Cuando metí la llave en la cerradura estaba sonando el teléfono. Grité «Ya voy, ya voy», aunque la verdad es que no sé por qué tengo esa manía. Ni que pudieran oírme y esperar.
Abrí de par en par y contesté al cuarto timbrazo.
– ¿Sí?
– ¿Anita?
– Hola, Dolph. -Se me encogió el estómago-. ¿Qué hay?
– Creo que hemos encontrado al niño -dijo con voz inexpresiva.
– ¿«Creo»? ¿Cómo que «creo»?
– ¿Tengo que deletreártelo? -Sonaba cansado.
– ¿Está como sus padres?
– Sí -contestó, aunque lo mío no era una pregunta.
– Virgen santa. ¿Cuánto han dejado?
– Ven a verlo. Estamos en el cementerio Burrell, ¿lo conoces?
– Claro. He trabajado ahí.
– Ven en cuanto puedas. Yo quiero irme a casa y abrazar a mi mujer.
– Bien. Lo entiendo. -Hablaba sola, porque Dolph ya había colgado. Me quedé mirando el teléfono mientras se me pasaban los escalofríos. No quería ir a ver los restos de Benjamín Reynolds. No quería saber nada. Me llené los pulmones y dejé escapar el aire lentamente.
Bajé la mirada: un vestido, medias negras y zapatos de tacón. No era una indumentaria adecuada para la escena de un crimen, pero tardaría demasiado en cambiarme. Normalmente era la última a la que llamaban, y cuando yo terminaba, recogían los trastos y se iban. Me puse unas deportivas negras, para caminar por la hierba ensangrentada. No hay quien limpie las manchas de sangre de los zapatos de vestir.
Tenía la Browning Hi-Power, con su funda y todo, encima del bolso negro. Durante el entierro la había dejado en el coche, porque no sabía dónde esconderla con el vestido. Ya sé que en la tele se ven muchas pistoleras de muslo, pero ¿os dice algo la palabra rozadura?
Dudé si debería guardar la pistola de repuesto en el bolso, pero decidí que no: como todos los bolsos, iba equipado con un agujero negro portátil de serie, así que sería inútil intentar sacar el arma a tiempo.
Sí que llevaba un puñal de plata en una funda de muslo, bajo la minifalda. Me sentía como Kit Carson travestido, pero tras la simpática visita de Tommy no quería salir desarmada; no me hacía ilusiones respecto a lo que pasaría si me pillaba en bragas. Las armas blancas no son tan eficaces, pero sí mejores que ponerse a gritar y patalear.
Aún no me había visto obligada a sacar rápidamente un puñal oculto en el muslo. Quedaría tirando a obsceno, supongo, pero pasar un poco de corte a cambio de seguir con vida sale a cuenta, ¿no?
El cementerio Burrell está en la cima de una colina. Tiene algunas tumbas centenarias, con el alabastro liso e ilegible por la erosión, como las piruletas con relieve después de chuparlas. La hierba crece indómita, tachonada por lápidas que montan guardia con desgana.
A un lado del cementerio hay una casa, donde vive el guardés, aunque no tiene gran cosa que guardar: el recinto lleva lleno tantos años que el último muerto que enterraron en él podría contarnos anécdotas de la Feria Mundial de 1904.
El camino interior del cementerio ha desaparecido. Queda su fantasma: una franja de terreno donde la hierba crece más baja. La casa del guardés estaba rodeada de coches de policía, y también vi la furgoneta del depósito. Mi Nova no daba la talla; igual debería instalarle antenas, o un cartel que pusiera telezombi, aunque supongo que Bert me montaría un número.
Saqué un mono del maletero y me lo puse. Me cubría desde el cuello hasta los tobillos, y como suele ocurrir, la entrepierna me quedaba a la altura de las rodillas. Nunca he entendido por qué los hacen así, pero por lo menos me cabía la falda. En un principio me había comprado los monos para matar vampiros, pero la sangre es sangre, y además, los hierbajos me habrían dejado las medias hechas cisco. Después saqué un par de guantes de látex de la caja de cien unidades y, ataviada con mis zapatillas deportivas, ya estaba lista para ver los restos.
Los restos. Qué aséptico suena.
Dolph se cernía como un vigía por encima de todos los demás. Me abrí paso hacia él, intentando no tropezar con ningún fragmento de lápida. Un viento tórrido agitó la hierba. Estaba sudando a mares dentro del mono.
El inspector Clive Perry se me acercó, como si considerase que necesitaba escolta. Era una de las personas más atentas que conocía; rezumaba una cortesía más propia de otros tiempos. Era un caballero en el mejor sentido de la palabra, y soy incapaz de imaginar qué habría hecho para acabar en la Santa Compaña.
Su rostro negro y enjuto estaba perlado de sudor. Seguía con la chaqueta del traje, a pesar de que estábamos a casi cuarenta grados.
– Buenas tardes, señorita Blake.
– Buenas tardes, inspector Perry. -Miré hacia la colina. Dolph y otros hombres vagaban por ahí, como si no supieran qué hacer. Nadie miraba hacia abajo-. Me espera algo espeluznante, ¿no?
Sacudió la cabeza.
– Según con qué vara lo midas -contestó.
– ¿Viste los vídeos y las fotografías de su casa?
– Sí.
– ¿Esto es peor?
Aquella casa marcaba un nuevo máximo en mi vara de medir. Hasta entonces, lo más espeluznante que había visto era el resultado de que una banda de vampiros de Los Angeles pretendiera instalarse en San Luis: nuestra respetable comunidad vampírica se los había quitado de en medio a hachazo limpio, y sus extremidades seguían arrastrándose por ahí cuando encontramos los cadáveres. Bien pensado, puede que lo de la casa de los Reynolds no fuera peor. Puede que el tiempo hubiera empañado el otro recuerdo.
– Aquí hay menos sangre. -Titubeó-. Pero era un niño.
Asentí; no necesitaba más explicaciones. No sabía por qué, pero siempre era peor cuando se trataba de un niño. Quizá se debiera al instinto que nos lleva a proteger a los cachorros, o a algún rollo hormonal. Fuera como fuera, los casos con niños eran sobrecogedores. Me quedé mirando una lápida blanca que parecía de hielo medio fundido. No quería subir; no quería ver lo que hubiera allí arriba.
Empecé a subir, seguida por el inspector Perry. Qué valientes los dos.
En la hierba había una tela que parecía una tienda de campaña de juguete. Dolph estaba al lado. Nos saludamos, pero nadie se ofreció a apartarla.
– ¿Es esto? -pregunté.
– Sí. -Dolph pareció sacudirse para armarse de valor, o quizá fuera un estremecimiento. Se agachó y cogió una esquina-. ¿Preparada?
No estaba preparada. Quería rogarle que no me hiciera mirar, pero tenía la boca seca y notaba el pulso en el cuello. Asentí.
La sábana se hinchó y se desplazó, como una cometa agitada por una ráfaga de viento. Observé que la hierba estaba pisoteada, lo que podía indicar un forcejeo. ¿Estaría vivo Benjamin Reynolds cuando lo arrastraron hasta allí? Seguro que no. Joder, esperaba que no.
Le habían quitado el pijama, que tenía un estampado de personajes de dibujos animados, como quien pela un plátano. Tenía un bracito levantado junto a la cabeza, como si estuviera durmiendo, y los ojos cerrados, de pestañas largas, reforzaban la impresión. Su piel estaba blanca e inmaculada, y su boca entreabierta tenía los labios muy marcados, con forma de corazón. Debería haber tenido peor aspecto, mucho peor.
La parte del pijama que le cubría las piernas tenía una mancha marrón. No quería saber cómo había muerto, pero a eso había ido. Vacilé, sobrevolando con los dedos la tela desgarrada, y me llené los pulmones. Craso error: estaba agachada sobre el cadáver en pleno mes de agosto, y el hedor fue como una bofetada. Los muertos recientes huelen a alcantarilla, sobre todo si les han abierto las tripas. Ya sabía qué iba a ver cuando levantara el pijama ensangrentado; me lo había anunciado el olor.
Me quedé de rodillas unos minutos, cubriéndome la nariz con el brazo y respirando lentamente por la boca, pero no sirvió de nada: cuando se capta una vaharada, la pituitaria no lo olvida. El olor se me había incrustado, y ya no había forma de disiparlo.
¿Deprisa o despacio? ¿Debería apartar la prenda de un tirón o poco a poco? De una vez. Di un tirón, pero el pijama estaba pegado con sangre coagulada, y al desprenderse hizo un sonido pringoso.
Era como si lo hubieran eviscerado con una cazoleta gigante de servir helado: no estaban ni el estómago ni los intestinos. Fue como si la luz del sol me ahogara, y tuve que apoyar una mano en el suelo para no caerme.
Volví a mirar la cara. Tenía el pelo castaño claro, como su madre, y los rizos húmedos le enmarcaban las mejillas. Bajé la vista de nuevo al destrozo del abdomen; del extremo del intestino delgado goteaba un líquido denso y oscuro.
Me aparté de la escena, sujetándome a las lápidas para mantener el equilibrio. Me habría ido corriendo si hubiera estado segura de que no me iba a caer, pero el cielo se desplomaba sobre mi cabeza. Me desmoroné en mitad de la hierba y vomité.
No paré hasta que no quedó nada, hasta que el cementerio dejó de girar. Me limpié la boca con la manga y me incorporé, apoyándome en una lápida torcida.
Nadie dijo una palabra cuando volví hacia el grupo. Habían tapado el cadáver. El cadáver: tenía que verlo así. No debía pensar que había sido un niño; me volvería loca.
– ¿Y bien? -preguntó Dolph.
– No lleva mucho tiempo muerto. Joder, ha sido esta mañana, puede que al amanecer. Estaba vivo, y esa cosa le… -Alcé la vista y noté que los ojos se me llenaban de lágrimas, pero no quería llorar: ya había hecho bastante ridículo por un día. Respiré profundamente, con precaución, y solté el aire. No pensaba llorar.
– Te di veinticuatro horas para hablar con esa tal Dominga Salvador -dijo Dolph-. ¿Has averiguado algo?
– Dice que no sabe nada de esto, y la creo.
– ¿Por qué?
– Porque si quisiera matar a alguien no necesitaría recurrir a métodos tan llamativos.
– ¿Qué quieres decir?
– Le bastaría con desear su muerte.
– ¿De verdad crees eso? -Dolph me miraba con los ojos muy abiertos.
– Es posible. -Me encogí de hombros-. Sí. Joder, yo qué sé. Esa tía acojona.
– Lo tendré en cuenta -dijo levantando una ceja.
– Pero tengo otro nombre que añadir a tu lista.
– ¿Quién?
– John Burke, de Nueva Orleans. Estaba hace un rato en el entierro de su hermano.
– Si sólo está de visita -dijo Dolph mientras lo apuntaba en la libreta-, ¿le habría dado tiempo?
– No se me ocurre ningún móvil, pero es otro que podría hacerlo si quisiera. Consulta con la policía de Nueva Orleans; creo que allí es sospechoso de asesinato.
– ¿Y cómo es que le han permitido viajar a otro estado?
– No creo que tengan pruebas. Por lo demás, Dominga Salvador dice que me va a ayudar. Me ha prometido que preguntará por ahí y me avisará si se entera de algo.
– Después de que me dieras su nombre estuve haciendo averiguaciones, y nunca ayuda a nadie que no sea de los suyos. ¿Cómo has conseguido convencerla para que colabore?
– Será por mi irresistible encanto personal -contesté encogiéndome de hombros. Dolph hizo un gesto de contrariedad-. Nadie ha hecho nada ilegal, pero prefiero no hablar del tema.
No me presionó. Bien por él.
– Avísame en cuanto sepas algo, Anita. Tenemos que detener esta cosa antes de que vuelva a matar.
– Estoy de acuerdo. -Miré a mi alrededor-. Dijiste que las tres primeras víctimas estaban cerca de un cementerio. ¿Era este?
– Sí.
– Entonces, puede que aquí esté parte de la respuesta.
– Explícate.
– La mayoría de los vampiros tiene que volver a su ataúd antes del amanecer. Los algules se ocultan en túneles, como si fueran topos. Si ha sido un vampiro o un algul, yo diría que está por aquí esperando a que se haga de noche.
– Pero…
– Pero si es un zombi, la luz del sol no lo afecta, ni necesita volver a un ataúd. Podría estar en cualquier sitio, pero es probable que saliera de este cementerio. Si lo levantaron recurriendo al vudú, puede que queden indicios del rito.
– ¿Qué indicios?
– Un verve de tiza, dibujos alrededor de una tumba, sangre seca, puede que los restos de una hoguera… -Recorrí con la vista la hierba seca-. Pero yo no encendería fuego en un sitio así.
– ¿Y si no fue con vudú?
– Entonces sería un reanimador. Una vez más, hay que buscar sangre seca, y puede que un animal muerto. Eso no deja tantos indicios y es más fácil de disimular.
– ¿Estás segura de que es un zombi o algo parecido? -preguntó.
– No sé qué podría ser si no. Creo que debemos partir de la base de que es un zombi; eso nos da un sitio que inspeccionar y algo que buscar.
– Pero si no es un zombi, no tenemos ninguna pista.
– Exactamente.
– Espero que tengas razón, Anita -dijo con una sonrisa forzada.
– Yo también.
– Si procede de aquí, ¿puedes averiguar de qué tumba salió?
– Es posible.
– ¿Posible?
– Sí, posible. La reanimación no es una ciencia exacta. A veces puedo captar los muertos bajo tierra, percibir la inquietud, saber cuándo murieron sin necesidad de mirar la lápida. Otras veces no puedo.
– Te prestaremos tanta ayuda como podamos.
– Tengo que esperar a que anochezca. Mis… poderes funcionan mejor de noche.
– Aún faltan varias horas. ¿No puedes hacer nada hasta entonces?
– No -dije tras pensarlo un momento-. Lo siento, pero no.
– De acuerdo. ¿Volverás esta noche?
– Sí.
– ¿A qué hora? Mandaré a unos hombres.
– No sé cuándo voy a venir, ni cuánto voy a tardar. Puede que me pase varias horas vagando por aquí sin encontrar nada.
– Y también puede…
– Que me encuentre con el bicho que buscamos.
– Necesitarás refuerzos, por si acaso.
– Ya, pero las balas no le harán nada, ni aunque sean de plata.
– ¿Con qué podríamos detenerlo?
– Con lanzallamas. Los exterminadores barren con napalm los túneles infestados de algules.
– No tenemos de eso.
– Mándame un equipo de exterminadores.
– Buena idea. -Lo apuntó en la libreta.
– Necesito que me hagas un favor -dije.
– ¿Qué? -preguntó alzando la vista.
– A Peter Burke lo mataron de un tiro. Su hermano me ha pedido que averigüe si la policía ha hecho progresos.
– Sabes que no podemos facilitar esa información.
– Ya, pero puedes decirme algo que le pueda contar a John Burke. Lo suficiente para que pueda seguir en contacto con él.
– Parece que haces buenas migas con todos los sospechosos.
– Sí.
– Veré si averiguo algo en Homicidios. ¿Sabes en qué jurisdicción lo encontraron?
– No, pero puedo enterarme. Así tendré una escusa para volver a hablar con Burke.
– Dices que es sospechoso de asesinato en Nueva Orleans.
– Aja.
– Y que es posible que haya hecho esto. -Señaló la sábana con la cabeza.
– Sí.
– Ten mucho cuidado, Anita.
– Siempre lo tengo.
– Llámame esta noche en cuanto puedas. No me apetece tener a mis hombres cobrando horas extras cruzados de brazos.
– En cuanto pueda. Para venir tendré que cancelar tres citas de trabajo. -Le iba a dar otro disgusto a Bert; por fin una perspectiva agradable.
– ¿Por qué no se ha comido más del niño? -preguntó Dolph.
– Ni idea.
– Bueno, nos vemos esta noche.
– Saluda a tu mujer de mi parte. ¿Qué tal le van los estudios?
– Ya le queda menos. Se licenciará antes de que nuestro hijo pequeño sea ingeniero.
– Estupendo. -El viento volvió a agitar la sábana, y una gota de sudor me cayó por la frente. No estaba de humor para andar de cháchara-. Hasta luego -dije, y empecé a bajar por la pendiente. Me detuve al cabo de unos pasos y me volví-. ¿Dolph?
– ¿Sí?
– Si es un zombi, no se parece a nada que conozca, y puede que siga otras pautas. Puede que sí que se levante de la tumba, como los vampiros. Si envías al equipo de exterminadores y a los policías de refuerzo antes de que anochezca, quizá lo pillen despertándose y puedan capturarlo.
– ¿Te parece probable?
– No, sólo posible -dije.
– No sé cómo voy a justificar las horas extras, pero vale.
– Vendré en cuanto pueda.
– ¿Puede haber algo más importante que esto? -me preguntó.
– Nada que quieras saber -contesté con una sonrisa.
– Haz la prueba. -Negué con la cabeza, y él asintió-. Esta noche en cuanto puedas.
– Eso mismo.
El inspector Perry me acompañó en el camino de vuelta, no sé si por educación o por alejarse del cuerpo del delito. No me extrañaba.
– ¿Qué tal está tu mujer?
– Nuestro primer hijo nacerá dentro de un mes.
– No lo sabía. -Lo miré, sonriente-. Felicidades.
– Gracias. -Su expresión se ensombreció, y un ceño le juntó las cejas-. ¿Crees que conseguiremos encontrar a ese bicho antes de que vuelva a matar?
– Eso espero.
– ¿Qué probabilidades tenemos?
No sabía si quería una mentira piadosa o la verdad. Opté por lo segundo.
– No tengo ni la menor idea. -Esperaba que dijeras otra cosa. -Te aseguro que yo también.