5

A primera hora de la tarde Chen llegó a la calle Shaoxing, una tranquila avenida bordeada de majestuosos edificios antiguos ocultos tras altos muros.

Era un barrio que le resultaba relativamente familiar, pues había una editorial ubicada en la misma zona. Con todo, pese a los altos muros y a las ventanas de postigos cerrados, aquellas casas parecían evocar las misteriosas e inexplicables historias que se desarrollaban en su interior.

En lugar de dirigirse directamente a la Mansión Xie, Chen cruzó la calle y entró en un pequeño café. En otro tiempo debió de ser la habitación de una vivienda, y sólo tenía tres o cuatro mesas en su interior. Una barra estrecha, con máquinas de café y varios botelleros, ocupaba un tercio del espacio. Chen miró con curiosidad el tabique construido en la parte trasera del local. Al parecer, el propietario vivía en el espacio que quedaba detrás del tabique.

El inspector jefe eligió una mesa junto a la ventana. Para la fiesta, que se celebraría a última hora de la tarde, Chen se había puesto un traje caro de tela ligera y unas gafas sin montura, y se había peinado de un modo distinto al acostumbrado. Los invitados probablemente no lo reconocerían, salvo el agente del Departamento de Seguridad Interna. Aunque Chen era conocido en su círculo, los asistentes a la fiesta sin duda pertenecerían a un mundillo muy distinto al suyo. El inspector jefe contempló su reflejo en la ventana con cierta ironía. El hábito no hace al monje, pero lo ayuda a interpretar su papel.

Una chica salió por una puerta abierta en el tabique, a través de la cual Chen alcanzó a ver una puerta trasera que conducía a un callejón. La chica, posiblemente una alumna de secundaria que ayudaba en el negocio familiar, le sirvió café con una dulce sonrisa. El café era caro, pero estaba recién hecho y tenía un sabor fuerte.

Mientras se bebía el café a sorbos, Chen marcó el número de la Asociación de Escritores de Shanghai. Una secretaria joven contestó al teléfono. Se mostró bastante cooperativa, pero sabía muy poco acerca de Diao, el autor de Nubes y lluvia en Shanghai. Diao no era miembro de la asociación y no supieron de él hasta después de la publicación del libro. La secretaria buscó en los ficheros y afirmó que al parecer habían invitado a Diao a alguna reunión literaria, pero no sabía en qué ciudad había tenido lugar. Diao no se encontraba en Shanghai, de eso estaba segura.

A continuación Chen llamó a Wang, el presidente de la Asociación de Escritores Chinos en Pekín, y le pidió que localizara a Diao. Wang prometió llamarle tan pronto como supiera algo.

Tras depositar el teléfono junto a la taza de café, Chen sacó el expediente de Xie y se puso a leer la parte en que se contaba la historia de la mansión.

Los prestigiosos edificios de esa zona habían sido testigos de numerosos cambios. A principios de la década de 1950, algunos cuadros del Partido se instalaron en las mansiones y expulsaron a la mayoría de antiguos residentes; sólo unos pocos permanecieron. La situación empeoró ostensiblemente a principios de la Revolución Cultural. En aquella época, decenas de familias de clase obrera podían tomar por la fuerza una casa grande. Cada familia solía ocupar una habitación, «actividad revolucionaria» que abolía los privilegios propios de la sociedad anterior a 1949. A principios de los noventa, se demolieron varios edificios antiguos para construir nuevas viviendas. Fue un milagro que Xie conservara intacta su casa durante todos esos años, y, según la leyenda urbana tantas veces contada en su círculo social, la conservó gracias al sacrificio de su ex mujer. Se dijo que ésta mantuvo una relación extramatrimonial con un poderoso comandante de los Guardias Rojos, el cual permitió a la familia permanecer en la casa sin que nadie la molestara. Después el matrimonio se divorció, y la ex esposa se trasladó a Estados Unidos antes de que la mansión se revalorizara.

Fueran ciertas o no estas historias, la mansión que se alzaba al otro lado de la calle ofrecía un aspecto esplendoroso bajo el sol de la tarde. Chen levantó la mirada del expediente, pero no vio a nadie acercarse aún al edificio. Decidió matar el tiempo removiendo el café con la cucharilla.

A continuación entró en el establecimiento un grupo de jóvenes escandalosos que pidieron a coro café, Coca-Cola y alguna cosa para picar. No se fijaron en él.

Unos veinticinco minutos después, Chen vio que un coche negro se detenía frente a la mansión. De él salieron dos chicas, y se despidieron del conductor con un gesto de la mano. El coche no parecía un taxi, porque no llevaba indicador en el techo. Las chicas llegaron a la puerta de entrada y llamaron al timbre. Desde donde estaba, Chen no pudo ver a la persona que acudió a abrirles la puerta. Poco después llegó un hombre en taxi y también se dirigió a la entrada de la mansión.

Chen se levantó, pagó la cuenta y salió del café.

Al examinarla más de cerca, la Mansión Xie le pareció algo destartalada y ruinosa. La pintura de la puerta estaba cuarteada y no había interfono. Al tocar el descolorido timbre, Chen tuvo que esperar varios minutos antes de que un hombre desgarbado de unos cincuenta años saliera a abrirle. El hombre inspeccionó el maletín de cuero italiano que Chen llevaba en la mano como si de una tarjeta de visita se tratase.

– ¿Señor Xie? -preguntó Chen.

– Está dentro. Entre, por favor. Llega un poco temprano para la fiesta.

Chen no sabía la hora exacta a la que empezaría la fiesta, pero los invitados continuaban llegando. Puede que muchos de ellos ni siquiera se conocieran.

El inspector jefe entró en un salón espacioso de forma rectangular, con grandes cristaleras que daban al jardín. Varios invitados charlaban de pie junto a las cristaleras, con bebidas en la mano. La fiesta aún no había empezado, y nadie se molestó en saludarlo. Chen se fijó en una mujer de mediana edad, un poco rechoncha, que no dejaba de agitar un paipay de seda. El aire acondicionado estaba puesto a una temperatura suave. A lo largo de la pared situada frente a la cristalera había una hilera de sillas, todas vacías.

En el otro extremo del salón había una sala, con puertas correderas esmeriladas. A través de una puerta entreabierta Chen vio fugazmente una falda roja. Debía de ser la sala donde Xie daba clases de pintura a sus alumnas. Al parecer, aquella tarde tenían lugar dos actividades distintas en la mansión, la clase de pintura y el baile.

Chen se acercó al grupo que charlaba junto a la cristalera. Sus integrantes eran conocidos a veces como Old Dicks en el dialecto de Shanghai, apodo que provenía del término old stick, «tipo» en inglés coloquial. En Shanghai, el nombre estaba asociado a caballeros de clase alta que en los años treinta blandían bastones con empuñaduras de latón, por eso personificaban los valores de aquella época. Ahora, en los noventa, habían reaparecido. Lo mucho que sabían sobre la vida en la década de los treinta despertaba inmenso interés y se había puesto de moda.

– Me llamo Chen -se presentó a un hombre de cabello plateado, gafas de montura dorada y un reloj de oro con cadena que le colgaba del bolsillo del chaleco-. Soy escritor.

El hombre de cabello plateado asintió con la cabeza, se ajustó las gafas de montura dorada sobre el caballete de su nariz aguileña y, sin decir ni una sola palabra como respuesta, continuó hablando con un anciano regordete.

Al parecer, Chen no era uno de ellos y nadie parecía interesado en él. Con todo, consiguió entablar conversación con otros invitados, en un esfuerzo por encajar en aquel ambiente. Les Old Dicks eran invariablemente nostálgicos, y volvían la vista al pasado como si allí se encontrara la única vida real. No dejaban de intercambiar anécdotas sobre las «buenas familias» de las que procedían ni de criticar a los advenedizos de la época actual, individuos carentes de gusto y de abolengo. Los Old Dicks no ocultaban su indiferencia ante la presencia de un desconocido que, al parecer, ni provenía de una familia ilustre ni tenía conocimientos sobre aquellos años fastuosos.

Al cabo de quince minutos, un hombre salió con paso enérgico de la sala contigua y se dirigió hacia los invitados con la mano extendida. Era un hombre de aspecto corriente y poco más de sesenta años, bastante bajo, algo gordo, de calvicie incipiente y rostro anguloso. Llevaba una chaqueta gris y pantalones negros de vestir. Hablaba con un fuerte acento de Shanghai.

– Soy Xie. No sabía que ya hubiera llegado, señor Chen. Lo siento mucho. Estoy dando una clase ahí dentro.

Xie condujo a Chen a la otra sala. Es posible que tiempo atrás fuera un gran comedor, aunque ahora la usaba como estudio para las clases de pintura. Había allí seis o siete chicas, incluyendo las dos a las que Chen había visto llegar desde la ventana del café, muy concentradas en sus tareas. Cada muchacha vestía de una forma distinta: una llevaba un pantalón de peto cubierto de pintura, otra una camiseta de talla extragrande y shorts vaqueros deshilachados y otra se había puesto un vestido veraniego y una especie de turbante en la cabeza. Tal vez fuera una escena habitual en una clase de pintura, pero ésta era la primera vez que Chen asistía a una.

Entonces reconoció a Jiao, una chica alta vestida con una blusa blanca y una falda vaquera que se hallaba junto a la ventana. Tenía los ojos grandes y la nariz recta, y su rostro, en forma de pepita de melón, recordaba levemente al de Shang. Parecía más joven que en la fotografía del expediente y, mientras retocaba su esbozo, irradiaba entusiasmo.

Xie no le presentó a las chicas, que parecían absortas en su trabajo. Tras señalarle a Chen el sofá rinconero, Xie se acercó una silla y se sentó.

– Aquí se está más tranquilo -afirmó Xie en voz baja-. El señor Shen me ha hablado muy bien de usted.

– Le comenté que quiero escribir un libro y me recomendó ponerme en contacto con usted -explicó Chen-. Sé que está muy ocupado, señor Xie, pero me sería de gran ayuda visitarlo de vez en cuando.

Venga cuando quiera, Chen. Shen fue un buen amigo de mi padre, y es como un tío para mí. Además, me ha proporcionado mucha información sobre la ropa que se llevaba en la década de los treinta. Cualquier persona a la que recomiende será bienvenida a esta casa. Me han dicho también que usted habla bien el inglés, y de vez en cuando recibimos a invitados extranjeros.

– Espero no ocasionarle ninguna molestia, ni en su clase ni en su fiesta.

– Doy clase dos o tres veces por semana. Si le interesa la pintura, puede asistir como espectador. Son clases muy informales. En cuanto a las fiestas, cuantos más seamos mejor lo pasaremos.

La chica vestida con el pantalón de peto se acercó llevando una acuarela de gran tamaño en las manos. Xie la cogió y la examinó durante unos instantes antes de señalar una esquina y decir:

– Aquí hay demasiada luz, Yang.

– Gracias -respondió la chica, dándole una palmada en el hombro con una familiaridad poco habitual entre alumnos y profesores.

Xie parecía entenderse bien con sus alumnas. Asintiendo con la cabeza, le comentó a Chen:

– En realidad, las chicas están hechas de agua.

Parecía una frase sacada de Sueño en el pabellón rojo. Tal vez Xie se viera a sí mismo como Baoyu, el protagonista encantador e irresistible de la novela clásica, de no ser porque Baoyu era joven y había nacido en una cuna de oro.

Un hombre rechoncho de mediana edad abrió la puerta e irrumpió en la estancia, seguido de una muchacha esbelta con aspecto de modelo. El hombre condujo a la chica hasta Xie.

– Ah, permítame que lo presente -le dijo Xie a Chen-. Éste es el señor Gong Luhao. Su abuelo era el rey del zorro blanco.

– ¿Rey del zorro blanco? -Chen levantó un poco la voz, perplejo.

– Bueno, mi padre trabajó en el negocio de las pieles antes de 1949. Adquirió renombre como distribuidor de pieles de zorro blanco de la más alta calidad -explicó el señor Gong, volviéndose hacia la chica-. Su abuelo estaba relacionado con la familia Weng. Quiere estudiar con usted.

– Puede entregarme una muestra de su trabajo -ofreció Xie-. Éste es el señor Chen. Un empresario de éxito, que ahora también es escritor. El señor Shen, que trabajó en el Banco de la Industria en los años treinta, me ha hablado muy bien de él.

– ¡Ah, el señor Shen! Mi padre lo conocía bien.

Al parecer, Chen aquí no era nadie, y sólo se dignaron recibirlo gracias a Shen.

Alguien empezó a hacer sonar una campanilla en el salón mientras decía a viva voz: «Es la hora del baile, señor Xie».

– Se ha acabado la clase -dijo Xie a sus alumnas-. Si queréis seguir trabajando podéis quedaros aquí; si no, podéis uniros a la fiesta.

Xie condujo a Chen hasta la fiesta que se celebraba en el salón cogiéndolo por el hombro como si fueran viejos amigos, probablemente para que los demás se fijaran en ellos.

Al entrar en el salón el inspector jefe creyó retroceder en el tiempo: sonaban melodías populares en los años treinta. Chen reconoció una de las canciones porque la había oído en una antigua película de Hollywood. Había bastantes invitados; muchos debían de haber llegado mientras Chen hablaba con el anfitrión en la otra sala.

Xie no dejaba de saludar y de presentar a los invitados, tras dirigirse brevemente a cada uno de ellos. Aun así, se las arregló para cuidar en todo momento de Chen, aprovechando la menor oportunidad para recalcar que era conocido del señor Shen. A nadie parecía interesarle el aspirante a escritor y su presencia en la fiesta no había despertado ninguna sospecha. Al haber tratado en varias ocasiones con hombres de negocios, Chen era capaz de hablar como uno de ellos. Curiosamente, ninguno de los allí presentes resultó ser un auténtico empresario.

Entonces comenzó el baile. La mayoría de los invitados ya se conocían. Había algunas parejas que bailaban muy bien y que sin duda acudían a la mansión Xie con el único propósito de bailar. Chen pensó en sacar a alguna invitada a bailar, pero se echó atrás. Aunque había ido a clase de bailes de salón, apenas había tenido ocasión de practicar. Prefirió quedarse sentado, solo, en una de las sillas alineadas junto a la pared. No le pareció mala idea tomarse un respiro y observar lo que sucedía a su alrededor. Entonces le vino a la mente una palabra inglesa, wallflower, literalmente «flor de pared», que suele emplearse para describir a una mujer a la que nadie saca a bailar, pensó Chen no sin cierta ironía.

El anfitrión estaba ocupado poniendo un disco tras otro. En lugar de un reproductor de cedés, tenía un viejo gramófono y un montón de discos antiguos. Xie limpiaba cada disco cuidadosamente con un pañuelo blanco de seda, como si fuera el objeto más valioso del mundo.

La fiesta no le pareció a Chen demasiado especial. Los invitados parecían habitar un mundo cerrado, donde sólo tenía cabida la nostalgia. Bailaban lentamente al lánguido compás de la música y se deleitaban rememorando anécdotas sobre glorias pasadas, sin mostrar el menor interés en lo que sucedía en el mundo actual. ¿Qué sentido tenía este comportamiento?, se preguntó Chen.

Pero ¿qué otra cosa podían hacer? Sus «mejores» años ya habían pasado, y ahora intentaban aferrarse a la ilusión de que sus vidas tenían algún sentido, algún valor. Tal y como se preguntara Zhaungzi mucho tiempo atrás, «si tú no eres un pez, ¿cómo puedes saber qué les gusta a los peces?». Aquello no incumbía a un poli.

Chen vio de nuevo a Jiao. La muchacha se había sentado sobre el brazo del sofá en el que se hallaba Xie. Hablaron durante un par de minutos, casi susurrando. Jiao parecía muy amable con Xie, pero la mayoría de las chicas lo eran.

La muchacha llamada Yang se acercó entonces a Chen, vestida aún con el pantalón de peto, y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa, sacudiendo la cabeza en señal de disculpa. Ella lo entendió y se dirigió a otro hombre. Cada vez hacía más calor en el salón.

Al cabo de un rato, Chen volvió a entrar en el estudio sin ser visto. Si dejaba la puerta corredera entreabierta podría ver lo que sucedía en el salón. Entre los invitados que ahora bailaban podría estar el agente de Seguridad Interna, pero no era algo que preocupara demasiado a Chen. A continuación se dirigió al cuadro en el que trabajaba Jiao. Lo impresionó: del brazo de una muchacha brotaba un jacinto que se perdía en la oscuridad de una noche iluminada por luces de neón. Chen se fijó en las revistas que había encima de una mesa colocada en un rincón junto al sofá, la mayoría publicadas en los años treinta. Se sentó en el sofá y comenzó a hojear un álbum de pintura.

Para su sorpresa, Jiao entró en el estudio calzada con chapines de tacón alto y sujetando un vaso largo y estrecho en la mano.

– Hola, usted es nuevo aquí, ¿verdad?

– Hola. Me llamo Chen. Es la primera vez que vengo.

– Yo soy Jiao. Me han dicho que es novelista.

Tal vez Jiao hubiera oído su conversación con Xie, o éste le hubiera hablado de Chen hacía pocos minutos.

– No, llevo muy poco tiempo escribiendo -explicó Chen.

– ¡Qué interesante!

Ésta resultó ser la respuesta más habitual cada vez que Chen revelaba su nueva identidad. Sin embargo, en lugar de irse, Jiao se sentó sobre una pierna doblada, en la silla que antes había ocupado Xie. La muchacha no dejaba de darle vueltas al vaso que tenía en la mano, y parecía encontrarse a gusto junto a él en el estudio.

– La gente que está en el salón me parece horrible. No es mala idea tomarse un respiro aquí -dijo ella, mientras una sonrisa bailaba en sus grandes ojos-. Según el señor Xie, usted es un empresario de éxito. ¿Por qué quiere cambiar de profesión?

Era una pregunta para la que se había preparado, aunque nadie se la hubiera hecho hasta entonces.

– Bueno, yo me pregunto otra cosa. La gente está muy ocupada ganando dinero. Es cierto, necesitan el dinero para vivir, pero ¿pueden vivir rodeados de dinero?

– La gente hace dinero, pero el dinero también hace a la gente.

– Una observación excelente, Jiao. Por cierto, he olvidado preguntarle a qué se dedica usted, o su ilustre familia, ya que aquí todo el mundo saca a relucir sus orígenes familiares.

– Me alegra que usted no lo haya hecho. Y, por favor, no empiece a hacerlo ahora. Quiere escribir sobre el pasado, y no vivir en él -afirmó Jiao, llevándose el vaso a la boca. Tenía los dientes muy blancos, ligeramente irregulares-. Pero ¡fíjese en la coincidencia! He ganado algo de dinero trabajando en una empresa, igual que usted, así que ahora hago lo que quiero: recargar las pilas durante un periodo no muy largo.

No le sorprendió demasiado la respuesta: Jiao debía de haber respondido lo mismo muchas otras veces. Sin embargo, las palabras de Jiao no le parecieron convincentes, conociendo el historial laboral de la chica. El personaje que Chen interpretaba tenía su propio negocio, y bien podía haber ahorrado lo suficiente para «ser escritor». Sin embargo, Jiao había trabajado de recepcionista en una empresa por un sueldo muy bajo.

– En la sociedad actual, no es fácil para una chica joven y guapa como usted alejarse valerosamente de las rápidas olas -dijo Chen parafraseando un proverbio, como haría un escritor en ciernes-. El señor Xie debe de ser un profesor maravilloso.

– En casi todas sus obras pinta las antiguas mansiones de la ciudad. Le apasiona este tema. Con sus pinceladas dota de trascendencia a todo lo que ve. Cada uno de los edificios que plasma en sus cuadros parece tener una historia que reluce a través de sus ventanas. Es realmente fascinante. Además tiene muy buena técnica, por supuesto, y un enfoque muy personal.

– Lo que dice es muy interesante -afirmó Chen. Ahora le tocaba a él recurrir a una respuesta trillada-. ¿Cuánto tiempo hace que asiste a sus clases?

– Alrededor de medio año. Xie es muy popular. -Mientras se bebía el vino a sorbos, Jiao cambió de tema-. Hábleme de lo que está escribiendo, señor Chen.

– Trata de la antigua Shanghai, en concreto en los años treinta. Por eso me recomendaron ponerme en contacto con Xie.

– Sí, es la persona más indicada para ayudarlo en un proyecto de este tipo. Y éste es también el lugar más indicado -añadió, levantándose-. Ahora que hemos descansado un poco, salgamos a bailar. Puede que le sirva para su libro.

– Bailo muy mal, Jiao.

– Aprenderá enseguida. Hace un año yo ni sabía la diferencia entre un paso a dos y un paso a tres.

Quizá fuera verdad. En aquella época, Jiao aún tenía un empleo mal pagado y vivía sola. Carecía de vida social.

Volvieron a la fiesta y se dirigieron a la «pista de baile». Jiao era una pareja de baile experta y paciente, y Chen no tardó demasiado en dejarse llevar por ella. El inspector jefe no bailaba con excesiva soltura, pero tampoco lo hacía mal del todo. Girando sobre sus chapines de tacón alto, Jiao se movía con elegancia. Su melena, negra y resplandeciente, contrastaba con las blancas paredes.

Era un atardecer de verano. Al asirla por la fina cintura, Chen se fijó en que Jiao se había desabrochado el primer botón de la blusa y lucía un escote seductor. Una melodiosa balada envolvía las suaves fantasías de la mansión. Jiao lo miró. Algunos mechones de su cabello rozaron el rostro de Chen, mientras una luz tenue arrebolaba sus mejillas con pinceladas de pintor. Chen pensó súbitamente en lo que había leído sobre Mao y sobre Shang, en otra majestuosa mansión como ésta, en la misma ciudad…

«En el palacio celestial, ¿qué año es este año?» Un fragmento de un poema de la dinastía Song le vino fugazmente a la memoria, mientras ella le cogía la mano.

– No lo hace nada mal -dijo Jiao acercándole los labios, tan suaves, a la oreja, mientras evaluaba con seriedad fingida sus cualidades como pareja de baile.

– Perfecto -dijo Xie, deslizándose junto a ellos en los brazos de la mujer de mediana edad.

– Me lleva muy bien -respondió Chen.

– Por cierto, algunos invitados están jugando al Monopoly, un juego fascinante. Todo en inglés, por si le apetece unirse a los jugadores.

Era un juego occidental muy popular, del que Chen había oído hablar. No se sorprendió de que lo jugaran ahí, pero le recordó los versos de Li Shangyin sobre otro juego, en otra fiesta.


Aquí, el juego del gancho oculto en la palma de la mano

entre los asientos, el vino caliente de la primavera,

la luz de las velas rojas, y el juego

de la servilleta, en grupos.


En cierta ocasión, cuando se sentía como un intruso mientras se hallaba junto a otros que disfrutaban de una noche feliz, el poeta de la dinastía Tang compuso este poema, lamentándose de «carecer de las alas poderosas de un vistoso fénix» para volar hacia su amor lejano, y se comparó a «una planta rodadora que gira y gira» sin ningún objetivo. Al menos escribió algunos versos maravillosos gracias a aquella experiencia. ¿Acaso podía Chen decir lo mismo?

La noche fue transcurriendo entre bailes, copas y melodías…

Chen no bailó demasiado tiempo. Prefirió hablar con otros invitados, entre los que estaba el hombre de cabello plateado, gafas de montura dorada y reloj de oro de bolsillo, el señor Zhou, de la ilustre familia Zhou que monopolizó la importación de vino tinto en los años treinta. Zhou acabó mostrándose cordial después de conocer la conexión entre Chen y el señor Shen.

– Xie es un almohadón bordado relleno de paja -comentó Zhou-. ¡Menudo perdedor! Pero el señor Shen pertenece a la auténtica clase ancestral, viene de una destacada familia de banqueros y él mismo es, además, un hombre muy erudito.

A Chen le sorprendió oír una crítica tan dura sobre el anfitrión y musitó una frase vaga como respuesta. Al parecer, había Old Dicks y Old Dicks.

Alternando conversaciones y bailes, Chen consiguió aguantar hasta el final de la fiesta. Cuando la melodía de «Auld Lang Syne» descendía sobre la sala semidesierta y Xie se frotaba los ojos adormilados, Chen decidió marcharse junto a Jiao y varias chicas más.

Se despidieron en el exterior de la mansión. Chen se fijó en que un coche lujoso aguardaba a una de las chicas. Jiao y otra muchacha apodada Oropéndola Dorada compartieron un taxi, puesto que no vivían lejos la una de la otra. Jiao le hizo un gesto de despedida bajo la noche estrellada. Chen esperó a otro taxi.

De pie en la acera, solo, le pareció oír las notas de un piano procedentes de una ventana abierta en alguna parte de la tranquila calle. Finalmente optó por recorrer la calle Ruijing hasta la estación de metro. No había sido un comienzo demasiado malo, reflexionó mientras paseaba.

Era imposible formarse una idea sobre Jiao tras un único encuentro. Chen no podía descartar la posibilidad de que fuera la amante de algún hombre rico, pero al menos no la esperaba ningún coche al final de la fiesta. Un «bolsillos llenos» habría enviado un coche a recogerla. Y tampoco recibió ninguna llamada de teléfono durante la fiesta. Era una muchacha lista y vivaz, y no le pareció que fuera la «pequeña concubina» de nadie.

En cuanto a Xie, Chen no lo veía como un almohadón relleno de paja. Más bien parecía interpretar un papel para aportar sentido a su vida. Tal vez, tras haber desempeñado el mismo papel durante tantos años, su identidad ficticia se hubiera apoderado de él.

Chen se sorprendió al percatarse de que no dejaba de tararear un fragmento de «¿Cuándo puedes volver?», una de las piezas nostálgicas que Xie había puesto en la fiesta.

El inspector jefe también iba a interpretar un papel, aunque sólo durante dos semanas: el de un romántico aspirante a escritor. Algo que el agente del Departamento de Seguridad Interna probablemente ya habría comunicado a sus superiores, tras verlo bailar con Jiao.

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