Eran ya casi las cinco de la tarde cuando el inspector jefe llegó al complejo de viviendas de Jiao.
Chen se sentó en el asiento trasero del coche sin molestarse en bajar la ventanilla para hablar con el guarda de seguridad. Por experiencia propia, sabía que los guardas amedrentaban a cualquier persona de aspecto corriente que se detuviera frente a la entrada de un complejo residencial, pero al ver un Mercedes flamante, inclinarían la cabeza y abrirían la verja de par en par.
Tal y como Chen había previsto, un guarda de seguridad entrado en años permitió el paso al coche sin hacer preguntas.
– Aparque al final del módulo de viviendas -ordenó Chen al conductor. Era un módulo de pisos caros, con coches de lujo aparcados aquí y allá. Quizás el guarda lo había tomado por uno de los nuevos residentes-. Si no vuelvo en quince minutos, puede irse.
El conductor, al que Gu debía de haberle indicado que cumpliera las órdenes de Chen a rajatabla, asintió con la cabeza enérgicamente, como un robot.
El inspector jefe bajó del coche y se dirigió al edificio de Jiao caminando tranquilamente, como si fuera un residente más.
Chen entró en el edificio, cuya puerta estaba abierta, y subió en ascensor hasta el sexto piso, una planta más arriba de la de Jiao. Tras asegurarse de que no hubiera nadie en el pasillo, se puso un sombrero y unas gafas de sol que había comprado en el parque y se dirigió a las escaleras. No sabía dónde habría instalado Seguridad Interna su cámara de vídeo; quizás estuviera oculta en el rellano, pero con ese atuendo no lo reconocerían tan fácilmente. Y lo más probable es que no observaran las imágenes durante las veinticuatro horas del día. Sucediera lo que sucediera al día siguiente, no quería preocuparse de eso en ese momento.
Al llegar frente a la puerta de Jiao, Chen se agachó fingiendo atarse el cordón del zapato de espaldas a las escaleras. Tapó de ese modo el felpudo, bajo el que buscó a tientas hasta encontrar la llave.
En sus años universitarios, Chen había leído un relato de Sherlock Holmes en el que el detective entraba en la habitación de un delincuente con la ayuda de una criada que trabajaba allí. Si Holmes creía que el fin justificaba los medios, ¿por qué no iba a pensar lo mismo el inspector jefe Chen?
Ya no se trataba únicamente de proteger la imagen de Mao, fuera cual fuese el material sobre el presidente. Chen quería realizar un último esfuerzo para no acabar como el Viejo Cazador, que vivía atormentado por lo que debió haber hecho y no hizo.
Sin embargo, Chen no empezó registrando el piso como un policía, no tenía sentido dejarlo todo patas arriba. Seguridad Interna ya habría efectuado un registro concienzudo -no le cabía la menor duda sobre quién estaba detrás del misterioso robo-, y Chen era consciente de que él no iba a tener más suerte. Tampoco disponía del tiempo suficiente, por lo que trató de centrarse en la lista de objetos «inusuales» que Peiqin le había enviado por fax.
El hecho de que la sala de estar pareciera un estudio no lo sorprendió. Jiao era una chica muy trabajadora, y podía usar la estancia como mejor le conviniera. El primer objeto que llamó su atención fue el largo pergamino caligrafiado que colgaba de la pared. Chen reconoció el poema escrito en el pergamino. Se trataba de «Una concubina imperial espera por la noche», del poeta de la dinastía Tang Li Bai.
Mientras espera, encuentra sus medias de seda
empapadas de las gotas de rocío
que relucen sobre las escaleras de mármol del palacio.
Finalmente, se dispone
a cerrar la cortina tejida en cristal
y entonces dirige otra mirada
a la fascinante luna de otoño.
Chen estaba confundido. Diao le había hablado acerca de un pergamino con un poema clásico chino que colgaba en la habitación de Shang. No de Li Bai, sino de otro poeta, aunque ambos poemas se referían al personaje de una concubina imperial abandonada. Lo que le había contado Diao no era ningún secreto, y, siendo nieta de Shang, Jiao podría haber oído o leído versiones similares. Sin embargo, su decisión de colgar el pergamino precisamente allí constituía otro misterio. El poema habría tenido sentido para Shang, pero no para una chica joven como Jiao.
Cerca del pergamino, Chen vio varios cuadros, acabados y por acabar, apoyados contra la pared. Entre ellos encontró el dibujo de la bruja voladora. Era posiblemente un esbozo, con algunos detalles que Xie no había mencionado. La bruja sobrevolaba la Ciudad Prohibida montada en una escoba de mango corto. Bajo el dibujo, Jiao había escrito dos frases: «Hay que barrer todos los bichos, / ¡soy invencible!». Chen las reconoció como frases de Mao. ¿Se suponía que el cuadro era una parodia?
Al entrar en el dormitorio se fijó en la gran cama, que tenía una tercera parte de su superficie cubierta de libros. Le recordó al dormitorio de Mao. ¿Era una imitación premeditada? El inspector jefe tocó la cama. Como cabía esperar, una tabla de madera hacía las veces de colchón.
A continuación abrió la puerta del baño. Los dos asientos del retrete -un asiento corriente en el que sentarse, y otro más bajo, en forma de palangana, para acuclillarse sobre él- confirmaron su sospecha. Era un hábito que había acompañado a Mao desde su época de campesino en la provincia de Hunan, pero Jiao era una muchacha nacida y criada en Shanghai. Pese a que el orfanato no era un sitio lujoso, resultaba impensable que Jiao hubiera adquirido una costumbre así en la ciudad. Además, habría sido muy caro diseñar un cuarto de baño como ése.
Y Jiao no había viajado a Pekín, no antes de mudarse a esta vivienda. ¿De dónde pudo haber sacado las ideas, y cómo se le ocurrió incorporarlas después a la decoración de su piso?
Chen volvió a sacar la lista de Peiqin. El siguiente punto se refería al tipo de libros que encontró en el estudio. Pero lo que había desconcertado a Peiqin no desconcertó a Chen, gracias de nuevo a su visita a la antigua casa de Mao. Ni siquiera tuvo que revisar todos los libros; tras echar una mirada rápida a un par de títulos se convenció de que eran similares a los que había visto en el despacho de Mao.
El inspector jefe volvió al dormitorio. De pie junto a la ventana, en un intento por dejar la mente en blanco, cerró los ojos y respiró hondo.
Cuando volvió a abrir los ojos, dejó que su mirada recorriera toda la habitación sin hacer ningún esfuerzo, como si aún meditara. Y su mirada se posó en la urna cineraria lacada en negro que reposaba sobre la mesita de noche.
Peiqin no la había incluido en su lista. No era un objeto que la gente acostumbrara a tener en su dormitorio, aunque no parecía impensable que una buena hija conservara allí la urna con las cenizas de su madre. Pero ¿cómo había acabado la urna en manos de Jiao? Cuando Qian murió, Jiao tenía apenas dos años.
Según una antigua costumbre, recordó Chen, la gente solía meter la ropa y los sombreros de un muerto en el ataúd cuando faltaba el cadáver. Chen se preguntó si Jiao habría hecho algo parecido, pero era imposible que la ropa o los sombreros de Qian cupieran en una urna tan pequeña.
¿Podía haber escondido Jiao alguna otra cosa en la urna?
Molestar a los muertos abriendo un ataúd o una urna cineraria se consideraba extremadamente funesto y sacrílego, pero Chen sucumbió a la tentación. Al destaparla, sólo encontró en su interior una fotografía de Shang, amarillenta por el paso del tiempo. La actriz, envuelta en un albornoz blanco que revelaba su níveo escote, posaba descalza junto a una cristalera.
Chen quedó horrorizado al verla. Se entendía que alguien conservara una fotografía en una urna cineraria, pero nadie habría querido guardar una imagen así de su abuela. El inspector jefe levantó la vista como hechizado y observó otra fotografía que colgaba sobre la cabecera de la cama. En ella se veía al presidente Mao enfundado en su albornoz, agitando las manos.
Chen se estremeció al percatarse de la inquietante similitud entre ambas imágenes.
Jiao parecía tener una fijación con Mao, pero debería haberse mostrado más crítica: Mao fue el responsable de la tragedia de Shang, y también de la de Qian, aunque no directamente. La reacción más lógica hubiera sido el odio. No obstante, en lugar de odiarlo, Jiao estaba obsesionada con Mao, particularmente con la fantasía de la relación sexual entre Shang y Mao.
Sin embargo, lo que había descubierto en el piso de Jiao no le servía de mucho. En todo caso, parecía justificar las sospechas de Seguridad Interna: Jiao debía de estar involucrada en algún asunto secreto.
El inspector jefe volvió a mirar el reloj. Eran casi las seis y media. Aún faltaba más de una hora para que volviera Jiao. Decidió quedarse en el piso y registrar los dos vestidores del dormitorio, uno grande y otro más pequeño. Peiqin había mencionado algo acerca de los vestidores en su lista.
Chen abrió la puerta del vestidor grande y vio una impresionante colección de prendas de diseño en su interior. Algunos de los conjuntos aún estaban envueltos en plástico. De uno de ellos sobresalía un recibo, con fecha de unos seis meses atrás. La prenda era un costoso vestido mandarín. Gracias a lo que había aprendido en un caso reciente, el inspector jefe observó que el vestido estaba confeccionado según la tendencia de los años treinta o cuarenta. Había otros vestidos que, pese a variar en algunos detalles, también eran del mismo estilo.
Chen no recordaba que Jiao tuviera debilidad por los vestidos antiguos. En la Mansión Xie acostumbraba a vestir ropa informal: vaqueros, blusas, pantalones de peto, camisetas. Excepto la última vez que la encontró allí, cuando llevaba un delantal encima de su vestido mandarín rosa y blanco.
Chen se preguntó si todas esas prendas sofisticadas eran similares a las que vestía Shang, y si Jiao, cuando estaba en su casa, se convertía en un reflejo de Shang. Pero ¿por qué habría comprado tantos vestidos si luego no se los ponía?
Tal vez se los hubiera comprado otra persona, le gustaran o no a Jiao.
Chen se sobresaltó al oír el sonido estridente de su móvil, cuyo eco retumbó en el interior del vestidor. Era Yong, desde Pekín. Chen desconectó el teléfono. No sabía qué decirle, y no tenía tiempo para hablar con ella.
A continuación centró su atención en el vestidor pequeño, en el que Jiao almacenaba material de pintura. En la parte interior de la puerta había fijado una nota: «No toque lo que hay en el vestidor». Dirigida a la asistenta, presumiblemente. Había tubos de pintura, pinceles, bastidores, paletas, caballetes, aceiteras y otros materiales cuyos nombres desconocía Chen. También encontró un albornoz manchado de pintura que en otros tiempos debió de ser blanco. Vio varias piezas por terminar recostadas contra la pared. Al parecer, si Jiao se despertaba por la noche a veces se ponía a pintar en el dormitorio. Ésa era la finalidad del vestidor pequeño.
Chen desconocía la forma en que trabajaban en casa los pintores. Como poeta que era, a veces se despertaba durante la noche entusiasmado con las posibilidades de algún poema magnífico, pero generalmente le daba demasiada pereza levantarse. Así que volvía a dormirse, dejando que sus fantasías nocturnas se confundieran con la oscuridad. Muy de vez en cuando había garabateado algunas palabras en cualquier trozo de papel que tuviera a mano, pero a la mañana siguiente apenas podía entender lo que había escrito.
La inspiración debía de llegarle a Jiao por la noche, y, como era más diligente que él, tal vez intentara capturar las ideas fugaces en su dormitorio. Pintar no era lo mismo que escribir. Jiao tenía que salir de la cama, sacar los materiales, trabajar durante horas y después limpiarlo todo. Un comportamiento «inusual», en palabras de Peiqin, pero eso no era asunto suyo. Jiao, una artista excéntrica, podía vivir y trabajar como mejor le pareciera.
Aunque empezaba a dudar de si había sido buena idea entrar en el piso, Chen decidió quedarse un rato más para seguir rebuscando en el vestidor.
Entonces posó la vista en un estuche para pergaminos; parecía como si alguien lo hubiera tirado en ahí dentro sin demasiados miramientos. Le llamó la atención porque nunca había visto a Jiao pintar pergaminos al estilo tradicional chino. En las clases de Xie sólo pintaba óleos y acuarelas. Chen abrió el estuche y sacó el papel que estaba encima de todo. Resultó ser un certificado de autenticidad, donde se constataba que el pergamino había costado más de dos millones de yuanes, una cifra astronómica. La valoración se había realizado tres días atrás. ¿Cómo había dejado Jiao algo tan valioso en el vestidor después del reciente robo en su piso? Chen sacó el pergamino, en el que el propio Mao había caligrafiado a pincel uno de sus poemas, «Oda a la flor de ciruelo». En la esquina superior derecha había una dedicatoria: «Para Fénix, como respuesta a la suya».
Chen supuso que Jiao había comprado el pergamino debido a su asociación con Shang. O, para ser exactos, debido a su asociación con la relación que Shang mantuvo con Mao, ya que «Fénix» era el apodo de Shang. Tal vez Jiao hubiera heredado el pergamino, pero Chen no sabía quién se lo podía haber dejado.
¿Era éste el material de Mao que tanto preocupaba al Gobierno de Pekín?
Sin embargo, la dedicatoria de un pergamino no tenía por qué significar nada. Tradicionalmente, los calígrafos dedicaban su trabajo a alguien. El pergamino podría conducir a especulaciones inacabables, pero no a un desastre de tal magnitud como para que cundiera el pánico en el Gobierno de Pekín. Al fin y al cabo, un apodo no era una prueba concluyente.
Al volver a depositar el estuche en el rincón, Chen vio una escoba en el suelo del vestidor. La escoba tenía la cabeza de bonote, un material suave indicado para suelos de madera noble. Después de pintar, tal vez Jiao limpiara el suelo con esa escoba.
Mientras cerraba la puerta del vestidor, Chen sintió que la cabeza le iba a estallar. Pero era hora de irse, y se dirigió a la puerta del piso. Al ver de nuevo el cuadro surrealista en el salón, se le ocurrió que tal vez Jiao había usado la escoba para copiarla en el cuadro…
El ruido de pasos en el pasillo exterior interrumpió sus razonamientos. Los pasos parecieron detenerse frente a la puerta. Chen se quedó paralizado al oír el tintineo de un llavero.