II

Me encuentro en Nola, en mi casa de campo.

Este cuerpo mío me ha servido lealmente por espacio de setenta y seis años y yo lo consideré como algo muy natural. Cuando molestaba mi voluntad con su negligencia, lo torturaba con el acíbar de exóticas medicinas y él entendía la advertencia y obedecía, pero ahora que ni acres infusiones de raíces ni resinas provenientes de árboles egipcios logran infundirle miedo, y las mixturas del curandero Musa antes bien provocan vómito que curación, se me antoja que mi cuerpo consumido y aquello que unos llaman alma, otros espíritu o hálito, van por distinto camino, y de este modo retornan a la condición de la indocilidad de la infancia. Al oponerse los miembros del cuerpo a la voluntad del espíritu, se enfrentan de manera misteriosa la niñez y la vejez, el nacimiento y la muerte. Siento como si llevara dos vidas, una ostenta el sello de la voluntad, la otra está determinada por la inhibición, y me divierte observar cómo se combaten mutuamente la voluntad y la inhibición. Creo que la juventud y la vejez solo son vencedores diferentes. En la juventud triunfa la voluntad sobre la inhibición, y en la vejez ocurre lo contrario. La muerte sobreviene cuando la inhibición ha vencido por completo a la voluntad.

La visión, que el destino me ha limitado a un solo ojo desde hace años, se me nubla cada vez más y obliga a los restantes sentidos a redoblada vigilancia. No me apeno por ello, aun cuando el espejo siempre me deparó el mayor de los placeres, pues de este modo la mirada tiene que volverse forzosamente hacia el interior (perdonad, por lo tanto, la letra despareja y los caracteres cada vez más grandes). El verdadero conocimiento no necesita del ojo, más aún, se ha comprobado que la vista lo obstaculiza en cierto sentido. En mi penumbra pienso que todos los filósofos, aun aquellos a quienes admiro, se ocupan más de lo remoto que de lo cercano, explicaron y predijeron el origen del Universo y la trayectoria de los astros, los eclipses de sol y los terremotos, pero no se dignaron aclarar al hombre su vida y su muerte. Pues el mismo Aristóteles, que analizó la naturaleza de la vida y la muerte, y en consecuencia, el alma del ser humano, habla más de los elementos de los cuales esta está constituida y de la movilidad o inmovilidad de estos que de su inmortalidad y las consecuencias resultantes. Considera al cuerpo una herramienta del alma, pero Aristóteles deja a sus discípulos la cuestión de si el alma puede existir en realidad sin esta miserable herramienta. El alma, dice, se comporta respecto del cuerpo como la vista respecto al ojo. Privado de la visién, el ojo ya no es tal. Por lo tanto, la esencia del ojo reside únicamente en la facultad de ver. Por consiguiente, la esencia del cuerpo sólo reside en el alma. ¡Por Júpiter, esto me probaría la existencia del alma, pero no su facultad de separarse del cuerpo perecedero y, por ende, su inmortalidad. Sin el ojo la visión es inconcebible. Pero ¿qué pasa con el alma sin el cuerpo que después de la muerte se deshace en humo y ceniza?

Caronte, sentado a los pies de mi cama, se alza de hombros perplejo. A él no debe preocuparle esta cuestión. Desde hace días no se separa de mi lado. No habla, no pena, sólo está presente. La muerte es un tema absolutamente tolerable, cuando se es capar de mirarla a los ojos. Al pricipio me asustaba y me mesaba los pocos pelos que me han quedado cuando me miraba al espejo, y en lugar de la imagen habitual me enfrentaba con el horroroso rostro de Caronte. Me frotaba el ojo derecho, el más sano, y pasaba una punta de la toga por la superficie de plata, pero ni lo uno ni lo otro hacía variar mi imagen. Si forzaba a mi rostro a esbozar una risa sardónica, la imagen reflejada permanecía invariable, y su expresión tampoco cambiaba si intentaba una mueca siniestra. Creo que me faltan las fuerzas.

Durante toda mi vida me he esforzado en desempeñar el papel del emperador César Augusto. Con mimética destreza representé al Padre de la Patria, al Augusto, al Divino, al César, al Poderoso, pero así como un actor es capaz de expresar triunfo y pesar, dolor y alegría tras una máscara cambiante y con la manera y la vehemencia de sus movimientos, sin revelar su verdadero yo, tras la máscara del emperador César Augusto se ocultó aquel que fue parido por mi madre Atia, yo. Con el ímpetu de la juventud y la experiencia de la vejez desempeñé cada rol que esperaba de mí el pueblo romano. Como Tespis, el creador de la tragedia, arrastré de lugar en lugar mi carro cargado de carátulas y accesorios, a veces escarnecido, otras aclamado. ¿Fui bueno? ¿Fui malo?

Загрузка...