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El tren llegó por fin a la estación de ferrocarriles de Shanghai.

La nueva estación era más grande y moderna que la anterior. Constituía otro intento de mejorar la imagen de la «ciudad metropolitana más atractiva a escala internacional», como afirmaban los periódicos de Shanghai.

Chen se apeó del tren detrás de la pareja, que posiblemente pisaba el suelo de Shanghai por primera vez. Los recién casados se abrazaron y se besaron antes de mezclarse con la multitud, ajenos al bullicio que los rodeaba. La chica bajó detrás de él, y se despidió antes de desaparecer en otra dirección.

Chen se quedó esperando de pie en el andén, junto a la puerta del tren. Al cabo de cinco o seis minutos vio a un hombre de mediana edad que se dirigía hacia él a toda prisa, levantando las manos tras reconocerlo. Tal vez hubiera visto a Chen antes, en persona o en fotografía. Era un hombre de complexión mediana, pero tenía la mandíbula cuadrada y la espalda ancha, y parecía propenso a engordar.

– ¿Camarada inspector jefe Chen?

Era Liu, el agente que sustituía a Song al frente de la brigada especial de Seguridad Interna.

Salieron hasta el abarrotado vestíbulo de la estación, donde, en medio de las escaleras mecánicas que subían y bajaban, Chen vio de nuevo a la chica, estudiando un panel de información electrónica.

– ¿La conoce? -preguntó Liu.

– No -respondió Chen, bajando por la escalera mecánica detrás de Liu.

Llegaron a una plaza igualmente abarrotada, con gente que hacía cola en las taquillas, vendedores ambulantes que exhibían sus productos y revendedores que gritaban con entradas en la mano. Los restaurantes y cafés cercanos parecían ruidosos y estrechos. Les sería imposible encontrar un lugar tranquilo donde hablar.

Liu condujo a Chen hasta un aparcamiento escondido detrás de la torre de la estación, en el otro extremo de la plaza. El agente de Seguridad Interna apretó el botón de un mando a distancia y abrió las puertas de un Lexus plateado que estaba allí aparcado. Nada más entrar en el coche, Liu encendió el motor y puso en marcha el aire acondicionado antes de entregarle a Chen un expediente sobre el asesinato de Song, todo ello sin mediar palabra.

Chen se puso a leer de inmediato. Comprendía el silencio acusador de Liu. Sin lugar a dudas, Song había sido asesinado a causa de la investigación que llevaba a cabo junto con Chen, hasta que el inspector jefe se tomó unas vacaciones no anunciadas, y hasta ahora sin explicación.

No fue casualidad que hubieran atacado a Chen y a Song en circunstancias similares, aunque Chen había tenido más suerte.

Chen encendió un cigarrillo y agitó la mano sobre el documento, sin poder evitar sentirse responsable, al menos en parte, de la muerte de Song. Los recuerdos fragmentados de su desagradable colaboración ascendieron en espiral con el humo. Si le hubiera permitido a Song hacer las cosas a su manera, quizás el final habría sido otro; si hubiera informado a Song de que había sido atacado, Song habría actuado con más cautela; de haberse quedado en Shanghai, tal vez él hubiera sido el objetivo de los asesinos.

Pese al aire acondicionado del coche, el inspector jefe comenzó a sudar profusamente. Liu permaneció en silencio mientras aspiraba con fuerza su cigarrillo, el tercero. Chen se secó la frente con la mano, como un topo obligado a salir de su madriguera llena de humo.

El expediente no reunía demasiada información. Song había adoptado un enfoque distinto al de Chen. Sin embargo, tenía que haber alguna conexión oculta entre ambas investigaciones, algo que no supieran ni Song ni Chen, pero sí el asesino. Chen no encontró ningún dato útil.

¿Quién se había sentido tan desesperado como para asesinar a Song y así poner fin a la investigación? Las pesquisas se habían centrado en Jiao y en Xie, y, después del asesinato de Yang, sobre todo en Xie.

– Tenemos que hacerles confesar -dijo Liu tras fumarse el tercer cigarrillo-. Intentamos ponernos en contacto con usted, pero nadie sabía dónde localizarlo.

– Quiere decir… -Chen no acabó la frase. Adivinaba qué pretendía Liu, pero no estaba en situación de oponerse. Ni de dar una explicación satisfactoria sobre sus «vacaciones». En lugar de ello preguntó pausadamente, cerrando la carpeta-: ¿Podría darme más detalles sobre lo que hizo Song estos últimos días?

– Sí, lo recuerdo bien -respondió Liu de inmediato-. Mientras usted estaba de vacaciones, Song no dejó de trabajar. Visitó la casa de Xie, y habló con él y con Jiao; interrogó a varias personas que conocían a Yang; se reunió con Hua, el director de la empresa en la que trabajaba Jiao, y con la vieja criada de Shang; y revisó la lista de llamadas de Jiao…

– Sí, no dejó piedra sin remover -comentó Chen. Algunas de esas piedras también había intentado removerlas él, con la ayuda del Viejo Cazador y del subinspector Yu. No le sorprendió demasiado que Song también se hubiera puesto en contacto con la criada de Shang-. ¿Hubo algo o alguien que le pareciera sospechoso?

– No. Pero nuestra red se iba cerrando. Alguien atacó, presa de la desesperación.

Ese «alguien» se refería a Xie, a Chen no le cabía ninguna duda al respecto.

– ¿Pueden facilitarme un informe médico sobre la muerte de Song?

– Se lo entregarán hoy; aunque el asesinato tuvo lugar a plena luz del día y no creo que el informe le sirva de mucho.

– Permítame revisar todo el material una vez más, y después escribiré un informe para Pekín. No deberíamos esperar demasiado, pero tampoco creo que debamos precipitarnos.

– ¿Cuánto tiempo más debemos esperar, inspector jefe Chen?

Los asesinatos habían supuesto un duro golpe para Seguridad Interna. Mientras la mansión Xie estaba sometida a estrecha vigilancia, descubrieron en el jardín el cadáver de una muchacha; y luego Song, el agente que estaba al frente de la investigación, apareció muerto en una bocacalle cercana. Tal vez los agentes de Seguridad Interna se creyeran superiores a la policía, pero cuando un camarada cayó mientras cumplía con su deber, se enfurecieron como habría hecho cualquier policía, y ahora clamaban venganza. Ya no podían seguir esperando.

– Cuando me llamó desde el tren -siguió diciendo Liu sin que Chen le hubiera respondido- investigábamos a un nuevo objetivo.

– ¿Un nuevo objetivo?

Al parecer, uno de los compañeros de Liu había visto a Jiao reunirse con Peng. No tardaron en detenerlo y en obtener de él una confesión completa; eso reforzó su determinación de adoptar «medidas contundentes».

– Aquí tiene una grabación del interrogatorio -dijo Liu, entregándole a Chen una casete-. No ha habido tiempo de hacer una transcripción.

Chen introdujo la cinta en el radiocasete del coche. Durante el interrogatorio, Liu y sus colegas parecían sugerirle las respuestas a Peng, aunque tal vez el propio Peng se creyera lo que decía.

Lo que contaba Peng era similar a lo que le había explicado a Yu: Jiao conservaba ahora la valiosa antigüedad que Shang había obtenido gracias a su relación con Mao, aunque Peng tuvo la cautela de no mencionar el nombre del presidente. Tampoco dijo nada sobre Yu, lo que indicaba que Peng debió de seguir chantajeando a Jiao.

– Es muy injusto -concluyó Peng con voz quejumbrosa-. Jiao se quedó con todas las cosas de Shang, las cosas de la Ciudad Prohibida. Yo debería haber recibido mi parte…

El testimonio de Peng bastaba, sin embargo, para causarle problemas a Jiao. «Vender tesoros estatales» era un grave delito. Seguridad Interna no necesitaba otra excusa para actuar.

– Gracias al testimonio de Peng, esperamos que en Pekín nos concedan una orden de registro -afirmó Liu-. Creemos que, sea lo que sea lo que buscamos, se encuentra en casa de Xie. Tal vez asesinaran a Yang porque vio algo allí. Quizá también Song descubrió algo.

El propio Chen había acabado por creer que Jiao ocultaba algún objeto, aunque no parecía probable que se tratara del «tesoro del palacio», como lo llamaba Peng. Con todo, Chen no tenía armas para frenar a los agentes de Seguridad Interna.

Xie se derrumbaría si lo presionaban. Pero ¿cooperaría Jiao? De no hacerlo, ¿le sucedería a Jiao lo mismo que le había sucedido a Shang? Con tal de lograr su objetivo, Seguridad Interna no se detendría ante nada. Sin embargo, el inspector jefe sabía que no tenía sentido pedirle más tiempo a Liu.

– ¿Cuándo cree que obtendrá la orden de registro? -inquirió Chen.

– Vamos a informar a Pekín esta misma mañana.

– Cuando la obtenga, hágamelo saber.

– No tiene por qué preocuparse, inspector jefe Chen -respondió Liu, mirando el reloj-. Debo volver cuanto antes al despacho.

Con estas palabras Liu dio por zanjada la conversación. Seguridad Interna seguiría adelante con sus planes, por más que Chen se opusiera a ellos. Liu ni siquiera se ofreció a llevarlo a su casa.

– Yo también tengo que hacer algunas llamadas. -Chen abrió la puerta y salió del coche-. Ya sabe mi número.

– Lo llamaré.

Mientras salía del aparcamiento, Liu bajó la ventanilla por primera vez y observó cómo Chen desaparecía en otra dirección.

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