III

¡Bailad, amigos, golpead la tierra con vuestros pies y lanzad gritos jubilosos! ¡Mirad cómo corren, saltan y arrojan la jabalina los jóvenes, ved cuánta es su alegría y cómo gozan en competencia gimnástica! ¡Ved a Caronte, el huesudo barquero con su cabellera de sierpes, cómo huye de las sibilantes lanzas!

Pasé el día en los Juegos Gímnicos que los griegos celebran en mi honor cada cinco años. ¡Qué extraño designio que el destino me concediera aún este día en que los jóvenes (a diferencia de lo que ocurre en Roma, donde la competencia ha degenerado en servicio de esclavos) se pasean desnudos en la rueda de los dioses y de los héroes, cada uno un Apolo, un Apolo que Mercurio vence en la carrera y a Ares y a Forbas en pugilato. Ved la velocidad que despliega Hermes, ved su vigor. Gimnasios y palestras llevan su nombre. Ved a Hércules, el pancracio, que se mide en combate con monstruos, y a Teseo, que domina todas las tretas en la lucha y el pugilato, y a Jasón, campeón en cinco competencias seguidas. Estos son los juegos de los griegos. Me estremezco cuando pienso en los juegos romanos o en lo que los romanos llaman juego.

Panem et circenses. Creo que los romanos harían César a un burro siles prometiera vientres saciados y ojos gratificados. Ya no es menester que Hércules domine monstruos, ni que Agamenón envíe su flota a cruzar el mar, hasta los terribles elefantes de Aníbal han sido domeñados. En el presente los romanos buscan a sus héroes en el circo, y los juegos, que en otro tiempo fueron un acto sagrado de acuerdo con el modelo griego, han degenerado en puro pasatiempo, en vicio y pecaminosidad que no pone barreras ni a las honorables matronas. So pretexto de honrar a los dioses inmortales, los romanos ansían juegos más novedosos y descabellados.

¡Por Júpiter! ¿Qué hay de pío en que toros salvajes claven sus astas en un gladiador, que su sangre salpique por doquier y los leones se ceben con sus entrañas? ¿Qué hay de pío en que durante las Floralias mujeres casadas se desnuden y recorran la ciudad pintarrajeadas como egipcias y realicen movimientos obscenos ante la gente? ¿Llamáis pío que en las Saturnales, cuya duración es de siete días y otras tantas noches, el amo comparta su lecho con la esclava y el esclavo con la señora de la casa? Si que es una rara piedad usar de pretexto las Liberales para mostrar a las mujeres penes descomunales. Era Pío exponer al fuego en esas ocasiones pasteles votivos y un particular signo de piedad que los romanos escupieran frijoles negros para ahuyentar a los lemures, pero estos antiguos ritos cedieron paso a los excesos eróticos. La piedad fue desplazada por la lujuria. Cien días de feriae en el año incitan a buscar cada vez más innovaciones, y muchos van de una fiesta a la otra tambaleantes por la ebriedad.

Entendedme bien, jamás fui un detractor de los goces de la vida, agité con pasión el cubilete y no vacilé en viajar a la provincia griega para asistir a sus certámenes literarios, pero lo que en suelo romano se designa ludi ya no tiene nada en común con el origen aqueo, es más farsa que imitación. Ningún pueblo de la tierra tributó mayores honras a sus juegos y a sus participantes que los helenos, independientemente de que la rama de olivo se otorgara por el sublime arte del canto, el drama o la rauda carrera. Así mensuraban aquellos para quienes la historia de su pueblo era sagrada, el período después del turno cuadrienal de sus juegos más importantes, y a ese lapso de tiempo no lo designaban según el nombre del conductor del pueblo, como haremos nosotros, que imponemos los nombres de nuestros cónsules, no, los griegos ponían a esos intervalos el nombre del campeón en la competencia de la disciplina más aclamada. Uno de estos "pies ligeros", como se los suele llamar aún hoy en día en la provincia aquea, "honrado como un atleta", era comensal vitalicio en el pritaneo, en el teatro se codeaba en la orchestra con los personajes más encumbrados del Estado, se cantaban sus logros en versos y su imagen era esculpida en mármol.

He visto con mis propios ojos las estatuas de los campeones de Olimpia y leído acerca de sus proezas inscritas en bronce y en mármol: las de Pulidamas, el vencedor del pancracio, que comprendía lucha, pugilato y carreras de cabalos y de carros. Se dice que era tan fornido que dominó con sus manos a un león en lo alto del Olimpo y mantuvo asido a un toro por las extremidades posteriores hasta que al animal se le desprendieron las herraduras. Con la fuerza de sus músculos consiguió detener los troncos de un auriga y le impidió continuar la carrera. Tanto confiaba en su ursino vigor que pretendió detener el derrumbe de una caverna de piedra con sus brazos, y su temeridad le costó la vida. Vila estatua de Timantes de Cleonas, un luchador experto en todas las disciplinas como Pulidamas, que a diario tendía un arco de grandes dimensiones para probar sus fuerzas, y el día en que estas le fallaron encendió una hoguera y se arrojó en ella. También vila estatua de Teagenes, venerada por los griegos y a la cual se atribuye la virtud de realizar curaciones milagrosas. Cuando apenas tenía nueve años, se dice, el rapaz cargó sobre sus hombros la estatua de un dios y la llevó a su casa, y cuando se hizo hombre su ambición de descollar en las competencias deportivas lo llevó de victoria en victoria. Durante su vida, Teagenes obtuvo 1.400 coronas en carreras, boxeo y todas las destrezas imaginables. Lo recuerda una estatua de bronce. Aun después de muerto Teagenes, un atleta que nunca había podido vencerlo flagelaba noche a noche el bronce, hasta que la estatua se desprendió del pedestal y aplastó a su profanador. De acuerdo con la ley draconiana, que castigaba con el destierro aun a los objetos inanimados, los eleos echaron la estatua al mar, pero a partir de ese momento la tierra de Olimpia no dio más frutos y la gente acudió a Delfos para pedir consejo a Apolo. El omnisciente les respondió por boca de la pitia que la tierra no volvería a ser fecunda hasta que rescataran a Teagenes con todos los honores. Los pescadores zarparon en sus barcas y tendieron las redes en el fondo del mar hasta encontrar lo que buscaban, llevaron la estatua a tierra y la colocaron en su lugar original. Aconteció entonces lo vaticinado por Apolo: la tierra se cubrió de verdor y dio nuevos frutos.

Los griegos no conocen la crueldad sanguinaria de nuestros juegos, y les repugna. En este sentido soy más griego que romano, pues no quiero ni puedo ver sangre. Me provoca náuseas y vómitos. La sola idea de vientres abiertos y cuerpos desmembrados me revuelve las entrañas. Pero esto es precisamente lo que los romanos quieren ver. ¿Por qué soy tan distinto a ellos?

Cuando era joven y recibí la herencia de mi divino padre, Atia intentó acostumbrarme por la fuerza a ver sangre fresca, y me obligaron a presenciar los sacrificios practicados por el sacerdote en honor a Júpiter Capitolino. Con mano rápida clavaba el cuchillo en el cuello del toro atado y la sangre manaba entonces como un torrente en las fuentes colocadas más abajo, en cuya superficie se formaba espuma de claras burbujas. El olor dulzón y las ropas ensangrentadas del sacerdote me provocaban violentos escalofríos. Más de una vez perdí el sentido y tuvieron que llevarme fuera del templo.

No dudo de las buenas intenciones de mi madre cuando me mandaba asistir una y otra vez a esas ceremonias cruentas, y un día que me rebelé me acompañó al templo de Júpiter Capitolino, para darme un ejemplo de su valentía. Pero sucedió que ese día Lucio Sulpicio, el veterano y diestro sacerdote encargado de los sacrificios, fue reemplazado por un joven inexperto. Se llamaba Severo y realizó su tarea con tan poca destreza que la sangre saltó de la garganta del toro en un chorro que describió amplia parábola y manchó la túnica de Atia a la altura del pubis. Desde entonces evité presenciar sacrificios en el templo, más aún, solo pensar en sangre fresca me hace brotar sudor en la nuca y me pone la carne de gallina. Tenía la esperanza de que la repugnancia por la sangre moriría de muerte natural a medida que avanzara en edad (no hay mejor médico para el alma que el tiempo) pero me equivoqué. Hasta el día de hoy la vista de la sangre me perturba, porque recuerdo a mi madre con sus ropas manchadas, y por esta razón aborrezco los juegos romanos.

Aborrezco las sanguinarias orgías con animales y personas, pues no son otra cosa los espectáculos en nuestros teatros. Alaridos mortales y lamentos de dolor resuenan en las galerías, donde antes el público escuchaba lleno de respeto y emoción la palabra del poeta y por todas partes campea el maligno placer de ver morir. Cuando el gladiador levanta su espada para hundirla en el cuerpo del adversario derrotado, cada romano se siente héroe. ¡Ay, si Horacio no hubiese pronunciado jamás las sublimes palabras Dulcet decorumst pro patria mori! Hoy se muere por diversión, para regocijo de las masas. Morir por la patria se considera una estupidez, algo que se les deja a los mercenarios extranjeros. ¿Quién mueve aún una mano por amor a la patria?

Ha quedado demostrado, por otra parte, que la prohibición de estos bárbaros juegos seria algo tan insensato como prohibir a los romanos comer y beber, pues ludi et circenses se ha convertido para muchos en la razón de su vida. En curiosa armonía se mezclan en las gradas ricos aburridos y chusma a la que le espanta el trabajo, para gozar juntos de la borrachera de la sangre, y las diferencias de clase, con harta frecuencia motivo de disturbios y guerras civiles, desaparecen ante las miradas ávidas. Aunan sus gritos en demanda de sensaciones más novedosas, y yo me pregunto: ¿cómo concluirá todo esto? ¿Cómo se satisfará en el futuro la sed de sangre de los romanos? ¿Qué espectáculo atroz espera ver aún la gente cuando ya luchan hombres contra animales, mujeres contra hombres, senadores contra esclavos?

El pasado enseña que la sangre siempre exige más sangre, así como la guerra exige nuevas guerras.

Hace precisamente un centenio *, Lucio Sila mandó a los arqueros mauritanos abatir leones salvajes en el circo, y a la vista de las bestias agonizantes muchos creyeron que nada podría superar semejante despliegue de crueldad. ¡Craso error! Pompeyo envió a la arena a dieciocho elefantes y los enfrentó a criminales condenados, provistos de una lanza como única arma para luchar por su vida… al menos eso creían los infelices, pero ninguno sobrevivió. Irritados por su propia sangre y el ataque de los reos empeñados en clavarles sus picas en los ojos, los paquidermos dieron horrenda muerte a sus provocadores. Cicerón se lamentaba en aquel momento, preguntándose cómo una persona culta podía encontrar divertido que un hombre débil fuera destrozado a la vista de todos por una enorme bestia o que un magnifico espécimen de la fauna exótica fuese atravesado por una pica.

Hoy me inclino a creer que Pompeyo obraba con deliberación. No le importaba tanto la dudosa diversión de la gente como el poder absoluto. Pretendía que los romanos se acostumbraran a ver sangre, un espectáculo que se tomó cotidiano durante la guerra civil. Ya pasó el tiempo de las guerras civiles, y también las guerras con otros pueblos se nos han vuelto ajenas como nunca, pero no nos libramos del espectáculo de la sangre. Ciertamente, parecería ser que la sangre en el circo es un sustituto de la sangre no derramada en el campo de batalla. Esto es un sacrilegio. La sangre que tan poco nos preocupa dentro del propio cuerpo, aun cuando nos mantiene vivos, despierta un placer morboso cuando mana de la carne de otro, del cuerpo desnudo e inerme de un semejante. Esto es inicuo. Los romanos estamos embruteciendo con enfermiza pasión, el César ha degenerado en animal de guía de una feroz manada. ¡Qué ignominia! ¡Oh, qué verguenza ser emperador de semejante pueblo!

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