7

Era su cuarta visita a la Mansión Xie en los últimos días. Chen llamó al timbre con una mano mientras con la otra sujetaba una gran caja de bombones Lindt, la costosa marca suiza que los nuevos ricos de Shanghai podían adquirir en la ciudad desde hacía pocos meses.

Aquella tarde, el anfitrión tardó más de lo acostumbrado en abrirle la puerta.

Chen creía que los demás invitados lo habían aceptado bastante bien. Lo tomaban por alguien muy aficionado a las fiestas, que se valía de un proyecto literario como excusa para acudir a la mansión de Xie. Lo que, en cierto modo, le venía muy bien. Quizá la identidad de una persona sólo pueda definirse en relación a las identidades de los demás. O quizá cualquier identidad no sea más que una interpretación de los demás.

Xie daba dos o tres fiestas a la semana. A Chen no le costó demasiado interpretar el papel de ex empresario interesado en la antigua Shanghai: impresionó a los Old Dicks intercalando frases en inglés en la conversación, empleando jerga financiera y citando anécdotas literarias y frases de películas antiguas. Todo ello contribuía a convertirlo en otra persona, nadie sospecharía que, en realidad, era un simple policía.

Al adoptar otra identidad, Chen se percató de que veía a los invitados con otros ojos. Había acabado por aceptar a esta gente, tan patética como inofensiva, que, simplemente, intentaba aferrarse a un espejismo. Las fiestas pasadas de moda de Xie eran una forma de hacerlo. Tal vez fueran conscientes de su absurdo comportamiento, pero ¿qué otra cosa podían hacer? Si no podían ser Old Dicks, no eran nada.

Lo mismo le sucedía al inspector jefe Chen. Era consciente de que se estaba comportando de un modo absurdo, pero, si no actuaba como investigador, ¿qué otra cosa podía ser?

Su nueva identidad ofrecía otra ventaja: le permitía acercarse a Jiao con la excusa de su supuesto interés por las películas antiguas. Jiao no hablaba sobre su familia, pero allí no era ningún secreto que Shang era su abuela. Chen, cauto en todo momento, sólo había mostrado una curiosidad razonable. Jiao era amable con él, como lo era con muchas otras personas.

El inspector jefe congenió con varios invitados. Mantuvo una larga conversación con el señor Zhou a propósito de Zhang Ailing, una escritora descubierta en los años treinta y redescubierta en los noventa. El hecho de que Chen conociera tan bien sus novelas impresionó a Zhou.

– Bailé con ella en el club Puerta de la Alegría -afirmó Zhou con la mirada encendida tras sus gafas de montura dorada-. ¡Qué mujer! Bailaba como un poema, y esas palabras suyas, tan hermosas, también parecían bailar en cada página. Por desgracia, tendría que haberse quedado en la ciudad de Shanghai. Una flor de Shanghai no podía sobrevivir al viento y a las tormentas de Los Ángeles.

Chen respondió algo sin importancia mientras se preguntaba si la historia de Zhou era cierta, especialmente la parte sobre su baile con Zhang Ailing.

Yang, la muchacha a la que había conocido en su primera visita a la mansión, también parecía tenerle simpatía, y estaba empeñada en llevarlo a otro tipo de fiesta.

– No debería acudir únicamente a fiestas de los años treinta, tan pasadas de moda, señor Chen. Tiene que experimentar los noventa. Hace poco, Shanghai fue elegida por votación internacional como la ciudad más atractiva para los jóvenes. Este fin de semana hay una fiesta de pijamas…

– Tiene razón, Yang -la interrumpió Chen-, pero déjeme disfrutar de los años treinta un poco más, para mi proyecto literario.

– Otra vez con su proyecto. No lo entiendo, señor Chen.

Por su parte, Chen tampoco podía entender a las chicas que asistían a las clases de pintura. A algunas debía de parecerles muy moderno acudir a la célebre mansión, y asistir a las clases privadas de Xie podría ser una forma de mejorar su estatus social. La mayoría eran como Jiao, muchachas sin trabajo fijo ni ingresos conocidos. Pero Jiao se diferenciaba de las demás por su capacidad de trabajo: no sólo se quedaba después de las clases, sino que a veces también llegaba antes del inicio de la sesión. Pintaba en el estudio, en el salón y en el jardín. De vez en cuando también asistía a las fiestas, aunque no parecía demasiado interesada en bailar con hombres mayores.

Después de haber llamado varias veces al timbre sin éxito, Chen empezó a golpear la puerta con el puño. Finalmente, Xie acudió a abrirle.

– Lo siento, el timbre está muy viejo y no funciona bien, señor Chen -se disculpó Xie.

Como en anteriores ocasiones, Xie condujo a Chen directamente hasta el estudio donde impartía la clase. Chen vio a Jiao pintando junto a la ventana, vestida con un peto beis que le dejaba la espalda al aire. Llevaba las manos y los pies cubiertos de pintura, y el cabello recogido con un pañuelo azul pastel. Parecía absorta en su acuarela, y no se fijó en que Chen acababa de entrar en el estudio. Las otras alumnas también estaban muy concentradas con sus esbozos y sus cuadros al óleo. La cálida luz de la tarde entraba a raudales por el gran ventanal, pintando a su vez a todos los que se encontraban en la sala.

La clase era informal, casi íntima. Xie no impartía clases magistrales. Tampoco había modelos, aunque tal vez algunas de las alumnas se hubieran ofrecido a posar. Sentado en el mismo sofá raído del rincón, Chen creyó reconocer a una en un par de esbozos de desnudos que alguien había apoyado contra la pared.

El inspector jefe sabía muy poco de pintura, por lo que no podía juzgar la calidad de los cuadros. Sus conocimientos de poesía, sin embargo, le permitían hacer comentarios ocasionales sobre imágenes y símbolos sin delatarse. Al menos, nadie se quejó de su presencia en las clases de pintura.

Xie iba de una alumna a otra, pero aquella tarde parecía malhumorado y apenas decía nada. Todas pintaban en silencio. Al cabo de algunos minutos, Xie se sentó en una silla de plástico junto a la larga mesa y apoyó su mejilla derecha en el puño.

Yang dibujaba en un cuaderno junto a Jiao, atacando el papel en blanco con un carboncillo. De vez en cuando arrancaba una hoja de papel, para después arremeter contra una nueva página. De repente, tiró el carboncillo dando muestras de frustración y pateó el suelo de madera noble.

– Será mejor que no las moleste -le susurró Chen a Xie-. Permítame que me siente fuera.

– Saldré con usted -respondió Xie.

Ambos salieron al jardín. Era enorme, teniendo en cuenta que la mansión estaba ubicada en el centro de la ciudad, pero parecía bastante descuidado. El césped, sin segar, tenía zonas marrones y peladas por todas partes y nadie había podado los arbustos marchitos, que de tan negros parecían quemados. A su izquierda, un sendero serpenteante invadido por la maleza conducía hasta una pérgola cubierta de polvo, desierta desde hacía mucho tiempo. Al parecer, Xie no podía permitirse contratar a un jardinero. Debido a su edad y a su precario estado de salud, él ya no podía ocuparse del jardín.

El teniente Song no andaba muy equivocado, pensó Chen. Xie no había tenido ingresos regulares durante todos esos años, y ahora su situación económica era desesperada. Lo que obtenía con la venta de sus cuadros apenas bastaba para pagar las facturas de los suministros y el mantenimiento básico del edificio. Sólo el aire acondicionado, aunque nunca lo pusiera a muy baja temperatura, suponía una elevadísima factura de electricidad. Por no mencionar todas las bebidas y refrigerios que se servían en las fiestas. Los Old Dicks casi siempre llegaban con las manos vacías. De hecho, las otras habitaciones del edificio, según el señor Zhou, apenas tenían muebles, y, a excepción del dormitorio de la primera planta, nadie las usaba. La gente nunca veía lo que había más allá del salón. En cuanto al pago que recibía Xie de sus alumnas, podría considerarse simbólico en el mejor de los casos.

Había algo de lo que Chen estaba bastante seguro: la ex mu jer de Xie lo había dejado a causa de sus dificultades económicas, agravadas por su negativa a buscar un trabajo estable o a vender la vieja casa, o cualquier objeto que se encontrara en su interior. Los Old Dicks no tardaron en contárselo a Chen. Así que la hipótesis de que Xie actuara como agente de Jiao, planteada por el Departamento de Seguridad Interna, no parecía ahora tan infundada.

– Sentémonos aquí, bajo el peral -indicó Xie-. Era el lugar favorito de mi abuelo.

Xie y Chen se sentaron en sendas tumbonas de plástico. Medio recostado, Chen pensó en lo que Huan Daoji, un general de la dinastía oriental Jing, dijo al ver un gran árbol: «El árbol ha crecido así, pero ¿qué hay del hombre?».

A Chen le sorprendió ver una ardilla corretear por el césped, algo que no había visto nunca en ninguna otra zona de la ciudad. Influidos quizá por el aire de melancolía que envolvía el jardín, los dos hombres tardaron algunos minutos en empezar a hablar. Entonces Xie suspiró, tras cruzar y descruzar las piernas.

– ¿Le preocupa alguna cosa, señor Xie?

– Bueno, los de la inmobiliaria Viento del Este han venido de nuevo para hacerme una oferta por la casa. Quieren derribarla y construir un complejo residencial de lujo.

– No tiene por qué vendérsela -respondió Chen, acercando su silla a la de Xie-. En el mercado actual, su casa vale una auténtica fortuna.

– La oferta que me han hecho es ridícula. Y es lo máximo que piensan pagar, pero eso es irrelevante. No pienso vender. No soy nada sin la casa. Pero el comprador tiene contactos, con la «manera blanca» y la «manera negra».

Quizá no fuera la primera vez que le hacían una oferta por la casa; sin embargo, la posible implicación de esos contactos, es decir, los gángsteres de la Tríada y los funcionarios del Gobierno, respectivamente, resultaba más angustiante de lo que Xie podía soportar. Chen había oído muchas historias acerca de los poderosos promotores inmobiliarios.

– Un comprador así es capaz de cualquier cosa -concluyó Xie.

Su casa tiene valor histórico -comentó Chen pensativamente- y por eso debería conservarse. Oficialmente, quiero decir. De ese modo nadie podría arrebatársela con tanta facilidad, aunque tuviera contactos con la «manera blanca» y la «manera negra». Casualmente, yo conozco a alguien en el Gobierno municipal. Si le parece bien, puedo hacer un par de llamadas en su nombre.

– ¡Me admiran sus recursos! -exclamó Xie. Una sonrisa le iluminó el rostro-. Como le dije cuando nos conocimos, el señor Shen nunca me había recomendado tan encarecidamente a nadie. Lo llamé ayer y me explicó que usted no sólo está bien relacionado, sino que es un auténtico Menshang moderno, generoso y siempre dispuesto a ayudar a los demás. Apuesto a que también lo habrá ayudado a él.

– ¡Un Menshang moderno! ¡Vamos! No se tome demasiado en serio lo que le diga. Shen es un poeta imposible.

– No soy un hombre de mundo, ya sabe a qué me refiero, señor Chen. No sé cómo podré agradecérselo. Si puedo contribuir de alguna forma a su proyecto literario, dígamelo, por favor.

– No hace falta. Para mí es un auténtico placer asistir a sus fiestas y a sus clases, o sentarme en el jardín como hoy. No hay otro sitio como éste en toda la ciudad, y venir aquí me es muy útil para mi proyecto. Charlemos un poco más -propuso Chen, sonriendo-. Vengo de una familia normal y corriente. Mi padre era profesor. Para mí relacionarme con gente de buena familia es toda una experiencia. Con Jiao en particular. El primer día que vine aquí, alguien me dijo que Jiao pertenece a una familia célebre, pero ella no habla nunca sobre este asunto.

– Viene de una familia ilustre, sin duda. Shang era su abuela, como sabe, pero puede que Jiao no sepa nada más sobre ella.

– Me parece fascinante. ¿Cómo ha acabado estudiando pintura con usted?

– Mi obra suele despertar interés por la temática: las viejas mansiones. La mayoría ya han desaparecido, salvo en el recuerdo de alguien tan caduco como yo; sin embargo, parece que últimamente se han vuelto a poner de moda -explicó Xie con una sonrisa de disculpa-. Tal vez algunas alumnas vengan aquí para dárselas de modernas, pero c reo que Jiao se lo toma en serio.

– No soy crítico de arte, como ya sabe. Pese a ello, creo que las pinturas de Jiao tienen algo, algo característico que las hace únicas, aunque no sé cómo definirlo -dijo Chen, escogiendo las palabras con cuidado-. Aún es muy joven, y tiene mucho camino por delante. Estudia casi a tiempo completo aquí, ¿verdad? Debe de tener bastantes ahorros.

– Yo también lo creo, pero nunca se lo he preguntado.

– ¿Cree que sus padres le han dejado en herencia una gran fortuna? -inquirió Chen. Y luego añadió-: Sólo lo pregunto por curiosidad.

– No, no lo creo -respondió Xie, levantando la vista y mirándolo a los ojos-. Conociendo las circunstancias de la muerte de su madre, es imposible que ésta dejara nada en herencia a Jiao. Además, los Guardias Rojos se llevaron todos los objetos de valor que encontraron en la casa familiar.

– ¡Cómo sufrió toda la familia! Tanto su abuela como su madre.

– Sólo pensar en esos años resulta deprimente.

Era obvio que Xie se sentía incómodo con el rumbo que tomaba la conversación. Chen cambió de tema.

– La gente habla sobre los años treinta y los años noventa, como si el tiempo transcurrido entre ambos periodos se hubiera borrado igual que una mancha de café.

– Tiene toda la razón -respondió Xie echando una ojeada a su reloj-. Ah, ya es hora de acabar la clase. Tengo que volver a la casa.

– Por supuesto, señor Xie. Yo me quedaré en el jardín un rato más.

Chen se volvió ligeramente para ver bien la ventana del salón. No tardó en divisar la silueta de Xie dirigiéndose de una alumna a otra, hablando, señalando, gesticulando. El inspector jefe no podía oír nada desde el otro extremo del jardín.

Sacó el móvil y llamó al Viejo Cazador, pero no consiguió contactar con él. Entonces vio una llamada perdida de Yong desde Pekín. Decidió no devolverle la llamada. Sabía que Yong querría hablar de Ling.


Dijiste que vendrías, pero sólo en un sueño, y te fuiste sin dejar rastro,

como la luz de la luna que entraba por la ventana en la vigilia de la quinta

[noche.


El inspector jefe volvió a recordar los versos de Li Shangyin, su poeta favorito de la dinastía Tang. Después de traducir una recopilación de poemas de amor clásicos chinos, se había planteado hacer una selección de poemas de Li Shangyin, puesto que ya había traducido más de veinte. Chen pensaba que algún día tendría la oportunidad de recopilarlos. Había estudiado los poemas de Li que hablaban del amor que el poeta sentía por la mujer con la que se casó, la hija del primer ministro Tang. No era una forma impersonal de leer poesía y T.S. Eliot no hubiera aprobado este enfoque.

Chen se fijó en que algunas alumnas recogían sus cosas en el salón y empezaban a irse.

Sin embargo, le pareció que Jiao continuaba retocando su esbozo. Y había otra alumna, a la que Chen sólo vio fugazmente.

Al cabo de unos minutos Xie también abandonó el salón.

Chen permaneció sentado, como un escritor absorto en sus ensoñaciones. Jiao salió entonces al jardín, vestida aún con el pantalón de peto. Caminaba de puntillas entre la hierba alta, descalza, deslizándose como una bailarina de piernas largas y elegantes. La muchacha le dirigió una sonrisa radiante.

– Hola. ¿Lo está pasando bien en el jardín, señor Chen? -preguntó-. Xie tiene dolor de cabeza. Permítame hacerle compañía.

– Bueno, quería impregnarme de este ambiente. Para mi proyecto literario, ya sabe.

– El señor Xie me ha dicho que usted se ha ofrecido a ayudarlo. Es muy amable de su parte. Se lo agradecemos mucho -dijo Jiao, sentándose en el borde de la silla que hasta hacía poco ocupaba Xie.

A Chen no le sorprendió que Xie se lo hubiera contado, pero le intrigó que ella también se lo agradeciera.

– ¡Pero si no es nada!

– No es nada para usted, pero para él lo es todo.

Su conversación fue interrumpida por la llegada de Yang, otra de las alumnas de Xie.

– Ven conmigo mañana por la noche, Jiao -le dijo la joven-. ¿Cómo puede una chica como tú pasar tanto tiempo en un lugar tan decrépito como éste? El mundo exterior es joven y apasionante. Tienen cine en casa, y una máquina de karaoke mejor que la del Money Cabinet.

Money Cabinet era el nombre del club de karaoke más famoso de Shanghai. Yang probablemente se refería a una fiesta en casa de algún nuevo rico, mejor equipada incluso que el club.

– Las fiestas modernas no me entusiasman -replicó Jiao.

– Aquí no se celebra ninguna fiesta mañana por la noche. Si no estás a gusto en la otra, puedes irte cuando quieras. ¿Por qué no vienes?

– Lo pensaré, Yang.

– ¿Y usted, señor Chen? -preguntó Yang, frunciendo los labios en un mohín provocador.

– Bailo muy mal. La última vez, Jiao tuvo que enseñarme todos los pasos.

– Entonces, no sólo eres responsable de ti misma, Jiao. Tienes que traer al señor Chen -afirmó Yang, antes de alejarse correteando por el césped-. Adiós, Jiao. Adiós, señor Chen.

Había sido una interrupción interesante, porque planteó una pregunta que él también se había hecho acerca de Jiao. Para los Old Dicks, la mansión simbolizaba sus sueños juveniles, por lo que sus frecuentes visitas tenían sentido, no disponían de otro lugar al que acudir. Pero, sin duda, ése no era el caso de Jiao.

– Yang siempre dice cosas así -explicó Jiao. Estaba sentada con las piernas recogidas y se abrazaba las rodillas contra el pecho-. Es una mariposa que va revoloteando de una fiesta a otra. Las fiestas pueden ser agotadoras, ¿sabe?

Quizás aquellas otras fiestas estuvieran llenas de gente moderna y fueran más salvajes y más largas, como en las películas que pasaban por televisión. Chen no lo sabía.

Al inspector jefe se le ocurrió otra pregunta, pero prefirió no hacerla. ¿A qué se dedicaba Yang? Siempre pululando de fiesta en fiesta, vestida con ropa elegante. Era sin duda una «chica cara». Chen había visto un par de veces la limusina que solía esperarla frente a la mansión.

Pero lo que hicieran las otras chicas que acudían a la mansión Xie no era asunto suyo.

– Siempre pululando de fiesta en fiesta -repitió Chen en voz alta-. ¿Qué sentido tiene?

– Bueno, depende de su perspectiva. ¿Cuál es la perspectiva de una mariposa? -preguntó Jiao, mientras una sonrisa reflexiva asomaba a sus labios-. Por ejemplo, quizá se ha fijado en el brasero de latón que hay junto a la chimenea del salón. La abuela Zhong lo usaba de cubo de la basura en el barrio antiguo. Pero aquí se ha convertido en una preciada antigüedad que simboliza las costumbres de la vieja Shanghai, cuando las damas ricas lo usaban para calentarse los pies en invierno.

Ésta era la primera vez que Jiao mencionaba a la abuela Zhong. ¿Y dónde estaba el barrio antiguo? Jiao creció en un orfanato. Puede que se refiriera al barrio de algún pariente. Alguien de la generación de Shang. Chen no consiguió recordar a nadie con ese nombre en Nubes y lluvia en Shanghai. Debería buscarlo de nuevo en el libro.

– Lo que dice tiene mucho sentido, Jiao. Entonces, ¿piensa dedicarse a la pintura?

– No sé si tengo suficiente talento. Me gustaría averiguarlo, por eso asisto a las clases del señor Xie.

– Puede que Xie sea muy conocido en su círculo, pero no tiene formación académica. Por curiosidad, ¿por qué asiste a sus clases?

– Usted estudió en la universidad, pero no todo el mundo ha tenido tanta suerte, señor Chen. Yo empecé a trabajar cuando era muy joven. Para mí, encontrar a un profesor como Xie fue un golpe de suerte increíble.

– Es una decisión inusual para una chica como usted.

– Aquí no sólo aprendo a pintar. El señor Xie no es ningún advenedizo, y su obra capta muy bien el espíritu de los tiempos.

Chen no entendió a qué se refería Jiao con «el espíritu de los tiempos», pero prefirió esperar en lugar de pedirle que se lo aclarara.

– La verdad es que lo capta todo -siguió diciendo Jiao con expresión pensativa- en ese marco suyo tan característico. Un marco que da perspectiva al cuadro.

Sorprendentemente, este comentario le recordó a Chen otro similar que había hecho su padre, quien veía el confucianismo como un marco que hacía aceptable el sistema ético imperante. Quizá lo mismo podía decirse del maoísmo, aunque, en realidad, no era un marco eficaz. Ni siquiera para el propio Mao, cuya doble vida tal vez se debió al fracaso de su teoría política.

– Es muy perspicaz -dijo Chen, interrumpiendo sus divagaciones.

– No es más que mi forma de ver los cuadros de Xie, tan influidos por sus aspiraciones y sus dificultades a lo largo de estos años.

Chen se asombró al oír esta respuesta. Puede que la amabilidad de Jiao para con Xie no se debiera a que éste la estaba ayudando a vender el «material de Mao», como sospechaba Seguridad Interna, sino a su sincera apreciación por la obra de su profesor.

– Según T.S. Eliot, es preciso separar al artista de su arte. Un poema no tiene por qué decirnos nada sobre un poeta, ni un cuadro…

El móvil lo interrumpió antes de que pudiera reconducir la conversación hacia la pregunta que quería hacer. Jiao se levantó sin hacer ruido, indicándole con el dedo que se dirigía a un rincón del jardín donde diera menos el sol.

Era Wang, el presidente de la Asociación de Escritores de Pekín. Wang le dijo que Diao, el autor de Nubes y lluvia en Shanghai, había asistido a un congreso literario en Qinghai, pero al final del encuentro había partido en otra dirección en lugar de regresar a Shanghai. A petición de Chen, Wang prometió que intentaría descubrir el paradero de Diao.

Tras cerrar el móvil, Chen recorrió el jardín con la mirada hasta localizar a Jiao. Estaba sentada en cuclillas en un rincón, arrancando hierbajos y ramitas con las manos, con el pantalón de peto embadurnado de pintura y los pies descalzos salpicados de tierra. Parecía una jardinera muy trabajadora. O una habitante de la mansión ocupándose de su jardín.

La imagen le pareció conmovedora: la silueta de una muchacha en flor, con los hombros resplandecientes bajo el sol de la tarde, recortada contra las ruinas de un viejo jardín, el cielo salpicado de nubes dispersas como veleros, el olor de la hierba que se extendía con la brisa…

Jiao era vivaz e inteligente, pese a su escasa formación académica. Chen deseó conocerla mejor, mientras observaba cómo se curvaba su esbelta espalda cada vez que se inclinaba para arrancar las malas hierbas. Pero éste era un caso sobre Mao, volvió a decirse a sí mismo, y sólo le quedaba alrededor de una semana, el plazo impuesto por Seguridad Interna. Tenía que encontrar otra forma de «acercarse a ella», por emplear el término del ministro Huang.

Chen se levantó y se dirigió hacia donde estaba Jiao, agachándose después a su lado para ayudarla en lo que hacía. La muchacha tenía a sus pies un montón de hierbajos arrancados de raíz.

– Disculpa la interrupción. Estaba disfrutando con nuestra charla.

– Yo también.

– ¿Esta noche no se celebra ninguna fiesta, Jiao?

– No.

– Me encantaría quedarme un rato más -dijo Chen mirándose el reloj-, pero debo encargarme de unos asuntos urgentes. Aunque no me llevarán mucho tiempo. Si no tiene nada que hacer esta noche, ¿qué le parece si continuamos nuestra conversación durante la cena?

– Bueno, estaría muy bien, pero…

– Hecho, entonces -contestó Chen, mirándola fijamente por un momento-. No muy lejos de aquí hay un restaurante. Antes había sido la residencia de la señora Chiang.

– Ya veo que le atrae todo lo relacionado con el pasado. Me han dicho que la comida no es ninguna maravilla y que es un restaurante bastante caro. Aun así, mucha gente quiere comer allí.

– Les gusta imaginarse que son el presidente Chiang Kai-shek o la señora Chiang, al menos durante una hora, frente a una copa de vino espumoso. Hacerse ilusiones no puede ser demasiado caro.

– ¡Qué horror!

– ¿Por qué lo dice, Jiao?

– Esas personas, ¿es que no pueden ser ellas mismas?

– Según los escritos sagrados budistas, todo son apariencias, incluido el propio yo -dijo Chen, levantándose-. El restaurante está muy cerca, puede ir andando. La veré allí esta noche.

Mientras salía del jardín con paso decidido, Chen vio a un hombre de mediana edad que merodeaba frente al pequeño café, mirando furtivamente hacia el otro lado de la calle. Tal vez era un agente de Seguridad Interna, pensó Chen, aunque nunca lo había visto. De ser así, el agente sería testigo de su cena a la luz de las velas junto a Jiao e informaría de que el romántico inspector jefe estaba «acercándose» a la sospechosa.

Al fin y al cabo, era como decían dos versos de Sueño en el pabellón rojo:


Cuando lo ficticio es real, lo real es ficticio.

Donde no hay nada, está todo.


Jiao veía en las pinturas de Xie algo que no sólo resultaba invisible para los demás, sino que estaba estrechamente relacionado con la vida de Xie. Chen pensó en el libro que Ling le había enviado. En la obra los críticos afirmaban haber descubierto indicios de la crisis personal de Eliot en el manuscrito de La tierra baldía: su futuro como poeta parecía incierto, su matrimonio estaba a punto de fracasar, y su esposa era una neurótica insufrible. Según los críticos, las alusiones al agua que aparecían en el poema simbolizaban todo aquello de lo que carecía el poeta en su vida, tanto desde una perspectiva física como metafísica.

A Chen le volvió una idea a la mente a la que ya le había dado vueltas la noche en que le asignaron el caso Mao. Aquella noche, en plena confusión de pensamientos, vio la conexión entre la vida de Li Shangyin y su poesía. Por eso había garabateado la palabra «poesía» en la caja de cerillas antes de dormirse. A la mañana siguiente, sin embargo, ya había olvidado qué relación podía tener aquella palabra con el caso Mao.

Se refería a la posibilidad de aprender algo a través de la poesía de Mao.

No sólo como crítico, sino también como policía. Pese a todos los mensajes revolucionarios que aparecían en los poemas de Mao, algunos de los versos sin duda provendrían, de manera consciente o subconsciente, de su experiencia y de sus impulsos personales, hasta entonces nunca revelados y desconocidos para la gente. Si el Viejo Cazador consiguió extraer detalles personales del poema que Mao le escribió a Kaihui, Chen debería ser capaz de descubrir nuevos datos, dada su formación como crítico literario.

En realidad, sí que tenía algunos asuntos urgentes de los que encargarse, como le había dicho a Jiao, antes de reunirse con ella para ir a cenar. Chen torció por una bocacalle y tomó un atajo hasta la estación del metro. Allí, en una librería no demasiado grande, emplazada en el centro comercial subterráneo, el inspector jefe buscaría todos los libros que versaran sobre los poemas de Mao, como un maoísta devoto.

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