V

Por la noche emergieron del mar los dioses del Nilo con sus cabezas de cocodrilo y avanzaron raudos como naves por las aguas iluminadas por la luna. El pánico de verlos y comprender de pronto su raro lenguaje me paralizó, y no logré apartar la mirada de ellos.

– Yo soy Ra -dijo uno-, el caminante solitario del desierto celestial y el gran dios que se genera a sí mismo. También soy Kephaa, el dios del eterno cambio, que, escondido en el vientre de su madre Nut, modela y esculpe su propia forma. Soy el guardián del Libro de los Destinos, en el cual todo está escrito. Soy el ayer, conozco el mañana y la dirección de mi camino está determinada por el orden universal.

– Yo soy Tot -me inmiscuyó otro- y ayudo a Osiris a ganar con trampas y lazos. Yo estoy en todas partes y en todo momento: en el norte y en el sur, de día y de noche; de noche, cuando nació Sejlem, de noche, en la caída en medio de las tinieblas, de noche, cuando Horus fue heredero al trono, de noche cuando Isis se lamenté en Abidos, frente al sarcófago de su hermano, de noche, cuando las almas son sacrificadas con ocasión de la gran fiesta de la labranza; de noche, cuando Horus celebró su victoria sobre todos los enemigos. Soy el amo de la luna, nacido de la cabeza de Set, después que este comió la semilla de Horus.

– Yo soy Ptah -exclamó un tercero de cabeza calva-. El constructor del mundo, el que crea a las criaturas en su torno de alfarero y abre las bocas con herramientas de bronce. Creé este mundo con corazón y lengua y en mí se unifica lo masculino y lo femenino.

De repente, cayó del cielo un objeto luminoso que profirió plañidero estas palabras: – Yo soy Sehet, el radiante ojo de Horus, brillante como Ra, y destruyo la triple supremacía de Set con mi fuego devorador. ¡Viva el flamígero ojo de Horus, rodeado de fragantes nubes!

– ¡Pero qué -exclamó otro, y se desprendió de las sombras-, qué es aquello comparado conmigo, el ojo de Uzab con el brazo flexionado! Mía es la energía de la luz, pues yo soy el espíritu del fuego. Carezco de cuerpo, pero mi ojo abarca por si solo sesenta y tres miembros, no, sesenta y cuatro, si Tot no me ha engañado. Brillo durante la larga noche en la cuarta era de la tierra. Unicamente el que lleve mi ojo de lapislázuli o jaspe resurgirá en el mundo subterráneo.

– ¡Mírame a mí! -gritó a mis pies una voz horripilante-. Yo soy el demonio Sui, el de cara de cocodrilo, y mis dientes parecen cuchillos de pedernal. Mi alimento son las palabras del poder que arranco a los hombres por la fuerza y mi goce de la vida: los signos del zodíaco. Mis zarpas están provistas de terribles uñas candentes que inspiran eterno pavor. Yo, en cambio, nada temo tanto como la luz.

Ante mí surgió sorpresivamente del suelo una figura encordelada. Debajo de los brazos en cruz llevaba el cayado y el látigo. -Yo soy Osiris, el soberano del mundo, el sol en toda su forma nocturna, y domino todo el terreno. El hálito de mi nariz rebosa vida, energía y salud. Las palabras de mi boca borran el mal. Engendré a Geb, la tierra fecunda, di a luz a Met, la bóveda celeste. Los demás dioses se inclinan ante mí y obedecen mis órdenes. Mira la blanca corona de Atef sobre mi testa, mi atributo de rey de los hombres y de los dioses. Observo con ojo vigilante el corazón de los hombres y separo con cuidado la verdad de la mentira, la justicia del fraude, la virtud de la pecaminosidad, las tinieblas y la luz.

Y, mientras hablaba con su voz cavernosa, Osiris se acercó a mí más y más y sus ojos de rojo fulgor resaltaron en su rostro cetrino. Me protegí los ojos con la mano, porque su vista me hizo estremecer. Percibí el aliento del dios sobre la mano, tan cerca estaba de mí, y entonces grité desesperado: – ¡Fuera, fuera de aquí, dios extranjero, nada tengo que ver contigo! Yo soy romano.

– ¡Di tu nombre! -me conminó la voz.

– Octaviano – respondí titubeante.

El dios elevó entonces su estentórea voz que resonó por la isla como trueno: -¡Tu, Imperator Caesar Augustus, destruiste el reino de mis hijos, tus soldados pisotearon nuestras imágenes y asesinaron como a reses de matadero a aquellos en los que se continuaba mi sangre. Te reíste de mí y me negaste cual si hubiera sido un fantasma, como sí no pudiera ser, lo que no debe ser. En este momento pesaré tu corazón, antes de que deje de latir.

Y mientras Osiris hablaba de esta suerte, sentí su mano sobre el pecho y no pude eludir su presión por más que retrocedí con trémulos miembros. Fuera de mí, me eché a un lado, y con la fuerza que todavía me han dejado los dioses, me incorporé y corrí como un desaforado. Corrí a ciegas a través de la noche, siempre cuesta arriba para alcanzar el pico más elevado de la isla y ni los gritos de los guardias fueron capaces de interrumpir mi carrera. Extenuado e inconsciente me quedé tendido donde a menudo antes había contemplado embelesado la extensión del mar.

Dos esclavos me encontraron allí sacudido por los violentos estremecimientos que provocaba la elevada temperatura. Unos pretorianos me bajaron a la villa. Pero ya no puedo permanecer por más tiempo en este lugar. Me marcharé de esta isla que tanto amé en otros tiempos, pues estoy seguro que los dioses del Nilo retomarán.


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, empiezo a comprender que durante su vida nada afectó tanto al César como la conquista de la provincia egipcia; no la toma del país, sino más bien la muerte de Cleopatra, de la cual se sintió culpable. Cleopatra, que hizo perder la razón a Julio, su padre adoptivo, ha perseguido a Augusto hasta sus postreros días. Teme la venganza de los dioses egipcios, los teme porque se burló de ellos durante toda su vida.


Iv


Neápolis.

Me costó mucho trabajo hacer comprender a Livia por qué necesitaba abandonar esta isla, pero finalmente cedió a mi insistente ruego y abordamos la nave a toda prisa. Los remedios de Musa ya no surten efecto. Por momentos mi cuerpo enflaquecido se retuerce atormentado como el de un animal desollado, y experimento todo esto en estado de lucidez. Todos los que, a excepción de Polibio, dudan que esté realmente consciente y cuchichean a mis espaldas, Polibio es el único que conoce mis pensamientos, porque tan pronto termino un pergammo lo hace desaparecer y lo guarda en un lugar secreto. No puedo impedirle que lo lea.

¿Está obnubilada mi conciencia porque reparto oro entre el pueblo? La gente me vitorea en las calles, a mi, Caesar Augustus Divi Filius.

¿Está obnubilada mi conciencia porque coroné con ramas de hiedra a los marineros de una nave alejandrina?

¿Está obnubilada mi conciencia porque exijo que todos los romanos usen en esta ciudad túnicas griegas y que, los griegos, por su parte, lleven togas romanas?

¿Está obnubilada mi conciencia porque ofrecí un fastuoso banquete a los efebos y los observé cómo engullían y se embriagaban?

¿Está obnubilada mi conciencia por exteriorizar alegría e incitar a la juventud de la ciudad a saquear los árboles y arrojar determinados manjares?

¿Está obnubilada mi conciencia porque llamé Afrodita a Livia, a mi sensual amada, y Asclepio a Musa, mi curandero, ávido de dinero?

¿Está obnubilada mi conciencia…? De repente mis ligeros miembros se han tornado pesados como plomo.

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