XIII

Esta noche estuvimos acostados juntos durante un corto rato, cuerpo sobre cuerpo. Livia me miraba con sus ojos cristalinos. Estaba tan cerca de mí que podía ver las venitas de sus córneas y nos susurramos cosas como en nuestros años apasionados. Para mí, sigue siendo una bella mujer, aunque las arrugas surquen su cuello y sus senos pendan por la ley de la gravedad. A la evidente aspereza de su piel se opone la suavidad que emana de su tacto. Jamás he gozado tanto sus caricias como esta noche, pero me avergoncé de mi cuerpo, de este cuerpo consumido que provoca más asco que amor. El paso de setenta y seis años deja sus huellas.

Al principio dudé si Livia obraba por compasión, (ciertos filósofos dicen que el amor es compasión), si no buscaba complacerme, así como el verdugo satisface el último deseo de un candidato a morir, pero antes de que pudiera traducir en palabras mis cavilaciones, Livia me preguntó a su vez si todavía sentía placer con ella. Descubrí un leve dejo de censura en su voz. Sus caricias, su sumisión me emocionaron hasta las lágrimas y, avergonzado por mis dudas, me alegré de no haberlas expresado. La sensación de su leve peso sobre mi cuerpo creció hasta convertirse en agradable excitación, en un embate de olas contra la orilla, y, sin habernos unido, experimenté el éxtasis de los años jóvenes. Me parece que durante toda una vida he empleado los sentidos equivocados para el amor. Lo que me participaban los ojos, los oídos, la nariz y aún la boca se me antojaba más deseable que el sentido de la piel, cuyas sensaciones llamamos tacto. ¿No escribe Aristóteles en su tratado sobre el alma (la obra comprende tres volúmenes) que los animales son superiores al ser humano en todas las clases de percepciones, menos en la sensibilidad? ¡Cuánta razón tenía! ¡Cuanta más sensibilidad es capaz de desarrollar el hombre, mayor es su percepción del placer y del dolor, de lo placentero y lo doloroso. Y quien tiene esto también tiene deseos, pues son la tendencia hacia lo placentero. Este me parece que es el motivo por el cual la pasión y el deseo no son fenómenos propios de la juventud, sino que se dan a lo largo de toda la vida como se disemina el sembrado por el campo. ¿Acaso la juventud no muestra por momentos la sobriedad y la claridad de la vejez, y esta aquella impetuosa locura que por lo común se adscribe a los jóvenes? El motivo de esto es el mismo que el que hace prosperar la siembra de distinta manera según sea la fertilidad del suelo, aunque las semillas no difieran. La vejez puede ser un suelo tan fecundo como la juventud para el deseo y la pasión.

Se me ocurre que el hombre ama demasiado con la mente en lugar de dejar rienda suelta a los sentimientos. Si el amor fuera cosa del cerebro y de la razón, los grandes filósofos de Grecia, los Siete Sabios: un Solón, un Tales, un Bias, un Quilón, un Demetrio, un Pitaco, un Cleóbulo debieran haberse asfixiado en la dicha del amor. Sin embargo, cualquier niño sabe que lo que sucede realmente es lo contrario: la capacidad de amar mengua al crecer la razón. Platón supo interpretar todas las virtudes, aun aquellas que son desconocidas a la mayoría, pero no supo hablar del amor, que es más importante que todas las virtudes, porque de él emanan. La dicha de amor de esa especie era tan desconocida al sabio Platón que desechaba a las mujeres, y los mancebos tampoco le satisfacían. ¡Oh, cuán platónico! ¿Y qué significaron Jantipa para Sócrates y Pitias para Aristóteles? Una carga de la que ambos trataron de desembarazarse de distintos modos. ¡Por la divinidad de Venus y Roma, es mejor ser tonto que sabio como los dioses!

Me eché a reír y Livia inquirió la razón de mi risa, pero guardé silencio por temor a romper el hechizo del instante que me había librado de la duda. Toda mi vida me he avergonzado de mi modesta cultura, de la crasa distancia respecto de Cayo Julio (por no hablar de Marco Tulio Cicerón) porque la divinidad requiere sobre todo sabiduría. Ahora bien, consciente de mi sensibilidad que se aparta detodos los sabios, me considero feliz de no haber sido un filósofo, un Empédocles, porque ni este sabio, que pasó por Sicilia hace quinientos años y filosofó sobre el amor, aseguraba con absoluta seriedad que no había un devenir ni un desaparecer en el verdadero sentido, sino solo mezcla y disgregación, (en su lenguaje: mixis y diallaxis o amor y odio: philia y neikos), jamás conoció el verdadero amor, aunque sus adeptos lo veneraban como a un dios.

¿Qué dioses son estos cuyo cerebro responde a todas las preguntas, hasta aquellas que se refieren al origen del hombre, de las plantas, y los animales, cabezas sin tronco, brazos a los que les faltan los hombros, y ojos que necesitan un rostro, que empezaron a crecer, pero nunca, conocieron a una mujer en sus momentos de excitación? Se cuenta de Empédocles que, para dar testimonio de su divinidad saltó dentro del cráter del Etna, al cual nadie se atrevía a asomarse, e indemne volvió a trepar hasta el borde del cráter. De todos modos, Vulcano castigó la soberbia del filósofo al vomitar sus sandalias sin calcinar.

Esta vez me cuidé de no reír, para sentir tanto tiempo como fuera posible el cuerpo de Livia sobre el mío. Cuando se alejó, el tiempo me pareció demasiado fugaz.


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, no quiero afirmar que Livia finja. Sobre todo, no se lo deseo al César. A veces el amor se va de viaje, pero no emigra. Permítaseme, no obstante, la pregunta: ¿A qué se debe el repentino cambio? Las mujeres como Livia no hacen nada impremeditado. ¿Qué persigue, pues, con su repentina demostración de afecto? De repente ha resuelto que Augusto debe morir en Capri, su isla predilecta. Yo acompañaré al César.

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