De mis sentidos decadentes, el olfato parece el menos afectado, pues el hedor producido por mis excrementos acumulados durante tres días, me ha impedido volcar en el papel mis pensamientos, hasta que inesperadamente moví los intestinos. En un comienzo, al arreciar las contracciones, su asqueroso flujo fue incontenible. Bueno, Musa facilitó las labores previas con bebidas aceitosas. Para mí, que desde hacía días me pesaba el abultado abdomen como una roca, el acontecimiento fue una liberación. Ahora puedo concluir lo que la evacuación interrumpió de manera tan brusca.
De la temible flota de Sexto Pompeyo habían quedado diecisiete naves, con las que el rebelde escapó a Mitilene, en la isla de Lesbos. Desde allí se dedicó a asolar el Mediterráneo oriental y se convirtió en enemigo de Marco Antonio. En su séquito se encontraba entonces Marco Ticio, un personaje fluctuante en lo concerniente a sus ideas políticas, un hombre que ora estaba de este lado, ora de aquel, según quien le ofreciera las mayores ventajas. En esos días era partidario de Antonio, gobernaba la provincia de Asia por su encargo y tenía orden de impedir que Sexto Pompeyo se pasara al bando de los partos con el lastimoso resto de su flota. El rebelde lo intentó de todos modos, cayó prisionero y fue ejecutado por orden de Antonio.
Aquel Marco Ticio, ejecutor de la condena, se volcó a mi lado poco después junto con su tío Planco. Ambos alegaron haber sido ofendidos en su honor por Cleopatra. De hecho, hablaron del honor, una palabra que sólo conocían de oídas, pero a mí no me preocupaba mucho, por cuanto ambos me eran de gran utilidad para los planes que tejía contra Marco Antonio.
El mal olor me impide pensar. Livia mandó asperjar agua perfumada y rehúsa entrar en mis aposentos. Invaden el palatium repugnantes miasmas, que, comparadas con la fetidez de cualquier lupanar del circo, se diría de esta que proviene de un florido prado en primavera.