El restaurante Fangshan, que Chen había elegido para su almuerzo con Diao, se hallaba en el parque Beihai, en otros tiempos jardín imperial exterior anexo a la Ciudad Prohibida y célebre por su historia.
Había elegido este restaurante también por razones personales. Durante sus años universitarios, Chen le confesó a Ling su intención de comer allí algún día. Nunca lo habían hecho, porque era demasiado caro para lo que Chen podía permitirse entonces.
Aún quedaba alrededor de media hora antes del encuentro, así que Chen dio un tranquilo paseo junto al lago. Pese a que el parque Beihai era también conocido como parque del Mar del Norte, no había mar, sólo un lago artificial de tamaño exagerado a fin de complacer al emperador. Con todo, era un parque magnífico, situado en el centro de la ciudad y contiguo a la Biblioteca de Pekín, donde antes trabajaba Ling. Detrás del parque se divisaba la silueta resplandeciente de la Pagoda Blanca.
Chen se encaminó hacia un pequeño puente que recordaba de años atrás. Tras doblar por un sendero, vio una tienda de artesanías semioculta entre el follaje veraniego. Decidió entrar, pero todo le pareció demasiado caro. Tal vez por la tarde tuviera algo de tiempo para comprar un regalo en los almacenes Xidan. Entonces el puente apareció ante sus ojos. Una muchacha, apoyada en la barandilla, contemplaba las verdes montañas que se veían a lo lejos. Se oía el zureo de una paloma. Chen volvió a sentirse invadido por una sensación de déjà vu.
El desolador murmullo del arrollo
aún tan verde bajo el puente,
las ondulaciones en el agua que reflejaban su llegada
a paso ligero. Semejante belleza
avergonzaría a un ganso salvaje hasta provocar su huida.
Cierta tarde, en uno de los últimos años de universidad de Chen, Ling se citó con él en el parque para llevarle algunos libros que él le había pedido. Pero tardó en salir de clase, y Ling tuvo que esperarlo durante un buen rato. Mientras se dirigía apresuradamente al lugar, Chen la vio esperando sobre los tablones enfangados de un puentecillo. Ling apoyaba un pie en la barandilla y se rascaba el tobillo. El cabello, alborotado por el viento, le enmarcaba el rostro. La escena le pareció inexplicablemente conmovedora: era como si Ling se confundiera con el fondo de amentos de sauce, que simbolizaban la belleza desventurada en la poesía de la dinastía Tang.
Resultaba imposible saber si la escena de los amentos de sauce había presagiado el inicio de su relación. Sin embargo, no era el momento más oportuno para ponerse nostálgico, se dijo Chen mientras iba hacia el restaurante.
La fachada del restaurante Fangshan parecía muy antigua. En un tranquilo patio enlosado, una camarera vestida a la usanza de las damas palaciegas de la dinastía Qing se le acercó y lo condujo hasta un reservado del restaurante. Lo sorprendió la omnipresencia del amarillo, un color reservado exclusivamente para la familia real. La mesa, rodeada de paredes pintadas de amarillo, estaba cubierta con un mantel color albaricoque, y sobre él varios palillos dorados. A su espalda había una antigua vitrina decorada con dragones dorados en relieve. Tras sentarse junto a la ventana, Chen abrió el maletín y sacó la información que había recopilado sobre Diao.
Diao era un recién llegado al mundillo literario. Fue profesor de secundaria hasta su jubilación, y no había publicado nada hasta que, de repente, escribió el superventas Nubes y lluvia en Shanghai. Diao no reconocería a Chen porque no era miembro de la Asociación de Escritores y no se habían visto antes. El inspector jefe interpretaría un papel similar al que había interpretado en la mansión Xie.
La gente atribuyó el éxito de Nubes y lluvia en Shanghai a su temática; no obstante, también se debió al ingenio de su autor. A Chen, que había leído el libro, le había impresionado el sutil equilibrio entre lo que se decía y lo que se omitía en el texto.
Dos o tres minutos antes de la una, la camarera condujo hasta la mesa a un hombre de cabello gris y complexión mediana, con la frente surcada de arrugas y ojos pequeños y vivaces. Llevaba una camiseta negra, pantalones blancos y zapatos relucientes.
– Usted debe de ser el señor Diao -dijo Chen, levantándose de la mesa.
– Sí, soy Diao.
– Es un gran honor conocerlo. Soy Chen. Su libro, Nubes y lluvia en Shanghai, es un auténtico éxito.
– Gracias por su invitación. El Fangshan es un restaurante imperial, realmente caro. Había oído hablar de él, pero nunca había estado.
– Estudié en Pekín hace bastantes años, y entonces soñaba con venir aquí. Lo he escogido también por razones nostálgicas.
– No es un mal motivo -afirmó Diao con una sonrisa que dejaba entrever sus dientes manchados de nicotina-. ¿Recuerda la frase de nuestro gran líder, el presidente Mao? «Seiscientos millones de personas son, todas ellas, Sun y Yao, los grandes emperadores.» Una hipérbole poética, sin duda, pero Mao tenía razón en una cosa: a los ciudadanos les gusta la idea de ser emperadores, o de ser como emperadores.
– Está usted en lo cierto.
– Eso explica la popularidad de este restaurante. La gente viene no sólo por la comida, sino también porque se asocia al ámbito imperial. Durante unas horas pueden imaginar que son emperadores.
Otro tanto podía haber dicho de Shang. Quizá disfrutaba imaginándose como la mujer de un emperador. Chen alzó su copa sin hacer ningún comentario.
La camarera se acercó hasta su mesa y les ofreció un platillo con delicados ououtou dorados, bollos al vapor elaborados generalmente con maíz. Los que Chen recordaba de sus años de estudiante tenían un color apagado y costaba tragarlos. Éstos tenían un aspecto muy distinto.
– Están hechos con judías verdes especiales -explicó la camarera, percatándose de la sorpresa de Chen-. Son realmente deliciosos. El plato favorito de la emperatriz viuda.
– Estupendo, los probaremos -respondió Chen-. Recomiéndenos otras especialidades de la casa.
– En el reservado, el precio mínimo es de mil yuanes. Tienen que gastar al menos esa cantidad, y permítanme recomendarles una comida exquisita a base de manjares ligeros. Todo servido en platos pequeños, unos veinte, según las preferencias de la emperatriz viuda. Veinte era el número mínimo de platos que la emperatriz solía tomar. Para empezar, pescado vivo del Mar del Sur Central al vapor, con jengibre tierno y cebolletas.
– Muy bien -dijo Chen-. A nadie se le escaparía la asociación entre la Ciudad Prohibida y el Mar del Sur Central.
– ¿Qué más? -preguntó Diao por primera vez.
– El pato asado pekinés, por supuesto.
– ¿Patos del palacio?
– Auténticos patos de Pekín. Especialmente alimentados, de entre seis y ocho meses. La mayoría de los restaurantes cocinan ahora con un horno eléctrico. Nosotros continuamos usando un horno tradicional de leña, y no se trata de leña de cualquier clase: la nuestra procede de una madera de pino especial que permite que el sabor penetre en la textura de la carne. Era un procedimiento exclusivo para los emperadores -explicó la camarera con orgullo-. Además, nuestros chefs aún siguen la tradición de hinchar el pato insuflándole aire ellos mismos y de coserle el ano antes de meterlo en el horno.
– ¡Caramba, cuántas cosas se pueden aprender sobre un pato! -exclamó Diao.
– Ofrecemos las cinco célebres maneras de servir el pato: lonchas de piel de pato crujiente envueltas en creps, lonchas de carne de pato fritas con ajos tiernos, pies de pato bañados en vino, mollejas de pato salteadas en poco aceite con verduras y, por último, sopa de pato, aunque la sopa tarda unas dos horas en adquirir una consistencia cremosa.
– Está bien. Me refiero a la sopa -dijo Chen-. Tómense el tiempo que necesiten para prepararla. Tráiganos las especialidades que considere usted mejores. La comida de hoy es en honor de un gran escritor.
– Me abruma con su generosidad -respondió Diao.
– Con los negocios he hecho fortuna, pero ¿qué más da eso? Dentro de cien años, ¿seguirá siendo mío ese dinero? De hecho, como dijo nuestro gran maestro el Viejo Du, sólo la literatura perdura miles de otoños. Me parece muy indicado que un escritor novato como yo invite a comer a un maestro como usted.
El discurso de Chen recordaba a otro que había pronunciado Ouyang, un amigo al que Chen había conocido en Guangzhou. Ouyang, poeta aficionado pero empresario de éxito, había afirmado algo similar mientras comían dim sum.
Con respecto a las obras de no ficción, sin embargo, Chen era un auténtico novato, así que de hecho podría aprender algo de Diao.
– Su libro fue un enorme éxito -continuó diciendo Chen-. Por favor, cuénteme qué lo llevó a escribirlo.
– Fui profesor de secundaria durante toda mi vida. Tenía la costumbre de empezar mis clases citando proverbios. Ahora bien, para que un proverbio se transmita a través de generaciones, su significado ha de tener relación con nuestra cultura. Un día cité un proverbio que dice así: hongyan baoming, «la suerte de una belleza es tan fina como una hoja de papel». Cuando mis alumnos me pidieron que les pusiera un ejemplo, pensé en el trágico fin de Shang. Con el tiempo, empecé a contemplar la posibilidad de escribir un libro, pero no tenía claro si debía centrarme en Shang, por las razones que sin duda adivinará. Al documentarme, descubrí el destino igualmente trágico de su hija, Qian. Entonces se me ocurrió la idea. Así es como acabé escribiendo el libro.
– Es fantástico -dijo Chen-. Debió de documentarse muy a fondo sobre la vida de Shang.
Sí, pero tampoco demasiado.
– Es como un libro detrás de un libro. En los párrafos sobre la hija, la gente puede leer la historia de la madre.
– Cada lector lee desde su perspectiva particular, pero es un libro sobre Qian.
– Cuénteme más cosas acerca de la historia detrás de la historia. Me fascinan los detalles auténticos.
– Lo que no puede decirse debe quedar confinado al silencio -respondió Diao con cautela-. ¿Qué es cierto y qué no lo es? A usted le gusta Sueño en el pabellón rojo, y sin duda recordará el famoso pareado inscrito en el arco del palacio de la Gran Ilusión: «Cuando lo ficticio es real, lo real es ficticio. / Donde no hay nada, está todo».
Como Chen había imaginado, y pese a la invitación al restaurante Fangshan, Diao no estaba dispuesto a hablar abiertamente con un desconocido, ni siquiera admitiría que el libro estaba basado en una historia real.
– La gente de mi generación ha oído todo tipo de historias sobre esos años -prosiguió Diao, tras beber un sorbo de té-. Mientras el archivo oficial permanezca cerrado al público, tal vez nunca sepamos si determinada historia es cierta o no.
– Sin embargo, usted sin duda recopiló más información de la que aparece en el libro.
– Sólo incluí los datos que consideré fiables.
– Aun así, debió de entrevistar a mucha gente.
Diao no respondió. Por un altavoz exterior empezó a sonar una canción de la popular serie televisiva Romance de los tres reinos.
Cuántas veces, al ponerse el sol rojo,
un hombre de cabello blanco pesca, solo, en el río
cargado de historias de tiempos inmemoriales…
La serie televisiva estaba basada en una novela histórica sobre las vicisitudes de los emperadores y futuros emperadores en el siglo III, y la novela se cerraba con un poema escrito desde la perspectiva de un viejo pescador.
– ¿Recuerda el poema «Nieve» de Mao? -preguntó Diao cambiando de tema.
– Sí, sobre todo la segunda estrofa: «Los ríos y las montañas, tan llenos de encanto / llevaron a innumerables héroes a rendirles homenaje. / Por desgracia, el primer emperador de los Qin y el emperador Wu de los Han / carecían de talento literario; / el emperador Tai de los Tang y el emperador Tai de los Song / tenían el corazón yermo de poesía; / Gengis Khan, / el orgulloso hijo del cielo en su generación, / sólo sabía disparar a las águilas, con el arco tensado. / ¡Todos han desaparecido! / Para encontrar lo que es realmente heroico, / hay que fijarse en el presente».
Al volver la camarera se interrumpió la conversación. La muchacha depositó una gran fuente sobre la mesa.
– El pescado vivo del Mar del Sur Central.
– Tuve que distinguir entre lo que sería publicable y lo que no -continuó Diao después de servirse un gran filete de pescado.
– Hábleme entonces de su investigación preliminar.
– ¿Y qué sentido tiene que se lo explique? Sólo fue cuestión de llamar a una puerta tras otra. Disfrutemos de la comida. Para serle sincero, soy un gourmet con un presupuesto muy reducido.
– Venga, esta comida no es nada para un autor de éxito como usted. Por eso decidí abandonar los negocios.
– No deja de referirse a mi libro como un superventas. Se vendieron muchos ejemplares, es cierto, pero yo recibí muy poco dinero.
– Eso es increíble, señor Diao.
– No sueñe con ganar dinero escribiendo libros. Para eso, será mejor que continúe con sus negocios. Si le sirve de algo, no me importa decirle lo que he ganado. Menos de cinco mil yuanes. Según el editor, se arriesgó mucho imprimiendo una tirada inicial de cinco mil ejemplares.
– ¿Y qué hay de la segunda edición, y de la tercera? Debieron de reeditarlo más de diez veces.
– Nunca hay una segunda edición. Nada más tener éxito un libro, las copias pirata inundan el mercado y el autor no ve ni un solo céntimo.
– ¡Que vergüenza! Sólo cinco mil yuanes -exclamó Chen.
Él había ganado lo mismo con algunas de sus traducciones más lucrativas, pese a que no pasaban de las diez páginas. Con todo, Chen sabía que le habían adjudicado aquellos proyectos porque era inspector jefe. Echó una ojeada a su maletín de piel. En su interior llevaba al menos cinco mil yuanes, que había traído para comprarle un regalo de boda a Ling. No obstante, después de verla alejarse en aquella lujosa limusina la noche anterior, le habían entrado dudas al respecto. Cinco mil yuanes era mucho dinero para él, pero para ella era una cantidad irrisoria.
Chen cogió el maletín, lo abrió con un chasquido y sacó un sobre.
– Aquí tiene un pequeño «sobre rojo» con unos cinco mil yuanes, señor Diao. No es más que una pequeña muestra de mi admiración.
Era un sobre abierto, repleto de dinero, del que sobresalía un billete de cien yuanes con la imagen de Mao proclamando como dirigente supremo del Partido en China: «Cuanto más pobres, más revolucionarios».
– ¿A qué se refiere, señor Chen?
– Si le soy sincero, me interesaría escribir algo sobre Shang, se publique o no. El sobre es una especie de compensación por su valiosa información. Para un empresario como yo, constituye una inversión, pero también es una muestra del respeto que siento por usted.
– Un viejo como yo, señor Chen, no tiene nada de que presumir, pero creo que sé juzgar bien a las personas. Sea lo que sea, lo que busca no es dinero.
– Nada de lo que me diga será blanco o negro. Y nadie podrá demostrar que es usted mi fuente, señor Diao. Fuera de esta habitación, puede negar haberme visto jamás.
– No es que me oponga a contarle la historia de Shang, señor Chen -respondió Diao, acabándose el té-, pero los datos que recopilé quizá no sean más que habladurías. No puede tomárselos al pie de la letra.
– Entiendo. Como no soy poli, no tengo que basar cada frase en datos contrastados.
– No escribí el libro sobre Shang; sin embargo, eso no significa que su historia no debiera escribirse. En diez o quince años, tal vez bastantes aspectos de la Revolución Cultural hayan caído en el olvido. Por cierto, no estará grabando esta conversación, ¿verdad?
– No, claro que no.
Chen volvió a abrir el maletín y le mostró su contenido.
– Confío en usted. Entonces, ¿por dónde empiezo? -siguió diciendo Diao, sin apenas esperar a que Chen le respondiera-. Bueno, no me andaré por las ramas. En cuanto a Shang, lo crea o no, conocí por casualidad a un vendedor ambulante cuyo puesto de pescado quedó destrozado por el impacto del cuerpo de Shang al caer desde la ventana de un quinto piso…
La camarera les trajo el pato pekinés asado; llegó acompañada de un cocinero vestido de blanco, con gorro incluido, especializado en cocinar carne de pato. El cocinero arrancó la crujiente piel de pato ante la mesa de Chen y Diao con ademán teatral.
– Las lonchas de piel de pato crujiente, envueltas en creps finas como el papel y aderezadas con cebolletas y salsa especial eran el plato favorito de la emperatriz viuda -explicó la camarera-. Y para este plato especial de lenguas de pato fritas, cubiertas con una capa de pimientos rojos como colinas bañadas en sirope de arce, ¿se imaginan cuántos patos hacen falta?
– ¿Puedo pedirle un favor? -preguntó Chen-. Los platos son asombrosos, pero ¿puede servir los que queden a la vez? Estamos iniciando una conversación importante.
– Se lo haré saber a nuestro cocinero -respondió la camarera, haciendo una profunda reverencia como una muchacha manchú antes de dirigirse hacia la puerta-. Prosigan, por favor.