Las casas del barrio eran antiguas, de los años cuarenta o los cincuenta, con céspedes muertos de sed y macizos de petunias, geranios y algún que otro rosal que sobrevivían a duras penas al abrigo de las paredes. Las calles estaban limpias y cuidadas, pero a una manzana de distancia podrían matar a cualquiera por llevar una chaqueta del color que no toca.
Las bandas se abstenían de actuar en las inmediaciones de la casa de la señora Salvador; hasta a los adolescentes con armas automáticas les dan miedo las cosas que no se pueden detener a tiros, por buena puntería que se tenga. Las balas bañadas en plata les hacen pupa a los vampiros, pero no los matan. Sí que pueden matar a los licántropos, pero no sirven de nada contra los zombis. A esos, ni descuartizándolos: los miembros cortados siguen reptando en pos de su presa. Lo he visto, y no es muy agradable. Así que las bandas no se metían en el territorio de Dominga: es una zona de armisticio permanente.
Se rumorea que una banda de hispanos creyó encontrar la forma de protegerse contra los gris-gris… y según algunas versiones, su antiguo líder sigue en el sótano de Dominga y le hace algún recado de vez en cuando. Una buena advertencia para cualquier delincuente juvenil que quisiera pasarse de listo.
Por lo que a mí respecta, yo nunca la había visto levantar un zombi. Pero tampoco la había visto invocar a las serpientes, y podía seguir pasando sin ello.
La casa de Dominga Salvador tiene dos pisos y un jardín enorme, de un cuarto de hectárea, con geranios rojos que contrastan con las paredes encaladas. Rojo y blanco, sangre y hueso; estaba segura de que a los transeúntes no se les escapaba el simbolismo. A mí no, desde luego.
Manny aparcó frente al garaje, detrás de un Impala color crema que ocupaba una de las dos plazas. El garaje estaba pintado de blanco, a juego con la casa. Una niña de unos cinco años recorría la acera con entusiasmo en su triciclo, y había un par de niños algo mayores sentados en los escalones del porche. Dejaron de jugar para mirarnos.
En el porche, a sus espaldas, había un hombre con una camiseta azul sin mangas y una funda de sobaco encima. Qué discretito. Sólo le faltaba un letrero de neón que dijera TIPO duro.
La acera tenía restos de tiza: cruces de colores claros y diagramas indescifrables. Parecía un juego infantil, pero era otra cosa: los devotos de la señora pintaban signos de adoración delante de su casa. También había restos de velas, y la niña pasaba por encima con el triciclo, una y otra vez. Sí, normalísimo.
Seguí a Manny por el césped agostado, bajo la mirada atenta e inescrutable de la niña. Manny se quitó las gafas de sol y le dedicó una sonrisa al hombre.
– Buenos días, Antonio -saludó-. Cuánto tiempo.
– Sí-contestó Antonio con voz baja y huraña. Tenía los brazos, muy morenos, cruzados en ademán despreocupado, pero la mano derecha le quedaba muy cerca de la pistola.
Me oculté detrás de Manny para no quedar a la vista y, como quien no quiere la cosa, me acerqué la mano al arma. Siempre preparada, como dicen los boy scout. ¿O son los marines?
– Te has convertido en todo un hombretón -dijo Manny.
– Dice mi abuela que te deje pasar.
– Es muy sabia -dijo Manny.
– Es la señora -contestó Antonio encogiéndose de hombros, y se inclinó para mirarme-. ¿A quién te has traído?
– Te presento a Anita Blake.
Se apartó para que yo pudiera adelantarme, y salí de detrás de él con una mano en la cintura, no por hacerme la chula, sino para tener la pistola al alcance.
Antonio me miró con una expresión airada en sus ojos oscuros, pero no hizo nada, y tampoco imponía tanto como los gorilas de Harold Gaynor.
– Encantada-dije sonriendo.
Me contempló con desconfianza durante un momento y asintió. Yo seguí sonriendo, y él empezó a imitarme. Qué mono; creía que estaba coqueteando con él. Por mí…
Dijo algo en castellano, y yo me quedé sonriendo y sacudiendo la cabeza. Hablaba en voz baja, y por la expresión de sus ojos y la curvatura de sus labios, yo diría que se me estaba insinuando o que me estaba insultando. Manny se puso tenso, se sonrojó y le dijo algo entre dientes. Entonces fue Antonio el que se puso rojo, y empezó a acercar la mano a la pistola. Subí dos escalones y le cogí las muñecas como si no me enterase de la misa la media. Sus brazos parecían a punto de saltar como un resorte.
Le dediqué mi mejor sonrisa, él me miró fugazmente, y la tensión se relajó, pero no lo solté hasta que dejó caer el brazo. Me cogió la mano para besarla y tardó un momento en apartar los labios, sin dejar de mirar a Manny lleno de cólera.
Antonio llevaba pistola, pero sólo era un aficionado, y los aficionados con pistola suelen acabar muertos. ¿Lo sabría Dominga Salvador? Puede que en vudú fuera la releche, pero me temo que no tenía ni idea de armas ni de las aptitudes necesarias para usarlas, y fueran las que fueran, Antonio no las tenía. Sí, claro, podría matar a alguien sin pestañear, pero por los motivos incorrectos, por motivos de aficionado. Y ya me contaréis de qué le serviría al muerto.
Me guió escaleras arriba, sin soltarme la mano, pero era la izquierda, así que por mí podía quedársela todo el día.
– Tengo que mirar si vais armados, Manuel.
– Sí, claro.
Manny subió al porche y Antonio dio un paso atrás, para mantener la distancia en caso de que lo atacara. Eso convirtió su espalda en un blanco perfecto para mí: un descuido que, en otras circunstancias, podría serle mortal.
Apoyó a Manny en la barandilla, como en los registros policiales. Antonio sabía dónde buscar, pero lo cacheó con ira, moviendo las manos demasiado y con brusquedad, como si el contacto del cuerpo de Manny lo encolerizara. Era fácil de cabrear, el amigo Antonio.
Pero no se le ocurrió cachearme a mí. Muy mal.
Otro hombre, que andaría por los cuarenta y muchos, se asomó tras la puerta mosquitera. Llevaba una camiseta blanca, y encima, una camisa de cuadros desabrochada y arremangada al máximo. El sudor le perlaba la frente, y probablemente llevaba una pistola en la cintura, por detrás. Tenía el pelo negro, con un mechón blanco justo encima de la frente.
– ¿Por qué tardas tanto, Antonio? -Tenía la voz pastosa y hablaba con acento mexicano.
– Estaba cacheándolo.
– La señora los está esperando.
Antonio se hizo a un lado y volvió a ocupar su puesto en el porche. Cuando pasé junto a él me lanzó un beso, y vi que Manny se ponía tenso, pero entramos en la casa sin que nadie se llevara un tiro. Estábamos en racha.
El salón era espacioso, con una mesa de comedor a un lado y un piano al otro. Me pregunté quién lo tocaría. ¿Antonio? Naaa.
Atravesamos un pasillo corto, siguiendo al hombre, y llegamos a una cocina amplia, con el suelo arlequinado iluminado por el sol. La construcción era antigua, pero los electrodomésticos eran modernos. Una de esas neveras de lujo con dispensador de hielo y agua fría ocupaba gran parte de la pared del fondo, y todos los muebles eran amarillo claro: Trigo dorado, Bronce otoñal… Esas cosas.
Sentada a la mesa de la cocina había una mujer de poco más de sesenta años, de rostro enjuto y moreno surcado por innumerables arrugas que denotaban buen talante, y pelo blanquísimo recogido en un moño. Tenía la espalda muy erguida y las manos, muy estrechas, entrelazadas encima de la mesa. Su aspecto era terriblemente inofensivo, el de una abuelita encantadora. Si sólo una cuarta parte de lo que había oído de ella era verdad, su camuflaje era el mejor del mundo.
Sonrió y separó las manos. Manny se adelantó, le cogió una y le besó los nudillos.
– Me alegro de verte, Manuel -dijo ella con voz agradable, de contralto, con un acento ligerísimo.
– Igualmente. -Le soltó la mano y se sentó frente a ella.
Yo seguía en la puerta, y Dominga me miró.
– Bueno, bueno, Anita Blake. Así que por fin te dejas caer por aquí.
Aquello me pilló por sorpresa. Miré a Manny, que me devolvió un gesto de incomprensión. Cojonudo: él tampoco tenía ni idea.
– No sabía que tuviera tantas ganas de verme.
– He oído hablar mucho de ti, chica. Me han contado cosas muy interesantes. -En sus ojos negros y su cara sonriente había un no sé qué que no tenía nada de inofensivo.
– ¿Manny? -pregunté.
– Yo no he sido.
– No, Manuel ya no me cuenta nada; su mujercita le tiene prohibido hablar conmigo. -Dijo lo último con acritud. Vaya por Dios: la sacerdotisa vodun más poderosa del Medio Oeste se comportaba como una amante despechada. Lo que nos faltaba. Volvió hacia mí unos ojos encolerizados-. Todos los que se dedican al vudú acuden a la señora Salvador más tarde o más temprano.
– Yo no me dedico al vudú.
Dominga rió, y las líneas de su cara se acentuaron.
– Reanimas muertos, zombis, y no te dedicas al vudú. Esa ha sido buena, chica. -Parecía verdaderamente divertida. Yo, encantada de haberle alegrado el día.
– Ya te expliqué por qué queríamos verte -intervino Manny-. Dejé muy claro… -Dominga lo hizo callar con un gesto.
– Sí, fuiste muy cuidadoso por teléfono, Manuel.-Se inclinó hacia mí-. Me dejó muy claro que no veníais para participar en ninguno de mis rituales paganos. -Su tono era tan ácido que rayaba en lo corrosivo-. Ven aquí, chica.
Me tendió una mano, no las dos. ¿Esperaba que se la besara, como había hecho Manny? Ni que estuviera en presencia del papa. Me di cuenta de que no quería tocarla. Dominga no había hecho nada malo, pero yo tenía los músculos de los hombros agarrotados por la tensión. Tenía miedo, y no sabía de qué.
Di un paso al frente y le cogí la mano, sin saber qué hacer con ella. Tenía la piel cálida y seca. Tiró de mi mano, sin soltarla, para hacerme sentar junto a ella, y dijo en voz baja y grave algo que no entendí.
– Lo siento, no hablo castellano.
– Tienes el pelo negro como el ala de un cuervo -dijo tocándome la cabeza con la mano libre-. Eso viene del sur.
– Mi madre era mexicana.
– Pero no entiendes su lengua.
Seguía sujetándome la mano, y yo quería recuperarla.
– Murió cuando yo era pequeña, y me crió la familia de mi padre.
– Ya veo.
Conseguí liberarme y me sentí mejor de inmediato. Aquella mujer no me había hecho nada en absoluto; ¿por qué me ponía tan nerviosa? El hombre del mechón blanco se colocó tras ella, con Las manos a la vista. Yo tenía la puerta trasera y la entrada de la cocina a la vista, así que no podía haber nadie acechándome. Pero el vello de mi nuca se empeñaba en mantenerse erizado.
Miré a Manny, pero él tenía los ojos clavados en Dominga y las manos entrelazadas encima de la mesa, tan apretadas que los nudillos se le habían puesto blancos.
Era como estar en un festival de cine extranjero sin subtítulos. Más o menos, adivinaba de qué iba la cosa, pero no estaba segura de nada. La piel de gallina me decía que había algún abracadabra en marcha, y la reacción de Manny parecía indicar que el abracadabra tenía algo que ver con él.
De repente relajó los hombros, y la tensión de sus manos se disipó; era como si lo hubieran liberado. Dominga sonrió, mostrando unos dientes blanquísimos.
– Podrías haber sido tan poderoso, corazón…
– Pero no me interesaba el poder -replicó Manny.
Me quedé mirándolos de hito en hito, sin saber muy bien qué había pasado. Tampoco estaba segura de querer saberlo, y estaba dispuesta a creerme eso de que la ignorancia es una bendición. Suele ser cierto.
– ¿Y tú, chica? -preguntó Dominga, volviéndose de repente hacia mí-. ¿Quieres poder? -La sensación de la nuca se me extendió por todo el cuerpo; era como meterse en un hormiguero. Mierda.
– No. -Una respuesta clara y concisa. Quizá debería usarlas más a menudo.
– Puede que no lo quieras, pero lo tendrás.
No me gustó un pelo su forma de decirlo. Era ridículo estar en una cocina soleada a las siete y media de la mañana y tener miedo, pero lo tenía. Tanto que se me encogían las tripas.
Me miró con unos ojos que sólo eran ojos; no había en ellos ni un atisbo de la capacidad de seducción de los vampiros. Sólo eran ojos, pero… El vello de la nuca intentó bajarme por la columna, y se me erizó la piel de todo el cuerpo, a pesar del calor bochornoso. Me humedecí los labios y miré a Dominga Salvador.
Me había lanzado un ataque mágico, para ponerme a prueba. No era la primera vez que me sucedía algo parecido: a la gente le fascina mi trabajo. Todo el mundo está convencido de que hago magia, pero no es así; se me dan bien los muertos, que es distinto.
Miré fijamente sus ojos casi negros y sentí que me iba hacia delante; era como caer sin moverse. El mundo se tambaleó a mi alrededor, pero enseguida se estabilizó. Mi cuerpo despedía un flujo de calor que avanzaba retorciéndose hacia la anciana y, cuando la alcanzó, sentí algo parecido a una descarga eléctrica.
– ¡Joder! -Me puse en pie, esforzándome por respirar.
– ¿Qué te pasa, Anita? -Manny estaba de pie y me tocaba el brazo.
– No lo sé. ¿Qué demonios me ha hecho?
– Tú eres la que ha hecho algo, chica. -Dominga había palidecido ligeramente, y tenía la frente cubierta de sudor. El hombre se apartó de la pared con las manos a los lados, listo para actuar-. No te preocupes, Enzo, no pasa nada -le dijo Dominga. Estaba sin aliento, como si hubiera estado corriendo.
Seguí de pie. Lo único que quería era irme a casa.
– No hemos venido a jugar, Dominga -dijo Manny con la voz teñida de cólera y puede que miedo. Yo compartía lo último.
– No es ningún juego, Manuel. ¿Es que has olvidado todo lo que te enseñé, todo lo que miste?
– No he olvidado nada, pero no la he traído para que sufra ningún daño.
– Que sufra o no depende de ella, corazón.
Aquello no me hizo ni pizca de gracia.
– No la veo muy dispuesta a ayudarnos; sólo a jugar al gato y al ratón. ¿Y sabe qué? Este ratón se larga. -Giré para marcharme, sin perder de vista a Enzo. Él no era ningún aficionado.
– ¿No quieres encontrar al niño del que me habló Manny? Sólo tiene tres añitos y ya está en manos del bokor…
Me paré en seco, tal como pretendía Dominga. Mierda.
– ¿Qué es un bokor?
– ¿De verdad no lo sabes? -me preguntó con una sonrisa. Negué con la cabeza, y su sonrisa se amplió; estaba encantada conmigo-. Pon la mano derecha en la mesa con la palma hacia arriba, por favor.
– Si sabe algo del niño, ¿por qué no me lo dice sin más?
– Permite que te haga unas pruebas, y te ayudaré.
– ¿Qué pruebas son esas? -Me esforcé por transmitir toda la desconfianza que sentía.
Dominga rió, con un sonido repentinamente alegre que encajaba con las arrugas de su cara. Los ojos le brillaban de puro regocijo, y me temía que se estaba riendo de mí.
– Ven aquí, chica, que no voy a hacerte daño.
– ¿Manny?
– Si hace algo que pueda perjudicarte, te lo diré.
– Tengo entendido que eres capaz de levantar tres zombis por noche, una noche tras otra. -Dominga me mírala perpleja-. Y eso que eres una novata.
– La ignorancia es una bendición.
– Siéntate, chica. Te prometo que no te dolerá.
«No te dolerá»: la promesa de que se avecinaba algo doloroso. Me senté.
– Cualquier retraso podría costarle la vida. -Intentaba apelar a su lado bueno. Como si lo tuviera.
– ¿De verdad crees que sigue vivo? -preguntó inclinándose hacia mí. Me aparté de ella; no podía evitarlo, pero tampoco podía mentirle. -No.
– Entonces tenemos tiempo, ¿no te parece?
– ¿Para qué?
– La mano, chica, por favor. Después contestaré a tus preguntas.
Respiré profundamente y puse la mano derecha en la mesa, con la palma hacia arriba. Dominga se hacía la misteriosa, y eso es algo que me repatea.
Sacó una bolsita negra de debajo de la mesa, como si la hubiera tenido en el regazo todo el tiempo. Como si lo tuviera planeado. Manny miró la bolsa como si algo repugnante fuera a salir de ella. Casi; Dominga Salvador sacó de ella algo repugnante.
Era un gris-gris de plumas negras, trozos de hueso y una pata de ave momificada. Al principio me pareció de pollo, hasta que vi las fuertes uñas negras; un águila, un halcón o un bicho parecido rondaría por ahí con una pata de palo.
Me la imaginé clavándome las uñas de aquello, y me costó lo indecible no apartarme, pero se limitó a dejarme el gris-gris en la mano abierta. Sólo eran plumas, trozos de hueso y una pata de rapaz seca. No era repugnante ni dolía; de hecho, me sentí un poco idiota.
Entonces noté el calor. La cosa se estaba calentando encima de mi palma. Antes no estaba caliente.
– ¿Qué le está haciendo?
Dominga no contestó. La miré, pero ella tenía la vista clavada en mi mano, como un gato a punto de soltar un zarpazo. Seguí su mirada. La garra se contrajo, se distendió y se volvió a contraer: se estaba moviendo.
– ¡Mierda! -Quería levantarme y sacudirme de encima aquel engendro, pero me quedé sentadita. Con todos los pelos del cuerpo de punta y un nudo en la garganta, dejé que la cosa siguiera moviéndose-. De acuerdo -dije entre dientes-, ya me ha hecho la prueba. Ahora quíteme eso de la mano.
Dominga levantó la pata de ave con cuidado, tanto que me di cuenta de que evitaba tocarme, aunque no supe a qué se debía.
– Virgen santa -mascullé. Bajé la mano y palpé la pistola que llevaba escondida en el pantalón; me reconfortaba saber que, en el peor de los casos, podía pegarle un tiro antes de que me matara de un susto-. ¿Podemos ir al grano de una vez? -Hablé con voz casi firme. Qué mayor.
– La has hecho moverse. -Dominga acunaba la pata con las manos-. Te has asustado, pero no te ha resultado extraño. ¿Por qué?
¿Qué podía decir? Nada que quisiera revelarle.
– Tengo cierta afinidad con los muertos. Se me dan bien, igual que a otros se les da bien leer la mente.
– ¿Crees de verdad que la capacidad de levantar muertos es un truco de feria, como la telepatía?
Si alguna vez se hubiera tropezado con un telépata de verdad, se los tomaría más en serio. A su manera, daban tanto miedo como ella.
– Reanimar muertos es un trabajo, nada más.
– Eso me lo creo casi tanto como tú.
– Pues inténtelo, porque es verdad.
– No es la primera vez que te hacen una prueba. -Aquello era una afirmación.
– Ya lo hizo mi abuela materna, pero no con eso. -Señalé la pata, que seguía moviéndose como las manos falsas que venden en las tiendas de artículos de broma. Ahora que no la tenía encima, podía imaginarme que funcionaba a pilas. Sí, claro.
– ¿Practicaba el vodun? -me preguntó. Yo me limité a asentir-. ¿Por qué no estudiaste con ella?
– Tengo la capacidad innata de levantar muertos, pero eso no determina mi orientación religiosa.
– Eres cristiana -dijo como si fuera un insulto.
– Ya está bien. -Me puse en pie-. Me gustaría decir que ha sido un placer, pero mentiría.
– Pregunta lo que quieras, chica.
– ¿Cómo? -El cambio de tema había sido demasiado brusco.
– Pregúntame lo que sea que hayas venido a preguntarme.
– Si dice que va a contestar, es que va a contestar -dijo Manny. No parecía muy contento.
Volví a sentarme, decidida a largarme como me volviera a insultar. Claro que si resultaba cierto que podía ayudarme… Ah, mierda, estaba picando con el cebo de la esperanza, pero después de lo que había visto en la casa de los Reynolds, merecía la pena.
Cuando llegué tenía intención de plantear la pregunta con toda la delicadeza del mundo, pero a aquellas alturas me importaba un carajo.
– ¿Ha levantado algún zombi últimamente?
– Varios -contestó.
Vale. Dudé antes de seguir preguntando; no me quitaba de la cabeza el movimiento de aquella cosa en la mano. Me la noté con la pernera del pantalón, como si la sensación fuera pegajosa. ¿Qué era lo peor que Podía hacerme si la ofendía? Mejor no saberlo.
– ¿Ha enviado a algún zombi a llevar a cabo… una venganza? -Ah, mi idea de la delicadeza. Estupendo.
– No.
– ¿Está segura?
– Si hubiera levantado de la tumba a un asesino, me acordaría -contestó sonriendo.
– Para que un zombi mate no hace falta que haya sido un asesino en vida.
– ¿De verdad? -Alzó las cejas canosas-. Veo que tienes mucha experiencia en zombis que matan…
Contuve el impulso de encogerme como una colegiala a la que hubieran pillado en una mentira.
– Sólo con uno.
– Cuéntamelo.
– No -respondí tajante-. No me gusta hablar de eso. -Era una pesadilla que no estaba dispuesta a revelarle a la señora del vodun, así que decidí cambiar de tema-. He reanimado a varios asesinos, y no son más violentos que los otros zombis.
– ¿A cuántos muertos has levantado de la tumba? -preguntó.
– Ni idea. -Me encogí de hombros.
– ¿Aproximadamente?
– No lo sé. Cientos.
– ¿Mil?
– Puede; no llevo la cuenta.
– ¿Y la lleva tu jefe, el de Reanimators, Inc.?
– Supongo que guarda archivos de todos mis clientes.
– Me gustaría saber cuántos han sido exactamente -dijo con una sonrisa.
– Lo averiguaré si puedo. -No sería grave que lo supiera.
– Qué niña más obediente. -Se puso en pie-. Y no, yo no levanté al zombi asesino que buscas, si eso es lo que anda comiendo ciudadanos. -Sonrió, casi rió, como si tuviera guasa-. Pero conozco a personas que no hablarían contigo ni en pintura, personas que sí serían capaces de hacer algo así. Les preguntaré; a mí me dirán la verdad, y te diré lo que averigüe, Anita.
Pronunció mi nombre correctamente, al modo hispano. A mí me sonó casi como algo exótico.
– Muchas gracias, señora Salvador.
– Pero voy a pedirte un favor a cambio.
– ¿De qué se trata? -Me jugaba cualquier cosa a que estaba a punto de oír algo desagradable.
– Quiero que te sometas a otra prueba.
Me quedé mirándola, esperando a que continuara, pero no dijo nada más.
– ¿Qué tipo de prueba?
– Acompáñame abajo y te lo enseño -dijo con voz melosa.
– Ni hablar, Dominga. -Manny se levantó-. Anita, nada que pueda decirte esta mujer justifica que le des lo que quiere.
– Puedo hablar con personas y seres que no hablarían con buenos cristianos como vosotros. Con ninguno de los dos.
– Vamos, Anita, no necesitamos su ayuda -dijo Manny, dirigiéndose a la puerta.
No lo seguí; él no había visto la masacre ni había soñado con ositos empapados de sangre. Yo sí, y no podía marcharme mientras pensara que me podía ayudar. No era sólo por averiguar sí Benjamín Reynolds estaba vivo o muerto; era porque esa cosa, fuera lo que fuera, volvería a matar, y me daba que tenía que ver con el vudú, un campo del que no sabía demasiado. Necesitaba ayuda, y deprisa.
– Vamos -insistió Manny, tirándome del brazo.
– ¿Qué prueba es esa?
Dominga sonrió triunfante. Sabía que me tenía en el bolsillo, que no me marcharía hasta que prometiera ayudarme. Mierda.
– Vamos al sótano; te lo explicaré allí.
– Anita, no sabes qué estás haciendo. -Manny me sujetó el brazo con insistencia. Tenía razón, pero…
– Quédate conmigo para controlar, y no me dejes hacer nada que duela, ¿de acuerdo?
– Te pida lo que te pida ahí abajo, dolerá. Puede que no físicamente, pero dolerá.
– A la fuerza ahorcan. -Le di unas palmaditas en la mano y sonreí-. No me pasará nada.
– No estés tan segura.
¿Qué podía decirle? Probablemente, Manny tenía razón. Pero me daba igual: estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que me pidiera Dominga, dentro de un orden, si con eso podía detener la matanza. Lo que fuera con tal de no ver más cadáveres a medio comer.
– Vamos abajo -dijo Dominga sonriente.
– ¿Puedo hablar a solas con Anita, por favor? -preguntó Manny. Seguía sujetándome el brazo, cada vez más tenso.
– Tienes el resto de este precioso día para hablar con ella, Manuel, pero yo sólo tengo un rato. Si pasa la prueba, prometo ayudarla todo lo que pueda para atrapar al asesino.
Era una oferta muy tentadora: había mucha gente que le diría todo lo que quisiera por puro miedo, y la policía no tenía ese efecto. El miedo a una detención no es tan buen incentivo como la posibilidad de que un zombi entre por la ventana: no hay color.
Ya habían muerto cuatro personas, quizá cinco, y de una forma espantosa.
– Ya he dicho que estoy dispuesta a hacer la prueba. Vamos.
Dominga rodeó la mesa y le tocó el brazo a Manny, que saltó como si se hubiera quemado y me soltó.
– No va a sufrir ningún daño, Manuel. Te doy mi palabra.
– No me fío de ti.
– Pero ella ya se ha decidido. -Dominga rió-. Y yo no la he obligado.
– Para el caso… La has extorsionado con la seguridad de otros.
– ¿Te he extorsionado, chica? -preguntó volviéndose hacia mí.
– Sí -contesté.
– Se nota que es tu discípula, corazón. Es tan sincera y valiente como tú.
– Es valiente, pero no ha visto lo que tienes abajo.
Quería preguntar qué había en el sótano, pero me callé. En realidad, prefería no saberlo. Ya había recibido consejos sobre mierdas sobrenaturales: «No entres en esa habitación, o el monstruo te matará». Y el caso es que suele haber monstruos, y suelen intentar matarme, pero hasta ahora he sido más rápida que ellos, o he tenido más suerte. A seguir tentándola, pues.
Me habría gustado hacerle caso a Manny: la idea de irme a casa era más que apetecible, pero no podía desoír la llamada del deber. Del deber y de las pesadillas. No quería ver otra familia masacrada.
Dominga salió de la habitación, seguida de Manny. Yo iba detrás, y Enzo cerraba la marcha. Vaya día para un desfile.