17

Para su estupefacción, Chen se encontró sentado junto a Yong en una limusina negra que circulaba por la antes familiar avenida Chang en la creciente oscuridad.

No esperaba un recibimiento tan lujoso a su llegada a Pekín.

En el expreso Shanghai-Pekín había decidido que, en lugar de contratar los servicios de una agencia de viajes y tener que dar su apellido, llamaría a Yong para pedirle que le reservara habitación en un hotel y que le comprara un móvil con tarjeta de prepago, para usarlo mientras estuviera en Pekín. Chen conocía a algunos agentes del Departamento de Policía de Pekín, pero decidió no ponerse en contacto con ellos.

Tampoco pensaba decirles que se había ido de «vacaciones» a Pekín.

Llamar a Yong tenía una desventaja: no quería hacerle concebir falsas esperanzas respecto al propósito de su viaje. Por otra parte, Yong podría hablarle de Ling. Había preguntas que quizá no podría hacerle a su antigua novia.

Yong no tardó en devolverle la llamada para informarle de que se había encargado de todo y que lo recogería en la estación.

Por lo que Chen sabía, Yong era una bibliotecaria normal y corriente que iba en una vieja bicicleta a su trabajo, lloviera o tronara.

Aún le resultó más sorprendente que Yong no empezara a hablar de inmediato sobre Ling, tal y como él había previsto. Yong, una mujer esbelta de casi cuarenta años, con el pelo corlo, tez algo osuna y rasgos bien definidos, solía hablar deprisa y en voz alta. Había algo misterioso en su silencio.

Después de torcer bruscamente por Dongdan y pasar junto al cruce de la Ciudad de los Farolillos, el coche viró varias veces más en rápida sucesión antes de adentrarse lentamente en un callejón estrecho y sinuoso de la zona oriental de la ciudad. Chen no veía demasiado bien a través de las ventanillas tintadas en ámbar.

La entrada del callejón le resultó familiar y extraña a un tiempo. Estaba flanqueada por objetos indescriptibles, colocados de cualquier manera.

– ¿El hotel está en un hutong? -preguntó Chen.

En Pekín, los callejones, conocidos como hutongs, solían ser estrechos y de pavimento irregular. La limusina apenas conseguía avanzar.

– Lo has olvidado por completo, ¿verdad? -inquirió Yong con una sonrisa de complicidad-. Un hombre distinguido no puede evitar olvidarse de ciertas cosas. Vamos a mi casa.

– ¡Ah! Pero ¿por qué?

– Para recibir al viento, como en nuestra antigua tradición. ¿No te parece adecuado que primero te dé la bienvenida en mi casa? El hotel está muy cerca, al final del callejón. Lo encontrarás fácilmente; andando son tres o cuatro minutos.

Podría habérselo dicho por teléfono. Pero ¿a qué venía la limusina? Yong pertenecía a una familia normal y corriente, a diferencia de Ling.

Había estado aquí varios años atrás, cuando salía con Ling, recordó Chen, mientras el coche se detenía frente a una casa sihe. Construidas según un estilo arquitectónico popular en la antigua ciudad de Pekín, las casas sihe se componían de cuatro edificios que formaban un cuadrángulo, con un patio interior en el centro.

Tras apearse de la limusina, Chen vio una casa aislada en un callejón en ruinas. La mayoría de las casas del callejón habían sido derruidas o semiderruidas, y el suelo estaba lleno de escombros.

– El Gobierno municipal quiere construir aquí un nuevo complejo residencial, pero nosotros no pensamos irnos. No hasta que nos compensen como es debido. Es nuestra propiedad.

– ¿Tú aún vives aquí?

– No, tenemos otro piso cerca de la calle Nueva.

Pertenecía a una de esas «familias clavo», que resistían hasta que las desalojaban por la fuerza. Circulaban muchos rumores sobre la incidencia de problemas como éste en el plan de desarrollo urbanístico de la ciudad.

Desde el patio, Chen observó que todas las habitaciones estaban a oscuras, salvo la de Yong.

Cuando Yong lo condujo hasta el interior de su habitación, Chen no se sorprendió demasiado al ver a Ling allí sentada, apoyada contra la ventana de papel. La miró con una abrumadora sensación de déjà vu.

En la limusina, Chen había empezado a sospechar que Yong habría organizado algún encuentro. Sin embargo, Ling parecía realmente sorprendida y se puso de pie en cuanto lo vio. Parecía que hubiera venido directamente de alguna reunión de negocios: llevaba un vestido mandarín de satén morado y un bolso de la misma tela y el mismo color. El vestido parecía hecho a medida, como los que solían aparecer en las revistas de modas.

El inspector jefe no vio ningún banquete para «recibir al viento» sobre la mesa, como Yong había prometido. Sólo había una taza de té para Ling. Yong se apresuró a servirle una taza a Chen, y les indicó a ambos con un gesto que se sentaran.

– Esta noche mi humilde morada resplandece gracias a la presencia de dos distinguidos invitados -dijo Yong-. Ling, directora de varias grandes empresas de Pekín, y Chen, inspector jefe del Departamento de Policía de Shanghai. Mi «familia clavo» ha existido por una buena razón.

– Deberías habérmelo dicho -le recriminó Ling.

Eso mismo pensaba Chen, pero se limitó a decir:

– Estoy muy contento de verte, Ling.

– He de irme a toda prisa a mi piso nuevo -explicó Yong-. Mi marido trabaja en el turno de noche, y tengo que cuidar a mi hijita.

Era una excusa demasiado obvia. Yong había empleado una treta parecida con anterioridad. Los recuerdos empezaron a volverle a la memoria.

Yong se marchó rápidamente, como hiciera años atrás. Cerró la puerta tras de si y los dejó a solas en la habitación.

Pero las cosas ya no eran como antes.

Chen no supo qué decir. El silencio pareció envolverlos como un capullo de seda.

– Yong es una entrometida -dijo finalmente Ling-. Me arrastró hasta esta habitación sin explicarme nada, e insistió en que esperara aquí.

– Una entrometida con buena intención -añadió él, recorriendo con la mirada la habitación, que apenas había cambiado.

Todavía estaba la palangana de agua en el palanganero de forja colocado cerca de la puerta. La gran cama, que ocupaba el otro extremo de la habitación, estaba cubierta por una sábana bordada con un dragón y un fénix, idéntica a la que recordaba Chen. Y estaban sentados a la misma mesa de madera pintada de rojo, junto a las ventanas de papel que una vieja lámpara iluminaba con luz tenue.

Seguramente ése era el efecto que buscaba Yong: el pasado en el presente. Como la última vez que estuvieron aquí. Ling, una bibliotecaria, y él, un estudiante universitario. En aquella época, Ling aún vivía con sus padres, mientras que Chen compartía con otros cinco estudiantes una exigua habitación en una residencia estudiantil. Era difícil encontrar un lugar tranquilo donde poder estar juntos, por lo que Yong los invitó a su casa, y, nada más llegar, los dejó solos tras darles una excusa.

Aquélla era una noche como ésta. Pero esta noche, como en el pareado de Li Shangyin:


El sentimiento, que después reviviríamos

al recordarlo, ya era confuso.


– Recibí el libro que me enviaste desde Londres -dijo Chen-. Muchísimas gracias, Ling.

– ¡Ah! Lo vi por casualidad en una librería.

– Entonces, ya has vuelto de tu viaje. -Chen era consciente de que acababa de decir una estupidez. Sabía que Ling había pensado en él durante su luna de miel, pero ¿qué otra cosa podía decirle él?-. ¿Cuándo regresaste?

– La semana pasada.

– Podrías habérmelo dicho antes.

– ¿Por qué?

– Porque hubiera podido… -«… comprarte un regalo de boda…», se dijo Chen.

A continuación se produjo otro breve silencio, como en un pergamino con dibujos tradicionales chinos, en el que los espacios en blanco tienen más significado que las partes dibujadas.


Siempre hay una pérdida de significado

en lo que decimos o no decimos,

pero también hay un significado

en la pérdida de significado.


– Por cierto, ¿fuiste al museo de Sherlock Holmes? -preguntó Chen, intentando cambiar de tema.

– Ahora eres realmente inspector jefe -respondió ella, contemplando el té frío-. Un poli por encima de todo.

Había vuelto a meter la pata. Ling tenía razón. No supo qué responder, ni como policía ni como ciudadano de a pie. No pudo evitar pensar que Ling también se refería a cómo Chen actuó en otro caso, uno que exasperó al padre de ella por sus repercusiones políticas. Un caso que Chen no tenía por qué haber aceptado, pero que aceptó. El desenlace del caso tensó su relación.

– Parece que te ha ido bien en la policía -siguió diciendo Ling-. Mi padre también te mencionó el otro día.

– Si eres monje, tienes que tocar la campana en el templo, un día tras otro. -El comentario sobre el padre de Ling, un miembro poderoso del politburó en la Ciudad Prohibida, lo inquietó profundamente.

– Entonces, ¿seguirás trabajando como policía?

– Quizá sea demasiado tarde para probar algo nuevo -respondió él, reacio a continuar por ese camino, pero sin saber cómo cambiar de tema.

– Intenté escribirte -dijo Ling tomando la iniciativa, con la cabeza levemente inclinada bajo la luz vacilante de la lámpara-, pero no hay mucho que decir. Después de todo, la marea no espera.

Chen se preguntó qué quería decir Ling con «la marea no espera». ¿Significaba que ella no podía esperar más?, ¿se refería a su matrimonio o a su profesión? Emprender un negocio se describía en la actualidad como «lanzarse al mar de un salto». Existían «mareas de oportunidades» para hacer dinero. Ling había tenido éxito como empresaria, mientras que su marido, de hecho, era otro empresario que surcaba las mareas.

¿O lo habría dicho refiriéndose a Marea primaveral? Era el título de la novela rusa que habían leído juntos en el parque Beihai.

Se suponía que Chen debía decir algo pertinente sobre aquel encuentro. Era una oportunidad que no podía perder, tal y como Yong le había repetido tantas veces, una ocasión idónea para llevar a cabo su «misión de salvamento». Ling vivía ahora en casa de sus padres.

Chen tomó un sorbo de té. Té de jazmín. Le sobrevino otra sorprendente sensación de déjà vu. Aquella noche, muchos años atrás, Ling preparó té, e introdujo en la taza de Chen un pétalo de jazmín que llevaba en el pelo: «Lo transparentemente blanco se despliega en lo negro».

– Entonces, ¿has venido a Pekín por otro caso? -preguntó ella.

– No, no exactamente. Más bien estoy de vacaciones. Hace mucho tiempo que no vengo a Pekín.

– ¡Nuestro inspector jefe está disfrutando de unas vacaciones!

A Chen le dolió el sarcasmo que se adivinaba en su voz. Era ella la que se había casado con otro.

– ¿Hay algo en particular que te interese ver durante tus vacaciones? -siguió diciendo Ling sin mirarlo.

De hecho, sí que había algo, cayó en la cuenta de repente. La antigua residencia de Mao en el Mar del Sur Central, la Ciudad Prohibida. Acababa de leerlo en el tren. La residencia estaba cerrada y no guardaba una relación directa con la investigación, pero Chen tenía la costumbre de visitar a las personas involucradas en un caso o, de no ser esto posible, los lugares en que hubieran vivido, para reducir la distancia que separa al policía del delincuente. Al investigar este caso, Chen no pretendía juzgar a Mao. Con todo, una visita a su residencia podría ayudarle, aunque fuera psicológicamente, a formarse una idea sobre la persona de Mao.

Ling podría conseguirle acceso al Mar del Sur Central gracias a sus contactos en Pekín.

– Me gustaría visitar la antigua casa de Mao en el Mar del Sur Central -dijo por fin Chen-, pero está cerrada.

– ¡La antigua casa de Mao! -repitió Ling sorprendida-. ¿Desde cuándo eres maoísta?

– No lo soy, no sigo las nuevas tendencias.

– Entonces, ¿por qué quieres ir?

Ling lo miró con suspicacia.

Chen no respondió de inmediato, e intentó recordar si le había hablado alguna vez acerca de Mao.

– ¿Recuerdas aquella vez en el parque Jingshan? «Se extendía la noche sobre los aleros inclinados del palacio.» Nos sentamos juntos y «susurramos palabras en chino».

Le volvió a la memoria la imagen de Ling, sentada sobre una losa de piedra gris cogiéndole de la mano. Él se había fijado en el letrero blanco, colgado de un árbol, que rezaba: el árbol en el que se ahorcó el emperador chongzhen, de la dinastía ming, y se puso a temblar al recordar la pizarra que le colgaron al cuello a su padre durante la Revolución Cultural…

– Aún conservo aquel poema -respondió Ling, sacando del bolso un objeto parecido a un móvil pero más grande, del tamaño de la palma de la mano, que Chen no había visto nunca. A continuación apretó varias teclas del artilugio-. Aquí está -dijo Ling, empezando a leer en voz alta lo que ponía en la pantalla de cristal líquido.


Fue en una ladera, en el parque Jingshan, de la Ciudad Prohibida

donde el emperador Qing había sucedido

al emperador Ming; nos sentamos

sobre una losa de piedra, contemplando

cómo se extendía la noche sobre los aleros inclinados

del palacio, antiguo y majestuoso.

Allá abajo, fluían oleadas de autobuses

por la calle Huangchen, que cientos de años atrás fuera un foso.

[Susurramos

palabras en chino, luego en el inglés

que estábamos aprendiendo. La cigüeña de bronce

que tiempo atrás había escoltado a la viuda del emperador Qing

nos miraba fijamente. Sueñas que nos convertimos

en dos gárgolas, me dijiste

en el salón imperial de Yangxing, gorjeando

durante toda la noche, en un idioma que sólo nosotros

comprendíamos. La neblina

envolvía la colina. Vimos un árbol

del que colgaba un letrero blanco, en el que ponía

«En este árbol se suicidó

el emperador Chongzhen». El letrero me recordó

la pizarra que le colgaron al cuello a mi padre

durante la Revolución Cultural. La noche

me pareció fría de repente.

Nos fuimos del parque.


– Sí, el poema. Te agradezco mucho que lo hayas conservado…

– Lo copié en el avión. No hay nada que hacer durante esos vuelos de negocios.

El inspector jefe no pudo evitar disgustarse, de forma casi irracional, al imaginarla viajando con su marido el empresario, sentados uno junto a otro, y leyéndole sus poemas. Chen le había dado varios. Comenzó a preguntarse si Ling los habría guardado, y dónde.

– ¡Ah! Esos poemas, los escribí para ti, Ling. No he conservado los originales, sólo algunos papeles sueltos aquí y allá. Si aún los tienes, ¿te importaría devolvérmelos?

– ¿Quieres que te los devuelva?

Chen lamentó habérselos pedido así, de forma tan impulsiva y abrupta. ¿Cómo lo interpretaría ella?

Pero Ling cambió de tema.

– Tengo un amigo que trabaja en el Mar del Sur Central. Supongo que podrá organizar una visita a la antigua casa de Mao.

Ya que habían vuelto a hablar de Mao, Chen decidió desafiar a la suerte una vez más.

– ¡Ah! El médico personal de Mao parece que ha escrito un libro. ¿Sabes algo de eso?

– Todo esto tiene que ver con una investigación relacionada con Mao, ¿verdad? -preguntó ella, mirándolo a los ojos-. Tienes que contarme más cosas de tu trabajo.

Chen le habló de la información que buscaba, aunque sin entrar en detalles. Sabía que sólo si era sincero conseguiría su ayuda.

– Parece que eres alguien en tu profesión, inspector jefe Chen…

El móvil de Ling empezó a sonar, y ella lo cogió con expresión contrariada. Pese a su reticencia inicial, al reconocer la voz de su interlocutor se puso a hablar animadamente. Debía de ser una llamada importante relacionada con algún negocio.

– El porcentaje no es ningún problema…

Chen se levantó, sacó un paquete de cigarrillos y los señaló con un gesto. Después abrió la puerta y salió al patio.

El patio estaba aún más vacío de lo que había imaginado. La casa sihe se resistía tenazmente a los planes urbanísticos. Chen contempló la silueta de Ling, recortada al trasluz contra la ventana de papel mientras sujetaba el teléfono contra la mejilla. Era como un antiguo espectáculo de sombras chinescas. En aquel preciso instante, Ling pareció alejarse de la ventana.

Era una mujer muy competente, no le cabía ninguna duda. Sin embargo, no había que olvidar que su éxito en el mundo de los negocios no se debía a sus aptitudes, sino a los contactos de su familia. Los contactos formaban parte del sistema, así funcionaban las cosas. El porcentaje del que hablaba Ling, presumiblemente para un negocio de exportación, era un ejemplo de ello. Ling podía alcanzar el porcentaje fácilmente llamando a su «tío» o a su «tía», algo que no podían hacer los ciudadanos de a pie.

Chen no era capaz de identificarse con el sistema, aún no, o no del todo, pese a su «éxito» dentro del sistema. En el fondo, todavía ansiaba hacer algo distinto, algo que le garantizara cierta independencia, si bien limitada, con respecto al sistema.

Vio que Ling había acabado de hablar y dejaba el teléfono sobre la mesa. Tras apagar el cigarrillo, volvió a toda prisa a la habitación.

– Eres una directiva muy ocupada. -No había podido reprimir el comentario.

– No sé por qué dices eso. Tú eres inspector jefe, estás más ocupado aún.

– Es un trabajo en el que tienes que implicarte personalmente cada vez más, hasta que se convierte en parte de ti, te guste o no -explicó Chen con expresión pensativa-. Al menos ésa es mi experiencia, claro. Paradójicamente, sólo puedo redimirme siendo un policía eficaz.

– ¿Es muy importante esa visita a la residencia de Mao para tu trabajo policial?

Ling tenía razón al preguntárselo. La visita tal vez no sirviera de mucho. De hecho, el mismo viaje a Pekín quizá fuera un intento patético de tratar a un caballo muerto como si aún estuviera vivo.

– Enviaron una escuadra especial a la casa de Shang -explicó Chen, tomándose la pregunta de Ling como una indirecta sutil-. Después de tantos años, es imposible que alguien recuerde lo sucedido. Tal vez el expediente aún esté clasificado.

Volvió a sonar el teléfono de Ling, quien echó un vistazo al número y desconectó el aparato.

– Estos hombres de negocios no te dejan nunca en paz -se quejó Ling mientras rozaba con los dedos la ventana de papel, como si rozara un recuerdo muy lejano-. Recuerdo que, aquella noche, un molinillo de color naranja giraba en la ventana. Tú estabas borracho y decías que era como una imagen de tu poema. ¿Has dejado de escribir poesía?

– ¿Acaso podría vivir de la poesía? -A Chen le costó seguir la conversación cuando Ling saltó al tema de la poesía. Puede que se sintiera tan incómoda como él ante ese encuentro inesperado-. Publiqué una selección de poemas, pero después descubrí que, en realidad, la había financiado un conocido sin que yo me enterara.

– Cuando me embarqué en los negocios yo también creía ingenuamente que, entre otras cosas, así tú tendrías la oportunidad de escribir tus poemas sin preocuparte de nada más.

A Chen le conmovió la mirada ausente de Ling, pero, al mismo tiempo, también la sentía muy presente. Ling nunca había renunciado a que Chen se dedicara a la poesía. Sin embargo, ¿habría permitido él que Ling lo mantuviera?

– Cuando te conocí, nunca me imaginé que acabaría siendo policía. -«Y nunca pensé que tú serías empresaria», se dijo-. En aquella época aún teníamos sueños, pero ahora nos toca vivir el presente.

– No sé cuándo volverá Yong -repuso Ling, mirando el reloj de la pared.

– Ya es tarde -respondió Chen de forma casi mecánica-. Tal vez te cueste encontrar un taxi.

– Le dejaré una nota a Yong, seguro que lo entenderá.

El encuentro tuvo un final decepcionante, y Chen no estaba tan seguro de que Yong lo entendiera.

Cuando salieron del patio, Chen se sorprendió al ver que la limusina seguía estacionada allí, como un monstruo moderno agazapado frente a las ruinas del viejo callejón pekinés. Un pilar de madera aún permanecía en pie, como un dedo que señalaba con gesto admonitorio el cielo nocturno veraniego.

– ¿Es el coche de tu padre?

– No, es mío -respondió Ling. Y luego añadió-: Para el trabajo.

El éxito de los «hijos de cuadros superiores» ya no se debía únicamente a sus padres. Gracias a sus contactos familiares, también ellos se habían convertido en cuadros importantes, en empresarios triunfadores como Ling, o en ambas cosas, como su marido.

Mientras la seguía hasta la limusina, Chen contempló su elegante perfil iluminado por un haz de luz de luna. Los tacones de Ling resonaban en el callejón empedrado.

Al tiempo que le abría la puerta de la limusina, el chófer inclinó la cabeza servilmente, con el pelo tan blanco como una lechuza en plena noche.

– Deja que te lleve a tu hotel.

– No, gracias. Está al otro lado del callejón, iré andando.

– Entonces, buenas noches.

Al observar cómo se alejaba el coche, Chen recordó que la referencia de Ling a la «marea» tal vez proviniera de un poema de la dinastía Tang.


La marea siempre cumple su palabra

de que volverá. De haberlo sabido,

me habría casado con un joven que surcara la marea.


Él ya no era aquel joven capaz de surcar las olas del materialismo.

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