Chen se despertó parpadeando bajo la luz cegadora que entraba a raudales por la cortina entreabierta. Sin levantarse de la cama, repasó mentalmente su fracasado intento de «acercarse» a Jiao en el restaurante la noche anterior.
Pese a la cena «romántica» en la bien conservada mansión, cuyas vigas oscurecidas por el tiempo se remontaban presuntamente a la época de la señora Chiang y de las que colgaban dos farolillos de papel rojo, Chen apenas descubrió nada. Sentada frente a él, vestida con una camiseta rosa sin mangas y pantalones blancos, con los hombros resplandecientes a la luz de las velas, Jiao parecía preocupada. Las «olas otoñales» de sus ojos reflejaban pensamientos lejanos. Tras apartarse un mechón de la frente, Jiao desvió la conversación y evitó hablar de su familia. «No, no hablemos de eso», protestó. Junto a su plato había un cuchillo de plata, como una nota a pie de página, mientras los camareros -de ambos sexos- entraban y salían, vestidos a la moda de los años treinta.
Tal vez Jiao hubiera conocido a otras personas que, como él, se mostraban más interesadas en su abuela que en ella. Chen era consciente de que no debía presionarla. Además, su conversación se vio interrumpida por una ruidosa banda de Manila y por los no menos ruidosos clientes del restaurante, que bromeaban sobre la señora Chiang y descorchaban botellas de champagne caro, como en los viejos tiempos.
Al final de la cena, Jiao le dejó pagar la cuenta como el ex empresario que afirmaba ser. A Chen no le preocupó demasiado el gasto. Por una vez, la astronómica cuenta serviría como prueba de su concienzudo trabajo. Jiao pidió al camarero que metiera las sobras en una caja. «Para el señor Xie, que no sabe cocinar.»
Era otra muestra de sus atenciones para con Xie.
Mientras se estrechaban la mano al despedirse frente al restaurante, a Chen le pareció que la muchacha no apartaba la suya de inmediato. Se fijó en que Jiao esbozaba una sonrisa melancólica, como si le acabara de venir a la memoria un poema semiolvidado.
Pero al inspector jefe Chen no le bastaba con eso. Estaba muy lejos de hallar la respuesta que buscaba, concluyó mientras se levantaba de la cama.
Primero comprobó el móvil. Ningún mensaje. La información que hasta entonces le había proporcionado el Viejo Cazador, incluyendo algún dato suelto conseguido a través del subinspector Yu, no parecía demasiado prometedora.
Decidió entonces hacer una incursión en un segundo frente y adoptar el plan de acción que había contemplado por primera vez tras la charla con Jiao en el jardín. El plan se sustentaba en sus reflexiones sobre la poesía de Eliot, y tras su fracaso en el restaurante decidió que necesitaba llevarlo a la práctica.
Chen se documentó para adentrarse en el nuevo frente. Antes y después de la cena del día anterior, el inspector jefe había elaborado una lista de ensayos sobre la poesía de Mao. Aunque podía decirse que parte de esta preparación la había llevado a cabo mucho antes, pues el inspector jefe había leído varios libros sobre el tema en la escuela secundaria, cuando tenía Citas del presidente Mao y Poemas del presidente Mao como libros de texto. Después de su graduación, Chen copió varios versos en su diario para motivarse:
Puede que el paso a través de la montaña esté hecho
de hierro,
pero lo cruzamos una y otra vez, una y otra vez;
las colinas se extienden como olas,
el sol se hunde en sangre.
Después de la Revolución Cultural, Chen, como tantas otras personas, decidió no pensar demasiado en Mao o en sus poemas. Por fin había pasado página. Además, Mao escribía versos tradicionales, muy distintos de la versificación libre que prefería Chen. Ahora aquellos poemas de Mao, fragmentados, se agolpaban en la mente del policía agotado.
La mayoría de poemas de Mao, al menos según las interpretaciones oficiales, eran «revolucionarios», incluido el poema compuesto en honor de su segunda esposa, Kaihui, así como el poema sobre una fotografía que tomó su cuarta esposa, la señora Mao. Estos dos poemas eran los únicos que guardaban cierta relación con la vida personal de Mao, según recordaba Chen.
Tal vez algunos críticos no opinaran lo mismo. En la crítica literaria tradicional china, existía la ancestral tradición del suoyin, que consistía en buscar el significado auténtico de una obra en la vida de su autor. Quizá no hubiera sido posible analizar de este modo la obra de Mao, porque sólo se conocía la versión oficial de su vida. Aunque tal vez algún erudito conociera ciertos datos inaccesibles para Chen.
De la lista de expertos en la poesía de Mao que había elaborado Chen, algunos eran tan consagrados que al inspector jefe le sería imposible ponerse en contacto con ellos, por no hablar de obtener una respuesta inmediata; varios ostentaban altos cargos en el Partido y habían trabajado con Mao, lo que también excluía que le proporcionaran información relevante; otros habían muerto o vivían demasiado lejos de Shanghai. Por el momento, Chen sólo podía recurrir a Long Wenjiang, un «erudito» muy distinto a los demás, que vivía en Shanghai y además era miembro de la Asociación de Escritores.
Long saltó a la palestra durante la Revolución Cultural como crítico de la poesía de Mao. Su prestigio no se debió a su formación académica, sino a su estatus social como trabajador. Tras haberse pasado años recopilando distintas anotaciones e interpretaciones de la poesía de Mao, Long las compiló en un solo volumen. Tras publicarse la edición anotada, se le consideró un experto en la obra de Mao durante los años en que obreros y campesinos eran alentados a liderar la sociedad socialista. Long se hizo miembro de la Asociación de Escritores y se convirtió en «escritor profesional».
Sin embargo, la suerte de Long se torció tras la muerte de Mao, acaecida en 1976. El interés en la vida o en la obra de Mao fue decayendo a lo largo de los años siguientes. Los expertos en Mao dedicaron su atención a otros proyectos, como la poesía de las dinastías Tang o Song, pero Mao era el único tema del que Long tenía algún conocimiento. No se rindió y continuó trabajando pacientemente, con la esperanza de que algún día resurgiera el interés por Mao. Dicho resurgimiento se dio por fin cuando el nombre de Mao se convirtió en marca comercial en la época materialista: aparecieron restaurantes Mao y antigüedades Mao, y la gente empezó a coleccionar sellos e insignias de Mao por el valor que llegarían a alcanzar en el mercado. Las figuras de Mao en plástico se convirtieron en preciados amuletos para los taxistas, y los colgaban sobre el parabrisas para protegerse contra los accidentes de tráfico. Incluso Chen tenía un mechero con la forma del Pequeño libro rojo, y al encenderlo saltaba una chispa, como predijo Mao acerca de la llama roja revolucionaria que envolvería el mundo.
Con todo, la poesía de Mao carecía de valor de mercado en esta revalorización colectiva. Ninguna editorial mostró el menor interés en la edición revisada de Long pese a sus protestas y a sus discursos apasionados, tanto en la Asociación de Escritores como en otros sitios.
No era éste el único problema de Long. En los últimos años, la Asociación de Escritores había sufrido varios recortes en su financiación estatal, y ya se hablaba de reformar el sistema de los «escritores profesionales». Años atrás, aquellos autores reconocidos como escritores profesionales recibían una retribución mensual de la asociación hasta jubilarse, publicaran o no. Ahora se fijaba un periodo de contratación limitada, en el que un comité examinaría las cualificaciones de cada miembro. Long, cada vez más desesperado, había empezado a escribir anécdotas breves que no guardaban relación alguna con Mao a fin de que le prolongaran el contrato.
Casualmente, Chen se acordaba de Long por una pieza breve que había aparecido en el Vespertino de Shanghai. Se trataba de una anécdota muy gráfica sobre los cangrejos de río, pero «políticamente incorrecta» a juicio del comité de la Asociación de Escritores, al que pertenecía Chen.
El inspector jefe localizó el periódico y empezó a releer el texto. Esta vez, para variar un poco, añadió limón y una cucharada de azúcar al té.
Varios años antes de que empezara la reforma económica de los ochenta, mi viejo vecino Aiguo, un profesor confucionista de secundaria, desengañado por la prohibición de hablar de Confucio en el aula, empezó a desarrollar una fijación por los cangrejos. Aiguo se empeñó en saborear cangrejos del río Yangcheng al menos tres o cuatro veces durante la temporada de cangrejos. Su esposa había muerto, y su hijo, que había empezado a trabajar en una planta de acero estatal, ya tenía novia, por lo que los cangrejos se convirtieron en su única pasión. Aiguo la justificaba citando a escritores célebres como Su Dongpo, un poeta de la dinastía Song, quien describió un festín a base de cangrejos como el momento más feliz de su vida: «Ojalá pudiera comer cangrejos con un escanciador sentado a mi lado», o como Li Yu, un erudito de la dinastía Ming, que confesó que escribía con el propósito de ganar dinero para comprar cangrejos: «necesarios para su supervivencia». Como intelectual versado en Confucio, Aiguo tuvo que evitar referirse al sabio en público, pero continuó observando las normas rituales confucianas para comer cangrejos en casa.
«No los comas cuando estén podridos; no los comas cuando tengan mal color; no los comas cuando huelan mal; no los comas cuando no estén bien cocinados; no los comas cuando no los sirvan con la salsa adecuada (…) No tires el jengibre (…) Muéstrate serio y solemne cuando ofrezcas una comida sacrificial a tus antepasados (…).» Aiguo solía citar las Analectas de Confucio en la mesa, antes de añadir: «Se refiere a los cangrejos vivos de Yangcheng y a todos los requisitos necesarios para comerlos, incluyendo un trozo de jengibre».
«No son más que excusas para justificar su locura por los cangrejos. No creáis lo que dice acerca de Confucio», comentó su hijo a los vecinos, encogiéndose de hombros con resignación.
Ciertamente, tal era su debilidad que Aiguo se veía aquejado de un síndrome peculiar cuando el viento del oeste soplaba en noviembre, como si los cangrejos, con sus pinzas, le arañaran y le pellizcaran el corazón. Tenía que aplacar su ansiedad con «un par de cangrejos del río Yangcheng y un vaso de vino amarillo»; sólo así era capaz de trabajar duro el año entrante, y tenía la suficiente energía para seguir a rajatabla lo que «Confucio dice», hasta la siguiente temporada de cangrejos.
Aiguo se jubiló en los inicios de la reforma económica. El precio de los cangrejos se había disparado y medio kilo de cangrejos grandes costaba trescientos yuanes, más de la mitad de la pensión mensual de un jubilado normal y corriente como él. Los cangrejos se convirtieron en un lujo que sólo podían permitirse los nuevos ricos de la ciudad. Para la mayoría de consumidores de cangrejos de Shanghai, como Aiguo, la temporada de los cangrejos se convirtió en una auténtica tortura.
En la misma casa shikumen vivía un antiguo alumno de Aiguo llamado Gengbao. Gengbao tenía en poca estima a Aiguo como profesor, porque fue expulsado del colegio después de que Aiguo lo suspendiera. Como se afirma en el Tao Dejing, «en la desdicha está la fortuna», y debido a su fracaso escolar, a principios de la reforma Gengbao abrió un negocio dedicado a la cría de grillos y se hizo rico. En Shanghai, la gente hace apuestas en las peleas de grillos, por lo que un grillo feroz podía venderse por miles de yuanes. Al parecer, Gengbao empezó a capturar sus grillos más fieros en un «cementerio secreto», donde los grillos, tras absorber los espíritus infernales, combatían como demonios. De cualquier modo, este negocio fue un magnífico nicho de mercado. Sin embargo, pese a sus cuantiosas ganancias, Gengbao prefirió seguir habitando el desván decorado según los principios del feng shui, que, a su entender, le había traído la fortuna. No obstante, se compró un piso nuevo en otra zona. En el viejo edificio, compartía con Aiguo la cocina comunitaria y una pasión común: los cangrejos. A diferencia de Aiguo, Gengbao podía permitirse comer cuantos cangrejos le vinieran en gana y alardeaba abiertamente de ello. Gengbao exhibía sus cangrejos clavando los caparazones en la pared como si fueran máscaras de monstruos, encima de la cocina de briquetas de carbón. Aiguo, obligado a soportar estas provocaciones, suspiraba y citaba un clásico confuciano: «La culpa es del maestro, por no haber enseñado como debía a su alumno».
«¿Qué quieres decir?», preguntó su nuera. «Gengbao ahora es un "bolsillos llenos". Tus antepasados debieron de quemar varas largas de incienso para que tuvieras un alumno tan aventajado.»
Si algo consolaba levemente a Aiguo era poder hablar nuevamente de Confucio con libertad. Sin embargo, ahora que estaba jubilado, Aiguo sólo podía instruir a su nieto Xiaoguo, que iba a tercer curso de primaria.
A Xiaoguo, que nunca había comido cangrejos, el despliegue de misteriosos caparazones de cangrejo en la pared de la cocina le parecía más interesante que Confucio.
«¿A qué saben los cangrejos, abuelo?»
Al maestro jubilado le era imposible describirlo. No puedes saborear un cangrejo sin metértelo en la boca. Aiguo adoraba a su nieto, y, como dice Confucio: «Sabes que es imposible hacerlo, pero mientras sea algo que debes hacer, tienes que hacerlo». Finalmente, Aiguo consiguió demostrarle al niño lo delicioso que podía ser un cangrejo preparando una salsa especial para acompañar los cangrejos a base de vinagre negro, azúcar, rodajas de jengibre y salsa de soja.
«Es algo así», explicó Aiguo, dejando que Xiaoguo mojara un palillo en la salsa y lamiera la punta, «pero mucho mejor.»
Inesperadamente, aquel experimento se convirtió para Aiguo en un intento continuado por satisfacer su ansia de comer cangrejos. El sabor de los cangrejos le volvió a la memoria en el preciso instante en que la punta del palillo le rozó la lengua. Aiguo llevó más lejos el experimento friendo la yema y la clara de un huevo por separado en un wok y mezclándolas con la salsa especial. El resultado fue un plato singular que recordaba a la celebrada carne de cangrejo frita del restaurante Wangbaohe. Y, para su sorpresa, las quisquillas o los trozos de tofu desecado mojados en la salsa especial a veces evocaban también un sabor similar. En aquellos días en los que no podía encontrar nada en la nevera, siempre sometida a la estricta vigilancia de su nuera, Aiguo mojaba los palillos en la salsa especial, bebía a sorbos su vino amarillo y masticaba las rodajas de jengibre.
Huelga decir que estos experimentos aumentaron la curiosidad de Xiaoguo, que los observaba muy de cerca.
«Pese a vivir en un modesto callejón, sin poder comer otra cosa que la salsa para cangrejos, sigue siendo posible disfrutar de la vida», le dijo Aiguo a su desconcertado nieto, al parecer absorto de nuevo en Confucio. «Confucio dice algo muy parecido acerca de uno de sus mejores alumnos.»
Un día, de camino al colegio, Xiaoguo pasó frente a una casa nueva que tenía la puerta abierta y pudo ver en su interior a algunas personas muy ocupadas preparando enormes banquetes sacrificiales en honor de sus antepasados. Debía de ser una familia rica, dado el número de coches lujosos estacionados frente a la casa. Incluso habían contratado a monjes de un templo budista para que salmodiaran pasajes de los escritos sagrados. Xiaoguo no pudo contenerse y se acercó a la puerta. Para su sorpresa, vio que un cangrejo salía de la casa y correteaba hasta la acera. Debía de haberse escapado de la cocina en pleno ajetreo. Nadie le prestó atención, así que Xiaoguo se sacó el sombrero y, rápido como una centella, corrió hasta su casa, preparó la salsa especial a su manera e hirvió el cangrejo. Después de devorarlo sin saborearlo apenas, pintó una cara multicolor en el caparazón del cangrejo con un carácter chino debajo: el correspondiente al verbo «jurar». El niño colgó el caparazón en la pared como si de una máscara primitiva se tratara. A su regreso, al ver la máscara y escuchar lo sucedido de boca de Xiaoguo, que aún estaba lavando el sombrero en el fregadero, Aiguo perdió los estribos y abofeteó con rabia a su nieto.
«¿Cómo puedes saltarte la escuela por un cangrejo? ¡Qué vergüenza! ¡Y encima era un cangrejo que huía de la ofrenda que hacían otros a su antepasado! Eso va totalmente en contra de los ritos confucianos. Es más, te metiste el cangrejo en el sombrero. Ni uno solo de los alumnos de Confucio tuvo que enderezarse el sombrero en toda su vida.» Aiguo se ablandó al ver que el niño sollozaba desconsoladamente. «Estudia mucho. Cuando vayas a la universidad, yo te compraré los cangrejos.»
«¿Y eso de qué me va a servir?», preguntó Xiaoguo, sollozando y relamiéndose a un tiempo. «Tanto tú como padre estudiasteis en la universidad, ¿pero de qué os ha servido?»
«¿Entonces qué piensas hacer?»
«Seré un "bolsillos llenos", y entonces te compraré cangrejos.
Montones de cangrejos, te lo juro. Por eso hice un juramento en el caparazón del cangrejo.»
«Confucio dice…»
«¡Gilipolleces!»
Era una pieza realista. Chen buscó en las Analectas los muchos «no comas» sobre los cangrejos, y los encontró en el capítulo titulado «Casa vieja», aunque Confucio se refería a la carne y el pescado en general, no a los cangrejos. Al menos no exclusivamente a los cangrejos, pese a lo que Aiguo le había contado a su nieto. Era evidente que Long había leído otros libros, además de los de Mao. A los miembros del comité de la Asociación de Escritores no les gustó la narración porque «se une a las quejas de la multitud sin reconocer el inmenso progreso que la reforma ha supuesto para China». Además, el relato carecía de trama argumental, o de un estilo trabajado. Con todo, a Chen le gustó la jugosa anécdota, y sospechó que aquellos detalles tan gráficos provenían de la pasión del propio Long por los cangrejos. A Chen también le gustaban, y, pese a no ser un empresario de éxito como Gengbao, había tenido mucha más suerte que Aiguo. Debido a su cargo de inspector jefe, se relacionaba con «bolsillos llenos» que ocasionalmente lo invitaban a comer cangrejos y otras exquisiteces.
Como si existiera una correspondencia misteriosa, su teléfono móvil se puso a vibrar. Era una llamada de Gu, un próspero hombre de negocios dueño de empresas, restaurantes y clubes. Chen no pudo reprimirse y le mencionó la historia de los cangrejos, tras preguntarse si en la actualidad aún era posible comprar cangrejos a precios estatales.
A continuación marcó el número de la Asociación de Escritores de Shanghai y, tras una larga conversación con la secretaria ejecutiva, consiguió la información que necesitaba sobre Long.
Chen empezó a preparar la lista de preguntas que le haría a Long. Cuando iba por la mitad oyó que alguien llamaba a la puerta. Para su sorpresa, le habían dejado un cesto de bambú lleno de cangrejos de río vivos, casi cinco kilos. La cesta adjuntaba una breve nota de Gu.
Estás demasiado ocupado para venir a mi restaurante, lo sé.
Hemos enviado otro cesto al domicilio de tu madre.
Chen lamentó haberle mencionado la historia de los cangrejos. El coste de un cesto como ése debía de ser prohibitivo, aunque no llevaba una etiqueta con el precio. O aún no. Por el momento, sin embargo, Chen se repitió a sí mismo el tópico de que el fin justifica los medios. Después de todo, trabajaba en un caso sobre Mao, y el cesto podría serle útil para el importante encuentro con Long.
Chen marcó el número de Long y le propuso ir a visitarlo. Se habían conocido en la sede de la asociación, pero la llamada debió de suponer una sorpresa para Long, sobre todo cuando Chen añadió al final: «Traeré algo para comer, y podemos charlar mientras bebemos unas copas».