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El subinspector Yu decidió interrogar a Peng, el segundo amante de Qian.

Yu no conocía demasiado bien al presidente del comité vecinal del barrio en que vivía Peng, por lo que tuvo que ponerse en contacto con él por su cuenta, sin contárselo a nadie ni revelar que era policía. Era preciso hablar con Peng, después de que el Viejo Cazador presenciara inesperadamente un encuentro sospechoso entre Jiao y el antiguo amante de Qian. Tuvo lugar en una tienda de comestibles, donde Jiao le entregó cierta cantidad de dinero a Peng.

¿Qué tipo de relación los unía?

Peng fue encarcelado medio año después de iniciar una relación sentimental con Qian. Cuando salió de la cárcel apenas podía cuidar de sí mismo, y menos aún de Jiao. No tuvieron ningún contacto durante años. Jiao no era su hija, ni siquiera su hijastra.

El Viejo Cazador tenía más experiencia que su hijo en labores de seguimiento, por lo que quiso centrarse en Jiao. Yu se encargaría de Peng.

A primera hora de la mañana, Yu llegó al mercado donde Peng trabajaba como mozo, pero no lo encontró. Al parecer, lo habían despedido.

– Es un inútil, sólo sabe comer arroz blando -dijo un antiguo colega de Peng, mientras partía una cabeza de cerdo congelada sobre un tajo y escupía en el suelo cubierto de hojas de col podridas-. Lo más seguro es que lo encuentre comiendo arroz blanco en su casa.

Era un comentario muy duro, particularmente lo de «comer arroz blando», expresión que solía emplearse para describir a un parásito mantenido por una mujer. Con todo, la descripción no se ajustaba a la relación que Peng mantuvo con Qian. Había sucedido mucho tiempo atrás, en una época en la que Qian tenía poco dinero. Como reza un refrán que solía citar el Viejo Cazador, es fácil tirar piedras a alguien que se ha caído al fondo de un pozo. Yu le dio las gracias al hombre, que le facilitó la dirección de Peng.

Siguiendo las indicaciones que le había dado, el subinspector cambió dos veces de autobús antes de llegar a un sucio callejón situado en las inmediaciones de la calle Santou.

El subinspector vio a un hombre corpulento agazapado a la entrada del callejón como si fuera un león de piedra, con el rostro semioculto en un gran cuenco de fideos. En la mano sostenía un diente de ajo. El hombretón, vestido con una camiseta desteñida que le iba demasiado pequeña, parecía una bolsa a punto de reventar. Yu no pudo evitar mirar de nuevo al hombre, el cual le devolvió la mirada sin dejar de engullir ruidosamente.

– ¿Es usted el señor Peng? -preguntó Yu, tras reconocerlo por la fotografía del expediente. A continuación le ofreció un cigarrillo.

– Soy Peng, pero hace veinte años que nadie me llama «señor». Es una palabra que me pone los pelos de punta -explicó Peng cogiendo el cigarrillo-. Caramba con China. Un pitillo cuesta más que un cuenco de fideos. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Bueno… -empezó a decir Yu. Pensaba interpretar un papel, como solía hacer su jefe, quien a veces se presentaba como escritor o como periodista cuando investigaba un caso-. Soy periodista. Me gustaría hablar con usted. Vayamos a algún sitio tranquilo. ¿Un restaurante cercano, quizá?

– El restaurante que está enfrente ya va bien -respondió Peng, sosteniendo el cuenco de fideos en una mano-. Tendría que haber venido cinco minutos antes.

Era un restaurante familiar, sencillo y destartalado. A aquella hora, entre el desayuno y la comida, no había ningún cliente.

El viejo propietario del local miró con curiosidad a los dos hombres, que ofrecían un marcado contraste: Peng era un vagabundo andrajoso, mientras que Yu llevaba un blazer de tela ligera que Peiqin había elegido, e incluso planchado, para la ocasión.

– Usted conoce el restaurante, Peng. Pida lo que quiera.

Peng pidió cuatro platos y seis botellas de cerveza, lo que era casi un banquete en un sitio como aquél. Por suerte, ninguno de los platos de la carta era caro. Peng pidió en voz tan alta que cualquiera que pasara frente al restaurante lo habría oído. Tal vez fuera también un mensaje dirigido a sus vecinos: Peng querría que supieran que aún era alguien, y que había personas ricas dispuestas a pagarle una comilona.

– Ahora -Peng soltó un ruidoso eructo después de beberse de un trago el primer vaso de cerveza- ya puede empezar a preguntar.

– Sólo le haré un par de preguntas sobre sus experiencias durante la Revolución Cultural.

– Ya sé por dónde va -Peng empezó a beberse el segundo vaso-. Es sobre mi maldita relación con Qian, ¿no? Déjeme decirle algo, señor periodista. Sólo tenía quince años cuando la conocí. Ella me llevaba más de diez años, y me sedujo. Si le ponen delante un cuerpo blanco y voluptuoso, como una botella de cerveza fría en verano, y resulta que es gratis, ¿usted qué haría?

– ¿Bebérmela? -respondió Yu con sorna, asombrado por la crueldad con la que Peng hablaba de Qian.

– En aquella época, un chico joven como era yo no sabía nada de nada. Sólo fui un sustituto con el que satisfacer su lujuria. Yo no le importaba en absoluto: lo único que le interesaba era mi maldito parecido con su amante muerto. Después de salir de la cárcel, donde se esfumaron mis mejores años y todas las oportunidades que se me pudieran presentar, no conseguí encontrar un trabajo decente. Era un despojo humano sin conocimientos ni experiencia. Sin ningún futuro.

Mientras contemplaba a ese hombre de mediana edad cansino y desaliñado, que bebía cerveza como si se fuera a acabar el mundo, Yu se preguntó qué podría haber visto Qian en él.

– Las cosas no han sido fáciles para usted, Peng, pero de todo esto hace muchísimo tiempo. Nunca sabrá lo que Qian llegó a pensar entonces; ella también pagó un precio terrible por sus actos. Por favor, cuéntemelo todo desde el principio.

– ¿Quiere decir mi historia con Qian?

– Sí, toda la historia.

– Venga ya, no soy tan idiota, señor periodista. Esa historia vale un dineral. No la va a comprar con un par de cervezas.

– ¿A qué se refiere?

– Alguien vino a verme mucho antes que usted. Un escritor, o al menos se presentó como escritor. -Peng se metió un trozo de carne estofada en la boca-. Fui un ingenuo al contárselo todo, y ni siquiera me pagó una botella de cerveza. Sólo me dio un par de cigarrillos de la marca Montañas de la Pagoda Roja, una de las más baratas. Escribió su libro, vendió millones de ejemplares y yo no saqué ni un céntimo.

– ¿Ha leído el libro?

– Me han dicho que me ha pintado como un granuja.

El escritor, presumiblemente el autor de Nubes y lluvia en Shanghai, debió de ofrecer un retrato negativo de Peng a fin de resaltar las cualidades de Qian, una heroína idealizada y llena de glamour.

– Mire, Peng, en realidad no tengo por qué escuchar su historia, puedo leer el libro. ¿Qué le parece cien yuanes a cambio de un par de preguntas? -inquirió Yu, sacando la cartera mientras imaginaba cómo habría reaccionado Chen en este caso. A diferencia de Yu, Chen podía disponer de fondos del Departamento gracias a su cargo de inspector jefe.

– Quinientos yuanes. -Peng sorbió una cucharada de sopa de pescado de Guizhou y luego se relamió.

– Déjeme decirle algo. -Yu golpeó la mesa con la base de la botella de cerveza-. Hace unos días siguió usted a Jiao, y después se llevó el dinero que ella le dio. Me lo sopló un amigo poli, y yo impedí que lo detuviera. Al fin y al cabo, usted es una víctima de la Revolución Cultural.

Era una posibilidad muy remota, pero quizá resultara. Tal vez Peng hubiera chantajeado a Jiao, y aunque no lo hubiera hecho, con sus antecedentes, a la policía no le costaría demasiado crearle problemas.

– Esos malditos polis. Vinieron a verme hará un mes y me trataron como si fuera una mierda. No me sacaron nada, claro -explicó Peng poniéndose dramático. A continuación estiró el brazo y le arrebató a Yu el billete de cien yuanes-. Jiao es mi hijastra, ¿no? Tiene mucho dinero, es justo que me dé un poco a mí.

– ¿Así que Qian le dejó a Jiao algo en herencia?

– Un tesoro escondido. Era de esperar. ¿Quién fue su madre? Una reina en el mundo del cine. ¿Con cuántos hombres ricos y poderosos se había acostado?

– Sin embargo, los Guardias Rojos debieron de registrar su casa de arriba abajo y llevarse los objetos de valor.

– No, no lo creo. He pensado mucho en ello, no soy un descerebrado. Los Guardias Rojos del distrito no invadieron su casa a toda prisa, como hicieron con las de otras familias. Tal vez Qian tuvo tiempo de esconder sus pertenencias.

La supuesta existencia de un tesoro escondido debía de consumir a Peng, dado lo poco que ganaba él con sus empleos esporádicos. Cabía esa posibilidad, pero ¿habría movido eso a Seguridad Interna, y al inspector jefe Chen, a emprender una investigación de estas características?

– Llamé al escritor -continuó explicando Peng-. No me dio dinero, ni a ella tampoco, según dijo. Así que Qian debía de tener el tesoro de Shang.

– Jiao era tan pobre como usted hasta hace aproximadamente un año. Si Shang le hubiera dejado algo, Jiao lo habría vendido hace mucho.

– Shang le dejó algo, lo sé.

– ¿Cómo lo sabe?

– Usted es un hombre inteligente -dijo Peng con aire misterioso, mientras le sacaba un ojo a la carpa al vapor y se lo ponía sobre la lengua-. Shang bailaba con Mao, él venía a verla desde la Ciudad Prohibida. Seguro que Mao tenía acceso al tesoro de las antiguas dinastías.

– Eso no son más que imaginaciones suyas, Peng.

– No. Yo también he hecho mis averiguaciones. El interés por las antigüedades es bastante reciente. Hará dos o tres años, no había manera de encontrar a nadie dispuesto a comprar cosas de la Ciudad Prohibida. No a un buen precio, quiero decir. Esto explica por qué Jiao se enriqueció de repente hace más o menos un año. Además, puedo demostrárselo -añadió Peng, intentando coger con los palillos una cola de cerdo estofada en salsa de soja-. Usted ya ha hecho su pregunta, y yo le he dado mi respuesta.

– ¿En serio? -Yu volvió a sacar la cartera, en la que le quedaban unos doscientos yuanes-. Es todo lo que llevo. Cien más. Y tengo que pagar la comida. Dígame cómo puede demostrarlo.

– No habrá malgastado su dinero, señor periodista -respondió Peng, metiéndose en el bolsillo el billete mientras bebía otro largo trago de cerveza-. Llevo bastante tiempo siguiendo a Jiao. Como sospechaba, ha vendido las antigüedades, pieza a pieza. Nadie podría haberse permitido todo el lote. Así que un día la seguí hasta el club Puerta de la Alegría.

– ¿Puerta de la Alegría? -Era la sala de baile donde Shang había deslumbrado a todos tiempo atrás, tal y como Peiqin le había contado. Entonces Yu recordó otro caso, y sintió una repentina punzada en el corazón. No hacía mucho, una de sus compañeras había sido asesinada allí mientras él aguardaba en el exterior del edificio-. Eso no me parece demasiado sospechoso.

– Pero la forma en que Jiao se comportó allí sí lo fue. No dejaba de mirar de reojo, como si temiera que la siguieran. Antes se metió en una peluquería y, en lugar de arreglarse el pelo, se puso unas gafas de sol y salió por la puerta trasera a un callejón lateral. Casualmente, yo estaba comprando un paquete de cigarrillos cerca de allí, o sea que no la perdí de vista. Para poder seguirla hasta el interior del club tuve que gastarme todo el dinero que llevaba en el bolsillo en una entrada. Y allí estaba ella, claro, bailando con un hombre alto y robusto con la cara tan redonda como la luna llena.

– ¿Quiere decir que Jiao es una «acompañante para bailes»?

– No, no lo creo. Esas acompañantes para bailes no ganan demasiado dinero. Y ésa fue la única vez en que la vi entrar allí. Normalmente va a la Mansión Xie, donde celebran bailes cada semana.

– ¿Así que el hombre es alguien a quien Jiao conoció en la Mansión Xie?

– Eso no lo sé. Nunca me permitirían entrar allí, y sé de sobra que no vale la pena intentarlo. Pero, aquella misma noche, creo que lo vi en casa de Jiao.

– ¿La siguió desde la sala de baile hasta su casa?

– No, no exactamente. Sólo bailó un par de piezas y luego se fue. Me entró curiosidad y la seguí. Paró un taxi, y yo cogí un autobús. Tardé mucho más que ella en llegar. Me hubiera sido imposible entrar en el edificio, así que di unas cuantas vueltas, con la intención de abordarla si salía. Entonces levanté la vista y vi a alguien que estaba de pie junto a la ventana de su dormitorio: el hombre de la sala de baile. Jiao se apoyó contra él brevemente, de una forma muy íntima.

– ¿Cuándo pasó todo esto?

– Hará un par de meses.

Es decir, antes de que Chen hubiera empezado a investigar; posiblemente, antes también de que lo hubiera hecho Seguridad Interna, pensó Yu. Al parecer, no habían visto a nadie en el piso de Jiao desde entonces.

– ¿Pasó alguna otra cosa después?

– Apagaron la luz y ya no vi nada más.

– Podría haber sido un vecino de Jiao.

– Era el hombre con el que había bailado, de eso estoy seguro. Esa cara redonda como la luna era inconfundible. Seguí a Jiao varios días más, pero a él no lo volví a ver. No pude vigilarla todo el tiempo, tenía que trabajar, cargando a la espalda cerdos congelados en el mercado. Entonces me despidieron, y ayer la abordé.

– ¿Qué le dijo?

– Cuando le mencioné que había visto a aquel hombre en su dormitorio, se puso pálida como el papel. Me dijo una y otra vez que no era asunto mío. Le expliqué que me habían despedido, y que ella podría ayudarme un poco, así que sacó algo de dinero del bolso, unos doscientos cincuenta yuanes. Dijo que llamaría a la policía si intentaba acercarme a ella de nuevo.

– ¿Piensa ponerse en contacto con Jiao otra vez?

– Aún no lo he decidido, pero estoy seguro de que hay algo entre Jiao y aquel hombre. Él debe de haberle dado dinero.

– Un momento, Peng. ¿A cambio de qué le dio el dinero? Ese hombre, ¿es su amante o un comprador?

– Tal vez ambas cosas, pero ¿a quién le importa? Como dice un antiguo proverbio, si no fuera una ladrona, no se sentiría culpable ni se pondría nerviosa. Seguro que por eso me dio el dinero.

– Eso es chantaje. Si Jiao lo denunciara a la policía, podría usted meterse en problemas muy serios.

– Soy un cerdo muerto. ¿De qué serviría echarme a un caldero de agua hirviendo? -preguntó Peng, masticando la última costilla agridulce y limpiándose los dedos con la servilleta de papel-. Lo que hice en aquellos años hoy no tiene ninguna importancia. Vaya a cualquier colegio y verá a muchos alumnos haciéndose arrumacos en el patio, detrás de los árboles y entre los arbustos. En cambio, yo estuve en la cárcel muchos años por eso mismo.

– Mucha gente sufrió en aquella época.

– Intenté empezar de nuevo, pero la gente me evitaba como si fuera un trozo de carne pestilente. Y después de todos estos años, siguen contando historias horribles sobre mi relación con Qian. ¿Cree que hay algo que me importe ahora?

Peng, medio borracho y sin dejar de compadecerse de sí mismo, tenía la cara tan roja como la cresta de un gallo. Yu no creía que fuera a sacarle nada más, no con seis botellas de cerveza vacías sobre la mesa.

– Ha sufrido usted mucho, pero no intente chantajear a nadie. No le hará ningún bien.

– Gracias, señor periodista. Siempre que tenga otras opciones, lo evitaré.

– Si se le ocurre cualquier otra cosa, póngase en contacto conmigo -le indicó Yu, después de anotar su número de móvil en un trozo de papel.

– Lo haré -respondió Peng apurando el último vaso.

– No le hable a nadie de nuestra conversación. Tal vez alguien intentara causarle problemas -dijo Yu, levantándose-. Quédese aquí todo el tiempo que quiera.

– No se preocupe por eso; ahora pensaba acabarme los fideos.

Mientras salía del restaurante, Yu se dio la vuelta y vio a Peng hundiendo la cara en el cuenco de fideos, la misma escena que había presenciado antes. Quizás el compañero de Peng tenía razón al asombrarse de su capacidad para comer arroz.

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