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El inspector jefe Chen empezó su segundo día en Pekín llamando a Diao. Era aún muy temprano.

– Me llamo Chen -se presentó-. Antes era empresario, pero ahora quiero dedicarme a escribir. Hablé con el presidente Wang de la Asociación de Escritores Chinos, y me recomendó que me pusiera en contacto con usted. Me gustaría mucho invitarlo hoy a comer.

– ¡Qué sorpresa, señor Chen! Antes que nada, muchas gracias por su amable invitación. Pero no nos conocemos, ¿verdad? Y tampoco conozco a Wang. ¿Cómo puedo permitir que me invite a comer?

– No soy un gran lector, señor Diao, pero conozco la historia de los amigos de Cao Xueqin, que invitaron al autor a comer pato asado pekinés a cambio de un capítulo de Sueño en el pabellón rojo. Así es como se me ocurrió la idea.

– Me temo que no tengo ninguna historia interesante que contarle, pero, si se empeña, podemos encontrarnos hoy para un almuerzo tardío.

– Estupendo. A la una entonces. Lo veré en el restaurante Fangshan.

Tras depositar el móvil sobre la mesa, Chen cayó en la cuenta de que tenía la mañana libre, así que empezó a hacer planes.

Al salir del hotel, Chen tomó un taxi para ir al mausoleo del presidente Mao en la plaza Tiananmen. Después, pensó, podía tomar un atajo a través del Museo de la Ciudad Prohibida para llegar al restaurante Fangshan, en el parque Beihai.

– Tiene suerte, el mausoleo está abierto esta semana -dijo el taxista sin volver la cabeza-. Ayer mismo llevé a alguien allí.

– Gracias.

– Está en el centro de la plaza Tiananmen -explicó el taxista, tomándolo por un recién llegado a Pekín-. El feng shui del mausoleo es nefasto.

– ¿Qué quiere decir?

– Nefasto para los muertos, ¿no le parece? No había pasado ni un mes desde la muerte de Mao, apenas habían colocado su cuerpo en el ataúd de cristal, cuando encarcelaron a su mujer por ser la cabecilla de la Banda de los Cuatro. Tampoco es un feng shui propicio para la plaza. Ya sabe lo que pasó en la plaza en 1989, un terrible derramamiento de sangre. Tarde o temprano tendrán que sacar su cuerpo de allí, o volverá a causar problemas.

– ¿Lo cree de verdad?

– Lo crea o no, es imposible librarse de un castigo merecido. Ni siquiera pudo hacerlo Mao. Murió sin hijos varones. Uno de sus hijos murió en la guerra de Corea, otro es esquizofrénico y el tercero desapareció durante la guerra civil. Fue el propio Mao el que lo dijo, mientras estaba en las montañas Lu. -El taxista añadió con una risita sardónica-: Pero nunca sabremos cuántos bastardos tuvo.

Chen no hizo ningún comentario y se dedicó a contemplar la avenida Chang, muy cambiada desde su última visita a la ciudad. Ya habían pasado el hotel Pekín, cerca de la calle Dongdan.

Cuando el taxi se detuvo cerca del mausoleo, Chen le dio algunos billetes al taxista y le dijo:

– Quédese con el cambio, pero no le cuente su teoría sobre el feng shui a todos sus clientes. Alguno podría ser un poli.

– Bueno, si eso sucede, le preguntaré algo a ese poli. Mi padre, al que tacharon de derechista simplemente para que su colegio pudiera cumplir con el cupo estipulado, murió durante la Revolución Cultural. Me quedé huérfano, sin estudios ni profesión. Por eso soy taxista. ¿Y a cuánto asciende la compensación que me debe el Gobierno?

Durante el movimiento antiderechista que emprendió Mao a mediados de la década de los cincuenta, se estableció una especie de cupo: cada unidad de trabajo tenía que denunciar a un número determinado de derechistas ante las autoridades. El padre del taxista debió de ser acusado por esa razón. Sin embargo, por mucho rencor que se le guardara a Mao, no debería hablarse así de los muertos.

– Las cosas han cambiado -dijo el taxista, sacando la cabeza por la ventanilla cuando ya se iba-. Ningún poli puede encerrarme por hablar de una teoría sobre el feng shui.

Y fuera cual fuese su feng shui, la fachada del magnífico mausoleo, rodeado de altos árboles verdes, había atraído a numerosos visitantes, que formaban una cola mucho más larga de lo que Chen hubiera imaginado. Todo el mundo parecía muy paciente; unos sacaban fotografías, otros consultaban sus guías de viajes, y algunos comían pepitas de sandía.

Chen se puso al final de la cola. Contemplar un cadáver a veces ayuda, al menos psicológicamente, volvió a decirse. Tenía que centrar su atención en Mao, por así decirlo, para poder entender mejor a alguien que quizás estuviera involucrado en el caso.

La zona era un hervidero de vendedores ambulantes de relojes, encendedores y todo tipo de adornos y artilugios con la figura de Mao. Chen examinó un reloj con una esfera de diseño ingenioso. Mostraba a Mao con un uniforme militar verde y el brazalete de los Guardias Rojos. Al darle cuerda al reloj, Mao saludaba majestuosamente con el brazo desde lo alto de la entrada de Tiananmen, tan eterno como el mismo tiempo.

Un guardia de seguridad se acercó a toda prisa y echó a los vendedores como si fueran moscas pesadas. Alzando un altavoz verde, instó a los visitantes a comprar flores en homenaje al gran líder. Varias personas compraron crisantemos amarillos envueltos en plástico mientras la cola entraba serpenteando en el gran patio. Chen hizo lo mismo. Además, era obligatorio comprar un folleto sobre las grandes contribuciones de Mao a China. Chen compró uno, pero no lo abrió.

Sin embargo, cuando acababan de llegar al pabellón norte, los visitantes recibieron la orden de depositar las flores bajo una estatua de Mao en mármol blanco, que se alzaba frente a un inmenso y luminoso tapiz con las montañas y los ríos de China.

– ¡Qué vergüenza! -protestó un hombre de rostro cuadrado que aguardaba en la cola-. Sólo un minuto después de que paguemos por los crisantemos. Sacan tajada de los muertos revendiendo las flores.

– Al menos no te cobran por entrar -repuso un hombre de cara alargada-. En los otros parques de Pekín, ahora hay que pagar una entrada.

– ¿Usted cree que yo habría venido si tuviera que pagar? -replicó el hombre de la cara cuadrada-. No cobran la entrada para que las colas sigan siendo largas.

Chen no estaba demasiado seguro de eso. La cola tardó al menos media hora en llegar hasta el salón de los Últimos Respetos, para entonces avanzar, finalmente, hasta el ataúd de cristal en el que yacía Mao vestido con un traje gris «estilo Mao», envuelto en una gran bandera roja del Partido Comunista chino y rodeado de varios miembros de la guardia de honor que lo custodiaban solemnemente, inmóviles como soldados de juguete.

Contrariamente a lo que esperaba, Chen quedó atónito al verlo. El presidente, tan majestuoso en la memoria de Chen, parecía ahora consumido y apergaminado. Tenía las mejillas hundidas como naranjas secas, y los labios amarillentos y muy maquillados. El poco pelo que le quedaba parecía pegado a la cabeza, o pintado.

Chen llevaba menos de un minuto junto al ataúd de cristal de Mao cuando un guardia lo instó a moverse. Los visitantes que tenía detrás se acercaban a empujones.

En lugar de avanzar hasta la sala conmemorativa, donde se exhibían fotografías y documentos sobre Mao, Chen se dirigió directamente a la salida.

Una vez fuera, el inspector jefe inspiró una bocanada de aire fresco. Los vendedores ambulantes volvieron a acercarse en tropel. Eran casi las doce, así que decidió emprender el camino hacia el lugar de su cita.

Al pasar bajo el arco de la gigantesca puerta de Tiananmen, Chen compró una entrada para el museo de la Ciudad Prohibida, porque desde allí podría tomar un atajo. Dados los constantes atascos en la avenida Changan, ir hasta el parque en taxi le llevaría mucho más tiempo.

La Ciudad Prohibida, en sentido estricto, era el recinto del palacio, el cual incluía un patio, varios pabellones imperiales, oficinas y viviendas; detrás del palacio se encontraban los jardines reales y otros complejos imperiales, no menos prohibidos para la gente corriente. Después del derrocamiento de la dinastía Qing, el palacio se convirtió en un museo, y las salas de exposiciones daban fe del esplendor de las dinastías imperiales.

Al parecer, el palacio era demasiado grande para albergar únicamente un museo, así que no tardaron en aparecer puestos de comida en los patios, junto a los senderos y en las esquinas. Distraídamente, Chen compró una vara de espino caramelizado, una especialidad callejera de Pekín. Tenía un sabor sorprendentemente ácido.

Chen comenzó a ser consciente del efecto sutil que el entorno imperial ejercía en él. Era un mundo cerrado, cargado de sublimidad divina, donde un emperador no podría haber evitado verse a sí mismo como el hijo del cielo, un gobernante excelso superior a sus súbditos, investido de autoridad sagrada y con una misión que sólo él sería capaz de realizar. Por consiguiente, el emperador era ajeno a cualquier norma o principio ético.

Así, a ojos de Mao, el movimiento antiderechista, las Tres Banderas Rojas y la Revolución Cultural, los movimientos políticos que habían arrebatado las vidas de millones y millones de chinos, tal vez sólo fueran instrumentos necesarios para que un emperador consolidara su poder. O, al menos, eso habría imaginado tras los altos muros de la Ciudad Prohibida…

Chen prefirió no entrar en ninguna de las salas de exposición imperiales y siguió su camino. Aquella mañana era el único visitante que recorría el museo sin detenerse.

No tardó en salir por la puerta trasera del museo, desde la que divisó la punta de la Pagoda Blanca en el parque de Beihai.

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