Noches cálidas. Me he retirado a un cenador, custodiado por dos pretorianos. La lamparita parpadea acogedora. El estridente chirrido de las incansables cigarras, mezclado con el rumor de la algazara circense que llega hasta aquí, me lastima los oídos. ¿Será realmente el último verano que me concederán los dioses? Siempre he preferido el verano a las demás estaciones. La primavera y el otoño (ni que hablar del atroz invierno) sólo puedo soportarlos con mucha vestimenta de abrigo y trapos para envolverme las piernas y los brazos. Más de una vez creí que me quedaría congelado, cuando entumecido por el frío inclemente no lograba realizar movimiento alguno con mis miembros. Hoy, en cambio, envuelto en cálidas mantas, me siento rodeado de bienestar.
El caos del Estado sigue siendo un espejo de sus conductores. Al recordar los días de mi primera edad viril reconozco la desorientación por todos lados, si bien en gran medida, se mantuvo oculta al pueblo al menos en cuanto se refería a los asuntos privados de sus gobernantes. Quiero decir que la crisis del Estado son en su origen crisis personales de los dirigentes. Si en aquel entonces yo, Antonio y Lépido, hubiéramos gozado de aquel equilibrio anímico que Epicuro llama la dicha suprema, los destinos del Estado hubieran seguido otro derrotero. Por el contrario, a la cabeza del Estado no hubo sino tres individuos caóticos, yo incluido. A duras penas, y en vano, tratamos de aferrarnos el uno al otro mediante pactos y alianzas, como si estas tuvieran la virtud de convertir en amigos a los enemigos. Lo correcto es lo contrario: las alianzas se celebran entre enemigos, pues los amigos no necesitan de pactos.
Yo, Imperator Caesar Divi Filius, Antonio y Lépido buscamos nuestra salvación en el triunvirato que renovabamos esperanzados cuando surgía una nueva crisis. Esto me recuerda la conducta de ese tonto animal que al acercarse un enemigo esconde la cabeza porque de ese modo cree tornarse invisible. ¡Júpiter, qué ingenuo fui al participar de ese juego pueril! ¡Pero decidlo a un joven de veinticinco años, que sobre los fundamentos de su confusa juventud se propone erigir un nuevo edificio estatal!
Yo era el menor en aquella constelación trina. Antonio hubiera podido ser mi padre y Lépido mi abuelo y naturalmente, el intento de anudar nuestro destino personal mediante lazos familiares tuvo un deplorable fracaso. ¡Como si los hijos y los sobrinos pudieran quitar del camino las piedras que se echaron recíprocamente a los pies de sus padres y tíos! De nada servía que cada cual estuviera ligado con todos por lazos de parentesco: Lépido era el suegro del hijo de Antonio. A mi me correspondía el lugar de yerno de Antonio; Junia, la esposa de Lapido, era hermana de Bruto y cuñada de Casio, los que mataron a mi divino padre Julio. Según ha llegado a mis oídos, Junia, la cuñada, vive aún y me aventaja en edad unos cuantos años. Se dice que logró reunir una gran fortuna. Hubo más uniones familiares, pero no quiero abundar en el tema para no acrecentar la confusión y, entretanto, los parentescos por elección han aumentado en esta ciudad. Estos parentescos asfixiarán a Roma.
Si afirmo que el caos del Estado es siempre consecuencia de la propensión al caos de sus conductores, estoy dispuesto a probarlo: ninguno de nosotros tres, a quienes nos fue confiado el gobierno del Estado, provenía de hogares en los cuales las relaciones familiares fueron intactas. Nuestros matrimonios no nacieron del corazón, sino de nuestros cerebros, y es preferible no concertar jamás las uniones. En realidad, Sila debiera habernos servido de ejemplo admonitorio. No desposó mujeres sino familias, se separó de su tercera esposa para vincularse mediante un cuarto connubio a la poderosa casa de los Metelo (no sólo con la noble Cecilia Metela). Pero todavía no ha Uegado la era en que los hombres aprenderán la lección de la historia.
¿Qué sucedió? Me separé de Escribonia cuando no llevábamos aún un año de casados, aunque me dio una hija. En aquel entonces, ya intuí que esta criatura no podía ser sino un retrato de su disoluta madre, cuya vida depravada no podía soportar por más tiempo. Antonio no me fue en zaga y repudió a mi hermana Octavia, aunque le debía el nacimiento de una hija y la prolongación de nuestro triunvirato. Por esta razón, no puedo hacerle ningún reproche, aunque lo lamente por mi hermana que no obró por Otros motivos que los que yo tuve. Afortunadamente, yo hice luego una maniobra feliz al casarme con Livia Drusila, la hija de Marco Lucio Druso Claudiano, aun cuando los dioses me negaron un descendiente de sus entrañas. En aquellos días se rumoreó que mi único propósito al casarme con Livia había sido vengarme al mismo tiempo de tres enemigos: de Sexto Pompeyo, con quien en su momento estuvo vinculada en Sicilia; de Marco Antonio que la había acompañado a Aquea, y de Tiberio Claudio Nerón, su marido, de quien se separó embarazada. ¡Por Venus y Roma, es la verdad! No obstante, estoy agradecido a los dioses, porque Livia es una mujer maravillosa.
¿Y Antonio? Se echó al cuello a la reina prostituta de los egipcios, que dominaba todos los idiomas, no sólo el nuestro. En el lecho le quitó ciudades florecientes y puertos estratégicos que los legionarios ganaron en dura lucha. Lo conminó a devolverla a las antiguas fronteras del reino egipcio y Antonio obedeció, dócil como un niño. Sunt pueri pueri, pueri puerilia tractant. El calor de su cuerpo sensual le hizo olvidar el motivo que lo había hecho partir rumbo al este. Mal preparado y ya demasiado avanzado el año, inició por fin su expedición para enfrentar a los partos.
La empresa fracasó. Ocho mil legionarios romanos perdieron la vida, pero el puerco mandó decir a Roma que había salido victorioso. La derrota fue conocida cuando solicitó refuerzos y nuevos soldados (nuestro pacto se lo permitía) pero no le hice caso a su petición, es decir, le envié un puñado de legionarios como muestra de mi buena voluntad y le negué un contingente más numeroso de tropas so pretexto de tener que contrarrestar las amenazas de las tribus ilirias a las fronteras de nuestro imperio. Además, debía enfrentar la hostilidad de Lépido, no conforme ya con la provincia de África y codicioso de mis dominios.
Como un marino en aguas ignotas sondeé hasta dónde podía ir, y en esto Cleopatra se convirtió involuntariamente en mi aliada. Retuvo a Antonio en el este y su prolongada ausencia de Roma diezmó día a día a sus partidarios en el Senado. Al principio este cuerpo le confirió el titulo honorífico de imperator, pero pronto dudaron de sus triunfos militares. Yo me encargué de atizar esas dudas, pero me faltó la oportunidad para declararlo hostis frente al pueblo y el Senado. Inesperadamente, su prestigio volvió a consolidarse (así lo dispuso el destino), cuando se supo que había conquistado Armenia y tomado prisionero al rey Artavasdes. Lástima que a continuación cometiera un error decisivo: Antonio llevó al soberano capturado a Alejandría y lo arrastró triunfante por la ciudad. Fue la primera vez ab urbe condita que un general romano no celebró el triunfo en Roma. Debía haber perdido la razón. En lugar de desfilar rumbo al Júpiter Capitolino como lo exigía la tradición romana, avanzó coronado de hiedra hacia el templo alejandrino de Serapis, donde Cleopatra lo recibió condescendiente y de este modo privó a los romanos de su entretenimiento predilecto: panem et circenses. Ningún romano se perdía un triunfo. Además, el triunfador tenía la obligación de regalar al pueblo parte de su botín, pero Antonio defraudó a los suyos y prefirió recompensar a los alejandrinos.
También convirtió en reyezuelos a los tres bastardos que engendró con Cleopatra: Alejandro Helio, un niño de seis años fue nombrado rey de Armenia, Media y Partia, un territorio que no había conquistado aún; Cleopatra Selene, hermana melliza del anterior, fue reina de Creta y Cirenaica, y Ptolomeo Filadelfo, el menor de dos años, regiría por voluntad de su padre sobre Siria y los príncipes de la provincia de Asia. Cesarión, fruto del imperdonable desliz de mi divino padre, que a la sazón contaba apenas trece años, fue nombrado "rey de reyes", Antonio llegó a atreverse a af¡rmar que Cesarito era el único descendiente legítimo del Divus Julius. Por supuesto, esto iba dirigido principalmente contra mí y otras eventuales pretensiones sobre la herencia.
Debí haber reaccionado mucho antes, pero la guerra de Iliria me tenía prisionero. A mi triunfal regreso, en el año de mi consulado, me dirigí a Marco Antonio por la vía epistolar para emplazarle un ultimátum: o bien dejaba a Cleopatra y revocaba la distribución de territorios o de lo contrario yo disolvía nuestro pacto y lo declaraba hostis. Irreflexivo, golpeando a su alrededor como un niño a quien se le quita su juguete preferido, el beodo me contesté por escrito. ¿Qué me había dado, para que osara ¡imponerle condiciones? ¿Por qué me alteraba que compartiera su lecho con la reina si, en definitiva, era su esposa? Yo mismo era mucho más inmoral que él. (¡Las cosas que hay que oír!) ¡Como si Livia fuera la única mujer con la que dormía! Me felicitaba si al recibo de esa carta no estaba haciendo el amor con Tertula, Terentila, Rufila, Salvia o Titisenia. (Era Rufila, poseedora de los senos más hermosos.)
Esa carta difamatoria me robo el sobrio raciocinio y ningún poder del mundo es capaz de dominar a las Furias una vez desatadas. Resuelto, como mi divino padre contra el rey del Ponto, socavé el buen nombre de Marco Antonio. De noche hice distribuir volantes por el Foro en los cuales eran enumerados los denigrantes excesos del héroe de las mujeres, su prodigalidad que lo llevó al extremo de rechazar todo adminículo para orinar que no fuera una bacinilla de oro, la circunstancia de estar hechizado por la egipcia y haber entregado comarcas romanas a soberanos extranjeros. ¿Cuándo regalaría Roma?
A pesar de todo, pudo contar aún con un cierto número de adeptos en el Senado, mientras yo entraba en la Curia acompañado de una guardia personal. ¿Por qué he de negarlo? Tuve miedo cuando exigí a los senadores que tomaran una decisión: quien reconociera en favor de Antonio, habría de anunciarlo públicamente y adherirse al esclavo egipcio. Nadie le impediría su partida. Perdí de este modo algunos hombres ilustres, pero logré superior ganancia por la deserción de dos hombres de la parte contraria. Antonio cometió la imprudencia de dejar partir a Roma a Ticio y a Planeo, dos viejos amigos de quienes ya hemos hablado. Ambos detestaban a Cleopatra por haberle hecho perder la cabeza al amigo, según contaban, y resolvieron no regresar a Alejandría. En aquel entonces reinaba en Roma una gran expectativa en cuanto a sus razones, y en el caldarium de las termas el vapor echaba a volar la imaginación. La aversión compartida hizo el resto y los tres forjamos el siguiente plan.
Hicimos correr la voz que Ticio y Planeo habían traído a Roma el testamento de Marco Antonio. Enrollamos un pergamino en blanco, lo sellamos con ilegibles sellos de alfareros, como los que traen estampados en su parte inferior los productos de alfarería egipcia y, de acuerdo con la antigua usanza, Planco entregó el documento a la custodia de la suprema vestal. Proseguí luego con el plan: exigí a la sacerdotisa mayor la entrega del escrito y la amenacé con la fuerza si no me permitía echarle una mirada. ¡Júpiter, una lograda jugada de ajedrez! Trémulo de ira me presenté ante el pueblo, (Fedro, el actor de los altos coturnos, no podría haber realizado una mejor actuación), fingí el espanto que hace presa de todo verdadero romano cuando se entera de una traición a la patria. Con mirada horrorizada, mientras señalaba con los dedos separados mis ojos que jamás habían visto el mal, dije que hube de reconocer la última voluntad de Marco Antonio, una vergüenza para él que se mostraba como salvador de la patria, pero una humillación para el Senado y pueblo de Roma.
Enseguida hice una relación de todo cuanto se nos había ocurrido en el baño de vapor para calumniarlo, difamarlo, ensuciarlo, denigrarlo ofenderlo, exponerlo y deshonrarlo. En caso de que Antonio muriera en Roma, dije, ha dispuesto que sus despojos sean paseados por el Foro en solemne cortejo y luego enviados a Cleopatra, a Alejandría. Abucheos. Pero, continué, si encontrara la muerte en el este, su cadáver no deberá regresar a Roma, sino recibir sepultura en Alejandría. Gritos de protesta: ¡Traidor! ¡Renegado! Proseguí: los hijos que engendró con Cleopatra han sido instituidos como herederos del imperio en el este, despojando de este modo a Roma de sus posesiones, y, por último, prometió a Cesarión la herencia del Divas Julias.
A partir de ese día le quedaron muy pocos amigos a Marco Antonio en Roma y yo tuve repentina conciencia del enorme poder que puede entrañar la propaganda hostil. Una boca infamante bien dirigida remplaza a diez mil espadas.