Volví al ruido del local. Charles estaba de pie al lado de la mesa, y ya de lejos noté que se sentía incómodo. A ver qué más había pasado.
Estaba retorciéndose las manos, y tenía un gesto que casi parecía de dolor. Un dios misericordioso le había dado aspecto duro, pero no podía ser más blandito. Si yo tuviera el tamaño y la fuerza de Charles, os aseguro que sería de cuidado. Qué injusto, y qué triste.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– He llamado a Caroline.
– ¿Y?
– La canguro está enferma, y a ella la han llamado del hospital, así que tengo que quedarme con Sam.
– Ya veo.
– ¿No puedes esperar a mañana para ir al Tenderloin? -Hasta su aspecto de duro se había difuminado. Negué con la cabeza-. No pretenderás ir sola, ¿verdad?
Miré al gigantesco hombre que se alzaba ante mí y suspiré.
– No puedo esperar, Charles.
– Pero el Tenderloin… -Bajó la voz, como si la mención del barrio fuera a atraer a una bandada de chulos y putas-. No puedes ir sola por la noche.
– En peores sitios he estado. No te preocupes.
– No puedo permitir que vayas sola. Que Caroline busque otra canguro, o que diga en el hospital que no puede ir.
Sonrió al decirlo. Siempre es agradable ayudar a un amigo. Pero Caroline se lo haría pagar, y lo peor del caso era que ya no me apetecía ir con él. A veces no basta con la pinta.
¿Y si Gaynor se enteraba de que había interrogado a Wanda? ¿Y si creía que Charles tenía algo que ver? No; había sido una egoísta al pretender que se arriesgara. Charles estaba casado y tenía un hijo de cuatro años.
Harold Gaynor se lo comería con patatas. No podía involucrarlo. Era como un osito, muy grande y ansioso por complacer, pero no necesitaba el apoyo de un osito. Necesitaba a alguien que fuera capaz de aguantar lo que le echara Gaynor.
Tuve una idea.
– Vete a casa, Charles. No iré sola, te lo prometo.
Me miró con incertidumbre. Quizá no me creyera. Pues bueno.
– ¿Estás segura? No quiero dejarte colgada…
– Márchate. Le pediré a otra persona que me acompañe.
– ¿A quién vas a encontrar a estas horas?
– No preguntes. Vete con tu hijo.
No parecía tenerlas todas consigo, pero era evidente que estaba aliviado. Le daba miedo ir al Tenderloin. Puede que la correa corta de Caroline fuera lo que él quería y necesitaba: una excusa para no hacer lo que no quería hacer en realidad. Vaya base para un matrimonio.
Pero bueno. Si funciona, no lo toques.
Charles se marchó deshaciéndose en disculpas, pero yo sabía que se alegraba de irse, y no se me olvidaría.
Llamé a la puerta del despacho.
– Adelante, Anita -oí tras un momento de silencio.
¿Cómo había sabido que era yo? Mejor no preguntar; no quería saberlo.
Jean-Claude parecía estar examinando un libro de cuentas de páginas amarillentas y tinta desvaída. Daba la impresión de haber salido de la época victoriana.
– ¿Qué he hecho para merecer el honor de dos visitas en una noche? -preguntó.
De repente me sentí gilipollas. Después de dedicarme a esquivarlo, ¿iba a invitarlo a que me acompañara a investigar? Pero de esa manera mataría dos murciélagos de un tiro: le daría gusto a Jean-Claude, porque de verdad que no me apetecía que se enfadara conmigo, y si Gaynor intentaba enfrentarse a él, me daba que el vampiro tenía todas las de ganar.
Era lo que me había hecho Jean-Claude unas semanas atrás: me había elegido para que salvara al mundo vampírico, y me había hecho enfrentarme a un monstruo que ya había matado a tres maestros vampiros. Suponía que yo tendría las de ganar contra Nikolaos y acertó, aunque por los pelos.
Donde las dan las toman, así que le dediqué una sonrisa encantadora. Era un placer poder devolver los favores tan deprisa.
– ¿Te importaría acompañarme al Tenderloin?
Parpadeó, con un gesto de sorpresa digno de una persona de verdad.
– ¿Con qué objeto?
– Tengo que interrogar a una prostituta sobre un caso en el que estoy trabajando, y necesito apoyo.
– ¿Apoyo?
– Debería ir con alguien de pinta más amenazadora que la mía, y tú cumples los requisitos.
– Así que quieres usarme de guardaespaldas -dijo con una sonrisa beatífica.
– Ya me has causado bastantes problemas, así que por una vez podrías hacerme un favor.
La sonrisa se desvaneció.
– ¿A qué viene este repentino cambio de opinión, ma petite?
– El tipo que me iba a acompañar ha tenido que irse a casa a quedarse con su hijo.
– ¿Y si no voy?
– Iré sola.
– ¿Al Tenderloin?
– Sí -dije. De repente se encontraba de pie junto a la mesa y caminaba hacia mí. No lo había visto levantarse-. ¿Por qué no dejas de hacer eso?
– ¿A qué te refieres?
– A lo de nublarme la mente para que no vea que te mueves.
– Lo hago siempre que puedo, ma petite, para demostrar que aún soy capaz.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Te transmití gran parte de mi poder cuando te puse las marcas, así que practico con los jueguecitos que aún no me están vedados. -Estaba casi delante de mí-. No quiero que te olvides de quién ni de qué soy.
Me quedé mirando sus ojos azules, azules.
– Nunca me olvido de que eres un cadáver ambulante, Jean-Claude.
Una expresión que no supe interpretar le atravesó el rostro. Quizá fuera de dolor.
– No, veo en tus ojos que sabes qué soy. -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro, aunque sin nada de seductor. Parecía humano-. Tus ojos son el espejo más nítido que he visto en mi vida, ma petite. Siempre que empiezo a engañarme, siempre que rae dejo llevar por la fantasía de que estoy vivo, me basta con mirarte para ver la verdad.
¿Qué esperaba que dijera? No pretendería que pasara por alto su vampirismo.
– ¿Y por qué no me rehúyes?
– Puede que Nikolaos no se hubiera convertido en el monstruo que era si hubiera tenido un espejo así.
Me quedé mirándolo. Quizá tuviera razón. Aquello casi convertía su elección de sierva humana en un acto de nobleza. Casi. Ya, lo que faltaba. ¿Ahora iba a empezar a sentir lástima del puto amo de la ciudad? Ni harta de vino.
Íbamos al Tenderloin. Cuidado, chicos malos: llevaba al amo de apoyo. Era matar moscas a cañonazos, pero siempre ha sido una de mis especialidades.