Dominga Salvador estaba en un sillón de la sala, sonriente. La niña a la que había visto la otra vez con el triciclo estaba sentada en el regazo de su abuela, relajada como un gatito. Había dos niños algo mayores a los pies de Dominga. El paradigma de la dicha familiar; me daban ganas de vomitar.
Claro que por mucho que fuera la sacerdotisa vodun más peligrosa que había conocido en mi vida, también era abuela. La gente, por lo general, se puede definir de varias formas. Hitler era un gran amante de los perros.
– Por supuesto que puede realizar el registro, sargento. Como si estuviera en su casa -dijo con voz meliflua, como si nos estuviera ofreciendo una limonada o un té helado.
John Burke y yo nos quedamos a un lado mientras los policías hacían su trabajo. Dominga conseguía que se sintieran tontos por albergar sospechas: sólo era una viejecita encantadora. Y qué más.
Antonio y Enzo también estaban a un lado. No acababan de encajar en la imagen de dicha hogareña, pero era evidente que Dominga quería testigos. O quizá era que no descartaba un tiroteo.
– ¿Entiende las posibles consecuencias de este registro, señora Salvador? -preguntó Dolph.
– No hay ninguna consecuencia posible porque no tengo nada que ocultar. -Lucía una sonrisa encantadora. Maldita zorra.
– Anita, señor Burke… -dijo Dolph. Nos adelantamos como impulsados por un resorte, lo que no era descabellado del todo. Un policía alto tenía la cámara de vídeo preparada-. Creo que ya conoce a la señorita Blake.
– Sí, he tenido el placer -dijo Dominga. Mantenía las apariencias con la frialdad de un pez.
– Le presento a John Burke -añadió Dolph.
Los ojos de Dominga se agrandaron ligeramente; la primera grieta en su fachada perfecta. ¿Habría oído hablar de él? ¿La había alarmado oír su nombre? Eso esperaba.
– Encantada de conocerlo por fin, señor Burke -dijo en cuanto se recompuso.
– Siempre es agradable conocer a un correligionario -dijo él.
Dominga inclinó ligeramente la cabeza. Por lo menos no fingía completa inocencia: había reconocido que era sacerdotisa vodun. Menos da una piedra; era una obscenidad que la abuela del vudú se hiciera la santa.
– Adelante, Anita -dijo Dolph. Ni preparativos ni leches: a saco. Así era Dolph.
Me saqué una bolsa de plástico del bolsillo, Dominga me miró extrañada. Cuando vio el gris-gris que contenía, se quedó de piedra, con la cara como una máscara. Después esbozó una sonrisa.
– ¿Qué es eso?
– Vamos, señora -dijo John-, no se haga la tonta. Lo sabe perfectamente.
– Sé que es un amuleto, claro, pero ¿es que ahora la policía se dedica a amenazar a las ancianas con el vudú?
– Si funciona… -dije.
– ¡Anita! -dijo Dolph.
– Lo siento.
Miré a John, que asintió. Puse el gris-gris en la alfombra, a un par de metros de Dominga Salvador. No tenía más remedio que confiar en John con aquello. Había llamado a Manny para comprobarlo, pero no las tenía todas conmigo. Si funcionaba, si lo admitían como prueba en el juicio y si conseguíamos hacérselo entender al jurado, quizá serviría de algo. Demasiadas disyuntivas.
El amuleto se quedó inmóvil un momento, y después, los huesos empezaron a moverse como si los hubiera agitado un dedo invisible.
Dominga bajó a su nieta de la mecedora, mandó a los niños con Enzo y se quedó esperando. Seguía con su sonrisita, pero parecía bastante más intranquila.
La pulsera empezó a arrastrarse hacia ella, como una babosa, moviendo músculos que no tenía. Se me erizó el vello de todo el cuerpo.
– ¿Estás grabando esto, Bobby? -preguntó Dolph.
– Sí -contestó el poli de la cámara-. Cono, no acabo de creérmelo, pero lo tengo.
– Le ruego que no utilice ese vocabulario delante de los niños -dijo Dominga.
– Perdone, señora.
– Está perdonado. -Seguía ejerciendo de perfecta anfitriona mientras aquella cosa reptaba hacia ella. No andaba escasa de sangre fría, eso hay que reconocerlo.
Pero Antonio era otro cantar: se apartó de la pared y se acercó al gris-gris con intención de cogerlo.
– No lo toque -dijo Dolph.
– Están asustando a mi abuela con sus trucos.
– No lo toque -repitió Dolph, poniéndose en pie y llenando la habitación. De repente, Antonio parecía diminuto e indefenso.
– Por favor, la están asustando. -Pero era él quien estaba pálido y con la cara perlada de sudor. ¿Por qué tenía tanto miedo? El no era quien corría peligro de acabar en la cárcel.
– Vuelva a su sitio -dijo Dolph-, ¿o prefiere que lo esposemos?
– No. -Negó con la cabeza-. De acuerdo. -Volvió a su sitio, sin dejar de mirar a Dominga con aprensión. Cuando su abuela le devolvió la mirada, la cólera fue palpable. Los ojos negros de la mujer resplandecieron con una ira que le deformó la cara. ¿Qué había pasado para que se quitara la máscara de semejante manera? ¿A qué se debía todo aquello?
El gris-gris siguió avanzando trabajosamente hasta llegar a ella, y se acurrucó a sus pies y empezó a restregarse como un gato en busca de carantoñas.
Dominga hizo como que no lo veía.
– ¿No quiere recuperar su poder perdido? -le preguntó John.
– ¿A qué se refiere? -Ya se había sobrepuesto y parecía verdaderamente perpleja. Joder, qué buena era-. Usted es un sacerdote vodun muy poderoso, y hace esto para inculparme.
– Si usted no quiere el amuleto, me lo quedo yo -dijo John-, y entonces sí que seré poderoso de verdad. El más poderoso del país.
Noté su fuerza por primera vez, como un hormigueo en la piel, un viento mágico que me ponía los pelos de punta. Había empezado a considerarlo un tipo normal, o tan normal como pudiera ser cualquiera de nosotros. Gran error.
Dominga se limitó a sacudir la cabeza.
John se adelantó, se arrodilló y recogió el gris-gris serpenteante. Su poder lo acompañaba como una mano invisible.
– ¡No! -Dominga lo recogió y lo acunó en sus manos.
– Entonces, ¿reconoce que le pertenece a usted? -preguntó John, mirándola sonriente-. De lo contrario, puedo quedármelo y darle el uso que considere oportuno. Estaba entre los efectos personales de mi hermano, de modo que me pertenece legalmente, ¿no es así, sargento Storr?
– Desde luego -dijo Dolph.
– De eso nada.
– Puedo quedármelo, y me lo quedaré si no mira a esa cámara y reconoce que lo hizo usted.
– Se arrepentirá -dijo Dominga con expresión venenosa.
– Y usted de haber matado a mi hermano.
– Muy bien. -La sacerdotisa miró a la cámara-. Yo hice este amuleto, pero no reconozco nada más. Fue un encargo de su hermano, y eso es todo.
– Tuvo que realizar un sacrificio humano para hacer esto -dijo John.
– El amuleto es mío -dijo Dominga, sacudiendo la cabeza-. Se lo hice a su hermano y ya está. Tienen esto, pero no tienen nada más.
– Perdona, pero… -Antonio intentó intervenir. Estaba pálido, compungido y muy, muy asustado.
– ¡Cierra el pico! -espetó su abuela.
– Zerbrowski, llévate a nuestro amigo a la cocina y tómale declaración -dijo Dolph.
Dominga se puso en pie de un salto.
– ¡Insensato, estúpido! ¡Diles algo más y haré que se te pudra la lengua en la boca!
– Sácalo de aquí, Zerbrowski.
El policía se llevó a Antonio, que parecía estar al borde de las lágrimas. Tuve la sensación de que le habían encomendado a él la responsabilidad de recuperar el gris-gris, pero no lo había conseguido e iba a pagar su error. La policía era el menor de sus problemas. Yo en su lugar haría lo posible para que mi abuela estuviera entre rejas antes de que acabara el día; no me gustaría que volviera a tener a mano sus trastos de vudú. Nunca.
– Ahora vamos a realizar el registro, señora Salvador.
– Como desee, sargento. No van a encontrar nada -dijo con toda la calma del mundo.
– ¿Ni siquiera detrás de las puertas? -pregunté.
– No sé de qué puertas hablas, Anita, pero aquí no encontraréis nada que no sea legal y… saludable. -Consiguió que la última palabra sonara obscena.
Dolph me miró, y me encogí de hombros. Dominga parecía terriblemente segura.
– De acuerdo, chicos, vamos a revolver esto, -Todos los policías, tanto los de uniforme como los inspectores, se pusieron en marcha. Empecé a seguir a Dolph, pero me detuvo.
– No, Anita. Burke y tú os quedáis aquí.
– ¿Por qué?
– Porque sois civiles.
– ¿Así que ahora soy una civil? ¿Y cuando estaba recorriendo el cementerio contigo?
– Si hubiera podido hacerlo alguno de los míos, tampoco te lo habría permitido a ti.
– ¿Permitírmelo?
– Ya me entiendes -dijo frunciendo el ceño.
– Me parece que no.
– Puede que seas una chica dura, y hasta que seas tan buena como crees, pero no eres policía y esto es trabajo policial, así que, por una vez, quédate en la sala con los civiles. Cuando hayamos terminado podrás bajar a identificar al hombre del saco.
– No me hagas favores, Dolph.
– Quién iba a decir que eres de las que hacen pucheros.
– No estoy haciendo pucheros.
– Entonces, ¿estás lloriqueando?
– Corta el rollo. Ya has dejado clara tu postura. Me quedo aquí, pero no tiene por qué gustarme.
– Casi siempre estás hasta el cuello de mierda; deberías alegrarte de quedarte al margen por una vez. -Dicho aquello, se dirigió al sótano.
La verdad era que no me apetecía volver a bajar a aquel sótano oscuro, y mucho menos, ver a la criatura que había perseguido a Manny escaleras arriba. Sin embargo… Me sentía marginada. Y Dolph tenía razón: estaba haciendo pucheros. Cojonudo.
John Burke y yo nos sentamos en el sofá. Dominga siguió en la mecedora en la que estaba cuando entramos. Enzo se había llevado a los niños a jugar, y parecía aliviado. No era para menos; yo había estado a punto de ofrecerme a acompañarlos. Cualquier cosa era mejor que quedarse allí esperando a que se oyeran los primeros gritos.
Si el monstruo, y aquella palabra era la única que hacía honor a los ruidos que habíamos oído, estaba allí abajo, habría gritos. A la policía se le daba muy bien contener a los malos, siempre que estos fueran humanos. En cierto modo, todo era mucho más fácil cuando nos dejaban esos marrones a los expertos, a un grupo reducido de justicieros que manteníamos a raya lo sobrenatural: clavábamos estacas a los vampiros, poníamos a descansar a los zombis, quemábamos a las brujas… Aunque es más que probable que unos años atrás me hubiera tocado que me quemaran a mí: ponte a levantar muertos allá por la década de 1950.
Sin duda, lo que yo hacía era magia. Antes de que todo eso saliera a la luz, lo sobrenatural era algo que había que destruir por simple defensa propia. Eran tiempos más fáciles. Pero después, la policía había tenido que empezar a tratar con zombis, vampiros y algún demonio que otro. Los demonios se le daban especialmente mal; claro que ¿a quién no?
Dominga me miraba desde la mecedora. Los dos policías uniformados que habían quedado en la sala estaban como suelen estarlos policías: de pie, con cara inexpresiva y pinta de aburridos, pero alerta: el aburrimiento era sólo aparente. Los policías siempre lo veían todo; gajes del oficio.
La sacerdotisa no les prestaba atención. Ni siquiera miraba a John Burke, que era lo más parecido que tenía a un homólogo. Le había dado por clavar la vista precisamente en mí.
– ¿Algún problema? -La miré a los ojos negros.
Los policías se volvieron hacia nosotras, y John se movió.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Me está mirando.
– Pienso hacer mucho más que mirarte, chica. -Su voz se hizo grave, y el vello de mi nuca amenazó con huir camiseta abajo.
– Una amenaza -dije sonriendo-. No creo que pueda volver a hacerle daño a nadie.
– Te refieres a esto. -Levantó el amuleto, que se retorció entre sus dedos como si le hubiera gustado que le prestara atención. Dominga lo apretó con fuerza y lo tapó completamente con la mano, para ocultar los fútiles intentos que hacía de acercarse más a ella. Siguió mirándome fijamente mientras se llevaba la mano al pecho.
De repente, el aire parecía denso. Me costaba respirar, y tenía la piel de gallina.
– ¡Deténganla! -dijo John, poniéndose en pie.
El policía que estaba más cerca vaciló durante un instante, pero fue suficiente. Cuando le abrió los dedos, Dominga tenía la mano vacía.
– ¿Un juego de manos? No me esperaba algo tan zafio.
– No ha sido prestidigitación. -John había palidecido y hablaba con voz temblorosa. Se dejó caer en el sofá como un saco de patatas. El poder parecía haberlo abandonado, y su cansancio era patente.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. ¿Qué ha hecho?
– Tiene que devolver el amuleto, señora -dijo el policía.
– No puedo.
– ¿Qué demonios ha hecho, John?
– Algo que no debería ser capaz de hacer.
Empezaba a entender cómo se sentía Dolph por tener que recurrir a mí para conseguir información: era como arrancar una muela.
– ¿Qué ha hecho? -insistí.
– Absorber el poder para recuperarlo.
– ¿Qué significa eso?
– Que su cuerpo ha absorbido el gris-gris, ¿es que no lo notas?
El aire ya era más respirable, pero seguía más denso que de costumbre, y tenía todos los pelos de punta.
– He notado algo, pero sigo sin entenderlo.
– Lo ha absorbido y ha restituido su alma sin ceremonias, sin ayuda de los loas. No encontraremos ni rastro; no ha dejado pruebas.
– ¿Así que el vídeo es todo lo que tenemos? -pregunté. John asintió-. Si sabías que podía hacer esto, ¿por qué no lo has dicho antes? Podíamos haberle quitado el amuleto.
– No lo sabía. Es imposible sin la ceremonia adecuada.
– Pero lo ha conseguido.
– Ya lo sé, Anita, ya lo sé. -Por primera vez parecía asustado, cosa que no le agraciaba precisamente los rasgos. Después de haber percibido todo el poder que emanaba, el miedo me parecía fuera de lugar, pero no por eso dejaba de estar presente.
Me estremecí. La vista de Dominga seguía clavada en mí.
– ¿Qué miras? -pregunté, cada vez más incómoda.
– A una mujer muerta -dijo en voz baja.
– Hablar es fácil, señora. -Sacudí la cabeza-. Las amenazas no significan nada.
– No la provoques, Anita -dijo John, poniéndome la mano en el hombro-. Si ha podido hacer eso con tanta facilidad, quién sabe de qué más será capaz.
– No va a hacer nada más. -El policía ya estaba harto-. Haga un solo movimiento en falso, señora, y le pego un tiro.
– ¿Por qué amenaza a una pobre anciana?
– Y no hable.
– Una vez me las vi con una bruja que podía hechizar con la voz -dijo el otro policía.
Los dos tenían la mano cerca de la pistola. Es curiosa la forma en que la magia altera las percepciones de la gente. Mientras creían que la sacerdotisa necesitaba realizar ceremonias con sacrificios humanos no estaban preocupados, pero había bastado con un truco para que la considerasen peligrosa. Yo lo había sabido desde el principio.
Dominga se quedó quieta y en silencio bajo la atenta mirada de los policías, y de repente caí en la cuenta de que me había distraído con lo que acababa de presenciar. No me había fijado, pero aún no había llegado ni un grito del sótano. No se oía nada.
¿Sería que el monstruo se los había cargado a todos tan deprisa que no habían tenido tiempo ni de disparar? Ni de coña. Aun así, tenía el estómago encogido, y el sudor me resbalaba por la columna.
«¿Seguís enteros?»
– ¿Has dicho algo? -preguntó John.
– Sólo estaba pensando -dije mientras negaba con la cabeza.
– Ah. -Asintió como si fuera lo más normal del mundo.
Cuando Dolph entró en la sala, no pude deducir nada por su expresión. Joder con el estoicismo.
– Bueno, ¿qué tenéis? -pregunté.
– Nada.
– ¿Cómo que nada?
– Lo ha limpiado todo. Hemos visto las habitaciones de las que me hablaste. Una de ellas estaba cerrada por dentro, pero la hemos abierto. La habían fregado y tiene pintura fresca. -Levantó una mano manchada de blanco-. Muy, muy fresca.
– No es posible que no quede nada. ¿Qué hay de las puertas tapiadas?
– Parece que las han vuelto a abrir, porque sólo hay habitaciones recién pintadas. Todo apesta a limpiador con olor a pino y a pintura. No hay cadáveres, no hay zombis… No hay nada.
– Tiene que ser una broma -dije mirándolo muy fijamente.
– Sí, por eso me río tanto.
Me levanté y me puse delante de Dominga.
– ¿Quién te avisó?
Se limitó a mirarme fijamente, sonriendo. Me apetecía borrarle la sonrisa de una hostia; sabía que después me sentiría mucho mejor.
– Anita -dijo Dolph-, aparta.
Puede que mi expresión de cólera fuera muy descarada, o puede que los puños apretados le dieran la pista. Estaba temblando de ira y por otro motivo: si Dominga no iba a la cárcel, podría volver a intentar matarme aquella noche. Y todas las noches siguientes.
– No tenéis nada, chica. -Sonrió como si pudiera leerme la mente-. Os lo habéis jugado todo a una mano e ibais de farol. -Lo peor era que tenía razón.
– Ni te me acerques -le dije.
– No tengo la menor intención. No es necesario.
– Tu última sorpresita no te salió muy bien. Sigo aquí.
– Yo no he hecho nada, pero estoy segura de que puedes encontrarte con cosas peores.
– ¡Mierda! -me volví hacia Dolph-. ¿Ya no nos quedan opciones?
– Tenemos el amuleto, pero eso es todo. -Se me debió de notar algo en la cara, porque me tocó el brazo-. ¿Qué pasa?
– Ha absorbido el amuleto. Ya no está.
Dolph se llenó de aire los pulmones, los vació y se apartó.
– Joder, joder, joder. ¿Cómo?
– Que te lo explique John -dije encogiéndome de hombros-, porque yo tampoco lo entiendo muy bien.
No me gusta reconocer que no sé algo; siempre me ha molestado pasar por ignorante. Pero qué se le va a hacer: no se puede ser experto en todo. Me había esforzado mucho para mantenerme apartada del vudú, y ¿para qué me había servido? Para quedarme como un pasmarote mientras veía a una sacerdotisa vodun tramar mi muerte… Una muerte tirando a desagradable, para más señas.
En fin, de perdidos al río. Volví a acercarme a ella, la miré fijamente y sonreí. Su sonrisa flaqueó un poco, cosa que hizo que la mía se ampliara.
– Alguien te dio el soplo, y llevas dos días limpiando esta ratonera. -Me incliné sobre ella, con las manos en los brazos de la mecedora, de forma que me quedé a poca distancia de su cara-. Tuviste que derribar paredes y desprenderte de todas tus creaciones, o destruirlas. Tuviste que limpiar y encalar tu santuario, tu humfo. Ya no están los verves, ni los animales sacrificados… Después de haber pasado tanto tiempo acumulando poder, poco a poco, gota de sangre a gota de sangre, vas a tener que volver a empezar. Tendrás que reconstruirlo todo. -La mirada de sus ojos negros me estremeció, pero me dio igual-. Aunque ya no tienes edad para tanta reconstrucción. ¿Has tenido que destruir muchos de tus juguetes? ¿Dónde los has enterrado?
– Jáctate cuanto quieras, chica, pero alguna noche te encontrarás con lo que me queda.
– ¿Por qué esperar? Haz lo que sea ahora mismo, a la luz del día. ¿O es que te da miedo enfrentarte a mí?
Se echó a reír, con un sonido tan cálido y amistoso que me sobresaltó. Me incorporé de golpe y casi salté hacia atrás.
– ¿Me crees tan idiota como para atacarte delante de la policía? ¡Por favor!
– Tenía que intentarlo.
– Deberías haber aceptado la oferta de colaborar conmigo. Podríamos habernos hecho ricas.
– Lo único que podríamos hacer es matarnos mutuamente.
– Pues que así sea. Si lo que quieres es guerra,…
– No la he declarado yo.
Dominga asintió y volvió a sonreír.
Zerbrowski salió de la cocina, y parecía muy animado. Al parecer había pasado algo bueno.
– El nieto acaba de cantar.
Todos los ojos de la habitación se volvieron hacia él.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Dolph.
– Que el gris-gris se hizo con un sacrificio humano, y que tenía instrucciones de recuperarlo después de matar a Peter Burke, por orden de su abuela, pero pasó gente haciendo footing y no se atrevió a quedarse a registrarlo. Le tiene tanto miedo -dijo señalando a Dominga con un gesto- que quiere verla entre rejas. Está aterrorizado por lo que pueda hacerle por haber vuelto sin el amuleto.
El amuleto que ya no teníamos. Pero teníamos el vídeo y la confesión de Antonio. Las perspectivas empezaban a mejorar.
Volví a mirar a Dominga Salvador, que tenía un aspecto pavoroso. Parecía haber crecido, emanaba dignidad, y sus ojos negros resplandecían con una luz interior. Estaba tan cerca de ella que notaba su poder en la piel, pero no era nada que no se pudiera remediar con una buena hoguera. La freirían en la silla eléctrica, y después quemarían el cadáver y esparcirían sus cenizas en un cruce de caminos.
– Te tenemos -dije en voz baja. Me escupió, y la saliva, que me dio en la mano, me quemó como si fuera ácido-. ¡Mierda!
– Como vuelva a hacer eso le pegaremos un tiro, y todo eso que se ahorrarán los contribuyentes. -Dolph había desenfundado.
Salí en busca del cuarto de baño para lavarme la mano. Se me había formado una ampolla. Virgen santa, esa mujer podía provocar quemaduras de segundo grado con un escupitajo.
Me alegraba de que Antonio se hubiera derrumbado. Me alegraba de que fueran a encerrarla, y de que fuera a morir. Mejor ella que yo.