26

Mientras Chen salía del ascensor y recorría el pasillo que unía las dos alas del Moon on the Bund en la séptima planta, el gran reloj situado en lo alto de la Aduana, cerca del restaurante, empezó a tocar su melodía. Chen, como si hubiera oído un cañonazo, se sobresaltó y miró por una ventana del pasillo. Quizás estuviera demasiado tenso, pensó, recordando la advertencia que le había hecho el doctor Xia.

Después de la Revolución Cultural, el gran reloj tocó durante varios años una melodía sin nombre, ligera y agradable, pero la habían vuelto a cambiar por «El Este es rojo», la misma tonada que sonó durante la Revolución Cultural y que Chen había oído tararear al camarada Bi en el Mar del Sur Central.

El restaurante ocupaba la última planta de un edificio de oficinas ubicado en la esquina de las calles Yan'an y Guangdong. Tenía un jardín en la azotea, desde el que se divisaba una magnífica vista del Bund, del río Huang y de los nuevos rascacielos que se alzaban al este del río. El negocio estaba gestionado por un empresario canadiense, quien había contratado a cocineros y gerentes extranjeros para añadir un toque de autenticidad a la imagen lujosa del restaurante. Pese a sus elevados precios, el restaurante había tenido un éxito enorme entre los nuevos ricos de Shanghai, que lo frecuentaban no sólo por la comida o por las vistas, sino también por la satisfacción que les producía contarse entre la élite triunfadora de la ciudad.

En el Glamorous Bar, Chen saludó a varias personas y habló brevemente con ellas antes de divisar a Gu estrechando manos mientras sostenía una copa de vino espumoso.

– ¡Qué casualidad encontrarlo aquí! -exclamó en voz alta Gu con una sonrisa, como si estuviera encantado de haberse encontrado con Chen.

– ¡Qué sorpresa tan agradable! -exclamó Chen por su parte, respondiendo de la misma forma.

– Lo he investigado una y otra vez -susurró Gu, llevando a Chen hasta un hueco situado detrás del mostrador de caoba del guardarropa-. Los matones que lo atacaron son profesionales, pero no pertenecen a ninguna organización; por eso me ha costado descubrirlo. Sin embargo, hace un par de días me enteré de que alguien volvía a buscar ayuda profesional, y exigía que los hombres fueran competentes y de confianza. Cobrarían después de hacer el trabajo.

– Hace un par de días -repitió Chen-. Competentes y de confianza.

– Sí, mientras usted estaba de vacaciones. Seguí la pista. Por lo que he descubierto, este asunto podría guardar relación con una inmobiliaria. Para los promotores inmobiliarios en busca de oportunidades de inversión, los terrenos en las zonas más buscadas son tan preciados como el oro.

– Bueno, es posible. -Tal vez Chen hubiera molestado a los propietarios de la inmobiliaria que intentaba apropiarse de la mansión de Xie. ¿Era posible que también hubieran actuado contra Song? El hecho de que buscaran a hombres competentes y de confianza tenía sentido, pues los matones que debían encargarse de Chen fracasaron. Pero Song no había hecho nada que fuera contra los intereses de la inmobiliaria, a menos que lo hubiera hecho en los últimos días, sin que Chen lo supiera-. ¿Por qué me ha pedido que venga hasta aquí?

– Hua Feng, el accionista principal de la inmobiliaria, está en el restaurante esta tarde -explicó Gu, mirando de reojo a un hombre alto y corpulento que se encontraba en el otro extremo de la sala-. Tiene contactos con la «manera negra».

Quizás en el futuro fuera un pista, pero por el momento resultaba demasiado rebuscada. En Seguridad Interna estaban dispuestos a adoptar «medidas contundentes» al día siguiente, y Chen no tendría tiempo de empezar a investigar en esa dirección. A pesar de todo, el inspector jefe acompañó a Gu hasta donde se encontraba Hua, un hombre de cara redonda y mejillas flácidas que sonreía de forma exagerada.

– Es usted amigo de Gu. Me llamo Hua -dijo el hombre, tendiéndole la mano-. ¿También trabaja en el negocio del entretenimiento?

– Me llamo Chen. No soy empresario -respondió el inspector jefe con cautela-. Soy escritor, de los que escriben libros amenos.

– ¡Ah, un escritor! Ya veo -respondió Hua, y se le iluminó por un momento la mirada-. La ciudad está llena de escritores famosos que no dejan de ir de un sitio a otro.

– Ahora que la ciudad está cambiando tan deprisa -replicó Chen, sin saber qué insinuaba Hua- y con tantos edificios nuevos que sustituyen a los antiguos, los escritores no pueden evitar ir de un sitio a otro.

– Admiro a los escritores, señor Chen. Ustedes construyen edificios con palabras, mientras nosotros tenemos que construirlos con cemento y acero.

Chen percibió cierta hostilidad en las respuestas de Hua, y comenzó a preguntarse si debía quedarse mucho más tiempo en el restaurante. La conversación no tenía visos de conducir a nada, al menos por el momento.

Una camarera rubia se acercó a ellos con paso ágil, llevando una bandeja de cristal. Hua cogió una minúscula crep de pato asado atravesada por un palillo. Una mujer muy esbelta, ataviada con un vestido veraniego de color blanco, se acercó con sigilo a Hua. Chen aprovechó la ocasión para excusarse.

Al ver que Gu estaba ocupado hablando con otros invitados, el inspector jefe se marchó sin despedirse. En el Bund hacía una tarde espléndida. Chen respiró hondo y continuó andando mientras intentaba repasar mentalmente los últimos acontecimientos. Tal vez fuera demasiado tarde, se admitió a sí mismo. Demasiado tarde pese a sus esfuerzos, y pese a la ayuda que le habían prestado el Viejo Cazador, el subinspector Yu y Peiqin. Hasta el momento, todo lo que había descubierto en relación al caso Mao no eran más que meras hipótesis sin fundamento. Nada impediría que Seguridad Interna actuara al día siguiente.

Chen sacó su móvil, pero no marcó ningún número. El ulular de una sirena que llegaba desde el río se confundió en su imaginación con el tono de la llamada que no había llegado a hacer.

Para empezar, éste no era «su» caso. ¿Por qué no dejar que lo apartaran de la investigación? De ese modo no tendría ninguna responsabilidad, ni podrían implicarlo en nada. Podría olvidarse de las dos maneras, la blanca y la negra.

Y de Mao.

No era realista esperar siempre un rápido avance en la investigación. No tenía sentido que dedicara todos sus esfuerzos a un solo caso, que, además, era un caso absurdo.

Mientras subía por la escalera de piedra hasta el malecón elevado, Chen contempló las gaviotas que planeaban sobre la gran extensión de agua reluciente. Sus blancas alas lanzaban destellos bajo el sol de la tarde, como en un sueño.

Chen se dirigió al parque Bund. A lo lejos divisó un crucero, con sus vistosos estandartes ondeando en la brisa.


Confucio dice en la orilla:

«Como el agua, el tiempo no deja de fluir».


Ésas fueron las frases que Mao escribió después de nadar en el río Yangzi, antes del inicio de la Revolución Cultural. Chen las leyó por primera vez cuando aún era un alumno de secundaria que paseaba por el Bund antes de entrar o al salir del colegio. En aquellos años no se impartían demasiadas clases.

Sólo tardó unos minutos en llegar al parque. Tras entrar por la puerta cubierta de enredaderas, el inspector jefe recorrió el paseo, que había sido ampliado recientemente con hileras de ladrillos de colores a ambos lados.

Para su frustración, Chen no consiguió encontrar ningún lugar donde sentarse. De la noche a la mañana parecía haber surgido una serie de cafés y de bares a lo largo del malecón, como gigantescas cajas de cerillas con relucientes paredes de cristal. No estaba mal que el parque tuviera un café con vistas al río, pero ¿eran necesarios tantos? Ya no quedaba espacio para los bancos verdes en los que tantas veces se había sentado. Al mirar a través de la cristalera de un café sólo vio a una pareja de occidentales sentados en su interior, hablando. Los precios de la carta rosa colocada frente al café le parecieron prohibitivos. Él podía permitírselos, pero ¿y los que no pudieran?

En su libro de texto de secundaria Chen había leído que, muchos años atrás, habían colgado en la puerta del parque un letrero humillante que decía prohibida la entrada a los chinos y a los perros. Fue a principios de siglo, cuando el parque sólo estaba abierto a los occidentales. Después de 1949, las autoridades del Partido se valieron de esta historia como ejemplo para impartir lecciones de patriotismo. Chen no estaba del todo seguro acerca de su autenticidad, pero ahora la historia resultaba ser cierta, con alguna modificación: prohibida la entrada a los chinos pobres.

Finalmente, cuando llegó al extremo del parque, el inspector jefe consiguió encontrar un bloque de piedra en el que sentarse. Lo habían colocado allí para conectar los eslabones de una cadena a lo largo de un sendero serpenteante. No demasiado lejos de donde se hallaba, Chen vio a una joven madre sentada en otro bloque de piedra, columpiando sus pies descalzos sobre el verde césped. La mujer contemplaba arrobada a su bebé, que dormía a su lado en un cochecito viejo y desvencijado. Vista de perfil, guardaba cierto parecido con Shang.

¿Habría venido aquí Shang con su hija Qian? Quizá Shang no se sentara en un bloque de piedra, y su bebé no durmiera en un cochecito destartalado, pero ¿se habría mostrado igual de feliz y satisfecha?

Al fin y al cabo, el sentido y la esencia de cada vida individual no dependen de dones divinos o imperiales. La vida desafortunada de Shang, favorita de un emperador, era un ejemplo de ello.

Chen sacó un cigarrillo, pero no lo encendió y volvió a contemplar al bebé. Mientras sostenía el cigarrillo apagado entre los dedos, se dio cuenta de que el parque había ejercido cierto efecto en él, y ahora tuvo la impresión de que pensaba con más claridad.

Yu solía decir en broma que el parque parecía tener un feng shui propicio para el inspector jefe. En los años setenta Chen empezó a estudiar inglés en el parque, una experiencia que le llevó a muchas otras cosas en su vida. Chen no creía en el feng shui, pero aquella tarde, dándose golpecitos con el cigarrillo en el dorso de la mano, ansió ver algunas señales de feng shui en el parque.

A continuación, Chen se levantó y se cobijó a la sombra de un árbol en flor, desde donde marcó el número de Liu.

– ¿Qué ocurre, camarada inspector jefe Chen?

– Entre las personas con las que habló Song en los últimos días, ¿había alguien que trabajara en el sector inmobiliario?

– No, no lo creo.

– ¿O alguien apellidado Hua?

– No estoy seguro. Song habló con bastante gente. ¿Cómo voy a acordarme de todos los nombres, así de repente?

– ¿Podría comprobarlo y luego decírmelo?

– Bueno, no estoy en el despacho…

Dondequiera que estuviera Liu en aquel momento, Chen creyó oír música que sonaba como agua borboteante, y risas de muchachas como barcos empujados por la corriente.

– Por favor, compruébelo lo antes posible, camarada Liu.

– Lo haré, camarada inspector jefe Chen -respondió Liu sin ocultar su irritación-. Pero ya hemos hablado de nuestro plan, ¿no?

Liu debía de creer que aquella llamada de Chen era otra táctica más para frenar las «medidas contundentes».

– Sí, es cierto -respondió Chen-, pero aún no tienen la orden de registro, ¿verdad?

Después, Chen volvió a la pasarela curvada que se elevaba sobre el agua y respiró el aire del río, con su olor tan característico. Había hecho todo cuanto había estado en su mano. Seguridad Interna actuaría al día siguiente. A menos que se produjera algún milagro de última hora, al inspector jefe no le quedaría otra opción que abandonar el caso.

Chen se volvió lentamente hacia la torre en forma de pirámide del Hotel de la Paz, situado al otro lado de la avenida Zhongshan. El hotel, construido en estilo gótico en los años veinte por el legendario hombre de negocios judío Victor Sassoon, fue en otros tiempos el edificio más suntuoso de Shanghai. La oleada de nostalgia que invadía la ciudad había propiciado la difusión de un sinfín de leyendas urbanas sobre los lujos asociados al hotel. El inspector jefe se preguntó si la banda de jazz de los Shanghai Old Dicks actuaría en el bar del hotel aquella noche. Después de ir durante casi dos semanas a la mansión Xie, Chen no tenía ningún interés en visitar el hotel.

Entonces oyó el sonido de su móvil, casi ahogado por el ulular de la sirena que llegaba desde el río. Era Peiqin.

– ¿Qué sucede, Peiqin?

– Estoy en el piso de Jiao, preparando otra cena. Diría que para dos.

– ¿Para esta noche?

– Sí, para esta noche. Jiao me ha dicho que no volverá hasta después de las ocho.

Chen miró el reloj de forma casi mecánica.

– ¿Está segura de la hora a la que volverá?

– Tengo que asegurarme de que el arroz esté aún caliente cuando Jiao vuelva. Insistió mucho en ello.

– Qué interesante, Peiqin -dijo Chen pensando en lo que le había contado el Viejo Cazador, quien juró haber visto fugazmente a un hombre en la habitación de Jiao la última vez que ésta dio «una cena para dos» en su casa-. ¿Se lo ha contado al Viejo Cazador?

– Sí. Esta noche patrullará por la zona. Me ha dicho que era importante que también usted lo supiera. -Y luego añadió-: ¡Ah! He hecho una lista de todo lo que me ha parecido inusual en el piso de Jiao. ¿Cree que podría serle útil?

– Por supuesto. Muy útil. ¿Me la podría enviar a mi casa por fax?

– Sí, se la puedo enviar desde una de esas tiendas en que hacen fotocopias.

– No sé cómo agradecérselo, Peiqin.

– No hace falta que me lo agradezca. Yo no sé nada sobre su investigación, pero trabajando en casa de Jiao he aprendido algunas recetas nuevas. Venga a vernos este fin de semana.

– Lo pensaré, Peiqin.

Cuídese mucho, jefe. Adiós.

Peiqin estaba preocupada por él, y Chen podía adivinar sus motivos: llevaba semanas sin visitar al subinspector y a su esposa. Pero el corazón le dio un vuelco al pensar en lo que sucedería el fin de semana. La generosa ayuda de Peiqin no iba a servir de nada. Encendió el cigarrillo que sostenía desde hacía un rato entre los dedos y aspiró profundamente. Tenía la sensación de haber pasado algo por alto en el caso Mao. Algo esencial, pero difícil de captar. La llamada de Peiqin había intensificado esa sensación.

Quizás el parque fuera realmente un lugar propicio para él, fuera cual fuese su feng shui. Nada más metérselo en el bolsillo del pantalón, su móvil volvió a sonar. Era Ling, desde Pekín.

– ¿Dónde estás? -preguntó. Sonaba tan cerca como el agua que lamía la orilla-. Te he llamado al hotel, pero me han dicho que ya te habías ido.

– Me vi obligado a volver a toda prisa a Shanghai. Lo siento, no tuve tiempo de decirte adiós. Cogí el tren nocturno en el último minuto, y ya era demasiado tarde para llamarte. -Después añadió, asiendo con fuerza el móvil-: Estoy en el parque Bund. El parque al que fuimos la última vez que viniste a Shanghai, ¿te acuerdas? No sabes cómo te agradezco lo que has hecho por mí. Me has ayudado muchísimo en mi trabajo.

– Me alegro de haberlo hecho. Puedes ser excepcional en lo que te propongas, inspector jefe Chen. Así que sé un policía excepcional -dijo Ling, con un tono súbitamente distante de nuevo-. Quizá sea como el poema que escribiste, por lo que recuerdo, a imitación de un poeta británico, sobre la necesidad de saber elegir. «Tienes que elegir bien la jugada / o el tiempo no te perdonará…»

– Lo siento muchísimo, Ling -se disculpó Chen, consciente de que ella se había resignado, después de todo por lo que habían pasado, a que él fuera, ante todo, un policía. Lo demás quedaba en un segundo plano.

– Llámame cuando no estés demasiado ocupado. Y cuídate mucho.

– Te llamaré…

Se oyó un clic. Ling ya había colgado.

Pero ¿qué otra opción le quedaba? De nuevo, oyó el canto de una cigarra entre el verde follaje que tenía a sus espaldas.


Triste de no seguir triste,

el corazón endurecido de nuevo,

ya no espera el perdón,

y se muestra agradecido y contento

de haber estado contigo.

Nadie disfruta de la luz del sol en el jardín vacío.


Era la última estrofa del poema que Ling acababa de mencionarle por teléfono. Al final, Chen no había tenido otra elección que redimirse haciéndose policía.

El poema le trajo la respuesta, sin embargo, y no sólo a la pregunta que acababa de hacerse. Un destello revelador cruzó su mente, y se le ocurrió otra posibilidad.

Chen volvió sobre sus pasos y se dirigió apresuradamente hacia la oficina de seguridad del parque, donde mostró su placa a un hombre de pelo gris que estaba sentado frente a un largo mostrador.

– Necesito usar su fax. Alguien va a enviarme algo aquí -dijo Chen, empezando a copiar el número.

– No hay problema, camarada inspector jefe -contestó el hombre entrecano-. Sabemos quién es.

Chen llamó a Peiqin desde su móvil, secándose el sudor de la frente.

– ¿Está todavía en el piso de Jiao, Peiqin?

– Sí, estoy a punto de irme.

– Deje la llave debajo del felpudo cuando se vaya.

– ¿Cómo dice?

– Sí, y no se lo diga a nadie.

– No se preocupe.

– Envíeme por fax su lista a este número dentro de cinco minutos.

– De acuerdo.

Cuando acabó de hablar con Peiqin, Chen llamó a Gu.

Necesito su coche esta noche. Es un Mercedes nuevo, ¿verdad?

– Está a su disposición. Es un Mercedes, serie 7. ¿Descubrió algo en el cóctel, Chen?

– Dígale a su chófer que me recoja en el parque Bund dentro de diez o quince minutos. Se lo explicaré todo más tarde, Gu. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

– No tiene que explicarme nada, ni que darme las gracias. ¿Para qué están los amigos?

Desde que se conocieron durante la investigación de otro caso que guardaba cierta relación con el parque, Gu se consideraba amigo del inspector jefe, y se comportaba como tal. Gu, un astuto hombre de negocios, tal vez viera a Chen como un contacto valioso. Sin embargo, en varias ocasiones lo había ayudado de manera totalmente desinteresada.

– No importa lo que piense hacer -siguió diciendo Gu-, sé que no lo hace en beneficio propio, de eso estoy seguro.

El inspector jefe Chen iba a hacer algo que jamás había hecho, eso era todo lo que sabía. Pero antes tenía que entrar en el piso de Jiao.

No sería igual que visitar la habitación de alguien como Mao, que llevaba tanto tiempo muerto.

A su lado, una hoja de fax comenzó a salir del aparato.

Загрузка...