LXX

El tercer día de mis investigaciones me despertó de mañana un águila de la especie de hipaetos, que con sus alas cortas vigilan los bosquecillos romanos. Debí quedarme dormido, rendido por tanto leer y, con la apacible aurora, entró en mi aposento la brisa matutina. ¡Cómo me asusté cuando vi al ave extender sus alas ante mí y picotear con su pico corvo que le impide beber, los escritos que yacían dispersos en mi mesa. Aturdido por el ligero sueño y el brusco despertar de los sentidos, agité los brazos a mi alrededor y la mensajera de Zeus buscó la distancia. Desdeel repecho de la ventana seguí con la vista sus aleteos ditirámbicos hasta que desapareció silenciosamente entre los oscuros árboles del Aventino.

Hasta entonces no descubrí la destrucción que las garras y el pico del águila habían causado en los escritos del alejandrino. Con la palma de la mano alisé la superficie de las páginas dañadas. El ave había dejado profundas huellas en los pellejos e involuntariamente empecé a buscar las palabras faltantes, una ardua empresa no exenta de tensa expectativa. De este modo, entre las sabias enseñanzas de los egipcios y los griegos, tropecé con un legajo de pellejos, cada uno de los cuales tenía en su parte superior el signo del dios serpiente Asclepio. Parecían muy viejos y frágiles y bastaba un grosero manotazo para destruir las líneas desleídas, de manera que hice trabajar mis manos con el máximo cuidado.

Los escritos se habían originado misteriosamente en la isla Cos, donde funcionaba la escuela de médicos de los asclepianos, hombres sabios, herederos del hijo apolíneo. Allí, en un bosquecillo del radiante dios, todos habían depositado su saber con humildad y aun cuando se decía que conocían un remedio seguro para cada enfermedad, más aún, la llave de la vida eterna, fueron muriendo uno tras otro, cuando consideraron llegado su tiempo. Hace tiempo que el dios se ha afincado en Roma por orden de las sibilinas, pero el conocimiento secreto permaneció en la isla, custodiado por los sacerdotes y el águila de Zeus se me antojó una advertencia para que me abstuviera de leer los escritos y penetrar en sus conocimientos secretos. Sin embargo, la curiosidad que caracteriza a los ancianos como a las pequeñuelas, fue demasiado poderosa y empecé a husmear como un sabueso que ventea al tejón, proveedor de grasa, en su cueva. Tuve suerte en mi búsqueda.

Aun cuando escrito en griego y adulterado, reconocí el nombre de mi padre Cayo Julio César y el de Sila y Pompeyo, y comprendí que allí un vidente vaticinaba en tiempos remotos acerca de los conductores de Roma, más aún, que una hilera de números fijaba con la aproximación del día, la edad que alcanzarían. Atribuía a Pompeyo 58 años, a Sila 60, pero al Divus Julius le pronosticaba que no llegaría a terminar sus 56 años, como le estaba predestinado. El corazón empezó a latirme a un ritmo desenfrenado y la sangre zumbé en mis sienes como viento huracanado entre la fronda de los robles, pues cabía suponer que encontraría asimismo mi nombre en la lista de vaticinios.

Como si con la muerte de mi divino padre hubiera concluido un capítulo de la historia romana, la enumeración concluyó en este pergamino con el nombre de Cayo Julio, pero no sin hacer referencia a una siguiente página. La busqué con mano trémula, temeroso de hacerlo y tentado de olvidarlo, pero temí matar en mí toda esperanza. Revolví los frágiles pergaminos como un loco, de manera que los que estaban más abajo quedaron arriba, aparté los ya vistos y en verdad tropecé con mi nombre atacado por el pico corvo del águila: Cayo Julio César Octaviano, el primero de una nueva serie.

¡Cómo me asustó, cómo me golpeó el destino cuando me percaté de lo inconcebible! En ese pasaje en el que se hacía una relación de los años y días de mi carrera, había un agujero abierto por el corvo pico del hipaetos y en ese momento se me antojó que el águila no había devorado un fragmento del pergamino enmohecido, sino un trozo de mí, años de mi existencia, como aconteció con el hígado de Prometeo, hijo de titanes. Desde ese instante estoy sumido en la sordera, un no poder oír de ese tipo que amortigua las voces a mi alrededor y los ruidos diurnos para hacer más sonoro un fragor parecido al de un torrente al borde de los Alpes.

Al principio, creí poder vivir sin el rumor de voces a mi alrededor, de modo que no me lamenté por mi repentina sordera, pero el hervor, el borboteo y los bufidos que percibo en los conductos auditivos me hacen enloquecer. Por momentos golpeo la cabeza contra la mesa o las jambas de la puerta con la esperanza (hasta ahora infructuosa) de que la conmoción me hará recobrar la audición y desaparecerá este rumor atroz. Este inexplicable murmullo de aguas turbulentas casi no me deja conciliar el sueño, las noches se me antojan interminables y los pensamientos que vuelven a poblar mi mente una y otra vez me atormentan durante la vigilia. Cavilo si ese constante zumbido y fluir en mis oídos no es una imperiosa señal de los dioses que dan a conocer al mortal en sus últimos días el decurso de la vida, hasta que se extingue silenciosamente en la muerte.

Musa, quien halla una explicación para todo, habla de una pérdida de la audición y vierte a gotas aceite hirviente en los conductos de mis oídos. El dolor me hace gritar como un retiario al hincarse en sus carnes el tridente del adversario. Musa asegura con muchos ademanes que es el único recurso que promete curación. ¡Júpiter, qué hubiera dado en mis años mozos por escapar del palabrerío a mi alrededor y ser sordo a las sugerencias de dudosos consejeros, que, ya sea por la vía escrita u oral, no podrían expresarse de manera más torpe! No oculto que hasta me irrita el olor rancio de las formas de expresión anticuadas y el perfumado y alechugado estilo de mi amigo Mecenas. Pero son peores aún los poetas parleros, esos muertos de hambre: abruman al César con sus desbordamientos en la esperanza de que su pensión honorífica los librará de luchar por su diario sustento.

A todo aquel que algún día ocupe mi lugar, no le puedo aconsejar sino que sofoque su entusiasmo por la palabra de un poeta, pues así como la amable primavera trae consigo a los molestos mosquitos, los poetas se convierten en una plaga con su interminable garrulería. Si tienen un traspié, sólo ellos sufren el daño, pero un desliz de sus lenguas puede llegar a tener consecuencias devastadoras, como lo demuestra el ejemplo del indiscreto desterrado de Tomi. La exteriorización de sus constantes desbordamientos se vuelve una carga para ti y llegas a hartarte de sus loas después de centenas de repeticiones. Sin embargo, sordo a todo sonido como me encuentro en el presente, nada deseo con mayor ardor que escuchar su palabrerío, pues el silencio escogido por propia voluntad es una inspiración, pero el silencio impuesto, un castigo que te colma de angustia. Empiezo a morir.


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de escribir, estoy desconcertado: una pérdida de la audición ha dejado sordo al emperador. Camina pesadamente de un lado al otro sin poder oír y, aunque no está privado del habla, rehúsa usar su voz. Todo esto lo hace aparecer inquietante, inaccesible. Debo retractarme de lo dicho con anterioridad: a pesar de todo, creo que el César es un dios y, si no lo es, al menos está en camino a la divinidad. Sólo los dioses sufren tan cruel destino. Desde hace cierto tiempo me tortura la conciencia. Pienso si no cometo sacrilegio al leer los pensamientos secretos del Divino antes de archivarlos en mi escondrijo, pero esos pergaminos diarios son como un dulce veneno que crea adicción. Aun si la conciencia me lo ordenara, no podría dejar de hacerlo. Aguardo con avidez el recibo del próximo escrito del César.

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