Sonó el teléfono. Sólo moví los ojos, lo justo para mirar el reloj: las siete menos cuarto de la mañana. Mierda. Seguí tumbada, y estaba a punto de volver a dormirme cuando saltó el contestador.
– Soy Dolph. Hemos encontrado otro. Llámame al busca.
Busqué el teléfono a tientas y tiré el auricular. Lo recogí.
– Hola, Dolph, estoy aquí.
– ¿Una noche movida?
– Sí. ¿Qué pasa?
– Nuestro amigo les ha cogido el gusto a las viviendas unifamiliares. -Tenía la voz ronca por la falta de sueño.
– Virgen santa. No me digas que se ha cargado a otra familia.
– Eso me temo. ¿Puedes salir?
Era una pregunta estúpida, pero no se lo comenté. Se me había caído el alma a los pies. No quería volver a pasar por lo de la casa de los Reynolds; no creía que mi imaginación pudiera con ello.
– Dame la dirección y voy para allá. -Me la dio-. ¿Saint Peters? No está muy lejos de Saint Charles, pero aun así…
– Aun así, ¿qué?
– Es un trecho muy largo si sólo lo recorrió en busca de otra casa con jardín. Hay montones mucho más cerca, así que ¿por qué fue tan lejos?
– ¿Me lo preguntas a mí? -En su voz había algo parecido a la risa-. Pásate por la escena del crimen, mi querida experta en vudú, y busca la respuesta.
– ¿Es tan espeluznante como la última casa?
– Igual o peor. Espeluznante se queda corto. -Seguía sonando como si estuviera riéndose, pero su voz tenía un matiz de amargura.
– No es culpa tuya -le dije.
– Díselo a mis superiores. Están de los nervios y quieren que rueden cabezas.
– ¿Has conseguido la orden de registro?
– La tendré a última hora de la tarde.
– ¿En pleno fin de semana?
– Ya te he dicho que están de los nervios. Ven cuanto antes, Anita. Todos queremos irnos a casa.
Colgó el teléfono, así que no me molesté en despedirme.
Otro asesinato. Mierda, mierda, mierda y más mierda. Vaya forma de pasar la mañana del sábado. Pero en fin, por lo menos nos iban a dar la orden de registro. El problema era que no sabía qué buscar; no tenía nada de experta en vudú. Igual debería pedirle a Manny que me acompañara, pero no me apetecía ponérselo a tiro a Dominga, no fuera que a ella le diera por negociar con la policía y delatarlo. El sacrificio humano no prescribe; aún podían condenarlo por lo que había hecho, y aquella mujer era más que capaz de cambiar a mi amigo por su vida y, de rebote, hacerme sentir culpable. Sí, eso le encantaría.
La luz del contestador estaba parpadeando. ¿Por qué no me había fijado antes de irme a dormir? Me encogí de hombros; misterios de la vida. Pulsé el botón.
– ¿Anita Blake? Soy John Burke. He recibido tu mensaje. Llámame, sea la hora que sea. Quiero saber todo lo que puedas contarme. -Dejó un número de teléfono y colgó.
Estupendo: una escena de crimen, una excursión al depósito de cadáveres y una visita a Vudulandia, todo en un solo día. Hala, otra vez con la agenda llena de marrones, como la noche anterior y la anterior. Eso sí que era estar de racha.