VEINTICUATRO

Wanda la Tragamillas era menuda y estaba sentada en una de esas sillas de ruedas deportivas, como las que se usan en las carreras. Llevaba guantes de deporte, y los músculos de los brazos se le tensaban bajo la piel bronceada cuando giraba las ruedas. El pelo largo y castaño le caía en ondas, enmarcando una cara atractiva y bien maquillada. Llevaba una camiseta azul con un brillo metálico, sin sujetador. Una falda larga con un par de capas de gasa multicolor y unas botas altas muy elegantes le ocultaban las piernas. Avanzaba hacia nosotros a buen ritmo. En comparación, casi todas las prostitutas y chaperas tenían un aspecto chabacano, con ropa demasiado llamativa que enseñaba un montón de chicha; claro que con aquel calor no había más remedio. Supongo que si alguien se pusiera un mono de rejilla, la policía se le echaría encima.

Jean-Claude se detuvo a mi lado y miró el neón, que proclamaba el gato pardo en un fucsia deslumbrante. Qué buen gusto.

¿Cómo se acerca una a una prostituta, aunque sólo sea para charlar? No tenía ni idea; cada día se aprende algo nuevo. Me quedé en su camino, esperando a que llegara. Levantó la vista y me pilló observándola; al ver que no me apartaba, me miró a los ojos y sonrió.

Jean-Claude se me acercó, y la sonrisa de Wanda se amplió. Sin duda, era una sonrisa de «ven conmigo», como decía mi abuela paterna.

– ¿Trabaja aquí? -me preguntó Jean-Claude.

– Sí.

– ¿Y va en silla de ruedas?

– Ya ves.

– Vaya. -No dijo nada más. Creo que estaba impresionado; bueno es saber que podía impresionarse.

Wanda detuvo la silla con destreza y estiró el cuello hacia nosotros, sonriente. ¿No le dolía estirarse así?

– Hola -dijo.

– Hola -contesté. Siguió sonriendo, y yo seguí mirando. ¿Por qué me sentía incómoda de repente?-. Me han hablado de ti. -Ella asintió-. Eres Wanda la Tragamillas, ¿no?

De repente, su sonrisa se volvió auténtica. Detrás de todos sus gestos complacientes pero afectados había una persona de carne y hueso.

– Exactamente.

– ¿Podemos hablar?

– Claro. ¿Tenéis habitación?

¿Cómo que si teníamos habitación? ¿No se suponía que de eso se encargaba ella?

– No -dije. Se quedó mirándome. A la mierda-. Sólo queremos hablar contigo durante una hora, puede que dos. Te pagaremos tu tarifa. -Me informó de cuánto cobraba-. ¡Cono! Qué precios.

– Oferta y demanda -me dijo con una sonrisa inocente-. A ver dónde más encuentras esto. -Se pasó las manos por las piernas, y yo, obediente, las seguí con la mirada. Joder, qué grima.

– De acuerdo -dije, asintiendo-. Trato hecho.

Se lo cargaré a Bert: papel para la impresora, bolígrafos de punta fina, una prostituta, carpetas… ¿Veis? Nada fuera de lo corriente.

A Bert le iba a encantar.

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