veinticuatro, ¿no?
– Sí.
– No hay quien entienda a las mujeres -dijo sacudiendo la cabeza.
– ¿Y yo qué soy? ¿Un bocadillo de mortadela?
– Ya sabes que no pretendía…
– Yaaa. Soy uno de los chicos.
– En el trabajo eres mejor que ningún chico.
– Siéntate y llénate de café esa bocaza antes de volver a abrirla.
– No te hagas la ofendida; me entiendes de sobra. -Me miró muy serio con sus ojos marrones.
– Te entiendo de sobra -dije sonriendo.
Cogí una taza de la docena larga que guardo en el armario de la cocina. Mis favoritas están colgadas de un palo con ganchos que tengo en la encimera.
Manny bebió un trago y se quedó mirando la frase serigrafiada en negro de su taza roja: soy una zorra despiadada, pero se me da bien. La risa le hizo salir el café por la nariz.
Yo bebí de la mía, decorada con bebés pingüino con aspecto de peluche.
– No se lo digas a nadie, pero a mí la que más me gusta es esta.
– ¿Por qué no te la llevas a la oficina?
La última idea peregrina de Bert había consistido en hacernos llevar nuestras propias tazas; decía que le daban un toque hogareño al despacho. Yo había llevado una, decorada en dos tonos de gris, en la que ponía: es el trabajo sucio, pero me toca hacerlo. A Bert no le gustó y me la hizo llevar a casa.
– Es que me gusta tocarle los cojones al jefe.
– Así que vas a seguir llevando tazas ofensivas.
– Desde luego -contesté sonriendo. Manny se limitó a sacudir la cabeza, y yo entré en materia-. Te agradezco mucho que me acompañes a ver a Dominga.
– No podía dejarte a solas con el diablo en persona -dijo encogiéndose de hombros.
Lo miré algo preocupada; no sabía si lo decía en serio.
– Así es como la llama tu mujer, no yo.
– Pero piensas ir armada por si acaso. -Manny dirigió la mirada hacia la pistola que tenía en la mesa.
Lo miré por encima del borde de la taza.
– Por si acaso.
– Si es necesario salir a tiros, no te servirá de nada; tiene guardaespaldas por todas partes.
– No tengo intención de pegarle un tiro a nadie. Sólo vamos a preguntar unas cosas.
– Disculpe, señora Salvador -dijo con gesto de mofa-, ¿ha levantado algún zombi últimamente?
– Vale ya, Manny. Sí, se hace un poco violento…
– ¿Violento? -Sacudió la cabeza-. Un poco violento, dice. Si consigues cabrear a Dominga Salvador, será bastante más que un poco violento.
– No tienes por qué venir.
– Pero me lo has pedido. -Mostró esos dientes blanquísimos que le iluminaban toda la cara-. No se lo has pedido a Charles ni a Jamison, sino a mí, y eso ha sido el mejor cumplido que le podías hacer a un viejo.
– ¿Viejo? Anda ya.
– Bueno, mi mujer no opina lo mismo. Rosita me tiene prohibido ir a cazar vampiros contigo, pero no puede impedirme que trabaje con zombis, al menos por ahora. -La sorpresa se me debió de notar en la cara, porque añadió-: Sé que tuvo una charla contigo hace dos años, cuando yo estaba en el hospital.
– Estuviste a punto de morir.
– ¿Y cuántos huesos te rompiste tú?
– Lo que dijo Rosita era razonable. Tienes cuatro hijos en los que pensar.
– Y ya no tengo edad para dedicarme a matar vampiros -dijo con ironía, casi con amargura.
– Eso son chorradas.
– Más quisiera. -Apuró el café-. Será mejor que nos vayamos, si no queremos hacer esperar a la doña.
– Dios nos libre.
– Amén.
Me quedé mirándolo mientras enjuagaba la taza en el fregadero.
– ¿Hay algo que no sepa? -le pregunté.
– No.
Enjuagué mi taza sin quitarle los ojos de encima, con el ceño fruncido.
– ¿Manny?
– Por mis niños que no hay nada.
– Entonces, ¿qué pasa?
– Sabes que practicaba el vodun antes de que Rosita me convenciera para convertirme al cristianismo, ¿no?
– Sí, ¿y qué?
– Dominga Salvador no era sólo mi sacerdotisa. Era mi amante.
Me quedé parada mirándolo.
– ¿Estás de coña?
– No bromearía nunca con algo así -dijo muy serio.
Me encogí de hombros; los gustos de la gente en materia de amantes nunca dejarán de sorprenderme.
– Y gracias a eso me has conseguido una cita de un día para otro. -Manny asintió-. ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
– Por si te daba por ir sin mí.
– ¿Y tan terrible habría sido?
– Es posible -dijo mirándome con solemnidad.
Cogí la pistola de la mesa y me la guardé en la funda. Ocho balas; en la Browning cabían catorce. Pero seamos realistas: si necesitaba más de ocho balas, no iba a salir con vida. Y Manny tampoco.
– Mierda -dije entre dientes.
– ¿Qué pasa ahora?
– Tengo la sensación de estar a punto de meterme en la boca del lobo.
– No vas muy desencaminada.
De puta madre. De putísima madre. ¿Por qué me metía en esos berenjenales? La imagen del osito ensangrentado de Benjamín Reynolds me acudió a la mente. Vale, sabía por qué lo hacía: si existía la posibilidad, por remota que fuera, de que el niño siguiera vivo, sería capaz de bajar al mismísimo Infierno…, siempre que existiera la posibilidad de volver. Pero no lo dije en voz alta; quizá tampoco fuera muy desencaminada en aquello.